Antes de decidirse a utilizar el cepillo de dientes, desató el nudo de la bata y dejó que las dos partes de la prenda encontraran asiento. Notó la caricia del tejido en las caderas y esperó con cierta ansiedad la aparición de sus pechos. A la altura de la frente el espejo presentaba una mancha, producida por el craquelado del azogue, que recordaba sin dificultad el agujero de una cerradura antigua. Julia pensó que aquella mancha acabaría por irritarla con el tiempo, pero admitió también que de momento le excitaba la posibilidad de imaginar un ojo al otro lado del espejo.

Seguramente se había levantado antes que otros días gracias a la premura impuesta por el nuevo sentido que aquel descubrimiento otorgaba a la rutinaria comprobación de su belleza. Recordó —a la espera de que el tejido resbalase descubriendo sus pechos— que había oído el despertador, cuando lo normal en ella era no oír siquiera las aparatosas idas y venidas de Jorge en busca de alguna prenda personal o de un peine, encontrado siempre en el lugar más absurdo de la casa. Luego había permanecido en una situación de semiinconsciencia provocada de la que había ido surgiendo como la larva surge de su antigua piel: a través de la boca y con movimientos que apenas insinuados se retiraban a morir hacia la orilla de los tobillos. Los ruidos del exterior —Jorge escupiendo, Jorge tropezando, Jorge etcétera— constituían el punto de referencia necesario para valorar aquella situación, cuyo gozo estribaba en el privilegio de no estar compartida con nadie. En tales estados, la adecuación de Julia con el mundo resultaba natural y perfecta, ya que el olvido de la existencia de un horario no nacía de la erosión de una memoria perezosa, sino de la ausencia de cualquier tipo de memoria.

Los pasos finales de Jorge alejándose hacia la puerta, el doble ruido de ésta y el ya más bien imaginado traqueteo del ascensor a lo largo del tubo coincidieron con el desprendimiento total de la antigua piel, y Julia emergió desnuda y roja entre las sábanas del nuevo día. Contuvo el impulso instintivo de las manos y de los ojos, que como de costumbre habían iniciado un movimiento de atención a los pechos, y se alcanzó la bata para evitar que la visión anticipada de alguna de estas partes de su cuerpo prejuzgara de algún modo la revisión definitiva ante el espejo.

Antes de entrar en el cuarto de baño cruzó el minúsculo pasillo para asegurarse de que su hija aún dormía. No tuvo que tocar la puerta, ya que la dejaba siempre entreabierta por si lloraba a media noche, para comprobar que la niña mantenía en su cuna enrejada aquella postura que aseguraba todavía un largo sueño.

Ahora estaba ya frente al espejo y se había desatado el nudo de la bata. Pero las puntas de sus pechos actuaban como dos finísimos ganchos que evitaban el resbalón total del tejido, el cual, por otra parte, carecía del apresto necesario para moverse por propia iniciativa. No obstante, se había producido en dirección a los costados un desplazamiento de las dos partes de la tela, que de momento descubría —partiendo del suave abultamiento del vientre— una franja rectangular de su cuerpo que se estrechaba, como algunas zonas del curso de los ríos, a la altura de los pechos por razones de una geografía accidentada, aunque simétrica. Esta franja rectangular se abría al fin en delta a la altura de las solapas, donde parecía concentrarse todo el peso de la prenda. Creyó observar un brillo inquieto tras la aparente cerradura. Restos de azogue, dijo en voz alta para defenderse de un miedo antiguo que conservaba aún como reliquia de la adolescencia. Luego, con la esperanza de que a la menor ayuda se produjera un nuevo desplazamiento, dio dos pasos hacia atrás ampliando en unos centímetros su campo de visión, limitado siempre por el marco del espejo. Tras la madera aparecían ya algunas señales del triángulo de vello; entonces intentó retroceder aún lo necesario para verlo nacer, pero sus pies tropezaron con la bañera y se tambaleó ligeramente. Adivinó otra vez el brillo de la pupila —del azogue— tras la cerradura, y en un extraño movimiento destinado a recuperar el equilibrio perdido se deslizó la parte izquierda de la bata y apareció el pezón enorme y casi moldeable en el espejo. Lo miró intensamente, como si quisiera guardar memoria de una firmeza pasajera, pero aun en esto la realidad se mostraba multicolor y tornadiza, porque un tercer reflejo, apenas entrevisto tras la mancha en forma de cerradura, produjo en el interior de Julia una subterránea actividad que fue a manifestarse exteriormente en un ligero endurecimiento del pezón.

Se dejó trabajar por aquella actividad, cuya mayor virtud consistía también en convertir a la memoria en algo prescindible, pues mientras observaba cómo una extraña cohesión apretaba el extremo de su pecho y cómo al tiempo que la forma cambiaba de algún modo el color, ella no se sentía vinculada al recuerdo ni a la evocación, sino más bien a su propia imagen, que ahora, en un gesto dedicado a un posible espectador, alzaba la mano derecha —tocada ya por la belleza de la sangre caliente— y se apartaba el pelo de la cara.

Estaba ya dispuesta a desnudar con disimulo la parte derecha de su cuerpo cuando escuchó el ruido producido por el roce de la llave penetrando en la cerradura. Lo había presentido unos segundos antes a causa sin duda de las vibraciones que producía el ascensor, y que si bien nunca eran lo suficientemente palmarias como para reparar en ellas, sí bastaban para poner en guardia a alguna parte de su ser atenta siempre a estos pequeños acontecimientos. Por eso también apenas necesitó un lapso de tiempo contabilizable para recuperar la memoria, cruzarse la bata, asegurándola con un nudo, y adoptar la postura de quien acabara de levantarse y luchara aún por encontrar los límites del propio rostro difuminados durante el sueño.