«Quiero ganar. Quiero ganar. Quiero ganar.
»Quiero ser la número uno. Quiero que me respeten.
»Quiero llamar la atención de todo el mundo.
»Quiero que la gente diga: “Qué empleada tan extraordinaria es Kazue Sato. ¡Cómo nos alegramos de haberla contratado!”».
Pero, aunque fuera la primera, ¿quién iba a saberlo? En mi puesto no era sencillo sobresalir, porque el trabajo que hacía era difícil de cuantificar. Escribía informes y no era fácil que los demás reconocieran mi excelencia, lo que me sacaba de quicio. ¿Qué podía hacer para que en la oficina se fijaran en mí y reconocieran mis capacidades? Mis superiores afirmaban que yo había entrado en la empresa por los contactos de mi familia, y yo tenía que encontrar una forma de demostrarles que se equivocaban, una forma de demostrármelo a mí misma.
Más tarde, cuando supe que Yamamoto había superado el máximo nivel del examen de inglés del gobierno, yo también empecé a estudiar para la prueba. Después de estudiar como una loca durante todo un año, hice el examen y lo superé. Pero no era especialmente nuevo que en nuestra empresa hubiera personas con credenciales de máximo nivel; aquello seguía sin ser suficientemente bueno, así que empecé a tomar notas de trabajo y a redactar memorandos en inglés. Escribía en japonés con la sintaxis del inglés y, como consecuencia de ello, todos a mi alrededor me miraban sorprendidos. Yo estaba encantada con mi nuevo éxito.
En otra ocasión decidí escribir un artículo para el periódico. Con mis amplios conocimientos y mi facilidad para redactar, sabía que podía escribir no sólo sobre economía nacional, sino también sobre política internacional. Envié un artículo corto titulado «Lo que debería hacer Gorbachov» a la sección destinada a los lectores de un periódico nacional y, cuando lo publicaron en la edición matinal, me dirigí al trabajo de muy buen humor porque estaba segura de que todo el mundo me felicitaría por el texto. «¡Oye, he visto el periódico esta mañana! —me dirían—. ¡Tu artículo es genial!». Pero, en vez de eso, nadie en la oficina parecía haberse dado cuenta. Todos estaban ocupados con sus tareas. ¿Qué pasaba? ¿Es que ni siquiera allí había alguien que leyera la prensa? La situación me pareció increíble.
Durante el almuerzo, el director del departamento normalmente leía el periódico, así que supuse que me diría algo al respecto. Merodeé cerca de su escritorio durante la pausa del almuerzo, incapaz de comer nada. Finalmente, el director alzó la vista y me miró.
—¿Ha sido usted quien ha escrito esto, Sato? —preguntó golpeando el diario con el dedo.
Saqué pecho.
—Pues sí, he sido yo.
—Es usted una mujer muy inteligente, ¿eh?
Y eso fue todo. Todavía me acuerdo de lo decepcionada que me sentí. Debía de haber un error o, de lo contrario, únicamente se me ocurría una razón para esa indiferencia, una razón que pudiera redimirme frente a mí misma: tenían celos de mí.
Cuando ya habían pasado unos dos años desde que había entrado en la empresa, sentí la presencia de alguien cerca de mí mientras escribía un informe en inglés.
—Escribe usted inglés con tanta facilidad como si fuera nativa. ¿Estudió usted en el extranjero?
A veces, el jefe de la división de investigación se pasaba para supervisar algunos asuntos. Se había puesto a mirar por encima de mi hombro, interesado en lo que estaba escribiendo. El jefe de división se llamaba Kabano. Tenía cuarenta y tres años, un tipo apuesto que se había licenciado en una universidad mediocre, la clase de persona a la que a menudo los demás trataban con desprecio. Lo ignoré. No pensé que hubiera una razón especial para responderle. Kabano me miró —a mí, la mujer a la que sus compañeros de oficina marginaban— y me sonrió compasivamente.
—Yo conocía bien a su padre, Sato. Estaba en contabilidad cuando yo entré en la empresa y me ayudó mucho.
Alcé la vista para mirarlo. Varias personas me habían mencionado a mi padre, pero la mayoría eran seres insignificantes en la empresa. Kabano no era una excepción, pero no pude evitar sentir que, de alguna forma, intentaba denigrar a mi padre.
