Mientras Julia se ocupa de la niña, cuyo llanto había confirmado definitivamente el establecimiento de una nueva jornada, Jorge, bajo una ducha tibia, calcula la porción de placer obtenida a cambio del considerable retraso con el que va a presentarse en la oficina. Prefiere no aceptar que hay cuestiones en las que se empeñan cosas diferentes al tiempo, porque de tal aceptación nacería la sospecha —presentida ya desde hace algunos aniversarios— de que no clausuró nunca el ciclo de su adolescencia, y de que ésta subyacerá a lo largo de toda su vida mientras no salde el débito contraído con las raíces de su juventud. Afortunadamente, los minutos —como todo lo que denota distribución o desarrollo— reclaman el fragmento que completa o inicia la nueva medida con una urgencia tal, que impide cualquier intento de penetración en la propia historia a los sujetos adaptados a la disciplina de un horario.

Después de establecer una relación aproximada entre lo invertido y el beneficio alcanzado, sale de la bañera y rechaza en seguida el impulso de contemplarse en el espejo, porque una capa de vaho depositada en el cristal le impide tan engañosa comunicación con el exterior. Mientras se viste oye la voz de Julia, que mantiene un animado monólogo con la niña. Jorge escucha y decide que algún día tendrá que introducir en una bolsa sus cuatro o cinco objetos personales y marcharse a otro sitio, porque en los escasos meses de convivencia con Julia ha observado que el crecimiento de la cría era tan peligroso —o tan seguro al menos— como el crecimiento de una obsesión o de una idea. No le fue dado adivinar cuando se instaló allí definitivamente que, en vez de Julia, acabaría huyendo de su hija. La niña era entonces para él, más que una criatura dotada de una serie de atributos y de necesidades permanentes, un pretexto (la simulación de una causa), que se podía utilizar con fines harto diferentes y aun opuestos. Así, unas veces su sueño les había servido para hacer el amor en un estado de alerta que constituía el principal estímulo del juego, mientras que, en otras, dicho sueño había sido utilizado como principio de una inhibición. Pero gradualmente la niña había modificado su papel hasta trocarse de causa simulada en causa verdadera, modificación que no sólo la inutilizaba para determinados usos, sino que la convertía en un sujeto inesperado y actuante, dispuesto a obrar sobre la realidad en la misma medida que Julia o que el propio Jorge. No ha entregado al olvido aquellos días del verano anterior, cuando las circunstancias hicieron emerger en él los sedimentos de una seguridad, que hacía años, en el transcurso de una borrachera agresiva, había adquirido con respecto a Julia Y había sido el propio Vitaminas quien, de un modo bastante sospechoso, despertara la voluntad de Jorge. Por aquellos días, los primeros de un julio sofocante, Jorge hacía planes para pasar sus vacaciones en algún sitio alejado, cuando recibió la inesperada visita de su amigo. Hacía casi dos años que éste se había casado con Julia y desde entonces los dos amigos habían ido espaciando sus citas hasta llegar al punto en que ambos, por separado, comprendieron que su amistad había sido un atributo más entre los que caracterizaran su adolescencia, y que por lo tanto estaba destinada a diluirse —al igual que el resto de los atributos— en las aguas de la madurez. En esta renuncia, una de las primeras que llevaron a cabo de un modo consciente, advirtieron un indicio más de su ingreso en el mundo de los adultos.

El cuarto en el que vivía Jorge era una especie de buhardilla mal construida y peor aislada, donde la atmósfera se espesaba y se tupía el aire por el exceso de calor. Parecía imposible desarrollar allí otra actividad que no fuera recrearse en el insomnio o acrecentar la sed. Así opinó el Vitaminas, y Jorge se disculpó con un gesto que no aclaraba si sus últimas aficiones llevaban esa dirección. Decidieron, pues, salir a la calle. Cenamos en algún sitio fresco y charlamos, dijo Luis con expresión de agobio. Jorge se puso una camisa y sugirió a su amigo que fuera bajando mientras él se peinaba un poco. En realidad quería darse tiempo para intuir la clase de trampa que se le venía encima. Se lavó la cara en el ruinoso lavabo y cogió el paquete de tabaco que había en el suelo, junto a la cama. Antes de salir abrió el tragaluz por si al anochecer refrescaba un poco. Cuando llegó al portal, el Vitaminas hacía equilibrios en el bordillo de la acera y se mostraba excepcionalmente jovial y alegre, aunque nervioso. Jorge se puso en guardia.

—¿Adonde vamos?

—Yo invito y tú eliges.

—Bueno, vamos hacia Fuencarral, a ver si refresca un poco y nos sentamos en una terraza.

Caminaron en silencio dándose tan sólo ligeras advertencias respecto a un coche no visto por el otro o un semáforo a punto de cerrarse, hasta que atravesaron la Glorieta de Bilbao. El Vitaminas había sugerido entrar en el Comercial, pero Jorge hizo un gesto que colmaba de significado su negativa.

—Ya hace que no nos veíamos —dijo Jorge por acelerar lo que fuese.

—Sí, casi un año.

—¿Cómo va la niña?

—Crece.

No le preguntó por Julia en virtud de un pacto elíptico, aunque aceptado por ambos, contraído en los primeros tiempos de su amistad.

—Estaba pensando, mientras te esperaba en la calle, que tampoco tú has cambiado de barrio.

