Jorge había cruzado de puntillas el pequeño salón, y su entrada en el pasillo coincidió con el descubrimiento de que Julia se había levantado. Observó a través de la puerta entreabierta del cuarto de baño un trozo de su hombro y el ligero vuelo de la bata, que no le llegaba a las rodillas. Dijo soy yo para evitar un susto mutuo, y abriendo completamente la puerta se apoyó en el marco.

—Hola —dijo Julia—, ¿ha ocurrido algo?

—No, nada. Es que creo que ha habido un accidente en la boca del Metro y he preferido subir hasta que se despeje un poco porque estas cosas me ponen mal cuerpo.

Comenzó a sentirse un poco agobiado a causa del abrigo, pero decidió no quitárselo para no destruir con un movimiento razonable algo sorprendente que sin duda alentaba también en el pecho de Julia, quien contestaba a sus últimas palabras dentro de la lógica impuesta por el tono y la situación:

—De todos modos es muy tarde. Si hubieras ido andando hasta Quintana ya habrías llegado, ¿no? —y volvió el rostro al ritmo de la interrogación negativa, cuya función seguramente era darle a Jorge la oportunidad de que justificara su presencia con cualquier excusa banal que abriera, sin embargo, un nuevo cauce de penetración en aquel túnel en el que naufragaba su conciencia.

Jorge, por otra parte, recordaba la mirada del Vitaminas, y aguardaba un silencio lo bastante espeso como para lanzar la noticia y observar su caída desde una indiferencia fingida que no le comprometiera. Entre tanto, argumentó que el cansancio y el frío, que por un día que llegara tarde, etcétera, mientras miraba, sin consecuencias exteriores todavía, las rodillas de Julia, que unos segundos antes había devuelto su rostro al perfil primitivo, y que al recuperar en un movimiento forzado el cepillo del pelo resumió instantáneamente las dimensiones y la forma de su cuerpo. Jorge desvió la mirada y disimuló el apremio localizado al fin entre las ingles. Al mismo tiempo tomó nota de un cierto grado de depresión instalado de súbito a la altura del pecho y sonrió a Julia, que se ajustaba la bata con una pobreza de expresión sospechosa. Fue entonces cuando vio la mancha en el espejo.

—Se me había olvidado —dijo, intentando adivinar una señal de los pezones de Julia sobre la bata—, pero ayer, antes de que vinieras, estuve asegurando la escarpia del espejo, que se movía mucho, y al bajarlo le di sin querer un golpe. No se rompió de milagro, pero saltó un trozo de mercurio y quedó esa mancha. Es muy incómoda; a mí me cae a la altura de la barbilla y parece que estuviera viva: al afeitarme me la encuentro en todas las partes de la cara.

—Sí —respondió Julia, preocupada por la hora, pero dominada por los irregulares impulsos de su sangre—; el único modo de evitarla es acercándose mucho al espejo. ¿Te has dado cuenta de que tiene la forma del ojo de una cerradura?

—No, pero ahora que lo dices. Así es más divertido. Puedes imaginar que alguien te observa mientras te arreglas.

—Eso me da miedo.

—Al contrario, resulta excitante. Ensayar gestos para un espectador que ignora que conocemos su presencia es siempre ventajoso para uno y desastroso para el espectador.

—De todas formas me da miedo —se le quebró la voz y redujo la distancia entre sus piernas para aliviar la progresiva tensión en la zona del pubis—; las cerraduras antiguas me sugieren la presencia de una pupila, no sé cómo decirte, criminal o algo así.

—Seguramente de pequeña te gustaba espiar los movimientos de los mayores a través de esos agujeros —dijo Jorge, sintiendo tropezar dolorosamente la verga en la tirilla elástica del calzoncillo— y te ha quedado un complejo de culpa que intentas acallar imaginando criminales o sádicos detrás de cada puerta.

—No, yo jamás hice eso. Sin embargo, siempre sospeché que mi hermano aprovechaba esos orificios para verme desnuda —se acercó hasta el borde del lavabo y restregó con alivio el pubis contra la porcelana, al tiempo que fingía interesarse por la extracción de una espinilla—. Pero nunca pude comprobarlo porque me daba vergüenza y miedo sorprenderle en tal situación. A veces me parecía oír su respiración detrás de la puerta, y eso me trastornaba porque en aquella época yo aún no había tomado conciencia de mi cuerpo.

—El caso es que por una cosa u otra —dijo Jorge, al tiempo que introducía con disimulo la mano derecha en el bolsillo del pantalón— te ha quedado el miedo típico de la otra parte de las puertas.

En los dos, aunque con matices distintos, actuaba la presión del horario. La conversación, que fríamente se desviaba ya hacia los orígenes —casi siempre localizados en la infancia— de las respectivas obsesiones, apenas actuaba como remedio instantáneo y local. Jorge además luchaba por no equivocarse de momento en el supuesto de que se decidiera a hablar de la insegura presencia del Vitaminas por el barrio. En Julia, la preocupación que le producía el inevitable encuentro con su jornada de trabajo se mezclaba con la incomodidad de tener que arreglar todavía a su hija y acompañarla hasta el portal antes de las nueve y cuarto, hora en que la niña era recogida por el servicio de transportes de una institución infantil.