—Fue una pena lo de su padre, con lo joven que era, pero tener una hija tan excepcional como usted debía de hacerle muy feliz. Estoy seguro de que estaba muy orgulloso de usted.
No dije nada y volví a trabajar. A Kabano debió de sorprenderle que yo no respondiera, y se fue de la oficina de inmediato. Aquella tarde, cuando me preparaba para marcharme, un compañero de trabajo que tenía cinco años más que yo se me acercó. Era el que me había acusado de haber obtenido mi empleo por enchufe en la fiesta de la oficina.
—Sato, sé que no es asunto mío, pero me gustaría hablar con usted. ¿Tiene un momento?
Hablaba en susurros, mirando nervioso a su alrededor todo el rato.
—¿De qué se trata?
Me puse a la defensiva. Aún no lo había perdonado.
—Es un poco incómodo hablar de ello, pero creo que es mi obligación. No me parece que su actitud de antes haya sido la correcta. De hecho, creo que ha sido maleducada con el señor Kabano.
—¿De verdad? ¿Y qué me dice usted sobre su propia actitud? ¿No fue usted quien anunció a los cuatro vientos que yo había entrado en la empresa por enchufe? ¿No cree que eso también fue de mala educación?
Supongo que no esperaba que le soltara eso, porque su rostro se ensombreció.
—Si la ofendí, por favor, acháquelo al alcohol. Me disculpo si herí sus sentimientos, no fue mi intención pero, dado que forma usted parte de la familia de la corporación G, imaginé que se lo tomaría como un cumplido y no como un insulto. Eso era lo que el señor Kabano intentaba expresar antes, y ésa es la razón por la que pienso que su actitud ha sido maleducada. En una familia como la nuestra, todo el mundo apoya y anima a los demás. Ésa es nuestra forma de ser, y haría usted bien en reconocerlo. Enfurruñarse por una ofensa imaginaria es contraproducente.
—Puede pensar usted lo que le venga en gana, pero yo entré en esta empresa por mis propios méritos. Por descontado, quería seguir los pasos de mi padre, pero el puesto me lo gané yo sola. Estoy muy orgullosa de mi padre, obviamente, pero empiezo a estar harta de que me hablen de él.
Mi compañero se cruzó de brazos.
—¿Cree de verdad que fue gracias a sus propios méritos?
Cuando lo oí decir eso, estuve a punto de echarme a llorar de rabia.
—¡Si no me cree, compruébelo usted mismo! Y deje ya lo de los enchufes, ya he tenido bastante.
—No, no me refiero a eso —prosiguió—. Yo entré en la empresa por enchufe: mi tío trabajaba aquí. Ahora ya se ha jubilado. No me importa si la gente dice que estoy en la empresa por enchufe o no, sólo le agradezco a mi tío que me ayudara. Así funciona el ámbito corporativo en Japón.
—Creo que se equivoca usted.
—Eso lo dice porque no conoce en absoluto el mundo de los hombres.
Dijo esto como última réplica, giró sobre sí mismo y se marchó. Yo estaba tan enfadada que pensaba que iba a explotar. «¡El mundo de los hombres!». Los hombres te salen con eso cuando les conviene, hacen alianzas entre sí y excluyen a las mujeres según sus intereses. Si se suponía que la empresa Arquitectura e Ingeniería G era una gran familia, también se debería incluir a las mujeres en esas alianzas. Todos cuantos me rodeaban eran enemigos, me sentía desterrada en el desierto. De repente oí a Yamamoto hablarle a alguien en susurros.
—Vale, nos encontramos delante del cine.
Colgó deprisa, antes de que nadie pudiera saber que estaba haciendo una llamada personal, y luego miró en derredor. Parecía radiante de felicidad. Sin duda alguna, iba a encontrarse con un hombre. «Es importante hacer alianzas fuertes y aprovecharte de las que sean negativas», eso era lo que mi veterano compañero había dicho. Si eso era así, las mejores alianzas que podía hacer una mujer eran con hombres. Yamamoto ya no podría aguantar allí durante mucho más tiempo, probablemente porque tenía a un hombre. Volví a mi escritorio sintiéndome abatida, me desplomé en la silla y apoyé la cabeza sobre la mesa.
—Me voy —dijo Yamamoto mientras se dirigía hacia la puerta. Acababa de pintarse los labios de rojo y todo su cuerpo exudaba alegría. Yo me levanté de un salto y la seguí.
