4

4 de octubre Shibuya: E (?), 15.000 ¥

Hoy he pasado la mañana durmiendo en la mesa de la sala de conferencias. La espalda me estaba matando. He intentado ignorarla pero me ha resultado imposible. Anoche estuve hasta las once y media confinada en la agencia y fui la única a la que no llamaron. Ni una sola vez.

—¿Qué es esto? ¡Se ha buscado usted un buen lugar para echar una siesta, ¿eh?! —he oído que gritaba de repente una voz de hombre.

Sobresaltada, me he incorporado y me he sentado al borde de la mesa.

Era Kabano, el hombre que me había dicho que mi padre había sido amable con él cuando había entrado en la empresa. Kabano ha escalado muchos más puestos en la compañía de lo que yo esperaba. Ascendió de director de la división de asuntos generales y ahora es director ejecutivo. En nuestra empresa casi nunca se ve a los directores ejecutivos. Son unas eminencias y tienen los despachos en los pisos más altos, incluso disponen de un ascensor para ellos solos, y para todos los desplazamientos tienen a su disposición coches de la empresa.

Kabano no está especialmente dotado, pero es afable y no tiene enemigos, y eso ha sido suficiente para que pueda escalar puestos con éxito. Ése es uno de los aspectos de la empresa que no entiendo.

—He oído a alguien que roncaba, así que he echado un vistazo dentro. ¡Quién me lo iba a decir!, una mujer dormida. ¡La verdad es que no me esperaba esto!

—Lo siento. Es que me duele la cabeza.

He bajado lentamente de la mesa y me he puesto los zapatos, que había dejado sobre la moqueta. No he podido evitar bostezar discretamente. Kabano me ha observado con una expresión de disgusto, pero lo cierto es que a mí me trae sin cuidado. «¿Qué problema tienes? —quería preguntarle—. ¿Acaso crees que porque eres un alto y poderoso ejecutivo puedes venir aquí a sermonearme? Viejo chocho. ¿Cómo te atreves a despertarme?».

—Si le duele la cabeza, tendría que ir a la enfermería, para eso está, ¿sabe? Señorita Sato, ¿está segura de que se encuentra usted bien?

—¿Qué quiere decir?

Me he pasado los dedos por el cabello. Estaba demasiado enredado y despeinado para hacerlo con un cepillo. Pero ¿qué diablos miraba aquel tipo? Al final, ha apartado la mirada.

—¿Sabe que está usted extremadamente delgada? Por Dios, casi es sólo piel y huesos. Está mucho más delgada que cuando era joven, prácticamente irreconocible.

Vale, estoy delgada, ¿acaso es eso un problema? A los hombres les gustan las mujeres delgadas y con el pelo largo. ¿No es algo natural? Mido un metro sesenta y tres y peso cuarenta y cinco kilos. Yo diría que estoy proporcionada. Para desayunar me tomo una pastilla de gimnema, para almorzar me voy a la cafetería de la empresa, en el sótano, y me compro algo preparado, normalmente una ensalada de algas. A veces me salto el almuerzo y casi nunca me como el arroz hervido, pero sí las verduras en tempura. Sea como sea, me repugna ver a una mujer gorda. Pienso que debe de ser estúpida para tener esa apariencia.

—Si gano peso, la ropa no me sentará bien.

—Le preocupa la ropa, ¿verdad? Estoy seguro de que eso es algo importante para una mujer joven, pero…, señorita Sato, pienso sinceramente que debería ver usted a un médico. Me preocupa te tenga realmente un problema de salud. ¿Trabaja mucho?

«¿Que si trabajo mucho? Bueno, ¡quizá por la noche sí!». Mis labios enseguida dibujaron una sonrisa.

—No, no estoy trabajando tanto, es sólo que anoche hubo sequía.

—¿De qué está hablando? —ha preguntado Kabano mientras su rostro adoptaba una expresión de alarma.

«Oh, creo que tengo un lío mental. Ese viejo chocho es un ejecutivo de la empresa. He de volver a mi yo diurno de inmediato. Parece ser que hoy no llevo muy bien mi doble vida».

—Oh, de nada —me he apresurado a responder—. Sólo me refería a que no he tenido mucho trabajo, eso es todo.

