Los supuestos críticos desde los que contemplo la vida toda de los hombres no son un don gratuito, no son siquiera el resultado de una manipulación inteligente sobre las rebañaduras de mi educación, sino el remate lógico de una actitud (provocada, es cierto, por un conjunto de reglas de significación dudosa) que pretendía conquistar una visión ejemplar de las personas, del barrio, y aún de las ideas y de otros asuntos de clasificación comprometida. No he conquistado nada alegre, pues lo que subyacía a tal acritud (el reconocimiento de los otros, cierta celebridad, y la aprobación anticipada de todas mis propuestas) estaba negado por los principios que subterráneamente la informaban; contradicción dolorosa por cuanto en ella pueden rastrearse las pisadas de aquello que se pretendía combatir, decía, casi en voz alta, Luis el Vitaminas en la puerta de la farmacia que aún no habían abierto. Había llegado hasta allí un poco distraído, después de dar una vuelta que le sacó del camino marcado por la valla del polideportivo y que le hizo regresar a él por Virgen de Nuria. Es decir, que se había acercado peligrosamente a Virgen del Castañar, donde vivían sus padres y donde Luis suponía una fuerte vigilancia policial. Era la segunda distracción (o el segundo intento) que podía haber dado fin a su huida. La permanencia en un punto equidistante de los lugares más peligrosos —la casa de su mujer y la de sus padres— podría ser esa tercera distracción (o intento) que temía estar cometiendo junto al cierre metálico de la farmacia, mientras golpeaba el pie derecho contra la pared para aliviar un poco la humedad que empezaba a sentir a través del calzado.
Finalmente, con un retraso de diez o quince minutos, llegó el farmacéutico y abrió el aparatoso cierre ante la presencia febril del Vitaminas y bajo unas gotas enfurecidas que venían de nuevo acompañando al viento. Ya en el interior, y mientras el farmacéutico cambiaba la gabardina por la bata, el Vitaminas se pesó e hizo incluso un par de comentarios sarcásticos sobre su delgadez para mostrar una desenvoltura que disipase en el farmacéutico cualquier sospecha en relación a un posible atraco o robo. Al fin, entre un par de bostezos mal contenidos, el de la bata se puso a trabajar.
—¿Qué desea?
—Verá, quisiera unos supositorios para la garganta.
—¿Anginas?
—Sí, anginas, y una faringitis aguda, y una seria amenaza de bronquitis. Conozco el proceso: empieza inocentemente con un ligero carraspeo, y al final acaba uno diez días en la cama oliendo a jarabe y sin poder encender un cigarro. Por eso me gustaría, si es posible, que los supositorios fueran balsámicos para ir protegiendo los bronquios.
—Con eso no hace Vd, nada.
—¿No?
—No. Yo, si Vd. quiere, le puedo vender un jarabe con extracto de eucalipto que le dará la sensación de tener los bronquios despejados, y que incluso le facilitará considerablemente la expectoración, pero si lo que Vd. desea es atacar al mal en su raíz trátese con antibióticos. Una ampicilina, por ejemplo. Toma Vd. una dosis de ataque de quinientos miligramos, luego doscientos cincuenta cada seis horas, y le aseguro a Vd. que en cuarenta y ocho horas ha cortado la infección.
—¿En cuarenta y ocho horas?
—Así es. Claro que después debe seguir tratándose para evitar una recaída. ¿Es Vd., por casualidad, alérgico a la penicilina?
—No, a la penicilina no.
—Se lo decía porque, si lo fuera, tampoco podría tratarse con ampicilina. —Ah.
—Mire, se va a tomar entero este frasco que me parece que tiene dieciséis cápsulas.
—¿Cuánto cuesta?
—Vamos a ver. Ochocientas quince con noventa, ochocientas dieciséis. —Déjelo Vd., es muy caro. Me llevaré unos supositorios y si acaso unos optalidones para la cabeza.
—Como quiera, pero ya le digo que con eso no hace Vd. nada. En todo caso una mejoría pasajera, sobre todo si lo suyo es crónico.
—No sé hasta qué punto podríamos aplicar ese adjetivo a mis enfermedades. Es cierto que no es la primera vez que las padezco, pero también es verdad que de un modo muy irregular y misterioso.
—¿Misterioso?
—Sí, misterioso, porque con frecuencia paso largas temporadas en las que la bronquitis, por ejemplo, me rodea sin llegar a atacarme directamente. Yo la huelo en seguida. ¿No le molesto, verdad? Gracias. Decía que la huelo en seguida. Son temporadas en las que escupo con una frecuencia no habitual en mí, y hasta diría, aunque esto no lo he comprobado científicamente, con un termómetro, que al atardecer tengo alguna décima, algo sin importancia y agradable hasta cierto punto, pues con esa sensación que se instala en las ingles y en las rodillas uno se acuesta como ensimismado, y se levanta con estupor con una cierta curiosidad por ver que es esto de pasar el día.
—Eso va a ser otra cosa.
—¿Perdón?
