3 de diciembre
Shibuya: Extranjeros (?) 10.000 ¥
El día después de encontrarme con Yuriko hemos tenido un tiempo primaveral y suave. Es difícil encontrar clientes mientras luchas contra los vientos helados de diciembre; la temperatura glacial congela las emociones románticas. Es mucho más fácil cuando hace calor y el cliente está de buen humor, así que, al ver que hacía buen tiempo, he pensado que ésta sería una buena noche. Uno de los aspectos interesantes de trabajar en la calle es ver cómo el tiempo y el humor afectan al negocio. Cada día es diferente. Cuando trabajaba para la agencia de contactos nunca tuve la posibilidad de darme cuenta de eso.
Me he dirigido hacia la estatua de Jizo de buen humor, tarareando una canción. Al llegar he esperado a Yuriko. No estaba del todo segura de que apareciera. ¿Qué demonios pensaba esa chica? No podía imaginármelo. Cuando estaba en el primer ciclo de secundaria destacaba sobre todos los demás. Era tan hermosa que resultaba muy difícil acercarse a ella. Además, como siempre tenía la mirada perdida, fija en el vacío, parecía aún más inaccesible. Yo estaba demasiado intimidada para hablar con ella; no porque pensara que no estaba a su altura, sino porque me parecía una persona muy enigmática.
Sólo hablaba si alguien le preguntaba, de lo contrario, no abría la boca. Ella era así. No me atraía lo más mínimo, y odiaba su mirada de autocomplacencia seria. Pero la popular Yuriko se había convertido en un adefesio al hacerse mayor. El destino la perseguía y la consumía. Con el tiempo se igualaban las reglas del juego. Al hacerme mayor, yo había ganado en autoestima y superioridad y, comparada con la pobre y solitaria Yuriko, yo tenía un empleo magnífico en una empresa importante. Supongo que el hecho de que hubiera sido educada en una familia decente tenía algo que ver. Mientras estaba allí pensando eso, me han entrado ganas de reír. ¡Una familia decente! Menuda farsa. Todo eso se había venido abajo.
—Santo Jizo, ahora soy una persona completamente diferente, y soy muy feliz.
Con una enorme sonrisa en la cara mientras miraba la estatua de Jizo, mi corazón casi explotaba de alegría. He rebuscado en el bolsillo una moneda de diez yenes, la he dejado frente a la estatua y he rezado con las manos juntas:
—Santo Jizo, por favor, haz que vengan cuatro clientes esta noche. Ésa es la meta que me he propuesto. Por favor, haz lo que esté en tu mano para ayudarme.
Antes de que pudiera acabar mi plegaria, dos estudiantes han empezado a caminar en mi dirección desde la estación de Shinsen, hablando entre sí en voz baja. Me he vuelto nuevamente hacia Jizo:
—Oye, eso ha sido rápido. Un millón de gracias. Los estudiantes me han visto de pie en la oscuridad y me han observado como si hubieran visto a un fantasma. Yo he llamado su atención.
—Eh, chicos, ¿no queréis divertiros un poco? —Han parecido animarse y se han dado algunos golpes con el codo—. Venga, será divertido. Pasemos un buen rato.
Eran jóvenes… Me han mirado con asco y han dado media vuelta. Al parecer, no sólo me desprecian los compañeros de trabajo. Entonces he recordado cómo todo el mundo que conozco evita mi mirada. Incluso mi madre y mi hermana, todo cuanto tienen que hacer es mirarme y empiezan a poner mala cara. Da la impresión de que cualquiera que me mira no puede hacer otra cosa más que apartar la vista.
¿Estoy empezando a rebasar los límites? Ignoro cuál es la impresión que causo en los demás. He echado a andar detrás de los chicos.
—Divirtámonos, venga. Os lo haré a los dos. Podemos ir a un hotel; os lo dejo por quince mil yenes, ¿qué me decís?
Ambos se han quedado mudos y casi han echado a correr cuando me han visto detrás de ellos. Parecían conejos asustados en busca de una madriguera. Luego, alguien ha dicho:
—¿Os apetece probar conmigo? Primero uno y después el otro.
No podía creerlo. Una mujer vestida igual que yo intentaba cerrarles el paso con los brazos en cruz. Ellos, muy sorprendidos, se han detenido en seco.
—Os haré un precio mejor: cinco mil cada uno.
La peluca negra le llegaba hasta la cintura. Vestía una gabardina Burberry como la mía, zapatos de tacón negros y un bolso marrón. Los ojos los llevaba pintados con sombra azul, los labios de un rojo vivo. Era Yuriko. Los chicos, presas del pánico, la han esquivado y han echado a correr. Ella los ha observado huir, luego ha dado media vuelta y ha dicho, encogiéndose de hombros:
—Se han marchado.
—Pues claro, los has asustado.
Yo estaba enfadada, pero a Yuriko no parecía importarle.
—No importa. La noche es joven. ¿Qué opinas, Kazue? ¿Me parezco a ti?
Yuriko se ha abierto la gabardina y he podido ver que llevaba un vestido barato de color azul. Se parecía al que yo llevaba. Me he fijado en la gruesa capa de maquillaje de su rostro: parecía un payaso. Era espantoso. ¿Así era yo? Me he puesto furiosa.
—¿A ti te parece que yo voy así?
—Pues sí. Creo que podría ser tu doble, Kazue.
—Pues no importa lo guapa que tú fueras antes, porque ahora eres una horrible bola de sebo.
Yuriko se ha reído burlonamente y me ha observado con desprecio, de la misma forma que lo hacen los extranjeros.
—Puedes reírte cuanto quieras, pero tú no eres mucho mejor —ha dicho.
—¿Qué quieres decir con eso? —he preguntado yo—. ¿No parezco una ejecutiva?
Yuriko me ha mirado distraídamente y ha resoplado.
—No, no lo pareces. Ni una ejecutiva ni una mujer joven. De hecho, ni siquiera pareces una mujer de mediana edad. Tienes el aspecto de un monstruo. Un m-o-n-s-t-r-u-o.
He mirado a Yuriko, mi doble. Ambas éramos monstruos.
—Pues si yo soy un monstruo, tú también.
—Sí, supongo que sí. Ver a un par de putas con el mismo aspecto debe de ser espantoso. Pero, en fin, ya sabes que en este mundo hay hombres a los que les gustan los monstruos. Es raro cuando lo piensas. Por otro lado, supongo que se puede decir que son los hombres los que nos convierten en monstruos. Kazue, ¿te molesta que trabaje aquí? Si va a suponer un problema, me voy frente a la estación de Shinsen.
—De ninguna manera —he respondido con determinación—. La estación de Shinsen está incluida en mi zona. La heredé de la Bruja Marlboro y, si no haces lo que yo te diga, no la compartiré contigo.
—¿La Bruja Marlboro? —ha preguntado mirando la estatua de Jizo, sin un verdadero interés en la respuesta.
—Era la vieja que solía trabajar aquí. Murió justo después de retirarse.
Yuriko ha sonreído. De la comisura de los labios le colgaba un cigarrillo.
—Vaya mierda de lugar. Supongo que moriré asesinada a manos de algún cliente, y tú probablemente también. Eso es lo que ocurre cuando estás en la calle. Cuando aparezca un hombre al que le gusten los monstruos, ése será que el acabe con nosotras: contigo y conmigo.