—Estoy seguro de que el trabajo en el departamento de investigación puede ser muy intenso. Recuerdo que una vez alguien comentó que había escrito un informe que recibió numerosos elogios.

—Eso fue hace mucho. Las condiciones eran bastante más satisfactorias entonces.

Tenía veintiocho años cuando escribí ese informe, se titulaba «Inversiones financieras en la construcción y en los bienes inmuebles: creando nuevos mitos». Gané un premio de la editorial Economics News. Fue el período más feliz de mi vida. Japón aún estaba sumido en la llamada «burbuja inmobiliaria», el mercado de las nuevas construcciones era prometedor, eran tiempos impetuosos. Aunque hubo un idiota que criticó mi artículo porque, según él, carecía de propuestas estratégicas claras. Nunca olvidaré cómo me dolieron aquellas críticas.

—No es verdad, todavía tiene mucho potencial. —De repente, Kabano me ha mirado con una expresión de dolor—. Señorita Sato, su madre está muy preocupada por usted.

—¿Mi madre? ¿Qué quiere usted decir?

He apoyado el índice en la barbilla y he ladeado la cabeza. Desde que el profesor Yoshizaki había admirado esa pose porque, según él, era particularmente atractiva y femenina, la adoptaba siempre que podía. Al profesor Yoshizaki le gustaban las mujeres que se comportaban como señoritas bien educadas.

—A lo que me refiero es que a su madre le preocupa que usted no esté bien, que haya perdido su deseo de tener éxito.

Eso es cierto. Soy su gallina de los huevos de oro, de modo que ha de preocuparse porque, si dejo de traer dinero a casa, no sabrá qué hacer. Pero ¿qué haré yo? De golpe he sentido una punzada de dolor. ¿Qué pasará cuando me haya mayor? Si me despidieran de la empresa y no conseguía mantener mi trabajo nocturno, perdería todas mis fuentes de ingresos. Si eso ocurría, sin duda mi madre me echaría de casa.

—Lo entiendo. Trataré de ser más responsable.

Cuando ha visto el cambio en mi expresión, la seriedad con la que había escuchado su comentario, Kabano ha sentido con aprobación.

—Lo que ha pasado hoy quedará entre nosotros, así que no se preocupe. Me alegro de haber sido yo quien la haya encontrado. No vengo a menudo por aquí, ¿sabe? Pero he de decirle, y sé que esto puede parecer un poco duro, que su aspecto ha cambiado mucho. Parece que haya perdido algún tornillo por el camino.

—¿Qué problema hay con mi aspecto?

He adoptado de nuevo la pose, ladeando la cabeza.

—Por un lado, lleva usted demasiado maquillaje. Parece que no le importe lo que opinen los demás. Un poco de maquillaje está bien, pero usted rebasa el límite. No es adecuado para la oficina. Puede que me esté metiendo donde no me llaman, pero creo sinceramente que debería usted hablar con un psicoterapeuta.

—¿Un psicoterapeuta? —Me ha cogido tan desprevenida que casi lo he dicho gritando—. ¿Por qué me dice eso?

Tuve que ver a un psiquiatra al final de mi segundo año de instituto a causa de mi desorden alimentario. Me dijeron que mi vida estaba en peligro e hicieron todo tipo de predicciones ridículas por culpa de las cuales mi madre lloró amargamente y mi padre perdió los nervios. Fue ridículo. Pero ¿acaso me curaron? ¿Y qué sucedió cuando tenía veintinueve años? ¿No me dijeron lo mismo entonces?

La puerta de la sala de conferencias se ha abierto de golpe y la secretaria ha asomado la cabeza. Supongo que me ha oído gritar. Me ha mirado desconcertada.

—Señor Kabano, ¿está usted ahí? Es tarde ya.

—Bueno, será mejor que me vaya.

Kabano ha salido de la sala de conferencias mientras la secretaria me miraba con desconfianza. «¿Qué estás mirando, puta? No sabes lo que es sentirte libre por las noches, ¿verdad? Estoy segura de que nunca te ha querido ningún hombre». Vaya, ya había vuelto de nuevo a mi personalidad de prostituta.

Al regresar al departamento de investigación, el director me ha mirado.

—Sato, me gustaría hablar con usted un momento.