Por todo esto, cada frase que alternativamente construían con un esfuerzo a todas luces desproporcionado en relación a la materia que trataban, era en realidad una congelación del tiempo cuyo objeto tanteaban en el área más profunda de sus conciencias, y que tenía que ver con la muerte del día, por lo que el día tiene de jornada, y con el nacimiento de un olvido responsable: el olvido de quien ha padecido una memoria sujeta a las instancias más sórdidas de la organización del tiempo.

En ocasiones, Julia se volvía hacia Jorge y con una mirada total tapaba los resquicios que la conversación —defectuosa ya y en franca decadencia— dejaba en una esquina y otra del recuerdo de ambos para gozo de aquellos mecanismos inhibidores del placer. Por fortuna su bata, como si estuviera poseída de una extraña fuerza antimagnética, resbalaba sobre su piel a cada movimiento, valorando sin precisión ninguna los lugares más ignorados de su cuerpo. Jorge intentaba inútilmente aprehender alguna forma, pero éstas se desvanecían, como el fuego, antes de condensarse.

—Aún he de arreglar a Bárbara y vestirla —dijo Julia, tras la pérdida definitiva de la imaginación.

—¿A qué hora la recoge el coche?

—A las nueve y cuarto —respondió, dentro ya de un sistema de reflejos en el que la ordenación del tiempo lo presidía todo—. Yo tengo hoy la primera clase a las once, pero no la he preparado todavía.

Jorge sintió de nuevo la depresión trabajándole el pecho y se dejó hacer. En seguida una flojera característica liberó la tensión de sus músculos, y hubo de asegurar su apoyo contra el marco de la puerta para no resbalar. La verga —tan sabiamente colocada unos minutos antes a través del bolsillo— se retrajo velozmente, y el abrigo, que siempre le había estado un poco grande, se deslizó unos centímetros sobre los hombros en una triste imitación del movimiento de la bata de Julia. Aceptó su nuevo estado con el placer íntimo que produce una revancha oportuna, aunque no supiera de un modo manifiesto contra quién fuera dirigida tal revancha. De todas formas, su adecuación con las cosas y sus escasas tentativas de entendimiento con el mundo se habían producido siempre por vía de la tristeza, en un terreno en el que —al margen ya de todo deseo— él mismo modelaba sus inclinaciones y limitaba sus apetencias con la frialdad de un espectador sobre el que actuara una larga tradición de prohibiciones. Y si bien es cierto que de esta forma el deseo no superaba nunca los confines de la realidad, no es menos cierto que al actuar la última como traspunte de la puesta en escena de los primeros, el triunfo en cualquier actividad placentera acababa pareciéndose tanto a la realidad que se convertía en fracaso, ya que lo real es lo cotidiano, es decir, lo impuesto.

—¿Hasta cuándo —preguntó Jorge, un poco lejano ya de todo— prepararás las clases? ¿No te defiendes todavía?

—La cuestión no es si me defiendo o no. Como comprenderás tengo recursos suficientes para salir del paso en cualquier situación. Pero sé que el día que empiece a no preparar las clases será el comienzo de un abandono del que nadie se recupera. Además —añadió en un tono más conciliador— la clase de latín sí he de prepararla porque lo tengo muy olvidado.

—No sé —dijo Jorge con cierto esfuerzo—; por un lado pienso que tendría que contestar de un modo reflexivo a todo eso que dices, y por otro, que qué más me da a mí que te entusiasmes o no con tu trabajo, aunque a mí me parezca un entusiasmo irracional.

Se calló con el temor de haber iniciado a tales horas de la mañana una de esas discusiones tras de cuyo objeto se ocultan siempre visiones diferentes del mundo, actitudes totales que se manifiestan con mayor o menor frecuencia —de acuerdo con la edad de los enfrentados—, como los restos de un naufragio: extraños y abatidos por el perdón o por la indiferencia en un mar de costumbre. Felizmente Julia no sentía ninguna necesidad de justificarse y abandonó el tema de un modo natural y desconcertante. Dijo:

—¿Por qué no te quitas el abrigo?

—No, no; me voy en seguida. Supongo que ya se habrán llevado el muerto.

—¿Qué muerto? —dijo Julia riendo.

—Me refiero a lo del Metro. En realidad no sé si ha sido un accidente o qué. Sólo sé que había mucha gente. Por cierto… —dijo, y sintió que se le retiraba la saliva hasta el punto de secarle la voz.

—¿Por cierto? —interrogó Julia, volviendo el rostro.

—Me parece que he visto a tu marido —lanzó con cierta habilidad al tiempo que cambiaba ligeramente de postura y se fijaba desmesuradamente en la mancha en forma de cerradura del espejo.