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25 de enero

Shibuya: Borracho, 3.000 ¥

Tras el encuentro con Zhang tuve una mala racha. Hace dos semanas fui a un hotel con un tipo al que le gustaba la dominación y el sadomasoquismo. Me golpeó tanto la cara que tuve que pedir una semana libre en la empresa. Cuando me curé, siguió mi mala suerte con los clientes. Al sádico lo había encontrado después de cinco días de sequía. Llamé a Yoshizaki varias veces para que nos viéramos, pero me dijo que estaba demasiado ocupado con los exámenes de ingreso. Luego lo probé con Arai pero, al parecer, lo habían trasladado a la sede principal cerca del monte Fuji y no estaba disponible. Así que malgasté muchas noches de pie frente a la estatua de Jizo, esperando a unos clientes que nunca venían. Esa situación desesperada empieza a impacientarme. Durante los meses fríos no hay muchos hombres por la zona, así que he decidido que esta noche me pasearé por las calles bien iluminadas de Dogenzaka.

Mi trabajo nocturno se basa en el dinero en metálico. Lo que gano es totalmente diferente del salario que me ingresan en la cuenta. Me gusta tanto el tacto de los billetes que casi no puedo soportarlo. Cada vez que los introduzco en el cajero, me siento tan triste al verlos desaparecer que a menudo les digo «¡Adiós!». Pero sin clientes, no hay billetes. Y si no puedo ganar dinero, no podré seguir con mi vida en la calle. Es como si me estuvieran rechazando completamente como ser humano. ¿Era a eso a lo que se refería Yuriko al decir «La muerte nos aguarda»? Me daba pavor que llegara ese día.

Me he apresurado a bajar al andén de la línea de metro de Ginza. Debía llegar a Shibuya antes que las otras prostitutas se llevaran a todos los clientes.

—¡Imposible! ¡No puedo creer que estuviera haciendo eso!

Había ruido en el andén, pero podía oír lo que decían dos mujeres con pinta de oficinistas mientras esperaban el tren delante de mí. Una llevaba un impermeable negro a la moda; el de la otra era rojo. De sus hombros colgaban bolsos de marca e iban bien maquilladas.

—Uno de los chicos del departamento comercial ha dicho que la ha visto paseándose por Maruyama-cho, y que parecía que intentaba atraer clientes.

—¿En serio? Qué asqueroso. Y ella, además. No puedo creer que haya tipos dispuestos a pagar para acostarse con ella.

—Lo sé, es increíble pero, al parecer, es cierto. Últimamente incluso se ha vuelto más repugnante que antes. Sube al lavabo del décimo piso, donde nadie puede verla, para comerse allí su almuerzo. Bebe agua del grifo directamente, sin usar vaso. Es lo que me han dicho.

—¿Y por qué no la han despedido todavía?

Estaban hablando de mí. Me he quedado perpleja, la cabeza me daba vueltas. Así que me había convertido en el centro de atención. Pero con todos los hombres y mujeres que había esperando el metro en el andén, las mujeres no se han percatado de mi presencia. ¡Yo no había hecho nada malo! Le he dado un golpecito en el hombro a la del impermeable negro.

—Disculpe. —La mujer se ha dado la vuelta y me ha mirado perpleja—. Para su información, cumplo con mi trabajo en el departamento de investigación. Soy la subdirectora y, además, redacté un informe que ganó un premio en un periódico. No hay razón alguna para que me despidan.

—Lo siento.

Las mujeres, turbadas, se han alejado a toda prisa por el andén. ¡Me he sentido tan bien! Putas estúpidas. De ninguna manera iban a despedirme. Cada día, durante toda la jornada, recopilo artículos del periódico. El director no me ha hecho ningún comentario al respecto de los cardenales que tengo en la cara debido a la paliza del otro día. Todo lo que tienen que hacer los empleados de la oficina es admirar mi trabajo. ¡Ja! Me he quedado allí tarareando una canción mientras esperaba a que llegara el metro.

Luego me he maquillado en el lavabo del sótano del edificio 109. Los cardenales apenas se ven ya, alrededor de mis mejillas, y los he cubierto con una espesa capa de maquillaje. Las pestañas postizas que me he puesto hacen que mis ojos parezcan más grandes. Tras el toque final de la peluca, he sonreído a mi imagen en el espejo. «¡Eres guapa! ¡Perfecta!». Entonces he notado que todas las mujeres a mi alrededor me observaban.