¿Y ahora qué? ¿Otro sermón? Profundamente disgustada, me he dirigido hacia la mesa del director, que ha apartado la vista de la pantalla del ordenador y ha hecho girar la silla en mi dirección.

—Escuche, no hay problema si se levanta de su escritorio, pero debe intentar que no sea mucho rato.

—Lo siento, me dolía mucho la cabeza.

He mirado de reojo a Kamei. Como de costumbre, vestía de forma llamativa: una camiseta roja y unos pantalones negros. Llevaba el pelo peinado hacia atrás y estaba absorta leyendo unos documentos, la viva imagen de una mujer trabajadora. Dios mío, cómo la odio. Ha perfeccionado la farsa de forma exquisita.

—Sato, ¿me está escuchando?

El director, irritado, ha levantado la voz y todos han vuelto la cabeza para mirarme. Cuando Kamei se ha encontrado con mis ojos, ha intentado disimular mirando hacia otro lado.

—Lo único que digo es que, si vuelve a sucederle algo parecido, avíseme antes de ausentarse

—Lo siento, lo comprendo.

—Ya no es usted una niña, ¿sabe? Tiene que comportarse de forma más responsable; se está pasando de la raya. Déjeme serle sincero: no sé durante cuánto tiempo más podremos mantenerla en la oficina. Los buenos tiempos han pasado y ahora ninguno de nosotros somos imprescindibles. Nuestro departamento tampoco lo es, y me han comunicado que tanto la investigación como la planificación se están revisando. Así que le recomiendo que preste atención a lo que hace.

Era claramente un farol. He bajado la vista al suelo, enojada. Yo era la subdirectora del departamento —quería gritar—, ¿cómo iban a despedirme? No era posible. ¿Se debía a que era una mujer? ¿A que era prostituta por las noches? Al pensar eso me ha recorrido un sentimiento de superioridad. Soy maravillosa. Una superestrella capaz de superar a cualquiera en esa empresa nefasta. Me habían dado premios por mis ensayos mientras trabajaba allí como subdirectora de investigación, una subdirectora que vendía su cuerpo. El pecho se me ha inflado de orgullo.

—Gracias por su consejo. En adelante tendré más cuidado.

Después de semejante rapapolvo tenía que hacer algo para calmarme, así que he salido de la oficina para tomar un café. Al salir al pasillo, los empleados con los que me cruzaba se apartaban a los lados para evitarme. «¡Ya basta! No soy un monstruo, ¿vale?». He sentido que la sangre se me subía a la cabeza, pero luego he pensado en mi secreta vida nocturna y me he calmado. «Debo hacer algo para vengarme de la Trenza», he pensado. Así que he bajado al vestíbulo para llamar por el teléfono público.

—Hola, ha llamado usted a La Fresa Jugosa.

He reconocido la voz del operador. Podía imaginarme el entusiasmo y la expectación acelerando los corazones de las chicas que están en la agencia durante el día. He puesto un pañuelo en el auricular para disimular mi voz y he respondido.

—Me gustaría hablar con una chica llamada Kana que enviaron ustedes la otra noche. El cliente tuvo una queja y me ha pedido que se la hiciera saber.

Kana era el nombre de calle de la Trenza.

—¿De qué se trata?

—Al parecer, esa chica, Kana, le robó dinero de la cartera al cliente. Es una ladrona.

Luego, he colgado. Dios santo, ¡qué bien me ha sentado hacer eso! No podía esperar llegar a la agencia por la noche.

He fingido estar muy ocupada durante el resto del día y luego me he ido. He entrado en un colmado para comprar guiso de oden y un paquete de bolas de arroz, incluso he comprado un cartón de tabaco para el operador. Luego, de buen humor, me he apresurado para llegar a la agencia. «Hoy debo conseguir trabajar», he pensado un poco exasperada. Mi objetivo de ahorrar cien millones de yenes antes de cumplir los cuarenta parece cada vez más inalcanzable, pero no hay mucho que yo pueda hacer si en la agencia no comparten los clientes conmigo. Estaba convencida de que aquello fastidiaría a la Trenza, pero tenía que asegurarme de que me enviaran a un cliente antes que a ella. Al llegar allí, he abierto de golpe la puerta.

—¡Buenos días, señoras!