—Salió la oportunidad del cuarto ese que es muy barato. Además me viene bien vivir tan cerca de mis padres porque muchos días como con ellos. Yo me ahorro la comida, y ellos piensan que es como si no me hubiese ido.

—Claro. ¿Sigues en el banco?

—Mientras tú no me consigas otra cosa. ¿Qué haces ahora? —Nada en concreto. Trabajé unos meses en una librería, pero lo dejé porque había empezado a odiar hasta las novelas. Ahora, a lo mejor, hago unas encuestas.

—Si necesitas dinero o tal, yo he cobrado hace unos días.

—No, hombre, no, sólo quería que charlásemos un rato.

—Te envidio, Vitaminas.

—¿Qué?

—Que te envidio. ¿Nos sentamos aquí? Yo no podría vivir con esa inseguridad económica. El caso es que siempre sales adelante.

—No creas que es tan fácil. Doy bastantes sablazos; lo que pasa es que procuro respetar a los amigos. Además, ten en cuenta —dijo mientras gesticulaba en busca de un cigarro— que los ingresos de Julia son fijos y eso da mucha tranquilidad.

Jorge se puso colorado al oír el nombre de Julia. El hecho de que su amigo rompiera a tales alturas de la edad el antiguo pacto le parecía por lo menos de mal gusto. Aquel pacto decía no utilizaremos el nombre de Julia en vano; si en alguna ocasión se hiciera inevitable su uso, nos valdríamos del disimulo o de cualquier otro artificio relativo al engaño para evitar la sospecha de una transgresión, el nerviosismo de entrar en casa ajena, la vergüenza de no haber clausurado lo anterior al destino; es decir, el destino. Se defendió con un largo trago de cerveza, mientras la gente que salía de los cines invadía el ambiente con los brazos morenos y las sonrisas del verano. Pasaban algunas mujeres mientras el Vitaminas encendía el cigarro y atacaba de nuevo eliminando la posibilidad de que todo hubiera sido un error fruto de la irreflexión o del olvido.

—Por cierto, hablando de Julia, ¿sabes que nos separamos? —¿Eh?

—Que nos separamos, Julia y yo.

—Ya. No lo sabía.

—Aún no lo sabe nadie.

—…

—¿Qué te parece?

—Nada, qué me va a parecer.

—Verás, es que ella tampoco lo sabe —sonrió ligeramente tratando de imitar el gesto de un seductor que tuviera problemas con la última conquista—, aunque supongo que se lo imagina, porque estas cosas se cuecen despacio.

—¿Qué cosas?

—Hombre, ya sabes; lo que hace que un día uno tenga que enfrentarse a la situación que vive para aceptarla plenamente o para rechazarla plenamente también.

Jorge no escuchó apenas el resto de aquella historia trucada. Hacía tiempo había concluido que en el fondo de las decisiones importantes no había grandeza ni verdad, sino una puerta falsa que conducía al desengaño. El rosario de justificaciones con el que el Vitaminas intentaba armarse de valor —como el suicida que cuenta su proyecto esperando obtener de quien le escucha el arrojo que a él le falta— llegaba con frecuencia a un punto muerto del que el Vitaminas salía con dificultad porque estaba confundido, y quería al mismo tiempo escapar y dejarse atrapar. En realidad, dijo finalmente, no estoy muy seguro de cuanto te he explicado. Incluso hay ratos en los que me da por pensar que de lo que huyo es del espectáculo del crecimiento de mi hija. Y Jorge presintió que era lo único un poco sincero (no del todo, porque, como más tarde advertiría en su cuarto, entre el sudor y la vigilia espesa, la intención del encuentro falseaba en sus raíces toda su actuación) que se le había escapado a lo largo del discurso.

Ahora, mientras intenta distinguirse al otro lado del vaho —al otro lado de la cerradura— advierte la verdadera dimensión de la última frase del Vitaminas. Entretanto, hace ya casi un año, una noche del mes de julio, Jorge y el Vitaminas se despiden en la Glorieta de Bilbao. Jorge sabe que está un poco borracho por los cubalibres posteriores a la cena, pero a pesar de que lo sabe, o precisamente por eso, le dice a su amigo: no te preocupes, Vitaminas; abandona tu hogar y tu familia y ve en busca de la tranquilidad que tu espíritu anhela en la seguridad de que a tu mujer y a tu hija no les faltará nada, ya sea en el orden material, ya en el moral, mientras tu amigo Jorge trafaguee errático y giróvago por estos barrios que tanto saben de nosotros.

Y en el momento mismo de finalizar tal parlamento Jorge adivina un rastro de satisfacción en el borroso gesto de su amigo. Luego en su cuarto, entre las sábanas húmedas por el sudor y por un vómito no esperado, interpreta la huella de satisfacción que viera al despedirse en la cara del Vitaminas, y comprende que era la expresión de quien se siente descargado de una responsabilidad que jamás sintió suya. Finalmente, en la lucidez que precede al vómito (o que lo provoca), reconoce que lleva varios años preparándose para este momento, porque al pensar en su próximo encuentro con Julia llegan sin ningún titubeo a sus labios las frases del primer encuentro, las actitudes de la segunda escena, las decisiones del tercer acto. Por un momento siente la grandeza de quien se sabe inmerso en una propuesta nacida en las entrañas del propio deseo, pero también acusa el escozor de aquel que entre los pliegues de la dicha descubriera los gérmenes del fraude.