—¿Qué estáis mirando? Esto no es un circo —les he gritado.

Han apartado la mirada enseguida y han actuado como si nada. Una de las jóvenes se ha reído, pero no le he dado importancia. Me he abierto camino empujando a la estudiante de instituto que estaba haciendo cola para entrar en el baño y me he marchado.

El viento soplaba con fuerza y zarandeaba las copas de los árboles mientras yo subía con dificultad por Dogenzaka. Unos pasos por delante de mí caminaba un hombre de mediana edad con un maletín en la mano.

—Oye, ¿quieres pasar un buen rato? —lo he llamado.

El hombre me ha echado un vistazo rápido y luego ha seguido caminando, como si no me hubiera oído.

—Vamos, nos llevará poco tiempo, y no te costará mucho.

El hombre se ha detenido de repente y me ha dicho:

—Piérdete. —Lo he mirado como si no comprendiera—. ¡Que te largues! —me ha espetado.

¿Qué problema tenía? Estaba empezando a ponerme furiosa, pero finalmente he conseguido controlarme. Un hombre de unos cincuenta años venía hacia mí, el típico sujeto gris.

—Señor, ¿quiere pasar un buen rato?

El hombre me ha apartado a un lado sin responder siquiera. Yo he seguido cuesta arriba ofreciéndome a varios hombres de mediana edad, pero la mayoría me han ignorado y han seguido su camino. También me he propuesto con descaro a uno de veintitantos, pero me ha mirado con ira, asqueado, y me ha rechazado. Justo entonces he sentido que algo me golpeaba en la cara y luego caía al suelo. Al mirar la acera, he visto que era un pañuelo usado. Me lo había arrojado un hombre joven que se estaba sonando apoyado en una valla; se ha reído y me ha tirado otro pañuelo. Me he largado de allí. Algunos tipos disfrutan atormentando a las prostitutas, y lo mejor es intentar evitarlos. Me he metido en un callejón y allí he visto a un hombre que salía de un garito. Llevaba las mangas deshilachadas y no parecía tener mucho dinero.

—Oye, ¿te apetece un poco de diversión?

—¡Aléjate de mi vista! —ha gritado; su aliento apestaba a alcohol—. Llevo una buena borrachera y no quiero que me la jodas.

Al ver esto, los vendedores ambulantes que estaban delante del bar se han reído de mí. Se daban palmaditas en el hombro los unos a los otros y me miraban con sorna.

—¡Menudo adefesio! —le ha dicho uno a otro.

¿Qué tengo que sea tan monstruoso? Confundida, me he paseado por el callejón. A pesar de que era el mismo lugar donde había encontrado a Arai, de que hubiera un montón de borrachos a esa hora, y de que fuera mucho más guapa de lo que era antes, ¿por qué los hombres me tratan con tanto odio cuando los invito a pasar un buen rato?

He llegado al edificio de oficinas donde estaba la agencia de contactos La Fresa Jugosa, para la que había trabajado. Me he preguntado si me aceptarían de nuevo, pero al recordar por qué me despidieron me he dado cuenta de que era bastante improbable que me dieran otra oportunidad. Me he quedado allí de pie, mirando la estrecha escalera que conducía a la agencia, sopesando mis posibilidades.

Justo cuando me he decidido a subir, se ha abierto una puerta más arriba y un hombre ha empezado a bajar por la escalera. No era ni el dueño ni el operador, sino un hombre muy gordo con una papada tan exagerada que apenas se le veía la cara mientras bajaba. La escalera era tan estrecha que no había posibilidad de que cupiéramos los dos, así que he vuelto a bajar y he esperado impaciente a que saliera. Al cruzarse conmigo, ha levantado la mano, ha dicho «Lo siento» y me ha mirado de arriba abajo.

Entonces he decidido probar suerte sin perder tiempo:

—No te preocupes. Oye, ¿te apetece divertirte?

—¿Te me estás insinuando? ¿Tú?