El operador me ha mirado y luego ha apartado la vista. Ya había cinco o seis chicas merodeando por allí, leyendo revistas baratas, mirando la televisión o escuchando música por los auriculares. La Trenza ha fingido ignorarme por completo.

—Toma —le he dicho al operador mientras le daba el paquete de cigarrillos Castor Mild. Lo había pagado de mi propio bolsillo, pero no me quedaba otro remedio si lo que quería era sobornarlo para que me diera trabajo antes que a las demás.

—¿Esto es para mí?

No me ha quedado claro si el operador estaba sorprendido o molesto.

—Sí, espero tener un poco de trabajo hoy.

«Eso debería bastar», me he dicho. Luego me he dirigido a la mesa con confianza y he dejado mi bolsa de comida. He sorbido el caldo de oden y he mordisqueado las bolas de arroz. Cuando el teléfono finalmente ha sonado, todas lo han mirado a la expectativa. «Envíame a mí», le he suplicado con los ojos al operador. Sin embargo, él ha señalado a la Trenza.

Kana-chan, preguntan por ti.

—De acuerdo.

La Trenza se ha apartado de mala gana de la televisión. Yo ya había devorado mi cena y me sentía insatisfecha. ¿Por qué no habían despedido a la Trenza? Tan pronto como ella se ha ido, el operador me ha pedido que me aproximara. No había habido ninguna llamada, así que no sabía muy bien qué quería. Al acercarme, he sonreído con simpatía.

—¿Sí?

Yuri-san, eh…

Parecía que se avecinaba un sermón, así que me he armado de paciencia.

Yuri-san, preferiríamos que no volvieras a nuestra agencia. La falsa llamada de antes…, has sido tú, ¿verdad? Eso no ha estado bien ¿sabes? Kana-chan es nuestra mejor chica.

Me estaba despidiendo. No me lo podía creer. Me he quedado allí con la boca abierta. Las otras chicas han permanecido sentadas fingiendo no saber qué ocurría, pero seguro que lo habían oído.

—Entonces, devuélveme los cigarrillos —le he dicho al operador.

He bajado aprisa por Dogenzaka pensando en un nuevo plan. Tenía que encontrar unos grandes almacenes, meterme en el servicio y retocarme el maquillaje. Estaba dispuesta a entrometerme en el negocio de la Bruja Marlboro. No tengo problemas en permanecer de pie durante horas y quería tener mi propia clientela. Y, dado que me habían despedido de la agencia de contactos, parecía el momento idóneo para empezar. Además, se me antojaba la mejor opción para dejar atrás la amargura que había arrastrado durante todo el día.

Entonces he divisado el edificio 109, imponente como un faro de la moda en el ángulo de una intersección con forma de Y: Dogenzaka a un lado y los grandes almacenes de Tokyu al otro. Una muchedumbre se apresuraba a ambos lados del edificio. Me he abierto paso a empujones entre los hombres jóvenes que miraban de reojo a las chicas absortas en sus compras. Al final, he llegado al servicio del sótano, que estaba atestado de mujeres jóvenes, pero he conseguido apostarme delante de uno de los espejos y he empezado a cubrirme la cara con maquillaje. Me he aplicado sombra de ojos azul y un rojo incluso más vivo que el que uso habitualmente en los labios. El plato fuerte, por descontado, era la peluca negra que guardaba en el bolso. He completado la transformación. Yuri-san estaba frente al espejo, la prostituta por excelencia, preparada para salir a la noche. Mientras observaba cómo había cambiado, he sentido mi corazón palpitando con confianza. No necesito esa agencia apestosa. Yo llevaré mi propio negocio.

Tenía la misma sensación de triunfo que había sentido al principio, cuando Yoshizaki había reafirmado mi valor. Ahora estaba preparada para conocer mi propia valía y fijar mi propio precio. Había llegado la hora de hacerme cargo de mí misma, nada de empresa, nada de agencia, nada de operador. Iba a valerme por mí misma, y lo primero que iba a hacer era apostarme en la estatua de Jizo, donde iba a ser capaz de ser yo, de ser libre. Me he preguntado por qué antes sentía pena por la Bruja Marlboro. A esa mujer hay que respetarla; después de todo es una mujer entre las mujeres.