El hombre que la esperaba delante del cine llevaba la ropa propia de un estudiante recién licenciado: vaqueros, chaqueta y zapatillas deportivas. En su cara no había nada que destacara especialmente, y su aspecto general era ordinario. Pero allí estaba Yamamoto, saludándolo como si fuera la mujer más feliz de la tierra. Los dos se metieron en el cine. ¿Qué diablos…? Había dado por supuesto que el novio de Yamamoto sería increíblemente guapo y me decepcionó mucho ver que era lo contrario a lo que había imaginado.
Una vez que hubieron entrado, me quedé sola en la calle, delante del cine, y mi corazón empezó a galopar. Pequeñas serpientes negras comenzaron a enroscarse en mi corazón: primero una, luego dos, luego tres y al final cuatro y, cuanto más intentaba ahuyentarlas, más acudían. En poco tiempo, sentí que mi corazón no era más que una masa negra y retorcida, y la sensación era tan opresiva que deseaba echar a correr.
Yamamoto tenía lo que yo nunca iba a conseguir. Y no sólo ella. Las ayudantes que se mofaban de mí porque no podía hacer mi trabajo, los hombres cuya mala educación no tenía límites, los viejos marginales como Kabano…, todos ellos tenían la capacidad de socializar con los demás: amigos, amantes, alguien a quien pudieran abrirle el corazón, con quien poder conversar, alguien a quien anhelaban ver una vez que acababan el trabajo. Tenían a personas fuera de la oficina que les hacían sentirse felices.
La brisa de mayo era fresca y agradable. El sol poniéndose teñía de naranja la arboleda del parque Hibiya. Aun así, la depresión que me embargaba no se disipaba. Las víboras negras se enredaban, se retorcían y se multiplicaban, colgando de los extremos de mi corazón, y al final lo desbordaban. «¿Por qué sólo yo? ¿Por qué sólo yo?», seguí preguntándome mientras me abría paso en la brisa, camino de Ginza, con la espalda encorvada por el esfuerzo. Cuando volviera a mi casa lúgubre y solitaria, la única persona que habría allí para darme la bienvenida sería mi madre. Eso era lo único de lo que tenía que preocuparme. Pensar que debía volver al trabajo al día siguiente me deprimía tanto que no podía soportarlo. Mi decepción y mi irritación alimentaban a las víboras que anidaban en mi corazón.
La vida que llevaba no era muy diferente de la de un hombre de mediana edad. Iba a trabajar y luego regresaba a casa. La única razón de mi existencia era llevar un cheque a casa. Ganara lo que ganase, todo se destinaba a cubrir los gastos del hogar. Primero, mi madre ingresaba el cheque en el banco, luego compraba comida barata, pagaba los costes escolares de mi hermana y el alquiler. Incluso se encargaba de darme una mediocre asignación. Si yo me fuera a cualquier parte y no volviera nunca, mi madre, que ya había gastado la mayor parte de los ahorros, estaría perdida. No tenía escapatoria. Iba a tener que seguir cuidando de ella hasta que muriera. ¿Acaso no eran esas responsabilidades las mismas que las de un hombre? Entonces sólo tenía veinticinco años, pero ya cargaba con el peso de una familia, e iba a tener que hacerlo para siempre.
No obstante, los hombres tienen placeres secretos de los que pueden disfrutar. Se escapan con sus colegas para beber, tontean con otras mujeres y tienen sus historias secretas. Fuera del trabajo, yo no tenía nada, y ni siquiera disfrutaba de éste porque mis compañeros no me consideraban la mejor; Yamamoto poseía ese título. No tenía amigos en la empresa. Y cuando recordaba los tiempos del instituto, no se me ocurría nadie a quien pudiera llamar amigo. ¡Nadie! Las víboras de mi corazón se retorcían mientras susurraban sus burlas. Me abrumaban tanto la soledad y la desesperación que me detuve allí mismo, en las calles de Ginza, y me eché a llorar. Las víboras siseaban y aullaban.
«Que alguien me hable, que alguien me llame. Por favor, por favor, os lo suplico, que alguien me diga algo amable.
»Decidme que soy guapa, decidme que soy dulce.
»Invitadme a tomar café, o a algo más…
»Decidme que queréis pasar el día conmigo y sólo conmigo».