El hombre se ha reído por lo bajo. Su voz era ofensiva, como si los sonidos que profería estuvieran recubiertos de grasa. No obstante, había algo familiar en él. He ladeado la cabeza, perpleja. Por supuesto, no he olvidado llevarme el dedo a la barbilla con la intención de parecer lo más encantadora posible. Me ha parecido que él también ladeaba la cabeza, aunque, con tanta grasa como tenía, era difícil apreciarlo.

—¿No nos hemos visto antes?

—Yo estaba pensando lo mismo.

Cuando ha bajado la escalera hasta abajo, he notado que apenas era un poco más alto que yo. Ha escrutado mi rostro abiertamente, sus ojos parecidos a los de una serpiente.

—Quizá trabajaste para mí en el pasado. No sé, pero estoy convencido de que nos hemos visto antes.

Al decir eso, de repente lo he reconocido: era Takashi Kijima, estaba segura, el chico del que me había enamorado en el instituto y al que le había enviado cartas de amor. Y allí estaba ahora, un chico que antes era delgado como un palillo, sepultado bajo un montón de carne.

—¡Espera un momento! ¿Tú no eres la amiga de la hermana mayor de Yuriko? —Se ha dado un golpe en la cabeza para intentar recordar mi nombre—. Ibas un curso por delante de mí…

—Soy Kazue Sato.

He tenido que ayudarle porque, de lo contrario, habríamos permanecido allí una eternidad. Kijima ha dejado escapar un largo suspiro de alivio.

—¡Cuánto tiempo! —ha dicho con un tono sorprendentemente amistoso—. Me parece que hayan pasado ya más de veinte años desde que dejé el colegio.

He asentido algo molesta y me he fijado en su ropa. Llevaba un abrigo color camello que parecía de casimir; un anillo de oro y diamantes en la mano derecha y una gruesa pulsera en la muñeca. El cabello rizado estaba pasado de moda pero, aun así, daba la impresión de que las cosas le iban muy bien. ¿Por qué seguía siendo proxeneta, entonces? ¿Y por qué diablos me había gustado en algún momento? Me entraron ganas de reír sólo de pensarlo.

—¿Qué te hace tanta gracia?

—Me estaba preguntando por qué me enamoré de ti.

—Recuerdo que me enviabas cartas; la verdad es que estaban muy bien.

«Ojalá te hubieras olvidado de eso», he querido decir. Es lo más humillante que me ha ocurrido en la vida, y al pensar en ello me han entrado ganas de decir alguna barbaridad. Pero me he mordido la lengua y me he insinuado a Kijima otra vez.

—Kijima-kun, ¿qué te parece si vamos a divertirnos un poco?

Él ha negado con la mano zanjando la cuestión.

—Imposible. Soy gay y, además, estoy fuera del negocio. Así que ni pensarlo.

¡De modo que era eso! Qué idiota había sido. No era que yo no mereciera la pena, sino que lo que esperaba era imposible.

—Ah. Bueno, pues entonces ya nos veremos.

Me he encogido de hombros y he echado a andar.

Kijima me ha seguido, jadeando, y me ha agarrado del hombro.

—Kazue, espera. ¿Qué te ha pasado?

—¿Qué quieres decir?

—Me refiero a que has cambiado mucho. ¿De veras te dedicas a la prostitución ahora? Me dijeron que la empresa Arquitectura e Ingeniería G te había contratado. ¿Qué ha pasado con ese trabajo?

—No ha pasado nada. —He apartado mi hombro de su mano—. Todavía sigo allí: soy la subdirectora del departamento de investigación.

—¡Es impresionante! O sea que tienes dos empleos. Qué suerte tienen las mujeres, pueden ganar dinero llevando una doble vida.

Me he dado la vuelta para mirar a Kijima.

—Tú también estás cambiado, ¿sabes? Has engordado tanto que casi no te reconozco.

—Supongo que ya no somos lo que éramos —ha replicado con un resoplido corto.

«Eso no es cierto —me he dicho en silencio—. Yo siempre he sido delgada y hermosa». En voz alta, he contestado:

—Me encontré con Yuriko el otro día. Ella también ha cambiado mucho.

—¿Yuriko? ¿Lo dices en serio?

Kijima repitió el nombre de Yuriko una y otra vez para sí, emocionado.

—¿Está bien? Hace tiempo que perdí el contacto con ella y me preguntaba cómo le iría.