Me he dirigido de vuelta a Dogenzaka, sintiendo mi largo cabello balancearse de un lado a otro a cada paso que daba. He pasado por delante de los hoteles del amor en dirección a la estatua de Jizo, benevolente bodhisattva que prometía paliar el sufrimiento y acortar las condenas de aquellos que estaban en el infierno. Bajo la luz pálida que se cernía sobre las calles oscuras, he podido ver a la Bruja Marlboro esperando a algún cliente delante de la estatua. Estaba fumando un cigarrillo. La estatua de Jizo tiene una expresión amable, benigna y dulce, y se erige en una parcela triangular de tierra frente a un viejo restaurante. La zona delante de la estatua brilla a causa del agua que se ha vertido por las peticiones que la gente le hace a la estatua. Allí era donde iba a estar yo.

—¿Cómo te va? —le he dicho a la Bruja.

Ella me ha mirado con desconfianza, con un cigarrillo colgando de la comisura de sus labios. Pero, en contraste con su comportamiento, ha hablado con una educación forzada. Ya no tenía aquella actitud insultante con la que una vez me había ahuyentado.

—¿Qué quieres? No lo hago con mujeres.

—¿Cómo va el negocio?

La Bruja Marlboro se ha dado la vuelta para mirar la estatua de Jizo, como si fueran cómplices, como si tuviera que consultar con ella antes de responder.

—¿El negocio, dices? Igual que siempre.

Al volverse para mirar atrás, la piel de su cuello se ha arrugado como un crespón. Aunque estaba muy oscuro, podían distinguirse las arrugas. Llevaba una peluca de color castaño, tenía un cuerpo bajo, achaparrado y tan decrépito que daba pena. No había duda de que yo la superaba por juventud y por mi complexión delgada, así que me he ruborizado al notar un sentimiento de superioridad. La Bruja Marlboro me ha devuelto la mirada y me ha repasado de arriba abajo.

—He pensado en probarlo yo también.

—¡Buf! —ha resoplado, y se ha echado a reír. Luego se ha vuelto nuevamente hacia la estatua de Jizo y ha dicho—: Sólo Jizo sabe si vas a triunfar o a fracasar.

Había decidido establecerme allí de inmediato, así que debía decirle que desde esta noche yo estaría en ese lugar, por lo que ya podía ir buscándose otro.

—Me gustaría que me dejaras este sitio a partir de ahora.

La vieja, enfadada, ha arrojado el cigarrillo al suelo. Al hablar, apenas podía controlar la ira.

—¿Qué? ¿Acaso crees que te voy a ceder mi puesto?

—En algún momento, a todo el mundo le toca que lo sustituyan, así es la vida. Además, ya no tienes mucho trabajo, ¿no? —he dicho encogiéndome de hombros—. Te ha llegado la hora de retirarte, ¿no crees?

—Ah, ya veo, y tú has venido aquí para comunicármelo, ¿verdad? Que sepas que todavía tengo un montón de clientes que esperan encontrarme justo aquí.

La Bruja Marlboro se estaba tirando un farol. El sujetador negro no era lo único que su chaqueta transparentaba: también podía ver la piel arrugada de su pecho. Era evidente que aquella mujer debía de tener casi setenta años.

—Pues yo no veo muchos clientes merodeando por aquí —he dicho mientras le señalaba la calle vacía. Ya eran casi las ocho y no había nadie alrededor.

Un hombre joven con ropa blanca de cocina ha salido del restaurante de sushi de enfrente. Nos ha mirado asqueado y luego ha parecido que iba a decir algo pero, cuando la Bruja Marlboro lo ha saludado, él simplemente ha hecho una mueca y ha fruncido los labios. A continuación, ha sacado una manguera de la tienda y ha empezado a regar las plantas y a limpiar el pavimento.

—Tú, no sabes una mierda. Ya verás como los clientes no tardan en venir.

He sacado el carbón de Castro Milds y se lo he ofrecido.

—Mira, te doy estos cigarrillos si me dejas el puesto a mí.

La Bruja Marlboro ha levantado los ojos, cuyas pestañas estaban cargadas de rímel, y ha observado el tabaco.

