La academia estaba situada en un antiquísimo edificio de la calle de Fuencarral, muy cerca de Malasaña, donde vivía la familia de Jorge. Luis había hecho allí todos sus estudios con una media beca no oficial, que le fue concedida en virtud de una cierta dependencia económica que unía a su padre con el director del centro. Mientras subían por la derruida escalera, Jorge puso a Luis al corriente de su situación. Le explicaba, deteniéndose en los oscuros descansillos para tomar aire, que había sido expulsado del Instituto San Isidro a mitad de curso y que sus padres no habían encontrado un sitio mejor, o al menos con tanta hambre de alumnos. Me han matriculado hace una semana, pero es la primera vez que vengo. ¿Qué curso haces?, preguntó Luis. —Sexto, me parece, ¿y tú?—. Lo mismo; estaremos juntos. Al entrar en el aula desconchada y rota Jorge se separó del Vitaminas y fue a sentarse solo en un banco retrasado. Intentaba aclarar que el hecho de haber contado a Luis su situación no le ataba a él de ningún modo. Pero Luis no captaba ciertas aclaraciones y en seguida cometió el primer error al abandonar su sitio habitual, junto a la ventana, para sentarse al lado de Jorge.
La ocasión del segundo error se presento una hora después, durante la clase de francés, y también Luis la aprovechó. Había sucedido que el apolillado profesor de esta materia viendo una cara nueva se creyó en la obligación de llamar la atención sobre ella al resto de los alumnos, «porque los primeros días uno no conoce a nadie y anda como desorientado». No se preocupe, cortó Jorge, ya conocía al Vitaminas, y señaló a Luis con naturalidad. Todos rieron la gracia, incluso el profesor cuando vio que Luis se equivocaba riéndose también con una sencillez sospechosa.
Aquella clase, en la que se estudiaba el quinto curso del bachillerato, estaba compuesta por unos quince alumnos de los que solamente dos o tres tenían la edad relacionada con el curso. El resto, entre los que se contaba a Luis, el Vitaminas, y ahora el propio Jorge, tenían todos de dieciocho a veinte años, retraso que por lo general se imputaba al hecho de ser alumnos libres. También había tres chicas que a fuerza de no cambiar de indumentaria y de asistir a cada clase con una regularidad sorprendente participaban más de la condición de los bancos, o de los enseres en general, que de la de alumnas. Y las relaciones que la mayoría masculina mantenía con estas chicas no eran pues muy diferentes de las que mantenían con las mesas, la paredes, o ciertos rincones de la academia: A pesar de la amplitud del aula, que permitía la dispersión del alumnado de manera que los profesores tuvieran la impresión de dirigirse a una clase numerosísima, siempre había alguien sentado junto a cada una de las chicas. No era cada día el mismo, sino que en virtud de un acuerdo tácito, y con la ayuda de abundantes sobreentendidos habían llegado a establecer un turno rotativo escrupulosamente respetado por todos. Quienes como Luis, el Vitaminas, preferían ser fieles a una chica —con el mismo tipo de fidelidad que se le guarda a un mueble, a una letrina, o al rincón de los ejercicios solitarios— habían de permanecer más días en su lugar habitual antes de sentarse junto a la chica cuya elección no había sido fruto del cálcalo, sino del azar, como el puesto que se ocupa en las trincheras. Los otros disfrutaban de la proximidad de las chicas durante tres días seguidos y al cuarto tenían abundantes ojeras. Cada uno pensaba que su experiencia con las alumnas era única; y esto no sólo por evitar el deterioro de la propia imagen, sino más bien como ejercicio de negación cuya práctica habría de serles necesaria en los años futuros.
Por lo demás, los profesores estaban clasificados en dos grupos: aquellos que como el director tenían en la ropa y en la piel surcos ennegrecidos, semejantes a los que atravesaban los tableros de las mesas o los marcos de las puertas, seres extraños de sabiduría muerta cuya existencia parecía no tener sentido fuera de aquel desorden de aulas semivacías y turbias; y aquellos otros, jóvenes en su mayoría estudiantes universitarios de las distintas ramas del saber, que no solían durar en la academia más de quince días o un mes, el tiempo justo para reconocerse de algún modo en aquel espejo y huir hacia otros barrios en busca de una imagen más dotada para el disimulo. Se conocía sin embargo el caso de uno de estos últimos, profesor de matemáticas, que al cuarto mes aún permanecía allí, y que había aceptado algunas prendas de vestir, una chaqueta negra y dos pantalones grises, desechadas por el director. A los quince días de utilizarlas su piel había adquirido una enfermedad que se manifestaba en el rostro y en las manos en forma de frecuentes rosetones muy parecidos a los desconchados de las paredes. A partir de este momento los alumnos perdieron cualquier vestigio de interés personal por dicho profesor, porque inconscientemente adivinaban que integrarse en aquel medio significaba caer en la no historia y por lo tanto en una situación en la que las referencias personales carecían de sustancia, como la edad o el parentesco de un cadáver.
