Julia continúa aún desenzarzando los cabellos. Al principio se había dado un plazo de cinco o seis antes de acudir al salón con el objeto de suavizar su postura. Pero junto a este proyecto, y alimentado tal vez por las mismas raíces, ha crecido una rabia contra cuyo reconocimiento se defiende para no admitir que sus relaciones con Jorge están también envilecidas por rencores de orden matrimonial. El esfuerzo por controlar este movimiento la ha conducido al llanto, un llanto fácil y sedante con el que en un principio había pensado atraer a Jorge para provocar una escena conciliatoria. Pero como viera —después de dos o tres intentos— que Jorge no acudiría, decidió recogerse un poco sobre sí misma para defenderse de la evidente hostilidad de los alrededores.
Una ligera sensación de frío, producida por el contacto con la porcelana y trasmitida al cuerpo a través de los muslos, le ayuda a acelerar este recogimiento desde el que siente el recorrido interior de sus lágrimas hasta que éstas alcanzan el borde de los párpados y saltan sobre el cepillo o su contorno. Entretanto medita y se pregunta no por el objeto de su vida, sino por la intención inmediata de sucesos como el presente a través de los cuales se reconoce, y que actúan a manera de acotaciones en un texto cuyo único asunto parece ser la dentellada atroz del tiempo. En un instante, y dada la escasez de tales acotaciones, es capaz de recorrer sus treinta años escasos de existencia; y a pesar de que trata de exprimirlos como si en su interior tuviese que haber forzosamente algo sólido, al final sólo obtiene su actual presencia de mujer objetivamente adulta, y ligada a los menesteres de la existencia colectiva a través de un matrimonio deshecho, una hija de la que espera obtener una confusa redención, y un trabajo al que se ha entregado como quien se entregara a la salvación de su alma.
Esta visión le produce naturalmente un rechazo del que ella se defiende con un recuerdo de su infancia, acerca del cual siempre ha ignorado si se refiere a un instante concreto, o si por el contrario es la síntesis de una época afortunada. El recuerdo consiste en la imagen de una niña (ella) que sin dificultad y sin daño corre con abundantes saltos a través de un bojedal en el que el contorno de los arbustos aparece como difuminado por la acción de una luz, que promete la cercanía del mar. A veces, la niña, sujetándose el vuelo del vestido, se acerca a la posible cámara receptora de tales imágenes, y Julia reconoce a su hija en aquel ser feliz y ajeno aún a las prácticas de la obediencia. La grandeza de este recuerdo estriba precisamente en lo que la identificación entre pasado y futuro supone de burla a las leyes del tiempo. Como contrapartida, la escena recuerda demasiado a algunas secuencias habituales ya en algunos anuncios encargados de promocionar un suavizante para el cabello o un abrillantador de dientes.
Cuando se le acaba el llanto, cuyos efectos sobre la mirada ha sabido utilizar sabiamente, se sube las pequeñas solapas de la bata y mueve la cabeza para aliviar un pequeño dolor que la anterior postura le ha producido. Entonces ve de nuevo la mancha en forma de cerradura, pero no la disfruta, sino que levantándose coloca una toalla sobre el borde de la bañera para evitar el contacto casi directo entre su cuerpo y el frío. Está pensando ahora en Luis de un modo decidido aunque un tanto monótono, porque sus ideas giran en un círculo vicioso de cuya atracción hacia el centro no consigue escapar. Una y otra vez se pregunta por la presencia de Luis en aquel barrio, y una y otra vez se responde que seguramente se dirigía hacia la casa de sus padres. Pero en seguida, aunque a unos niveles menos manifiestos de su conciencia, se produce la fácil objeción de que para ir a la casa de sus padres —viniera de donde viniera— lo lógico es que se hubiera bajado del metro en Quintana; por lo que su presencia en los alrededores de Pueblo Nuevo continuaba poco clara o con una significación de la que Julia no quería hacerse cargo por el momento.
Entre tanto la imagen de su marido se ha ido haciendo sitio en un interespacio amniótico de su memoria, y a falta aún de algunos detalles insignificantes permanece ya completamente quieto con su mirada de tísico, ya moviendo los brazos y la boca con la ineptitud de quien por vez primera cayera al vacío desde una gran altura. Poco después Julia empieza a aplicar sobre algunas escenas petrificadas los esquemas más habituales de la acción, y entonces Luis camina a su lado por una calle sabiamente oscurecida y sola. Habla sin parar apoyando cada argumento con un gesto total que refuerza la perspectiva crítica desde la que se comunica con el mundo. Ella admira la facilidad de su acompañante para detectar grietas y defectos en multitud de asuntos cuyo engaño no había advertido hasta el momento, y busca la expresión adecuada para asentir a cada cosa como si se tratara de algo en lo que ya hubiera pensado anteriormente. Siente la elevación de quien por vez primera experimenta el gusto de la vanidad halagada sin hallarse culpable por la experiencia del placer. También en esa calle —un poco más arriba— Luis se detiene indeciso y pálido y Julia sabe ya de qué se trata y de nuevo por vez primera se siente dichosamente desarmada, porque no opone ninguna resistencia al abrazo ni al beso inexacto, aunque suficiente para quien no ha tenido de la adolescencia otra noticia externa que no fuera la mirada inquisitiva de toda clase de vigilantes especializados en relacionar su edad con la posibilidad de mil oscuras perdiciones.
Luego pasa a otra escena, cuando un domingo por la tarde alguien hace alusión al enfermizo aspecto de su novio. Vitaminas le dicen y el primer impulso de rabia queda inmediatamente rebajado por una dosis de admiración hacia el desconocido, porque el Vitaminas, Luis, ha reído la gracia y por lo tanto ha establecido algún tipo de comunicación con el gracioso. Se llama Jorge, le dirán en el cuarto de baño de la casa, y esa noche ella recordará sus labios y sus ojos, su expresión descarada, pero no se atreverá a confesar el gusto que tal repaso le produce porque aún necesita —ligada como está a una educación de reflejos cristianos— una justificación teórica para cada recuerdo productor de un movimiento de gozo.
En esto su hija comienza a llorar y Julia deja para mejor momento la costosa recuperación de su adolescencia al tiempo que se siente otra vez agredida por la angustia del horario establecido. Ya no me va a dar tiempo a arreglarla antes de que pase el coche. Sale al pasillo; a través de la puerta entreabierta ve a Jorge, con el abrigo todavía, recostado en el sofá. Él se vuelve y se miran. Está llorando, dice Julia como si el hecho necesitase de una exposición lógica para acabar de confirmarse. Luego se acerca al cuarto de la niña que no cambia de postura, pero que sigue llorando hasta que Julia la levanta entre sus brazos. Entonces mira a su madre e inmediatamente vuelve a quedarse dormida. Julia duda unos instantes y al fin deposita a la criatura en la cuna enrejada. Luego sale con cuidado, entorna la puerta y con dos pasos más alcanza el salón. Jorge vuelve la cabeza y la mira tristemente mientras ella se acerca, rodea el sofá y se sienta a su lado.