—¿Por qué diablos piensas eso? ¡Has de tener una actitud más positiva!
—No creo que tenga una actitud negativa —ha dicho Yuriko negando con la cabeza—. Después de prostituirme durante veinte años, he llegado a conocer a los hombres. O tal vez debería decir que he llegado a conocernos a nosotras. En el fondo, un hombre odia a una mujer que vende su cuerpo, y cualquier mujer que venda su cuerpo odia a los hombres que están dispuestos a pagar por él. Si juntas a dos personas que albergan todo ese odio, sin duda una acabará con la otra en algún momento. Yo me limito a esperar ese día. Cuando llegue, no pienso luchar. Sencillamente, dejaré que me maten.
Me he preguntado si Yoshizaki y Arai me odiaban. ¿Y el sádico de Eguchi? No podía comprender el punto de vista de Yuriko. ¿Había visto el futuro? ¿Había echado un vistazo al infierno que le esperaba? Para mí iba a ser diferente, ¿no? A menudo disfrutaba vendiendo mi cuerpo, aunque es verdad que había veces en las que no era más que un plan miserable para ganar dinero.
Las luces de neón en los hoteles del amor se encendían y se apagaban. En ese momento, el perfil de Yuriko ha flotado en la oscuridad como una especie de rostro celestial y me he acordado de nuevo de la belleza etérea que poseía en el instituto. Era como si hubiera viajado en el tiempo.
—Yuriko, ¿de verdad odias a los hombres? Siempre pensé que te gustaban tanto que nunca tenías suficiente.
Yuriko me ha mirado y, cuando he visto su cara de frente, me ha vuelto a parecer la regordeta mujer de mediana edad que es ahora.
—Odio a los hombres pero me encanta el sexo. Para ti es al revés, ¿verdad, Kazue?
No lo sabía. ¿Me encantan los hombres y odio el sexo? ¿Hago la calle sólo para estar cerca de ellos? Era una manera equivocada de encararlo. La pregunta de Yuriko me había sorprendido.
—Si tú y yo fuéramos una sola persona, entonces sería perfecto. Podríamos vivir una vida suprema. Pero, por otra parte, si lo que uno quiere es tener una vida perfecta, lo mejor es no nacer mujer. —Yuriko ha tirado la colilla al suelo con desprecio—. En fin, ¿cuándo me dejarás trabajar en tu puesto, Kazue?
—Ven cuando ya me haya ido a casa. El último tren a Fujimigaoka es a las doce y veintiocho; tengo que irme un poco antes para cogerlo. Si quieres venir después de que me haya ido, ningún problema. Puedes quedarte el resto de la noche si lo deseas.
—Eres muy amable, muchas gracias —ha dicho ella con sarcasmo.
Se ha marchado hacia la estación de Shinsen con la gabardina ondeando al viento. Enojada, he alzado los ojos para mirar la estatua de Jizo. He sentido que la presencia de Yuriko me había ensuciado, tanto a mí como el suelo que pisaba.
—Santo Jizo, ¿de verdad soy un monstruo? ¿Cómo es que me he convertido en un monstruo? Por favor, respóndeme.
El Jizo se ha negado a hablar. He levantado los ojos al cielo nocturno. Los anuncios de neón de Dogenzaka teñían el cielo de rosa, se oía soplar el viento y cada minuto que pasaba hacía más frío. Al ver las copas de los árboles zarandeándose, se ha esfumado el buen humor que antes tenía. El aire se había llenado de un frío punzante. «Cuando aparezca un hombre al que le gusten los monstruos, ése será el que acabe con nosotras: contigo y conmigo». La profecía de Yuriko resonaba una y otra vez en mi cabeza, pero yo no tenía miedo. No temía a los hombres, temía el monstruo en el que me había convertido. Me preguntaba si alguna vez podría volver a mi antiguo yo.
Luego he oído una voz detrás de mí.
—¿Esa estatua es de un dios?
Incómoda porque me habían cogido desprevenida, me he ajustado la peluca y me he dado media vuelta. Un hombre vestido con unos vaqueros y una chaqueta negra de piel estaba allí de pie. No era especialmente alto, pero sí musculoso. Aparentaba unos treinta y cinco años, así que me ha recorrido una oleada de emoción. Últimamente, mis clientes o bien son viejos o bien vagabundos.
—Estabas rezando, ¿no? He dado por supuesto que se trataba de un dios.
Era extranjero. He salido de la oscuridad para examinarlo mejor. Su pelo empezaba a clarear pero aún conservaba el atractivo. Parecía que podía ser un buen cliente.
—Un dios, sí. Es mi dios.
—¿En serio? Pues sin duda tiene una cara bonita. Paso por aquí bastante a menudo y siempre me he preguntado de quién era la estatua.
Hablaba de manera clara y correcta, muy tranquilo, pero me costaba un poco entender lo que decía.
—¿Vives cerca de aquí?
—Sí, en un edificio de apartamentos cerca de la estación de Shinsen.
Podíamos ir a su habitación y ahorrarnos el coste del hotel. He empezado a calcular mentalmente. No parecía darse cuenta de que yo era una prostituta. Con curiosidad, ha seguido preguntándome:
—¿Por qué rezabas?
—Le estaba preguntando si me parecía o no a un monstruo.
—¿Un monstruo? —Mi respuesta le ha sorprendido y ha escrutado mi rostro—. A mí me pareces una mujer hermosa.
—Gracias. En ese caso, ¿quieres pagar por mí?
Perplejo, el hombre ha retrocedido unos pasos.
—No puedo. No tengo mucho dinero.
Ha sacado del bolsillo un billete bien doblado de diez mil yenes. Yo he observado su cara, que parecía sincera, intentando discernir qué clase de hombre era. Según mi experiencia, hay dos clases de clientes. La mayoría son fanfarrones, ocultan sus verdaderos sentimientos y dicen una mentira detrás de otra. Actúan como si tuvieran dinero y fingen querer gastarlo. Pero, de hecho, están a dos velas y has de andar con cuidado para que no se aprovechen de ti. Sin embargo, siguen el juego, son mentirosos y esperan que una finja estar enamorada de ellos. Luego están los sinceros, pero éstos son mucho menos comunes. Desde el principio dicen que no tienen mucho dinero, y negocian el precio con tesón. Por regla general, sólo quieren sexo y no les interesa el amor, la pasión ni nada de eso. A mí no se me dan muy bien los sinceros, la verdad. Soy una prostituta a la antigua usanza.
—¿Eso es todo lo que tienes?
—Tengo diez mil yenes, pero no puedo gastarlos. Me ha de quedar dinero para ir a Shinjuku mañana.
—A ver, para ir a Shinjuku desde Shibuya el billete de ida y vuelta te cuesta trescientos yenes.
Él ha negado con la cabeza.
—Me ha de quedar dinero para el almuerzo y para comprar tabaco. Y si me encuentro con algún amigo, debo invitarlo al menos a una cerveza. Quiero decir, eso es lo que debería poder hacer.
—Con mil yenes deberías tener suficiente.
—Imposible. Al menos necesito dos mil.
—De acuerdo, dejémoslo en ocho mil, entonces.
Le he cogido del brazo rápidamente antes de que cambiara de opinión. Él me ha mirado estupefacto y se ha soltado de mi brazo.
—¿Vendes tu cuerpo por ocho mil yenes? No me lo puedo creer —ha dicho.
