Y no es que vivir hubiera merecido la pena, sino que ya estábamos vivos y parecía lógico actuar en consecuencia, se iba diciendo Luis, el Vitaminas, mientras bajaba por Alcalá en dirección a Quintana. La fiebre le ponía trascendente y él abusaba de su capacidad retórica para hablarse en un tono que le ayudaba a escapar del miedo, porque le situaba en un lugar donde todo era miedo. Como aquel que se mata para huir de la muerte; un disparate relativo, pues donde todo es muerte la muerte propiamente ya no existe.

A la altura de Federico Gutiérrez se detuvo un instante y observó el cielo: las nubes comenzaban a agruparse y, aunque no había caído una sola gota, olía a lluvia y se presentía la tormenta. Eran los primeros días de un abril extraño por un rigor que no había permitido ni a los más jóvenes aligerar el peso de sus ropas. Cuando alcanzó Emilio Gastesi se detuvo de nuevo para encender un cigarro. Quiso imitar el gusto de ese primer pitillo que se enciende al salir a la calle tras haber asistido a la proyección de una larga película, pero apenas consiguió la belleza del gesto porque tenía la garganta en carne viva. Estas cosas, se dijo, suelen terminar en bronquitis si no se cortan a la altura de la faringe.

Aún no había decidido en qué debía consistir su huida, lo que contribuía con la fiebre a entorpecer sus movimientos y a dilatar ese espacio hético, que una adolescencia novelesca le obligaba a colocar entre los límites de la decisión y el miedo. Por otra parte no ignoraba que la capacidad de decidir era —más que un atributo intemporal y continuo— la condición penúltima de quien ha forzado su situación personal hasta obligarla a entrar en crisis con el objeto de actuar sobre el propio destino, o sobre su ausencia. De ahí la reflexión del Vitaminas al llegar casi a Virgen del Sagrario: Las pocas veces que he tenido la sensación de ser dueño de mí, de dirigir mi propia suerte, de determinar el acontecer de mis necesidades, o de distribuir las exigencias de mi casualidad, coincidieron siempre con el desarrollo de alguna actividad delictiva, y en consecuencia peligrosa. Delinquía cuando, tras el cubo de cinc de la basura, acechaba un descuido de mi madre para dejar caer —sobre algún desperdicio que amortiguara la caída— el contenido no deseado de una barra de pan que preludiaba la proximidad de la noche. Delinquía también cuando escogía entre la obligación y el deseo, entre el placer voluntario o la polución inconsciente. Pero el delito —me ha costado aprenderlo— no se manifestaba en el hecho de escoger la alternativa prohibida, sino en el descaro de pretender que hubiera alternativa.

Bajó por Virgen del Sagrario dispuesto a hacer como que iba a casa de sus padres para matar el tiempo hasta que abrieran las farmacias. Después, con un supositorio y dos piramidones, llegaría la respuesta adecuada a la persecución de que era objeto. Tragó dolorosamente un poco de saliva mientras intentaba meditar, con un ligero movimiento de labios, sobre la condición de tres basureros que alternativamente se gastaban bromas relativas a su propia miseria económica. Aceleró la marcha para sobrepasarlos, y cuando consiguió algunos metros de ventaja volvió a darle a su oscura huida el aire de un paseo temprano.

Los bidones repletos de basura iban marcando, a su derecha, la distancia entre los portales de las casas. El Vitaminas los observaba fríamente tomando nota de la grasa que barnizaba los depósitos de plástico y contabilizando el número de bolsas que por no haber cabido en el contenedor aparecían diseminadas por la acera o amontonadas junto a un árbol raquítico. Reflexionaba algo sobre el asunto (la calle, primer enemigo del día), y se guardaba la observación para utilizarla en el futuro como argumento de una proposición cuyo desarrollo habría de coincidir con el inventario definitivo de su alma.

Se estremeció a causa de una ligera ráfaga de aire, que estrelló contra su rostro las primeras gotas. Y al restregarse con la mano derecha los ojos y la frente experimentó una extraña sensación olorosa: un aroma semejante al del geranio; algo que guardaba más relación con la memoria que con los sentidos. La fiebre, dijo, y devolvió la mano a su refugio, donde al cerrarla ligeramente sobre la navaja automática notó en sus dedos la humedad recogida de la superficie de su cara. Intentó darse placer imaginando variaciones y túneles, calles y voces diferentes —y aun opuestas— que a la manera de un contrapunto musical combinaban armoniosamente en su memoria: la imagen, por ejemplo, de Jorge al inclinarse delicadamente sobre el zapato izquierdo encajado en una irregularidad de la pared. La notable distancia no había impedido que el Vitaminas apreciara la actitud esquiva de su amigo, refrendada por la evidente demora en la realización del trabajo; actitud que había sofocado su primer impulso de acercamiento aun cuando su presencia en los alrededores de Pueblo Nuevo no había tenido en principio otro sentido.