Mientras seguía caminando por las calles de Ginza, miraba deliberadamente a los ojos de los hombres con los que me cruzaba, suplicándoles en silencio. Pero todos los que me miraban por casualidad enseguida apartaban la vista, molestos. No querían tener nada que ver conmigo.
Abandoné la avenida principal y tomé una calle adyacente. Las mujeres que parecían trabajar como chicas de compañía pasaban por mi lado rozándome, con los rostros cubiertos de maquillaje y desprendiendo un olor perfumado. Ellas también evitaban mirarme, dando por supuesto que había llegado por accidente a su terreno. Sólo tenían ojos para los hombres, para sus clientes potenciales. Pero los hombres que merodeaban por allí eran iguales que los que trabajaban en mi empresa, eran iguales que yo. Las víboras se retorcían y escupían a las mujeres. Una de ellas, que estaba delante de un club, me miró largo y tendido. Parecía rondar los cuarenta y vestía un quimono dorado y gris, y un obi color burdeos. Llevaba el cabello negro azabache recogido en un moño. Me miró con desconfianza.
Las víboras de mi corazón abordaron a la mujer: «¿Qué estás mirando?», y, al hacerlo, la mujer empezó a echarles un sermón. «Eres una aficionada, un adefesio que no pinta nada aquí. Largo. No sabes de qué va esto, ¿verdad, princesita patética? Éstos son bares para hombres de empresa, y lo que ocurre aquí es lo mismo que ocurre en una empresa. Ambos son mundos de hombres: hechos exclusivamente para el hombre».
Me encogí de hombros.
Las mujeres que pulen sus capacidades y capturan a los hombres son las más astutas. La mujer del quimono me miró de arriba abajo, sin impresionarse lo más mínimo por mi apariencia. Resopló burlona. «No tienes nada que hacer. ¿Dónde has dejado tu feminidad?».
Yo no había dejado nada. «Si me comparas con una mujer como tú, supongo que parezco bastante mediocre. Sin embargo, soy capaz de tener un trabajo de verdad. Has de saber que me licencié en la Universidad Q y que trabajo para la corporación G.»
«Eso no vale nada —imaginé que me respondía—. Como mujer, estás por debajo de la media. Nunca serías capaz de conseguir trabajo en Ginza».
«Por debajo de la media». Por debajo del cincuenta por ciento en una escala estándar. Nadie iba a quererme. Y ese pensamiento casi me volvió loca. Qué terrible es estar por debajo de la media.
«Quiero ganar. Quiero ganar. Quiero ganar. Quiero ser la número uno. Quiero que la gente diga: “Qué gran mujer, qué suerte haberla conocido”».
Las víboras de mi corazón continuaban silbando.
Entonces divisé una larga limusina. Los cristales ahumados impedían ver qué había dentro y, mientras las personas que bajaban por la calle se detenían para ver pasar el vehículo, la limusina, casi demasiado grande para aquella callejuela estrecha, giró en la esquina y se paró frente a un elegante establecimiento. El conductor salió y abrió la puerta de atrás. Un hombre de unos cuarenta años, con aspecto de empresario y un traje cruzado, bajó acompañado de una mujer. Las chicas de alterne, los camareros y todos los que pasaban por la calle repararon en ella, impresionados por su excepcional belleza. Llevaba un vestido de noche negro reluciente, tenía la piel pálida, los labios pintados de rojo y el cabello largo, castaño claro, ondulado.
—¡Yuriko!
La llamé sin pensarlo. Allí estaba, en carne y hueso, mi rival en asuntos de amor del instituto, la encarnación de la libido. No tenía necesidad de comportarse correctamente o de estudiar: era una mujer que había nacido únicamente para el sexo. Yuriko me oyó y se volvió. Me miró un momento, luego se volvió de nuevo hacia el hombre y lo cogió del brazo sin decir palabra. «¡Soy Kazue Sato! Lo sabes de sobra, así que, ¿por qué finges no conocerme?». Enfadada, me mordí los labios.
—¿La conoces? —me preguntó de repente la mujer vestida con el quimono.
Durante todo ese tiempo había mantenido una conversación imaginaria con ella, de manera que me cogió por sorpresa cuando se dirigió a mí. Su voz era sorprendentemente joven y amable.
—Íbamos juntas al instituto. Yo era buena amiga de su hermana mayor.