—No me jodas, niñata, no puedes comprarme con un miserable cartón de tabaco. Aquí tengo una posición, ¿entiendes?, un cuerpo por el que los hombres pagan para ver. Tengo algo que tú no tienes. ¿Quieres verlo? De hecho, no me importa si quieres o no, te lo voy a mostrar de todos modos.

La Bruja Marlboro se ha bajado entonces la cremallera de la chaqueta dejando al descubierto el sujetador negro y su carne fétida. Luego me ha agarrado por la muñeca y me ha obligado a cogerle un pecho. Yo me he resistido, pero la Bruja Marlboro era mucho más fuerte de lo que esperaba. En cualquier caso, demasiado fuerte para mí.

—¡Para!

—No, no voy a parar. Te he dicho que te lo voy a mostrar y eso es lo que voy a hacer. Venga, tócame.

La vieja ha apretado mi mano contra el costado derecho de su sostén. La he mirado horrorizada. En vez de un pecho caído, lo que tenía era una bola de tela a modo de relleno. Luego me ha llevado la mano a la parte izquierda del pecho y allí he encontrado la blandura que esperaba encontrar, una carne cálida y mórbida que al apretarla parecía desparramarse por todas partes.

—¿Lo entiendes ahora? Me falta el pecho derecho; lo perdí hace diez años a causa de un cáncer. Y desde entonces estoy aquí. Al principio me sentía nerviosa, avergonzada, pensaba que ya no era una mujer. Pero he encontrado bastantes clientes a los que les gusto precisamente porque me falta un pecho. ¿Qué te parece? ¿Lo ves raro? ¿Lo entiendes? No, no creo que lo entiendas, ¿cómo podrías entenderlo? Pero así funciona este negocio y, por eso, no voy a cederte este lugar. Aquí es donde vienen los hombres que quieren a una mujer con un solo pecho. ¡Y vaya si vienen! De todas formas, tú estás muy flaca. Puede que seas más joven que yo, pero eres demasiado joven como mujer, y demasiado joven aún para estar bajo la estatua de Jizo. Además, todavía tienes de todo. Si crees que puedes superarme en algo, me gustaría que me mostraras algo que no tengas.

La Bruja Marlboro ha hablado como si hubiera ganado esa batalla. He sacado mi tarjeta de empresa.

—Pues échale un vistazo a esto.

—¿Qué es?

—Es mi tarjeta de empresa.

—No puedo leer sin gafas. —Aun así, ha cogido la tarjeta y ha entornado los ojos—. ¿Qué dice?

—Dice: «Kazue Sato, subdirectora del Departamento de Investigación, Arquitectura e Ingeniería G.» Ésa soy yo.

—Bueno, no está mal, ¿no? Es una empresa puntera, ¿verdad? Pero si de verdad eres una de las directoras, ¿por qué diablos quieres entrometerte en mi zona? Además, te he pedido que me enseñes algo que no tengas, porque de eso seguro que estás orgullosa, ¿no?

—No estoy orgullosa. Es sólo que no sé qué otra cosa enseñarte.

De verdad no lo sabía. De alguna forma no podía explicar que mis logros académicos, el orgullo que siento ahora, la empresa que debería fundamentar mi identidad tenían algo que ver con el pecho que le faltaba. Pero me parece que de lo que más orgullosos estamos y lo que más nos avergüenza son los lados de una misma moneda, que nos martiriza y nos anima a la vez.

La Bruja Marlboro ha encendido un cigarrillo. Luego he visto que un hombre con un traje gris, camisa blanca y zapatos negros se acercaba a nosotras. Parecía un trabajador de la periferia. Incluso las cejas le colgaban.

—Hagamos un trato —he dicho—. Quien se lleve a ese hombre se queda en la estatua.

—Perfecto, es uno de mis clientes habituales.

La Bruja Marlboro se ha reído como si ya me hubiese ganado.

—¡Oye! —le ha gritado el hombre.

Nadie pasaba nunca por allí, así que cualquier mujer que estuviera esperando era una presa fácil. Por extraño que resulte, parecía que la Bruja Marlboro tenía una cantidad sorprendente de clientes regulares. Ésa era precisamente la razón por la que yo quería ese lugar.

—Eguchi —ha dicho ella.

—¿Cómo estás esta noche?