—Está hecha un desastre, está gorda y fea. Apenas puedo creerme que alguien que antes era tan hermosa pueda haberse vuelto tan fea. Éramos como la noche y el día…, ¡y todavía lo somos! Sólo que ahora no entiendo por qué sentí tantos celos y tanto resentimiento hacia ella. —Kijima ha asentido en silencio—. Ahora trabaja en la calle, igual que yo. Dice que quiere que el tiempo pase deprisa para morir de una vez. Ya no le importa nada. Fuiste tú quien la introdujo en este mundo, ¿verdad?

Kijima parecía herido por mi acusación. Luego ha fruncido el ceño mientras jugueteaba con los botones del abrigo, que parecían que fueran a estallar de un momento a otro. Ha mirado al cielo y ha dejado escapar un largo suspiro.

—Kijima, ¿trabajas aquí?

—No. El dueño de La Fresa Jugosa es amigo mío. He venido a ver qué tal le iba. Y a ti, ¿cómo te va?

—Antes trabajaba aquí. Hace mucho frío estas últimas semanas y he pensado acercarme para ver si me cogían temporalmente. Oye, ¿podrías interceder por mí?

La expresión en la cara de Kijima se ha congelado y ha negado con la cabeza.

—Imposible. Si el negocio fuera mío, no te contrataría. Ya no encajas con la imagen de una chica de compañía. Incluso eres demasiado mayor para interpretar el papel de una mujer madura. Deberías olvidarte de trabajar en un lugar como éste.

—¿Por qué? —he preguntado, indignada.

—¡Mírate! Ya has cruzado la línea. Si te has rebajado hasta proponerte a alguien como yo, debes de estar desesperada.

Ya no te queda más remedio que trabajar en la calle. Tú haces la clase de trabajo que esas debiluchas chicas de compañía, con su piel fina y sus neurosis, no pueden hacer.

—Yo también soy muy sensible, ¿sabes? Todavía hay cosas que me hacen daño.

Kijima me ha mirado con incredulidad y ha esbozado una sonrisa.

—Es verdad, pero no pareces tener nunca frío. Cuando te da un subidón de adrenalina, seguro que no hay nada capaz de detenerte. Estás en la calle porque te gusta, ¿verdad? Y seguro que disfrutas burlándote de tu empresa.

—¿Y qué esperabas? Es el único modo que tengo de ejercer algún tipo de control sobre mi vida. Desde que entré en la empresa me han tratado como una mierda. Hago un buen trabajo, pero nadie me encuentra muy atractiva, de modo que nunca gano. Y no me gusta perder.

Kijima ha escuchado sin interrumpirme, pero se ha sacado el móvil del bolsillo del abrigo como si se estuviera preguntando cuánto tiempo iba a durar todo aquello. Enseguida he cambiado de tema.

—¿Tienes una tarjeta de empresa? Si es así, me gustaría que me dieras una. No sé, tal vez algún día necesite tu ayuda. —La idea no parecía entusiasmarle; supongo que no esperaba verme más—. Bueno, quiero decir, por si Yuriko muere o algo.

Kijima se ha puesto serio y rápidamente se ha sacado una tarjeta del abrigo y me la ha dado.

—Si ves a Yuriko de nuevo, dile que me llame.

—¿Por qué?

—Por nada en especial —ha replicado Kijima pensativamente con el móvil en su mano fofa—. Sólo siento curiosidad.

Curiosidad. Sí, era fácil adivinar que sentía curiosidad.

—Kijima-kun, la curiosidad solía hacer que los hombres se sintieran atraídos por mí, pero últimamente tengo muy poco trabajo. ¿Por qué? Parece ser que se les ha pasado de repente.

Él se ha rascado la blanda mejilla con el dedo.

—Imagino que cualquier hombre que se interese por ti ahora lo hace porque quiere ver cuán inmoral puedes llegar a ser. Yo no diría que se trata de curiosidad, sino más bien algo más profundo, más oscuro. Me refiero a que un hombre normal tendría miedo de la verdad. Lamento decirlo, pero dudo que exista algún hombre que quiera pagar por acostarse contigo. Y, si existe, no cabe duda de que tiene las pelotas de mirar al mal a los ojos.