«No me lo puedo creer», ha repetido eso una y otra vez. Lo cierto es que a mí también me costaba creerlo. Después de hacérselo al indigente por la misma cantidad, era como si algo dentro de mí se hubiera desmoronado. Estaba dispuesta a aceptar a cualquier hombre como cliente, a hacerlo en cualquier parte y casi a cualquier precio. Recuerdo que antes no quería bajar de treinta mil yenes. Había caído en el nivel más bajo de la prostitución.
—Es la primera vez que pago tan poco por una mujer. Me pregunto si es seguro —ha dicho entonces él.
—¿Qué quieres decir con seguro?
—Me refiero a que no eres tan mayor. Y aunque lleves un montón de maquillaje, no eres tan fea. Entonces, ¿por qué me cobras tan poco? Sólo me parece raro, eso es todo.
He detectado un destello de escarnio en sus ojos y entonces he sacado mi tarjeta de empresa del bolso.
—Pues dejemos las cosas claras: trabajo en una de las compañías más importantes del país y me licencié en la Universidad Q, así que debo de ser inteligente al menos, ¿no?
El hombre ha caminado bajo un farol para mirar la tarjeta. Después de estudiarla detenidamente, me la ha devuelto.
—Estoy impresionado. La próxima vez que busques un cliente, enséñale la tarjeta. Estoy seguro de que un montón de hombres se sentirán atraídos por una mujer que trabaja en una empresa tan distinguida.
—Ya se la enseño.
Al oír mi respuesta, se ha echado a reír mostrando sus blancos dientes. Su risa me ha robado el corazón. Creo que nunca había visto a un hombre reír así, y enseguida me he sentido atraída por él. Disfruto cuando los hombres me valoran, sobre todo cuando son superiores a mí. Era igual que con mi padre, igual que cuando entré en la empresa. Me elogiaban y a mí me encantaba. Y, en ese momento, me he puesto nostálgica y lo he mirado a la cara.
—¿He dicho algo gracioso? ¿Por qué te ríes? —he preguntado con una vocecita.
—Dios mío, eres tan bonita. ¡Me parece muy raro que sea yo quien te diga que debes subir el precio! Pero las cosas no son siempre lo que parecen, ¿verdad?
No podía entender qué trataba de decir. Había hombres, como Yoshizaki, a los que les encantaba que yo fuera licenciada en la Universidad Q y trabajara en una importante empresa. Por eso mostraba mi tarjeta a todos mis clientes potenciales. Pero a ese tío, ¿qué era lo que le pasaba?
—¿Por qué dices que las cosas no son siempre lo que parecen?
—Olvídalo.
Ha dejado de lado mi pregunta y ha dado media vuelta dispuesto a alejarse.
—Eh, espera. ¿Adónde te gustaría ir? Podemos hacerlo donde quieras, incluso en la calle, si te apetece.
Me ha hecho una seña para que lo siguiera y yo me he apresurado detrás de él torpemente. Estaba dispuesta a hacerlo donde fuera por ocho mil yenes. No quería que el hombre se me escapara, aunque no entendía muy bien por qué. En el cruce, ha girado a la izquierda y ha seguido la calle que baja en dirección a la estación de Shinsen. Me he preguntado si me estaría llevando a su casa. Mientras lo seguía, emocionada y nerviosa a la vez, sentía el aire húmedo de la noche en la cara. Ha tomado una calle estrecha que había delante de la estación, luego ha caminado unos cien metros y se ha detenido delante de un viejo edificio de cuatro plantas. Daba la impresión de que no hubieran limpiado la entrada en años. Diarios hechos jirones y latas vacías estaban desperdigados aquí y allá. Pero estaba cerca de la estación, y los apartamentos individuales no parecían muy pequeños.
—Vives en un lugar agradable. ¿Cuál es tu apartamento? —le he preguntado.
El hombre se ha puesto el dedo en los labios para indicarme que me callara. Luego ha empezado a subir por la escalera. En la finca no había ascensor, y la escalera estaba llena de basura.
—¿A qué piso vamos?
—Tengo a unos amigos en mi apartamento, así que no podemos ir allí —ha susurrado en voz baja—. Podemos subir a la azotea, si te parece.
—Está bien; hoy no hace mucho frío.
Después de todo, parecía que iba a hacerlo de nuevo a la intemperie. Estar al aire libre tiene sus ventajas pero también parece más sucio, como orinar en el bosque. Mi sentimiento de libertad no ha podido sobreponerse a la porquería, así que he subido la escalera desconcertada. El tramo que iba del cuarto piso a la azotea estaba cubierto con mil cosas, como si alguien hubiera vaciado los cajones de su tocador allí. Había botellas de sake vacías, casetes, papeles y sobres, fotografías, sábanas, camisetas rotas y libros en inglés. El hombre se ha abierto camino entre los trastos, que hacía a un lado a patadas. Me he fijado en una de las fotografías que ha apartado: en ella aparecía un hombre blanco rodeado de japoneses jóvenes. Todos sonreían. Había más fotos del mismo hombre.
—Era un profesor de idiomas canadiense. No podía pagar el alquiler y acabó viviendo en la azotea durante un par de meses. Dijo que no necesitaba todo esto, así que lo dejó aquí. Todo basura.
—¿Las fotografías y sus cartas personales son basura? Un japonés nunca tiraría una carta que le hubieran enviado o las fotos en las que él apareciera.
El hombre se ha reído.
—Si ya no lo necesitas, es basura. —Se ha vuelto para mirarme—. Supongo que los japoneses no lo ven del mismo modo. Pero déjame decirte que yo, como trabajador extranjero, preferiría olvidarlo todo sobre Japón. Si pudiera, lo dejaría como un gran vacío en mi vida, no me importaría en absoluto que así fuera. Lo más importante para todo el mundo es su país natal.
—Sí, supongo que el país natal es importante.
—Por supuesto.
—¿Eres chino? ¿Cómo te llamas?
—Me llamo Zhang. Mi padre era funcionario en Pekín, pero lo perdió todo durante la Revolución Cultural. A mí me enviaron a una pequeña comuna en la provincia de Heilongjiang, donde sólo pronunciar el nombre de mi padre podía traerme problemas.
—Supongo que debías de formar parte de la intelectualidad.
—No. Era un chico listo, pero no me permitieron continuar con mi educación. Alguien como tú nunca podría comprenderlo.
Zhang me ha ofrecido la mano y me ha ayudado a subir a la azotea repleta de inmundicia. Estaba cercada por un murete de hormigón de un metro de alto, y en una esquina, había una nevera junto a un colchón. Era como una habitación sin paredes ni techo. El colchón estaba sucio y lleno de agujeros por los que salían los muelles. Había un hornillo oxidado y una maleta con un lado abollado. He mirado por encima del muro en dirección a la calle. No había nadie, pero los coches pasaban zumbando a toda velocidad. Se oía a una mujer y a un hombre hablando en uno de los apartamentos del segundo piso del edificio de enfrente. He visto un tren de la línea de Inokashira camino a Shibuya entrando en la estación de Shinsen.
—Nadie puede vernos, podemos hacerlo aquí —ha dicho Zhang—. Por favor, quítate la ropa.
—¿Toda?
—Claro. Quiero verte desnuda.
Zhang se ha cruzado de brazos y se ha sentado en una esquina del mugriento colchón. Yo me he desnudado por completo y he empezado a tiritar de frío.