Por diferentes conductos subterráneos, a los que una lluvia escasa, pero agresiva, ponía al descubierto, llegaba también la voz de Julia o el llanto de su hija. Pero intentaba no engañarse en cuanto a la naturaleza de tales evocaciones, y sabía que estaban determinadas, más que por el placer de reunir pasado, por la necesidad de denunciar las diferencias entre aquél y el presente. Como el niño, que aprovechando la ausencia de sus mayores arranca una lámina del Atlas que un buen día compraran a un vendedor ambulante, y que nadie ha utilizado desde entonces, excepto él, que calca hábilmente el mapa político de Europa, y va luego hasta el cristal de la ventana donde la luz descubre las escasas diferencias entre el original y la copia. De semejante modo Luis, el Vitaminas, superponía tiempos diferentes a la luz de lo que él tomaba como su conciencia crítica, y perseguía aquellas líneas que apartándose del modelo gustaban de transitar por lugares extraños al esquema previamente trazado y clausurado en todos sus aspectos. Pero jamás uno de aquellos trazos le condujo a otro tiempo que no fuera el pasado, ni le remitió a otros sucesos que no estuvieran contenidos ya en su historia de un modo más o menos oculto. En todo caso, como mucho, eran olvidos achacables a la invención del tiempo y no añadían nada, sino que retocaban más bien algunos gestos o actitudes, cuya omisión fue causa de una ligera suspensión —en ningún caso grave— de diversos retazos de la propia historia.

Entre un halo de fiebre, bajo una lluvia estimulante, llega al final de Virgen del Sagrario y decide dar un par de vueltas alrededor del polideportivo Virgen de la Concepción. Oye algo parecido a una sirena y sonríe ligeramente, no porque tal sonido le resulte gracioso, sino por la necesidad de responder de un modo más o menos lógico a cualquier estímulo procedente del exterior. Un poco antes, cuando abandonaba la estación de Pueblo Nuevo en dirección a Quintana, había escuchado esa sirena al tiempo que se cruzaba con un Jeep de la policía armada. Entonces no se había atrevido a sonreír, pero había dicho en voz alta aún recuerdo cuando gozabais de tal impunidad que no necesitabais viajar enrejados.

Con las manos apoyadas en la reja metálica que rodea el amplio complejo deportivo, husmea el aire, registra la interrupción momentánea de la lluvia, gira la cabeza a izquierda y derecha comprobando con la barbilla la humedad de sus hombros: intenta protegerse a cualquier precio de las acometidas de la realidad. Y esta incapacidad que ahora le impide aceptar como propia la actual experiencia le conduce una y otra vez desordenadamente a ese sucedáneo de la experiencia que es la memoria. Descubre el barrio por cuyos laberintos hubo de destilar una adolescencia inútil. La escasa gente que se cruza con él son los representantes de todo aquello que el Vitaminas no quiso para sí.

Ha olvidado el momento (o tal vez no existió, sino que desde siempre fui portador del germen de una decisión que a través de las propias actitudes y del estudio del acontecer ajeno iba creciendo lentamente, no con el tiempo, no, que el tiempo es un privilegio de clase que ni sucede ni dura, porque durar denota, más que una adecuación entre existir y ser, un trasiego confuso de ambas categorías, cuyo enredo conduce finalmente a la renuncia de las dos. Dura, verbigracia, una enfermedad no atendida, un trabajo improvento, o este discurso mío cuyo final espera nadie para ni aplaudirlo ni censurarlo. No fue pues con el tiempo con lo que progresó aquel germen, sino con los residuos —previamente manoseados en busca de un último despojo— de dos o tres categorías abstractas, y con el exceso de una realidad emética que utilizaba sus propios humores en el tratamiento de sus males), ha olvidado el momento, si lo hubo, en el que decidió —como quien tira una moneda al aire apostándolo todo al capricho de la gravedad— escapar a la presión del calco sobre el que actuaba el peso del modelo que habría de poner límite y detalles a toda su existencia. Lo ha olvidado, pero barrunta que hubo de ser una de aquellas tardes de domingo, desmanteladas al atravesar una calle con sol. Solares, vertederos, un ser anónimo —sin sexo apenas— que habitaba tras la ventanilla. El cine y otra vez la calle. Imitación de aquellos gestos definitivos del protagonista. Ejercicios de soledad que cada día hacían más difícil la aceptación del lunes.

Y en el momento límite en que tal aceptación parecía insoportable arroja al aire la moneda, decide que ha de ser singular la trayectoria de su vida. No supo ver entonces que en aquella apuesta él era, no ya el rival y el premio, sino la moneda que tras evolucionar unos segundos al capricho del aire cayera muerta tal vez, o malherida, pero mostrando un costado determinante de un destino del que podría decirse cualquier cosa, excepto que no se hubiera puesto en entredicho.

Huele la atmósfera Luis, el Vitaminas, y por unos segundos recupera la sensación que las tormentas ejercen sobre los adolescentes. Respira hondo a la altura de Virgen de la Consolación, y enciende otro cigarro para examinar las diferencias entre el dolor del humo y de la saliva al atravesar su ruinosa garganta. ¿Tiene Vd. hora, por favor?, pregunta a un señor que sale de Virgen de la Providencia. Y son las nueve y veinte; con lo que en diez minutos abrirán las farmacias. Otra vuelta más al polideportivo y subir por Hermanos de Pablo. Tiene idea de que entrando en esa calle, a mano derecha, hay una farmacia. Lo que aún ignora, mientras se le estabiliza la fiebre y se oscurecen las nubes, es la cara que pondrá para no infundir sospechas al farmacéutico.