—¿Inmoral? ¿Yo? —Me había cogido tan desprevenida que no he podido hacer otra cosa más que gritar—. ¿De dónde sacas que soy una inmoral? Hago lo que hago por venganza. Y eso que dices de mirar al mal a los ojos…, ¿no estás exagerando un poco?

—¿Venganza? ¿De qué?

Kijima parecía interesado de repente. Me ha mirado con atención y luego ha apartado la vista.

—¡Y yo qué sé! —he gritado haciendo un mohín exagerado al tiempo que me balanceaba de un lado a otro—. ¡Por todo! ¡Por todo lo que funciona mal!

—Te comportas como una niña pequeña —ha resoplado Kijima mirándome con una incredulidad fingida—. Mira, tengo que irme. Cuídate, Kazue, te estás moviendo en terreno peligroso.

Me ha dicho adiós con la mano y ha dado media vuelta en dirección a la avenida.

—¡Kijima-kun, no te consiento que me hables de ese modo! ¿Crees que estoy loca? ¿Es eso? ¡Nunca nadie me había dicho nada parecido, gilipollas! —le he gritado mientras lo observaba marcharse.

Con mi confianza por los suelos, he desechado la idea de intentar volver a La Fresa Jugosa o de insinuarme a los hombres que pasaban por la avenida de Dogenzaka. Me he ajustado la gabardina y me he cruzado de brazos. Quería llegar cuanto antes a mi puesto delante de la estatua de Jizo. Me encontraba mucho más cómoda en la oscuridad, esperando a que pasaran los clientes.

Al abrirme paso por el callejón donde están los hoteles del amor, he visto a una vieja que me observaba desde las sombras. Se me ha acercado y, amablemente, me ha cogido del brazo.

—¿Te importa si te pregunto algo? —ha dicho.

Llevaba un sombrero blanco de lana con unos guantes a juego. Una bufanda de poliéster con flores estampadas le cubría el abrigo gris, como si fuera un cuello de marinero. Su vestimenta era tan inusual que no he podido reprimir la risa. Me ha cogido la mano tiernamente entre sus guantes y me ha susurrado con una voz aguda y suave:

—No debes caer en esta profesión vergonzosa. El amor de Dios es infinito, pero tú también debes intentar elevarte, ¿sabes? Si lo haces, podrás empezar de nuevo. Tu dolor es mi dolor, tu sumisión será mi sumisión. Rezaré por ti.

Me ha sentado bien que me calentara las manos, pero aun así las he apartado.

—¿De qué hablas? ¡Ya estoy trabajando tanto para elevarme que creo que voy morir de un momento a otro! Debes saber que fui una estudiante sobresaliente.

—Lo sé, lo sé tan bien que casi me duele.

Cuando la anciana ha exhalado el aliento he percibido un olor mentolado.

—¿Qué es lo que sabes? —le he preguntado con sorna—. Me las apaño bien sin tu ayuda. Durante el día trabajo en una empresa.

He sacado una tarjeta para mostrársela, pero ella apenas la ha mirado. En vez de eso, ha sacado un libro negro de su bolso y se lo ha apretado contra el pecho.

—¿Disfrutas vendiendo tu cuerpo?

—Sí, sin duda.

Ella ha negado con la cabeza.

—Eso no es verdad. Tu estupidez me hiere profundamente. ¿Realmente te gusta que los hombres te traten de forma cruel? Me duele ver lo ingenua que eres. Mi corazón sufre cada vez que me encuentro con mujeres desgraciadas como tú. Tus jefes te han decepcionado, ¿me equivoco, querida? Y por la noche te traicionan los hombres. Éste es el terrible limbo en el que vives. Incluso te dejas engañar por tus propios deseos. Pobrecita, no pierdas más el tiempo y abre los ojos a la verdad.

La mujer me ha acariciado la mejilla descolocándome la peluca. Le he apartado la mano de un golpe.

—¿Pobrecita? ¡No te des esos aires conmigo! —le he gritado.

Sorprendida, ha retrocedido un paso. Le he arrancado la biblia de las manos y la he arrojado contra la pared. Se ha oído un sonido agudo, y luego ha caído en el asfalto con un ruido sordo. La mujer ha chillado mientras se apresuraba a coger el libro, pero yo la he apartado de un empujón y lo he pisoteado con furia, sintiendo cómo las finas páginas se rasgaban bajo el tacón de mi zapato. Me sentía eufórica por hacer algo indebido.