En cuanto al director del establecimiento, se trataba de un ser profundamente indeterminado, y había entre los alumnos quien pensaba que su forma humana y sus maneras no eran sino consecuencia de la indumentaria que le comprimía mientras duraban las clases, pero que al quitarse la ropa por la noche su naturaleza incierta se esparcía por los pasillos y las aulas con el placer extraño de la identidad recuperada. Al día siguiente, antes de abrir la academia, se introducía de nuevo en las prendas que moldeaban su materia y fingía dirigir el Centro. Vivía con una hermana, igualmente soltera y gelatinosa, que se encargaba de cobrar los recibos y de la administración en general. La vivienda de ambos estaba situada en un recodo de aquel laberinto derruido, pero el baño y otros servicios eran comunes al negocio y al hogar. Naturalmente, todo el mundo imaginaba que los dos hermanos mantenían unas relaciones incestuosas profundamente ambiguas.
En este medio volvieron a encontrarse Jorge y Luis, el Vitaminas. Durante aquella su primera mañana en la academia Jorge actuó de un modo raro y perfecto, como un actor que sabe ignorar la presencia no siempre favorable del público. Luis le observaba torpemente y admiraba en él aquello —la voluntad o la indiferencia— que le hacía capaz de no mirar a nadie, ni siquiera a las chicas. Unas horas más tarde la impaciencia de Jorge descubriría su juego al Vitaminas. Al parecer al final de la última clase Jorge se había decidido por fin a mirar directamente al resto de los alumnos. Luis le había visto observar los perfiles de las chicas con creciente angustia, como si no encontrara a alguien de cuya presencia allí hubiera estado seguro hasta el momento. Finalmente en la calle se había descubierto:
—Oye, Vitaminas, ¿no estudia aquí la chica de la reunión del otro día? —¿Quién, Julia?
—Sí, la que me parece que estaba contigo.
—No, no. Es una chica del barrio.
—¿Por dónde vives?
—En la Concepción. ¿Vas hacia abajo?
—No, vivo ahí al lado, en Malasaña. ¿Dónde está eso de la Concepción? —Más allá de Ventas. Hacia la Cruz de los Caídos. Es un barrio en el que todas las calles tienen nombre de vírgenes.
—Qué excitante. ¿Sois novios?
—¿Quiénes, Julia y yo?
—Claro.
—Sí, creo que sí.
Se despidieron hasta la tarde ignorantes de cuanto acababa de sucederles. Tal vez el Vitaminas presentía algo mientras bajaba por Sagasta. Era febrero, y la escasa gabardina apenas le aislaba del frío exterior. Estaba un poco aturdido, como siempre a esa hora, a causa de los gases desprendidos por las deficientes estufas que caldeaban la academia. Mas a pesar del estupor no dejó de anotar en su memoria la favorable posición en la que la casualidad le había situado en lo referente a sus relaciones con el nuevo compañero. Intuía en efecto que para Jorge, desde aquella mañana, la vida se había convertido en una tregua cuyo fin dependía únicamente de él, porque para quebrarla no necesitaría más que pronunciar en vano el nombre de Julia. En cuanto al mote —inevitable ya— mejor no hacerle frente; a fin de cuentas el sarcasmo perdía aire por alguna esquina, porque Luis amaba como pocas cosas su cara de tuberculoso que era, al tiempo que una advertencia —tal vez una amenaza—, la señal evidente de una distinción que hasta el momento había funcionado. Seguramente Jorge ignoraba que quien no se deja motejar hace de su propio nombre el peor de los motes, por cuanto al confiar en él toda posible referencia a su persona admite al mismo tiempo que nada de destacar hay en ella, ni siquiera un ligero estrabismo, una imperceptible cojera o una disposición original de los dientes; nada, excepto la paz mediocre que se adivina tras los nombres todos.