—Siento decírtelo, pero estás muy flaca —ha dicho él meneando la cabeza—. No voy a pagarte ocho mil yenes.
Me he cubierto con la gabardina Burberry, enfadada.
—¿Cuánto pagarías?
—Cinco mil yenes.
—De acuerdo, entonces, cinco mil.
Al ver que estaba de acuerdo con lo que me pedía, Zhang ha preguntado, incrédulo:
—¿En serio? ¡No puedo creerlo!
—Eres tú quien ha fijado el precio.
—Estoy negociando y tú cedes con demasiada facilidad. Supongo que es lo que tienes que hacer para sobrevivir, pero en China no durarías ni un día. Has tenido suerte de haber nacido en Japón. Mi hermana pequeña no habría dejado que me fuera con alguien tan barata como tú.
No sabía qué quería decir, y ya me estaba volviendo loca. Me estaba helando. Empezaba a soplar el viento frío del norte, y el calor de la noche había desaparecido por completo. He mirado la manta hecha jirones que estaba sobre el colchón y no he dicho nada. Zhang también ha comenzado a impacientarse.
—¿Entonces? ¿Cómo lo dejamos?
—Tú decides. Yo sólo intento que el cliente esté contento.
—¿No estás en esto por el dinero? Es increíble que tengas tan poca ambición. Eres una mujer poco agraciada, ¿lo sabías? Seguro que donde trabajas no te las arreglas mejor. Los japoneses son todos iguales. Si fueras más independiente, serías mejor prostituta, ¿no crees?
Aquel tío empezaba a ser un fastidio. Había sido más fácil entender a Eguchi y sus exigencias asquerosas. He comenzado a recoger mi ropa.
—¿Qué haces? ¿Acaso te he dicho que puedes volver a ponerte la ropa? —ha gritado Zhang, perplejo, y se ha acercado a mí.
—Es que lo complicas todo demasiado y no me apetece nada quedarme aquí escuchando tus discursos.
—Pues pareces la clase de mujer a la que le gustan los discursos.
Zhang me ha agarrado con fuerza y yo me he inclinado hacia él, sintiendo en la piel el tacto frío de su chaqueta.
—Date prisa y quítate la ropa.
—No, yo no me quito la ropa. Quiero que me la chupes tal y como estoy.
Me he puesto de rodillas y le he bajado la cremallera de los vaqueros. Ha sacado su polla de los calzoncillos y me la ha metido en la boca, pero ha seguido divagando mientras se la chupaba.
—Eres una chica muy sumisa: haces cualquier cosa que te pida sólo porque soy tu cliente. Me pregunto por qué lo haces. No sé mucho de la Universidad Q, pero me imagino que es una de las instituciones más prestigiosas de Japón. En China, las chicas que se licencian en la universidad no harían jamás lo que tú haces. Únicamente pueden pensar en su carrera, en llegar a lo más alto, y tú parece que te hayas rendido. Supongo que te cansaste de ser sumisa en el trabajo, así que en vez de eso te sometes a hombres que no conoces. ¿Me equivoco? Pero a los hombres no les gustan las mujeres sumisas. Mi hermana pequeña era extremadamente atractiva. Se llamaba Mei-kun. Ahora está muerta, pero yo la respetaba mucho. La amaba. No importaba cómo se complicaran las cosas y lo mucho que tuviera que luchar, siempre se abría paso hacia la cima. Siempre estaba buscando un nuevo reto. Odio a las mujeres que no dejan las cosas atrás. Nunca podría amar a una mujer como tú. Supongo que lo que te digo es un poco cruel…
A medida que hablaba, se iba excitando. Me he sacado su pene de la boca y he buscado un condón en mi bolso. Zhang me ha empujado al colchón donde había estado sentado y ha empezado a besarme de mala manera. Yo estaba estupefacta. Ningún cliente me había abrazado jamás de esa forma. Zhang ha empezado a mover sus caderas sobre mí y he sentido algo en mi interior que nunca antes había sentido. ¿Qué estaba ocurriendo? Estaba ardiendo. Durante todo este tiempo había fingido los orgasmos, ¿y ahora por fin estaba sintiendo algo? ¡No era posible! ¡Por Dios! Me he agarrado a su chaqueta de piel.
—¡Oh, Dios mío, sálvame!
Sorprendido por mi grito, Zhang ha alzado la vista, me ha mirado a la cara y se ha corrido. He contenido la respiración, agarrada a él, intentando atraerlo, pero enseguida se ha apartado.
—¿Por qué has dicho eso precisamente ahora? —ha preguntado con una expresión seria—. Te he abrazado como si fueras mi hermana pequeña, por eso te has sentido tan bien, ¿no? Creo que deberías estarme agradecida.
¿Todavía estaba regateando el precio? Yo jadeaba tanto que apenas podía enfocar la vista. Cuando he vuelto en mí, me he dado cuenta de que se me había salido la peluca y de que Zhang estaba jugando con ella.
—Mi hermana pequeña también llevaba el pelo largo, más o menos como éste. Hice algo tan patético; cuando vi que caía al mar, me limité a observarla morir.
El rostro de Zhang se ha ensombrecido.
—Estaré encantada de escuchar tu historia, pero el precio subirá de nuevo a ocho mil yenes.
Él ha alzado la cabeza, molesto, como si hubiera interrumpido sus pensamientos.
—Bueno, no me sorprende. Debes dedicar toda tu energía a vender tu cuerpo, así que no me extraña que te importe muy poco lo que tengan que decir tus clientes. Sólo eres capaz de pensar en ti misma.
Ha soltado esas palabras enfadado y luego se ha levantado para marcharse.
El viento del norte ha empezado a soplar con más fuerza de repente, haciendo que los desperdicios de la azotea se arremolinaran. Zhang se ha subido la cremallera de la chaqueta hasta la barbilla dando un fuerte tirón. Quería cantarle las cuarenta, pero he dudado porque no me apetecía empezar a discutir antes de que me diera el dinero. Era tan típico de un extranjero, tan típico de un hombre el ser insensible a mi dolor. En silencio, he proferido todo tipo de improperios. Pero lo que más me irritaba era que aquélla había sido la primera vez que había disfrutado con el sexo. ¿Ha sido su trato indiferente lo que me excitaba? Y, respecto a mi angustia, ¿por qué estaba angustiada exactamente?
—Debes saber que no todos mis clientes me quieren por el sexo —le he dicho entonces muy seria—. Uno de ellos es un profesor universitario que disfruta conversando de muchos temas conmigo. Hablamos de nuestros proyectos de investigación y me mantiene informada de sus progresos. Nuestra relación se extiende hasta el ámbito académico. Y también hay otros; uno es jefe de operaciones en una empresa de productos químicos. Me cuenta las dificultades por las que atraviesa su compañía y yo le doy consejos sobre cómo afrontarlas. Siempre me lo agradece mucho. Así que, ya ves, sí que escucho a mis clientes. Pero ellos me llevan a un hotel y me pagan lo que corresponde. Además, son hombres inteligentes que pueden mantener conversaciones serias.
No sabía si Zhang había escuchado algo de lo que le había dicho. Parecía aburrido mientras se rascaba con desgana la comisura de la boca. El viento apartaba el pelo de su cara y he podido ver que, efectivamente, éste empezaba a clarear. Un tipo atractivo que se estaba quedando calvo. En ese instante ha comenzado a molestarme el hecho de que me hubiera forzado a hacerlo en aquella azotea barrida por el viento que parecía un vertedero. He tirado el condón usado al suelo de cemento y he visto cómo el semen de Zhang se desparramaba.