Luego he echado a correr por la calle oscura. El frío viento del norte me azotaba las mejillas mientras el traqueteo de mis tacones rompía el silencio de la noche. Me ha sentado bien humillar a aquella mujer. Me he comprado una cerveza y un paquete de calamar seco en el colmado y he bebido la lata mientras caminaba. Con el líquido fresco bajando por mi garganta, he mirado el cielo nocturno. Me sentía libre, me sentía incluso más delgada y hermosa que antes, y disfrutaba de mi independencia a fondo.

No me apetecía esperar pacientemente frente a la estatua de Jizo, de modo que he bajado la escalera de piedra que lleva a la estación de Shinsen y he pasado por delante del solar donde lo había hecho con el indigente. He entrado de nuevo y me he quedado allí bebiendo la cerveza y comiendo el calamar. No me importaba nada el frío. Me han entrado ganas de mear, así que me he puesto de cuclillas sobre la hierba pisoteada y lo he hecho allí mismo. Al recordar el mugriento lavabo de Zhang, me he dicho que orinar en ese solar era mucho mejor.

—Oye, chica, ¿qué haces ahí?

Un hombre me observaba desde la escalera de piedra. Debía de ir muy borracho porque el olor a alcohol de su aliento ha llegado hasta mí.

—Algo divertido.

—¿Ah, sí? ¿Puedo ayudarte?

El tipo ha bajado tambaleándose la escalera.

—Oye, me estoy congelando aquí. Vayamos a algún lugar más abrigado —he sugerido.

Al verlo asentir, lo he tomado del brazo y hemos ido caminando hacia Maruyama-cho. Allí, lo he arrastrado hasta el primer hotel que hemos encontrado. Parecía un simple trabajador, y debía rondar los cincuenta. La piel le ardía debido a todo el sake que había bebido y su tez se veía turbia. Hemos recorrido el pasillo a duras penas porque él casi no se mantenía en pie, y luego lo he metido en la habitación.

—Cobro treinta mil yenes.

—No tengo tanto dinero.

El hombre ha rebuscado en sus bolsillos, inclinándose un poco hacia adelante, y ha sacado un recibo y un abono de metro. He pensado que ya que habíamos llegado hasta allí, lo mejor era acabar lo que habíamos empezado, así que lo he tumbado sobre la cama, me he puesto encima de él y he empezado a besarlo en la boca. Apestaba a alcohol. Él ha apartado la cara de mala manera y se me ha quedado mirando.

—¡Para! —ha protestado—. No quiero hacer esto.

—Has sido tú quien me ha traído aquí. Dame los treinta mil antes de que te desdigas.

Hacía tanto tiempo que no tenía un cliente que no quería que se fuera. Estaba desesperada. Finalmente, el hombre ha cedido y ha sacado varios billetes de mil de su cartera. Luego ha bajado la cabeza.

—Lo siento, esto es todo lo que tengo. Pero no te voy a pedir nada, me voy ya.

—Oye, yo trabajo en una empresa de primera categoría. ¿Quieres saber por qué me dedico a la prostitución de noche?

Me he tumbado boca arriba en la cama con aire seductor. El tipo ha cerrado su cartera y se ha puesto el abrigo, de modo que yo también he recogido mis cosas con rapidez, puesto que no quería que me cobraran a mí la habitación. Él ha salido al pasillo y se ha dirigido a recepción para hacerse cargo de la cuenta. Se le había pasado la borrachera de golpe.

—No hemos hecho nada arriba. ¿Por qué no me cobra la mitad por la habitación? No hemos estado ni diez minutos.

El recepcionista me ha echado un vistazo. Era un hombre de mediana edad con un tupé demasiado pronunciado.

—De acuerdo, se lo dejo por mil quinientos yenes.

El hombre, aliviado, le ha entregado un billete de dos mil.

Cuando el recepcionista le ha entregado la vuelta —una moneda de quinientos yenes— el hombre le ha dicho que podía quedarse con ella.

—No es mucho, pero le agradezco su comprensión.

Al oírlo decir eso, de inmediato he extendido la mano.