—No, que esos síntomas, aunque yo no soy médico, me parecen más cercanos a una enfermedad infecciosa. Yo diría, concretamente, que son fiebres tifoideas.
—¿Qué síntomas? ¿El ensimismamiento y el estupor?
—No, hombre, las décimas al atardecer.
—Bueno, ya le digo que quizá no sean décimas. Vd., que aunque no es médico debe poseer un caudal de conocimientos muy amplios, sabrá que muchas de las cosas que se perciben a través de los sentidos son falsas. La fiebre, por ejemplo, que cosa más fácil para este gran laboratorio que es un cuerpo producir, a intervalos, ligeros aumentos de su temperatura, aumentos, como le digo, espaciados que los sentidos registran como sucesivos.
—Si entra Vd. dentro de lo meramente sicológico…
Y dentro de lo meramente sicológico se decidió a entrar Luis, el Vitaminas, en vista de la expresión de dicha que adivinó en el farmacéutico que le invitó a sentarse en una silla situada junto a la báscula. Mientras se dirigía a la silla, el Vitaminas miró disimuladamente hacia la calle. La lluvia arreciaba por momentos y comenzaba incluso a actuar con independencia del viento. Luis sentía los párpados hinchados y la mirada insegura, pero consiguió, mientras se sentaba, extraer del repertorio un gesto de autoridad que convirtió en concesión suya el favor del farmacéutico.
Había decidido permanecer allí hasta que cesara de llover porque aceptaba ya que no tenía adonde ir. Mas lo inquietante de tal aceptación, que había tenido lugar en un momento indeterminado, hábilmente camuflada entre dos instantes de dolor y un gesto de duda, no era su consecuencia inmediata (la demora en el establecimiento farmacéutico), sino la información o el aviso que se ocultaba tras ella. Porque no tener a quién ver a estas alturas de su vida era, más que un hecho doloroso y triste, una situación lamentable.
De qué manera habían perdido estos sucesos cualquier posible relación con lo mitificable —lo que se nombra triste y doloroso— hasta convertirse en visión espantosa (la diferencia entre el suicida que se toma un café y se retira el pelo de la cara mientras con cierta gracia habla de su próxima muerte, y entre el ahorcado que con la lengua fuera de la boca se balancea sobre los posos del café, sobre la estafa del disfraz que, tras lo abstracto, escondía lo sórdido) era una cuestión adyacente tal como preguntarse en dónde pudo conseguir el muerto cuerda tan eficaz. Y no es que se encontrara falto de recursos (el farmacéutico continuaba con la boca abierta), sino que la grandilocuencia, al igual que ese sufrimiento interior que había cultivado con el mismo espíritu con el que una viuda cuida de sus flores, no fueron en su caso signos de particularidad, sino la máscara tras la que se ocultaba su torpeza.
Ahora llovía con verdadera fuerza, y de tal manera el agua y las nubes oscurecían el ambiente que la calle, vista desde el establecimiento pobremente alumbrado con un tubo de neón, parecía la entrada de una cueva más que un conducto hacia la luz del día, o hacia la dudosa libertad de las arterias mal empedradas y peor dispuestas, según convenía a la imagen que de sí mismos debían de tener los habitantes de aquel barrio. Y mientras tanto Luis, el Vitaminas, enumeraba con escasa prudencia aquellos casos de curación extraña que, habiéndose aceptado en su día como milagrosos, hoy eran importante argumento de la relatividad de todo, incluido naturalmente lo divino. Con la mano izquierda o con la derecha, a intervalos irregulares, exploraba los bajos de la silla y se complacía en arrancar con las uñas las adherencias, por lo general deshidratadas, que detectaba con la yema de los dedos. Se daba tiempo antes de aceptar como definitivas las consecuencias imprevistas de su orfandad, y modificaba hábilmente sus juicios extremos sobre la frágil naturaleza de lo milagroso en vista de la expresión inquisidora del comerciante.
Pero ya era imposible recuperar el clima, la confianza y el tono magistral que se había diluido en una afonía progresiva de desastrosos efectos. Aquí tiene los supositorios y un tubo de optalidones dijo por fin el comerciante envolviendo los fármacos con movimientos bruscos. El Vitaminas abandonó la silla, se achicó un poco dentro del abrigo en busca de una sensación de calor, y pagó con unas monedas al dependiente ofendido.
No era raro en él equivocarse con aquellas personas cuya atención intentaba atraer, pero también hasta entonces había interpretado tales sucesos como peculiaridades de su carácter que no hacían sino alimentar la imagen que de sí mismo venía levantando trabajosamente desde la misma infancia. Con su amigo Jorge había cometido abundantes errores de este tipo que en virtud de un extraño mecanismo habían funcionado como rarezas atractivas. A los pocos días, precisamente, de conocerse en una fiesta en la que Jorge se había referido públicamente al enfermizo aspecto de Luis, éste oyó tras de sí cuando se disponía a entrar en la academia: eh, tú, Vitaminas. Y al volverse vio a Jorge con unos libros deshojados bajo el brazo.