—Lo has tirado como si fuera basura —ha dicho entonces; en sus palabras había un matiz de emoción.
Me he reído.
—¿No acabas de decir que querías olvidar todo lo relacionado con Japón y con las cosas que te han ocurrido aquí? —he preguntado—. Tampoco tendrás problema en deshacerte de mí como si fuera la basura que había en la escalera.
Zhang ha vuelto la cabeza para mirarme pero no ha dicho nada. Ha abierto la puerta de la escalera, por donde se ha filtrado un débil resplandor naranja, y ésta me ha parecido igual que la boca de una cueva oscura. He continuado con mi ataque.
—Mientras estábamos en plena faena, hablabas de tu hermana. ¿Te va el hentai o algún tipo de perversión? ¿No te parece que eso es pasarse de la raya?
—¿Por qué? —Me ha mirado sorprendido—. ¿Qué problema hay?
—¿Que qué problema hay? Pues que parece que te estés acostando con tu hermana, y eso ¡es incesto! Y, aunque de hecho no lo estuvieras haciendo, sin duda era lo que querías, ¿no? Quiero decir…, ¿no es asqueroso?
—¿Asqueroso? —Ha negado con la cabeza—. Al contrario: es hermoso. Puede que fuéramos hermano y hermana, pero también éramos marido y mujer. ¿Qué relación podría ser más íntima que ésa? Estuvimos juntos toda nuestra vida. Pero cuando quisimos venir a Japón, ella me traicionó. Decidió venir antes y me engañó para poder escaparse, pero yo usé todos los medios a mi alcance para localizarla. Creo que el hecho de que se ahogara en el mar fue cosa del destino. Alargué la mano para intentar cogerla, pero no pude llegar; o quizá no quise cogerla, también he pensado en eso. Ahora lo lamento, pero en aquel momento pensé que lo tenía merecido. ¿Crees que soy malvado? ¿Qué puede importarle eso a una puta como tú?
No he sabido qué responderle. Aquel hombre había dejado morir a su hermana… pero, en todo caso, eso no era asunto mío. Me he puesto la gabardina y con los pañuelos de papel que había cogido en la estación me he limpiado el pintalabios. He mirado hacia las colinas de Maruyama-cho. Rodeada por las laderas, la estación de Shinsen parecía estar en el fondo del valle…, y mis propios sentimientos parecían hundirse con ella. Quería volver al ambiente luminoso de Dogenzaka. Tenía la ligera sospecha de que Yuriko estaría aprovechándose de mi puesto frente a la estatua de Jizo, y la sola idea me ponía de los nervios. Quería que Zhang me pagara y luego largarme de allí. Le he dirigido una mirada furtiva, pero parecía que él iba a seguir hablando eternamente. Ha sacado un mechero barato y ha encendido un cigarrillo.
—¿Tienes hermanos o hermanas? —me ha preguntado.
He asentido mientras una imagen de la cara adusta de mi hermana se aparecía en mi mente.
—Sí, tengo una hermana pequeña.
—¿Cómo es?
—Es de las que se matan a trabajar; ahora está en una fábrica. Todas las mañanas sale de casa a las siete y media y vuelve a las seis de la tarde, como un reloj, después de pasarse por el supermercado de camino a casa. Es muy sencilla. Se lleva el almuerzo al trabajo y puede ahorrar unos cien mil yenes de su salario todos los meses. ¡Eso es frugalidad! La odio desde que éramos niñas. Siempre estaba en la sombra, observando mis éxitos y mis fracasos en silencio, decidida a no seguir mis pasos. Es una chica sensata. Fue a la universidad gracias al dinero que yo ganaba, ¡y ahora tanto ella como mi madre son demasiado refinadas para mí!
—¿Has deseado alguna vez que tu hermana estuviera muerta?
—Pienso en ello a menudo pero en realidad hay otras personas a las que también me gustaría ver muertas.
—¿Como quién? —Zhang lo ha dicho con toda seriedad.
Como mi madre, como Kamei, como el director del departamento…, un montón de personas, he pensado. Tantas que ni siquiera puedo recordar sus rostros, por no hablar de sus nombres. De hecho, no hay nadie que me guste y —me he dado cuenta de repente— tampoco yo le he gustado nunca a nadie. Me limito a navegar por las aguas oscuras en soledad. Podía imaginarme fácilmente cómo debía de haberse sentido la hermana de Zhang cuando alargó la mano hacia la superficie del mar, estirándose más y más para que la ayudaran. Pero yo no era como la hermana de Zhang, porque yo no pedía ayuda. Yo vagaría por las aguas heladas de esa ciudad, parecida a un mar, hasta que mis manos y mis pies estuvieran demasiado entumecidos para moverse. Hundiéndome cada vez más hasta que mis pulmones sucumbieran a la presión del agua, dejaría que las aguas me arrastraran. Pero no, eso no iba a suceder. Sintiéndome liberada, me he desperezado. Zhang ha lanzado el cigarrillo a lo lejos con un capirotazo.
—¿Cuál ha sido el cliente más repugnante que has tenido?
De inmediato, he pensado en Eguchi.
—Tuve un cliente que quería verme defecar.
Los ojos de Zhang han brillado.
—¿Y tú qué hiciste?
—Pues hacerlo. Sabía que lo decía absolutamente en serio, ¡de modo que casi me cagué de miedo!
—Entonces supongo que estás dispuesta a hacer cualquier cosa, ¿no?
—Seguramente.
—Eres más guarra que yo, eso seguro. Durante un tiempo yo también hice un montón de cosas raras: fui el gigoló de una mujer famosa, ¿sabes? Pero tú te llevas la palma.
Zhang ha sacado entonces del bolsillo el billete perfectamente doblado de diez mil yenes y me lo ha dado. Yo le he devuelto dos mil, pero él ha cerrado mi mano.
—¿Quieres la vuelta o me estás dando diez mil?
—No, no te los estoy dando. Hemos hecho un trato y quiero que te ganes los dos mil que sobran —me ha susurrado al oído.
Sin perder un segundo, me he guardado los diez mil yenes en el bolso.
—¿Qué quieres decir con «ganármelos»?
—Tengo un amigo en mi casa, está justo aquí abajo. No tiene novia y se siente muy solo, siempre se está quejando… Patético, ¿no? Me gustaría que le echaras una mano, ¿de acuerdo? Hazlo como un extra. Es un amigo y me gusta tratarlo como tal.
—Pero eso va a costar más de dos mil yenes.
Lo he mirado enfadada, pero hacía un frío terrible en la azotea y la idea de estar calentita en su casa resultaba muy atractiva. Además, tenía que usar el baño.
Zhang me ha observado con astucia.
—Por favor, no te llevará mucho rato. Se pondrá uno de ésos —ha señalado el condón que había tirado—, así que no correrás ningún riesgo.
—¿Podré usar vuestro baño?
—¡Como si estuvieras en tu casa!