—Estás de broma; su hermana mayor también debe de ser una belleza.
La mujer apenas conseguía ocultar su admiración. Respondí enseguida: no, su hermana era una perra. No se parecían en nada.
Dejé a la mujer del quimono allí, sorprendida, y me apresuré en llegar a casa. Empezaba a dolerme el estómago, supongo que a causa de haber visto a Yuriko y por saber lo humillada que se sentiría su hermana mayor si supiera a qué se dedicaba. Saber eso me liberó de mi propia miseria. ¡Existía otra mujer incluso más patética que yo! La hermana mayor de Yuriko no estaba tan dotada intelectualmente como yo, apestaba a pobreza y nunca sería capaz de conseguir un trabajo en una empresa de primer nivel como la mía. Al menos era mejor que ella, me dije, apaciguando mi desesperación. Sólo había sido necesario un incidente insignificante como aquél para que las víboras de mi corazón desaparecieran. Aquella noche me liberé de una ansiedad que pensaba que me iba a acosar siempre, pero todavía temía que las víboras volvieran a torturarme, un presentimiento que aún me parecía muy real.
No tengo muchos recuerdos de la infancia y, los que tengo, preferiría olvidarlos. Mirándome al espejo del baño, no puedo evitar recordar momentos desagradables del pasado. Ahora tengo treinta y siete años, aunque todavía conservo un aspecto juvenil. Hago dieta, de modo que estoy delgada y aún puedo llevar una talla dos, pero dentro de tres años tendré cuarenta, y eso me aterroriza. Cuando una mujer cumple cuarenta se convierte básicamente en una vieja bruja. Al cumplir treinta creí que ya iba de capa caída, pero no era nada comparado con cumplir cuarenta. A los treinta aún hay esperanza en el futuro. Por esperanza me refiero a que esperaba que me seleccionaran finalmente para algo importante en el trabajo, algo que certificara mi éxito, o que conocería al señor Perfecto, o algo igual de ridículo. Ahora no pierdo el tiempo con ideas semejantes.
Siempre me turba cambiar de década, como cuando me tambaleaba entre los diecinueve y los veinte o entre los veintinueve y los treinta.
Empecé a prostituirme cuando cumplí treinta. Me molestaba no tener experiencia pero, cuando dije que era virgen, enseguida apareció un cliente sólo porque sentía curiosidad. Sin embargo, no me gusta recordar ese momento. En aquella época pensaba que nunca llegaría a los cincuenta, incluso dudaba de si viviría hasta los cuarenta. En cualquier caso, pensaba que era mejor morir que convertirse en una vieja bruja. Exacto. Prefiero morir; la vida no tiene sentido para una vieja.
—¿Te apetece una cerveza? —oí que mi cliente me decía desde la otra habitación.
Estaba en la ducha lavándome cada rincón, lavando todo el sudor, la saliva y el semen que había en mi cuerpo, los fluidos de un desconocido. Aun así, el cliente de aquella noche no fue especialmente malo. Tenía cincuenta largos, y por su atuendo y su educación diría que trabajaba en una empresa respetable. Era amable, y me estaba ofreciendo una cerveza. Era mi primer cliente.
Desde la perspectiva de un hombre que está en la cincuentena, yo debía de parecer joven aunque tuviera treinta. Si los clientes iban a ser siempre como él, estaría contenta. Podría seguir con ese trabajo incluso después de los cuarenta. Me envolví con la toalla y regresé a la habitación. El hombre estaba sentado en ropa interior fumando un cigarrillo mientras me esperaba.
—Tómate una cerveza, aún nos queda tiempo.
Se lo veía relajado y eso me tranquilizó. Si hubiera sido más joven, habría querido hacerlo una y otra vez.
—Gracias. —Usé ambas manos para llevarme el vaso a los labios, y los ojos del hombre se estrecharon al sonreír.
—Tienes buena educación. Deben de haberte educado para ser una joven distinguida. Dime, ¿por qué haces esto?
—No sé… —Me hizo sentir bien que me dijera que tenía buena educación, así que le sonreí cortésmente—. Supongo que en algún momento me aburrí de ir y volver del trabajo, día sí, día también. Quería un poco de aventura en mi vida, y en un trabajo como éste una mujer puede encontrarse con todo tipo de personas que de otro modo no conocería nunca. Supongo que así puedo saber un poco más sobre el mundo.