El hombre me ha mirado sin sonreír. Decidida a no perder la apuesta, yo me he insinuado a él.

—¿Te apetece pasar un buen rato?

—¿Quién es?

—Una chica nueva. No he tenido el valor de echarla —ha respondido la Bruja Marlboro mientras se colocaba bien la peluca.

—¿Qué me dice, señor Eguchi?

El hombre ha fruncido las cejas caídas y ha considerado la idea. Debía de rondar los sesenta. La Bruja Marlboro, pensando que había ganado la apuesta, se ha reído y ha dicho:

—Es muy insistente.

—Te haré un descuento —he espetado sin pensarlo.

Eguchi ha contestado de inmediato:

—En ese caso, me quedo contigo.

La Bruja Marlboro, enfurruñada, ha cogido su bolso.

—Eres un maldito cabrón, Eguchi. Ella no tiene lo que yo tengo, ya sabes.

—Bueno, no viene mal variar de vez en cuando.

Lo había logrado. Le he dado el cartón de tabaco a la Bruja. Ella lo ha cogido resignada, pero luego ha sonreído. Eso me ha molestado.

—¿Qué te resulta tan divertido?

—Nada. Ya lo verás… —ha susurrado para sí.

«Ya deberías saberlo, vieja puta, es hora de que te retires —me he dicho—. ¡Ja! ¡He ganado!».

—Puedes quedarte hasta que vuelva —le he dicho cortésmente mientras cogía del brazo a Eguchi. Para su edad, su brazo era ancho y musculoso.

—Podemos ir allí, es un lugar barato y está bien —ha dicho Eguchi señalándome el hotel al que había ido con Arai.

Era el más barato de la zona, y parecía que Eguchi conocía bien el camino.

—¿Cuánto tiempo llevas haciendo la calle?

—Hoy es mi primer día. Me he apropiado del puesto de la Bruja Marlboro, así que espero que sigas viniendo.

—Veo que eres rápida. ¿Cómo te llamas?

—Yuri.

Hemos seguido hablando hasta subir al ascensor. Eguchi me miraba con unos ojos llenos de curiosidad. Eguchi, Yoshizaki, Arai…, todos eran iguales. Y ahora eran mis clientes. Me he puesto de muy buen humor al ver que se me daba muy bien ese negocio.

Nos han asignado la misma habitación a la que fui con Arai. Sólo han pasado unos días, pero he abierto el grifo de la bañera como si nunca hubiera estado allí y he sacado una cerveza del mini-bar y dos vasos. Eguchi me ha observado mientras hacía todo eso. No parecía muy contento.

—Deja eso ahora y ayúdame a quitarme la ropa.

—Sí, enseguida.

Al mirarlo, sorprendida, me he dado cuenta de que estaba enfadado; se había puesto rojo. Quizá iba a ser un cliente difícil. ¿Y si era peligroso? He intentado recordar la lista de hombres problemáticos de la agencia.

—¡Date prisa! —me ha gritado.

Lo he ayudado a quitarse la chaqueta tambaleándome aún por el susto. No estoy acostumbrada a hacerlo, de modo que no lo he hecho con mucha habilidad. El olor de su gomina barata era mareante. He doblado su camisa y sus pantalones gastados, y luego los he colgado en una percha. Una vez que ha estado con su camiseta holgada y sus calzoncillos amarillentos, me ha señalado los pies.

—¡Eh, te olvidas de los calcetines!

—Oh, lo siento.

Cuando le he quitado también los calcetines, Eguchi se ha quedado en ropa interior con los brazos cruzados y las piernas separadas, como si fuera el maldito rey de Siam.

—¡Venga, muévete!

Al mirarlo para saber qué era lo que quería, me ha dado una bofetada en la mejilla. Instintivamente, he intentado defenderme.

—¡No seas tan violento!

—Cállate, puta, y quítate la ropa. Desnúdate y ponte de pie en la cama.

Era un sádico. ¿Acaso le gustaban las perversiones? «Vaya suerte, la mía. He ido a dar con un tarado», me he dicho. Me he quitado la ropa temblando. Cuando ya estaba completamente desnuda, me he puesto de pie en la cama, aterrorizada. Al decirme Eguchi lo que quería, he pensado que no lo había oído bien.

—Ahora quiero ver cómo cagas.