—Un momento, me parece que eso me pertenece a mí. Después de todo, he sido yo la que ha tenido que aguantar tus besos por tres mil miserables yenes.

Los dos me han mirado perplejos pero yo no he parpadeado siquiera y, al final, el recepcionista me ha dado la moneda.

Quedaba poco para que saliera el último tren de la noche. Me he comprado otra lata de cerveza y me la he bebido. He bajado de nuevo la escalera de piedra en dirección a la estación de Shinsen. Esta noche he ganado tres mil yenes —tres mil quinientos, contando la propina que le he sacado al recepcionista—, pero con lo que me he gastado en las cervezas y el calamar, me he quedado en números rojos. Al bajar hacia la estación he visto el edificio donde vive Zhang, me he fijado en las ventanas del cuarto piso y he visto que las luces estaban encendidas.

—Vaya, volvemos a encontrarnos. Tienes buen aspecto —he oído que alguien decía detrás de mí.

Era Zhang. He tirado la lata al suelo y ésta ha rebotado más allá. Zhang llevaba su chaqueta de piel y unos tejanos, igual que la otra noche. Tenía una expresión seria. He mirado mi reloj.

—Todavía me queda algo de tiempo. ¿Crees que tus amigos querrán divertirse un poco otra vez?

—Lo siento mucho —ha dicho disculpándose—, pero no les causaste muy buena impresión. Tanto Dragón como Chen-yi piensan que estás demasiado delgada. Les gustan las mujeres con curvas, ¿sabes?

—Bueno, ¿y qué me dices de ti?

Zhang ha puesto los ojos en blanco. Tiene unas cejas espesas y unos labios carnosos y, si dejamos de lado el hecho de que se está quedando calvo, es mi tipo. Por alguna razón quiero estar con él.

—A mí no me importa, cualquier mujer me sirve —ha dicho riéndose—. Siempre que no sea mi hermana.

—En ese caso, ¿quieres abrazarme?

Me he abalanzado contra él. El tren en dirección a Shibuya acababa de entrar en la estación y el andén estaba atestado de pasajeros. Nos han mirado, pero a mí no me ha importado. A Zhang, sí. Me ha abrazado incómodo, manteniéndome a distancia. Yo, sin embargo, he seguido intentando abrirme paso para acercarme más a su cuerpo. De repente, me ha inundado la tristeza.

—¿Serás bueno conmigo? —le he preguntado con un tono empalagoso.

—¿Quieres que sea bueno contigo o quieres que follemos?

—Las dos cosas.

Zhang me ha apartado para mirarme a la cara.

—Tienes que elegir: ¿qué prefieres? —ha preguntado con frialdad.

—Que seas bueno conmigo.

En el momento de pronunciarlo he sabido que lo decía en serio. No me interesaba en absoluto el dinero. Entonces, ¿por qué diablos he estado noche tras noche en la calle? ¿Acaso sólo quería que alguien fuera bueno conmigo? No, seguro que no. Estaba confundida, quizá borracha, y me he puesto la mano en la frente.

—¿Vas a pagarme por ser bueno contigo? —ha preguntado él.

Lo he mirado sorprendida. Zhang me observaba con su mirada lasciva; me ha parecido siniestro.

—¿Por qué voy a pagarte? ¿No debería ser al revés?

—Lo que me pides es retorcido. A ti no te gusta nadie, ¿verdad? Ninguna persona, y tampoco te gustas a ti misma. Te sientes estafada.

—¿Estafada? —He ladeado la cabeza, ignorando a qué se refería. No he intentado hacer mi pose de chica mona, no tenía suficiente energía.

—Exacto, te han estafado —ha proseguido él alegremente—. Acabo de aprender esa palabra. Significa que alguien en quien confiabas te ha engañado. Dejas que te time todo el mundo, en la oficina y en la calle. Del mismo modo que en el pasado te sentiste estafada por tu padre y por el colegio al que ibas.

El último tren saldría en breve de la estación de Shibuya. Mientras Zhang seguía hablando, he mirado la vía. No me quedaba otro remedio que irme a casa, igual que no tengo más elección que ir a trabajar mañana por la mañana. Es inevitable. ¿De modo que la sociedad me está estafando? He recordado lo que me había dicho un rato antes la mujer de la biblia: «Me duele ver lo ingenua que eres».