—Dame un cigarro —dice.
—Dame un beso —le responde Jorge.
Ella se inclina con los labios en guardia y ofrece a Jorge una visión abreviada de sus pechos a través del escote. Se besan, primero larga y suavemente, hasta alcanzar el punto en que sus lenguas se deciden a explorar con torpeza, atadas como están a la garganta por uno de sus extremos, los entresijos de la otra cavidad rica en sorpresas como el túnel del miedo de las ferias. Ella cierra los ojos y en seguida inicia un lento proceso a lo largo del cual sus movimientos van perdiendo en violencia lo que ganan en intensidad y olvido, pues ya comienza a no saber quién es, ni cuáles sean los límites del ámbito que abriga la dulce pérdida de su voluntad, tan ligada siempre a los aspectos disciplinarios de la vida.
Después de un intervalo, lo que aparecía como pasividad se manifiesta como ofrenda, y Jorge siente a través de sus dedos la sugestión de la cintura de Julia, que se quiebra y desborda los límites de la cadera dibujando sobre la fina tela de la bata los huesos que señalan la dirección del olvido. Al mismo tiempo escucha los gemidos, a veces roncos, a veces invisibles, que lentamente instilan en su ánimo el ansia de la libertad, pues de súbito observa que Julia es libre porque no lo sabe. Obsesionado entonces por participar de esta ignorancia destructora, desata el nudo que aún sujeta algunas partes de la prenda de Julia y se deja invadir por la curiosidad siempre renovada ante la desnudez del otro cuerpo.
Sin interrumpir por eso las indicaciones que Julia le susurra, se quita primero el abrigo y la chaqueta, luego los zapatos, y al fin, aprovechando una pausa más larga que las anteriores, arroja lejos de sí la corbata y se desabrocha el cinturón, límite incómodo. Entre tanto los pechos de Julia, impulsados por una fuerza nacida en la espalda, danzan al ritmo de la sangre reclamando la presencia de la boca o de las manos de Jorge, que se acerca a ellos y mira con avidez la aréola del pezón como si hubiera de recordar más tarde su forma exacta o la disposición de sus numerosos canales. Pero no olvida, más bien se observa y planifica los movimientos que han de conducirle a un lado u otro del cuerpo sometido en busca de palpitaciones secretas o de disimetrías ignoradas. Examina también la gradual tensión de todos sus órganos en un concurso rítmico y ajustado a las necesidades del devenir de su verga, que ya ha alcanzado el límite de su potencia y reclama con urgencia el acontecimiento.
Entonces Jorge, temiendo que una involución irrecuperable le desarbole antes de tiempo, carga el acento sobre su faceta de espectador para que la frialdad de la mirada detenga en lo posible la carrera del acontecer. Y así se observa ahora en el lento y desapasionado recorrido a través de la piel de Julia, de Julia que intenta con desesperación convertir cada nueva postura en un nuevo signo cuyo sentido se complace en ignorar. Y como buen observador abre los ojos al objeto de registrar con precisión las peculiaridades del terreno que besa. Entretanto las manos, irregularmente adiestradas, acarician un sitio, arañan otro, se detienen en el monte Venus y regresan a la nuca o a los costados sin conseguirse liberar del miembro a cuyo extremo están atadas. Pero todo aquello que pisa con los labios, y que debería sin duda actuar como estímulo, sirve sólo en su caso para aumentar la distancia entre el espectador y el actor, hasta que el último desaparece tras el horizonte. Entonces Jorge se detiene un instante para tomar aliento, y continúa en seguida la fría exploración, que ahora le conduce a lugares donde el tejido se torna cavernoso y húmedo a causa de una continua y palpitante secreción; ve pliegues laberínticos y únicos cuyo recorrido sería la delicia de cualquier hombre sensato, pero él lo observa todo y todo lo contempla como si se dispusiera a escribir un tratado de teratología, como si aquello que ahora palpa, besa, y mira, no fueran sino malformaciones de un cuerpo que no es perfecto y puro porque no es liso, cerrado y frío, de acuerdo con un canon de perfección que tiene su origen en el miedo a la vida.
Pero ya los gemidos de Julia le indican que está llegando al fin del túnel, y Jorge cumple hábilmente con su obligación al tiempo que mira hacia la ventana y repara otra vez en la existencia del afuera. Las nubes, al otro lado de las cortinas caladas, forman bolsas enormes de ropa sucia, mientras él empuja con un poco de rabia y siente cómo Julia se quiebra y se deshace en un gemido prolongado. Piensa por un momento en la sucesión de los días y cerrando los ojos se lanza a la captura de su porción de olvido. Ignora que el olvido de Julia procede de la recuperación de una memoria centenaria. No sabe del tumulto, ni del rumor de voces que se escuchan tras los ojos cerrados de su amiga. El aprieta y olvida. Mientras olvida, oye el llanto de la niña que reclama la presencia de alguien.