He seguido a Zhang escaleras abajo y se ha parado frente a un apartamento en una de las esquinas del cuarto piso. La pintura de la puerta se estaba desconchando y junto a ella había una hilera formada por toda clase de botellas de alcohol vacías. A primera vista se veía que los inquilinos eran un completo desastre. Zhang ha abierto la puerta, ha entrado delante de mí y en ese momento se me ha echado encima una bocanada de hamburguesas grasientas y olor a hombre. El estrecho recibidor estaba repleto de zapatos y zapatillas con la parte posterior aplastada, como si fueran zapatillas de estar por casa.
—Son jóvenes, y no son limpios como yo —ha dicho Zhang, riéndose, para explicar el desorden—. Nos preparamos nuestra propia comida, no como los jóvenes de hoy en día, que sólo comen McDonald’s.
—¿Tu amigo es joven?
Si era joven me iba a exigir un montón de cosas. Dado que normalmente sólo trataba con viejos, he sentido una leve emoción y también algo de miedo, por la perspectiva de hacérselo a un hombre joven. Zhang me ha dado un empujoncito para que entrara en el recibidor.
—Hay uno más joven y otro que es más o menos de mi edad.
¿Dos hombres? Eso me ha cogido por sorpresa. En ese momento he oído una conversación en chino, la puerta corredera se ha abierto y un hombre con una camisa negra y una expresión igual de sombría ha asomado la cabeza. Parecía de la edad de Zhang, tenía el pelo negro azabache despeinado y deslustrado, y llevaba la camisa desabrochada.
—Éste es Dragón.
¿Se suponía que debía hacérselo a ése? Le he sonreído con dulzura.
—Buenas noches —he dicho.
—¿Quién eres? ¿Una amiga de Zhang?
—Exacto. Encantada de conocerte.
He sorprendido a Zhang y a Dragón intercambiando unas miradas y me he puesto en guardia mientras miraba hacia el interior del apartamento. No parecía muy grande. Había una habitación de unos doce metros cuadrados y otra estancia de unos seis junto a la que estaba la cocina diminuta y el baño. ¿Cuántos hombres dormían allí?, me he preguntado. ¡Apenas había sitio para uno! Zhang me había dicho que quería que se lo hiciese a su amigo, así que he dado por supuesto que se trataba de Dragón.
—Quítate los zapatos y entra.
Zhang se ha inclinado para ayudarme, pero me los he quitado sin problemas yo misma y los he dejado al lado del montón de zapatos sucios. ¿Cuánto hacía que no limpiaban? Las juntas del tatami estaban llenas de polvo y de mugre, una cantidad de porquería desmesurada.
En ese momento he visto a otro hombre sentado en una esquina, al lado de la puerta corredera que separaba las habitaciones. Al notar que lo miraba, ha levantado sus cejas ralas, pero su expresión apenas ha cambiado. Vestía un chándal gris y llevaba gafas.
—Ése es Chen-yi. Trabaja media jornada en un salón de pachinko en Shinkoiwa.
—Y tú, Dragón, ¿a qué te dedicas? —he inquirido.
—Ah, hago un poco de todo, no es fácil resumirlo en una palabra.
Dragón no parecía muy hablador. Por su forma de contestar, daba la impresión de que estuviera relacionado con actividades ilegales. Ha estado mirándome todo el rato y sólo ha dejado de hacerlo para intercambiar unas miradas con Chen-yi.
—¿Con quién quieres que lo haga? Porque por dos mil miserables yenes…
Estaba allí de pie desafiante, con los brazos en jarras y los pies firmes sobre el tatami, y quería trabajar de inmediato. Se estaba bien en el apartamento caliente, pero quería saber con quién iba a hacerlo y dónde se suponía que teníamos que hacerlo. Aunque, al parecer, no iba a ser tan fácil.
—A ver, ¿quién quiere hacerlo primero? ¿Dragón o Chen-yi?
—Espera un momento. No voy a hacerlo con dos por tan sólo dos mil yenes. Eso es indignante.
—Antes has dicho que sí. —Zhang me ha agarrado de los brazos—. No me has preguntado cuántos, de modo que he pensado que ya lo imaginabas. Ahora no puedes irte, no puedes retirar lo que has dicho.
No tenía más remedio, así que he señalado a Chen-yi. Era joven y, al parecer, reservado, lo cual era mejor que el horripilante Dragón.
—¡De eso nada! —ha replicado este último—. Vamos por orden de edad, así lo hacemos en China. Zhang va primero.
—¡A él acabo de hacérselo, ya no le toca! —he gritado.
Zhang se ha reído mordazmente, le ha gritado una orden en chino a Dragón y luego le ha dicho algo a Chen-yi. Yo empezaba a impacientarme.
—¿De qué estáis hablando?
—Discutimos si preferimos hacerlo de uno en uno o todos a la vez.
—¡¿Os habéis vuelto locos?! —he chillado—. O uno a uno o nada de nada.
—Pero si lo has dicho antes, ¿no? Has dicho que harías cualquier cosa, lo tenías bastante claro, ¿verdad? He pensado que lo que queremos te iba a gustar.
Chen-yi se ha levantado y ha venido hacia mí. Dragón ha hecho un gesto con la mano y ha dicho algo en chino, pero no lo he entendido.
—Dragón dice que eres muy delgada —ha explicado Zhang—, pero que como ya lleva más de medio año sin acostarse con una mujer, lo hará contigo.
—¡Esto es el colmo!
—¿El colmo? —ha exclamado Zhang riendo—. Desde que llegamos a tu país no hemos oído más que cosas como ésa. Siempre nos están valorando: «Es inteligente», «Es fuerte», «Es astuto» o «Es un buen trabajador». Nos catalogan como a animales, y seguro que para ti es lo mismo. Trabajas vendiendo tu cuerpo, de modo que deberías estar acostumbrada a que las personas te evalúen antes de ponerte un precio. Estoy seguro de que haces esto porque te gusta, ¿me equivoco?
Iba a protestar, pero Dragón me ha agarrado y me ha tirado sobre el tatami con tal violencia que el impermeable se me ha subido hasta el pecho; luego ha empezado a quitarme la falda. Me estaba abordando allí en medio mientras Zhang y Chen-yi miraban. Era la primera vez que me sucedía algo así. Yo era una inmundicia, la prostituta más barata que podía tener un hombre. He cerrado los ojos con fuerza.
—¡Mira, se está excitando! —ha gritado Zhang alegremente.
He abierto los ojos un instante y he visto los calcetines blancos de Zhang y los pies descalzos de Chen-yi.
Dragón no se había bañado en semanas. Apestaba. Por miedo a vomitar, lo único que he podido hacer ha sido ayudarlo a encontrar el lugar. Me he cubierto la nariz con la mano de manera instintiva, pero él no parecía notarlo, o quizá no le importaba. Estaba muy ocupado sacudiéndose encima de mí. He cerrado los ojos y he contenido la respiración, permaneciendo allí rígida y fría como la estatua de Jizo. Así es como ha sido siempre, nunca he sentido nada: me quedo allí quieta mientras el tipo en cuestión me la mete; todo cuanto yo tengo que hacer es esperar. No iba a tardar mucho; eso era todo, no había nada más. A veces ponía algo de mi parte, pero, en esa ocasión, no había necesidad.
Sabía que Zhang y Chen-yi estaban mirando, pero había llegado un punto que ya no me importaba. Si hubiera estado excitada, como Zhang decía, entonces no me habría avergonzado ni me habría molestado hacerlo delante de ellos. Pero ¿dos hombres por dos mil yenes? Al hacer el cálculo mentalmente era evidente que no había beneficios, sólo pérdidas. Entonces, ¿por qué había aceptado? He recordado que había accedido a entrar en el apartamento de Zhang porque quería ir al baño. ¿Cómo se me había olvidado algo así? ¿Me había vuelto completamente indiferente incluso a mis propias sensaciones? ¿O quizá más consciente? Estaba confundida y no veía nada claro. Con Zhang, en la azotea, lo había pasado bien; había sido la primera vez que había sentido placer, y no sabía si iba a sentirlo de nuevo. El sexo es algo extraño. Desde que me encontré con Yuriko me he sentido insegura, como si estuviera viviendo en un sueño, y me gusta esa sensación.
Dragón me ha agarrado de los hombros con torpeza y ha soltado un gruñido agudo. Luego se ha corrido. Sin pensar realmente en nada, he levantado la vista al techo, en el que había manchas marrones aquí y allá. Acababa de acostarme con Zhang en la azotea, justo encima de donde estábamos. Recordaba haber tirado el condón y haber visto cómo el semen se desparramaba por el suelo. Quizá éste se hubiera filtrado hacia abajo y era la causa de las humedades del techo.
De vez en cuando me sorprendía la poca cantidad de semen que eyaculaba un cliente después de tanto jadeo y gemido. ¿Por esa miseria pagaban a una prostituta como yo? Mi yo nocturno siempre supera a mi yo diurno. Si no fuera por mi yo nocturno, ¿qué sería de los fluidos corporales de mis clientes? Esta noche, por primera vez, he experimentado la alegría de no haber nacido hombre. ¿Por qué? Porque los deseos de los hombres son triviales, y porque yo me he convertido en la entidad que reconoce esos deseos.
He sentido que podía comprender la extraña calma de Yuriko. Desde que era niña, había usado el sexo para tener el mundo a sus pies. Había visto todo tipo de deseos masculinos, se había construido un mundo entero lejos de los hombres, aunque sólo hubiese sido durante un breve período. Eso me ha irritado. Yuriko no había tenido que estudiar, ni siquiera había tenido que trabajar. Podía tener el mundo a sus pies sólo por una razón: porque era capaz de hacer eyacular a los hombres. Ahora yo me disponía a hacer lo mismo. Por un segundo, me ha asaltado una sensación de dominio.
He oído que hablaban en chino y he abierto los ojos. Zhang y Chen-yi estaban sentados en el suelo junto a nosotros, mirándonos. Chen-yi, que no parecía tener más de veinticinco años, se estaba ruborizando y se apretaba las manos entre las piernas. «¿Lo has sentido? —quería preguntarle—. ¿Te ha gustado?». Lo he mirado desde donde estaba, allí tumbada, en el suelo, pero Chen-yi ha apartado los ojos como si estuviera enfadado y ha vuelto la cabeza.
—Chen-yi es el siguiente —ha dicho Zhang, dándole un golpe con el codo.
Chen-yi parecía no querer hacerlo delante de los otros dos, y ha mirado a su amigo de mal humor. Pero a Zhang le daba igual: por dos mil yenes había hecho que tanto yo como Dragón y Chen-yi acatáramos su voluntad. Yo aún no me había reconciliado con él, así que tenía que conquistarlo. He levantado los brazos y me he agarrado a sus piernas.
—Sé tú el siguiente.
Pero él se ha limitado a apartarme y a empujar a Chen-yi sobre mí.
—Vamos, daos prisa.
Chen-yi ha empezado a quitarse el chándal de mala gana. Cuando Dragón ha visto su pene erecto, ha comentado algo. He sacado un condón del bolso y se lo he dado. No parecía estar acostumbrado a ponérselos y se lo veía incómodo, pero al final lo ha conseguido. Luego se ha quitado las gafas y las ha dejado a su lado sobre el tatami. Menudo paleto. Dragón ha cogido las gafas y se las ha puesto como un idiota. Sin embargo, ya no se mostraba condescendiente ni rencoroso, sino relajado y amable. Yo esperaba dar la misma impresión.
Chen-yi me ha abrazado y luego ha comenzado a darme besos babosos por toda la cara, lo que me ha sorprendido. Zhang había hecho exactamente lo mismo. He abierto los ojos y he visto que Zhang me estaba mirando. Los clientes nunca me besan, sólo folian, incluso clientes habituales como Yoshizaki o Arai. Ninguno de ellos me besa y tampoco quieren hacerlo. Zhang me ha animado con la mirada y he recordado el orgasmo que había tenido con él en la azotea, el primero de toda mi vida. Si pudiera tener más, sería la dueña de mi propio mundo, así que he abrazado a Chen-yi y he comenzado a devolverle los besos, retorciéndome con él como si nuestros cuerpos fueran uno solo. Mientras tanto, sentía la mano caliente de Zhang frotándome la pierna izquierda, y la de Dragón haciendo lo mismo con la derecha. Me estaban tocando tres hombres, acariciándome y excitándome. No se podía pedir más. ¡Era una reina! Dios era bueno. En ese momento, Chen-yi y yo nos hemos corrido a la vez. El segundo orgasmo de mi vida.
Zhang me ha puesto la mano en la cabeza, ha acercado los labios a mi oído y, con la voz ronca de excitación, ha susurrado:
—¿Te ha gustado?
Yo me he incorporado y he recuperado la peluca, que había ido a parar al otro lado de la habitación. Chen-yi me ha mirado tímidamente y luego se ha apresurado a vestirse. Dragón estaba sentado, mirándome, mientras fumaba un cigarrillo. Me he colocado de nuevo la peluca, la he fijado con un alfiler y he empezado a vestirme.
—¿Puedo usar el baño?
Zhang ha señalado unas puertas barnizadas en el recibidor. Al ponerme en pie, he sentido un mareo. Supongo que es normal. Quiero decir que ésa era la primera vez que lo había hecho con tres hombres seguidos. Tantas novedades en un mismo día me habían dejado hecha polvo y, tambaleándome, me he metido en el baño. Estaba asqueroso. Había un charco de orín en el suelo. ¿Por qué los hombres tienen que ser tan cerdos? He sentido arcadas. El lavabo, la basura de la escalera, la mugre del tatami, todo estaba igual de sucio. Supongo que por eso me ha invadido una sensación de miseria insoportable. Reprimiendo las lágrimas, me he apresurado a lavarme.
—¿Quieres hacerlo conmigo otra vez? —me ha preguntado Zhang cuando he salido del baño.
—No —he respondido negando con la cabeza—. El baño está tan asqueroso que creo que voy a vomitar.
—Pues bienvenida al mundo real.
¿Acaso el mundo real era un lugar como ése? Entonces, ¿qué eran los orgasmos que había tenido? ¿Y la sensación transitoria de control que había experimentado? Había vuelto a sentir lo mismo de antes, pero ¿por qué? «Bienvenida al mundo real». Ésa era precisamente la razón por la que quería vivir para siempre, soñando que controlaba el mundo a mi alrededor.
—Me voy.
Les he dado la espalda y, mientras me ponía los zapatos de tacón, he echado un vistazo por encima del hombro. Ninguno de los tres me ha mirado cuando he salido del apartamento.
Eran las once y media cuando he llegado a la estatua de Jizo. Yuriko debía de estar al caer. He mirado el reloj y he escudriñado la calle buscándola, pero no la he visto. Cansada, enfadada y aterida, me he dirigido hacia la estación, y entonces he oído que Yuriko me llamaba:
—Kazue, ¿qué tal la noche?
Estaba bajando por la cuesta lentamente, vestida igual que yo: pelo negro azabache largo, polvo de maquillaje blanco en la cara, sombra de ojos azul y pintalabios rojo vivo. Me he sentido como si contemplara mi propio fantasma, y un escalofrío me ha recorrido la columna vertebral. Era una puta de la más baja estofa. Una mujer que sólo existía para beneficiarse de unas míseras gotas de esperma. Un monstruo. No he respondido a su pregunta.
—Y tú, ¿qué tal?
Yuriko ha levantado un dedo.
—Uno, un hombre de sesenta y ocho años que ha visto una porno en el cine de Bunkamura y se le ha puesto dura, por eso ha pensado en pagar a una puta; la primera en los últimos diez años, según me ha dicho. Es gracioso, ¿no te parece?
—¿Cuánto le has sacado?
Yuriko ha levantado cuatro dedos esta vez. ¿Cuarenta mil yenes? He sentido una punzada de envidia.
—¡Qué suerte!
—Oye, ¡que sólo han sido cuatro mil yenes! —ha dicho riendo—. Nunca se lo había hecho tan barato a un cliente, pero como me ha dicho que era todo lo que tenía, finalmente he aceptado. ¿Puedes creerlo? Cuando tenía veinte años sacaba tres millones en una noche, y mírame ahora. ¿Por qué parece que cuanto más vieja eres menos puedes hacer? Los hombres buscan siempre lo mismo. No sé por qué dan tanta importancia a la juventud. Al final, seas joven o vieja, acabas follando igual, ¿no?
—Mientras no seas fea, no sé qué importancia tiene la edad.
—No es a eso a lo que me refiero —ha negado Yuriko con seriedad—. No tiene nada que ver con la belleza. Los hombres sólo buscan mujeres jóvenes.
—Tal vez tengas razón. Oye, siento curiosidad, ¿cómo es que te has vuelto tan fea?
Mi comentario de mal gusto ha hecho que Yuriko se ruborizara.
—Bueno, supongo que es cosa del destino. De todos modos, nunca fui muy consciente de mi propio aspecto. Siempre eran los demás quienes le daban tanta importancia.
Yuriko ha sacado un paquete de cigarrillos de su bolso.
—Y tú, Kazue, ¿qué clientes has tenido hoy?
—Tres extranjeros, unos chinos. Les he cobrado diez mil a cada uno, así que en total he ganado treinta mil.
He mentido descaradamente. Yuriko ha exhalado el humo.
—Ah, qué envidia. Si encuentras a más clientes como ésos, preséntamelos.
—Ni hablar.
—No debería importarte que yo también gane algo de dinero. Si esos hombres han pagado tanto dinero por ti, es que deben de gustarles los monstruos. Tú también eres fea, Kazue. Si te encontraras a un niño en la oscuridad, seguro que se echaba a llorar. Tu futuro no parece muy prometedor. Caerás cada vez más bajo y te verás obligada a dejar tu trabajo en la empresa porque nadie soportará mirarte.
Los ojos de Yuriko brillaban. Puede que yo ya fuera una puta de la más baja estofa, pero he sentido miedo ante la perspectiva de que pudiera empeorar. Según la profecía de Yuriko, llegaría el momento en que un hombre al que le gustasen los monstruos acabaría con mi vida. Tal vez sería Zhang. He recordado la humillación que había sentido cuando me había apartado de mala manera después de hacerlo. Me odiaba. Odiaba el sexo. Pero le gustaban los monstruos.
El viento ha arreciado y me he abrochado la gabardina mientras deseaba poder saber qué albergaba el corazón de Zhang. Puede que hablara con amabilidad, pero su mundo era sórdido y estaba plagado de mentiras. Aun así, me sentía feliz de haber sido admitida en ese mundo sórdido. Me aterrorizaba mucho más la naturaleza impenetrable de Zhang que la de Eguchi.
—Oye, Yuriko, ¿qué piensas de tu hermana mayor? —Ella ha sonreído ligeramente mirando la estatua de Jizo—. Dime.
Le he dado un apretón en el hombro blandengue. Al menos era una cabeza más alta que yo, y se ha vuelto para mirarme. Tenía la mirada perdida, pero sus ojos transmitían una leve desconfianza.
—¿Por qué te interesa mi hermana?
—Zhang, mi cliente, ha estado todo el rato hablando de su hermana pequeña, lo que me ha recordado que tú tenías una hermana mayor. Sólo lo digo por eso. Murió, la hermana de Zhang, quiero decir. Y parecía que el tipo estaba loco por ella.
—Mi hermana tuvo unos celos terribles de mí desde que nací. Casi era como si estuviera enamorada de mí. Yo la anulaba por completo.
Dios santo, Yuriko ya estaba preparando una de sus divagaciones psicológicas. Ese tipo de charlas me confunden, y no estaba de humor para pensar en un plano abstracto. Todo cuanto quería hacer era taparme los oídos y esperar a que se callara. Pero ella ha seguido hablando.
—¿Hermanas? ¡Ja! Nunca nos llevamos bien, y ahora ya es demasiado tarde. Mi hermana y yo éramos dos personas diferentes, pero en realidad éramos una sola. Ella es virgen, es demasiado tímida para acercarse a un hombre; yo soy lo contrario: no puedo vivir sin los hombres. Nací para ser puta. Somos como las dos caras de una misma moneda. Interesante, ¿no te parece?
—La verdad es que no —he espetado—. ¿Por qué en este mundo son sólo las mujeres las que han de sufrir tanto para sobrevivir?
—Muy sencillo: las mujeres no se engañan a sí mismas —ha dicho Yuriko, y luego ha soltado una carcajada.
—Entonces, ¿podríamos vivir si lo hiciéramos?
—Para nosotras ya es demasiado tarde, Kazue.
—Sí, supongo que sí.
Yo camuflaba la realidad de mi trabajo en la empresa con un engaño. A lo lejos he oído el tren de la línea de Inokashira. No iba a tardar mucho en salir el último. Se me ha ocurrido pasar por el colmado, comprarme una cerveza y bebería de camino a casa.
He dejado a Yuriko allí, golpeando el suelo con los pies para calentarse.
—¡Que trabajes bien!
—La muerte nos aguarda —ha respondido ella.
He cogido el último tren. Al llegar a casa, habían echado la cadena de la puerta y no podía entrar. Habían apagado todas las luces y habían cerrado por dentro, con la intención de no dejarme entrar. Me ha molestado tanto que he llamado al timbre una y otra vez. Al fin, alguien ha retirado la cadena. Mi hermana ha aparecido tras la puerta con cara de fastidio.
—No os atreváis a cerrar de nuevo.
Mi hermana ha bajado la vista. Debía de estar durmiendo. Se había puesto un suéter sobre el pijama. Al mirarme, ha parecido como si viera algo en lo más profundo de mí, y eso me ha molestado.
—¿Qué mirada es ésa? ¿Tienes algo que objetar?
No ha respondido, pero ha temblado ligeramente cuando el aire frío —y la depravación que me acompañaba— ha entrado por la puerta. Mientras me quitaba los zapatos, ella ha vuelto a su habitación. Nuestra familia se estaba desmoronando. Me he quedado de pie en el pasillo, petrificada.