¿Lo hacía por vivir una aventura? ¡Por favor, ésa debía de ser la historia más antigua del mundo! Sin embargo, el cliente era de los que querían fantasía. Quería una mujer que le diera una historia.
—¿Aventura? —Se lo había tragado.
Vender tu cuerpo es toda una aventura. Estoy segura de que un hombre no podría hacerlo.
Sonreí con dulzura y me ajusté la peluca. Incluso cuando me ducho no me mojo la cara, y nunca me quito la peluca.
—¿Trabajas en una empresa?
—Exacto, ¡pero es un secreto!
—No diré nada, pero cuéntame más cosas. ¿De qué empresa se trata?
—Si tú me dices la tuya, yo te diré la mía.
Hice cuanto pude para hacer perdurar la intriga. Si jugaba bien mis cartas, volvería a requerir mis servicios o, al menos, eso era lo que esperaba.
—Trato hecho. Me avergüenza un poco decirlo, pero doy clases en la universidad. Soy profesor.
Era evidente que estaba orgulloso de lo que hacía y de quien era. Estaba decidida a conseguir un poco más de información, lo consideraba un reto.
—¿En serio? ¿En qué universidad?
—Te daré mi tarjeta. Si tú tienes una, me gustaría que también me la dieras.
Así que, desnudos, intercambiamos nuestras tarjetas. El nombre de mi cliente era Yasuyuki Yoshizaki. Era profesor de derecho en una universidad de tercera categoría en la prefectura de Chiba. Leyó mi tarjeta respetuosamente tras ponerse unas gafas de lectura.
—¡Vaya, esto es increíble! Así que eres subdirectora del departamento de investigación en Arquitectura e Ingeniería G. Vaya, vaya, qué mujer tan distinguida. Tu trabajo debe de conllevar una responsabilidad considerable.
—Bueno, no es para tanto. Investigo y escribo informes sobre los factores económicos que afectan al mercado de la construcción.
—Pues estamos casi en la misma línea de trabajo. ¿Has ido a una escuela de posgrado?
Los ojos de Yoshizaki revelaban miedo y curiosidad al mismo tiempo. Yo estaba determinada a aprovecharme de su entusiasmo.
—Oh, no. Después de licenciarme en la Facultad de Economía de la Universidad Q no seguí estudiando. ¡El posgrado era demasiado para mí!
—¿Te licenciaste en la Universidad Q y trabajas como prostituta? ¡Vaya, es la primera vez que veo algo así! Estoy impresionado.
Claramente entusiasmado, me llenó el vaso de cerveza.
—Espero que volvamos a vernos. Brindemos por nuestro próximo encuentro.
Juntamos los vasos. «Estoy deseando que llegue el momento», dije. Mientras leía su nombre en la tarjeta, le pregunté:
—Profesor, ¿puedo llamarte al despacho? Me gustaría encontrarme contigo sin tener que pasar por la agencia de contactos. Si lo hago a través de ellos se llevan una comisión y yo gano menos. Si no te importa, ¿podrías darme tu número de móvil?
—Oh, no tengo teléfono móvil. Pero puedes llamarme al despacho. Si les dices que eres Sato, de la Universidad Q, ya sabré quién eres. O podrías decir que eres Sato, de la corporación G. Eso también estaría bien. ¡Mi ayudante nunca sospechará que una licenciada de la Universidad Q sea prostituta!
Yoshizaki soltó una risa ahogada. Los doctores y los profesores eran los más lascivos de todos. Por lo que sabía de su mundo, la mayoría de los hombres tenían muy poca dignidad, y aquellos que ocupaban puestos de autoridad eran todos idiotas. Cuando recuerdo la angustia que una vez sentí por estar en la cumbre de ese mundo, me río tanto que al final me duelen las mandíbulas.
Al salir del hotel, Yoshizaki echó a andar por la calle, a mi lado, como si no tuviera intención de separarse de mí. Aunque a mí no me importó, al contrario, hizo que mi corazón latiera de entusiasmo. Sin duda eso demostraba que iba a ser uno de mis clientes habituales. Íbamos a poder vernos sin la intermediación de la agencia, lo cual era la forma ideal de ganar dinero en ese negocio. Aunque éramos las mujeres las que vendíamos nuestro cuerpo para ganar dinero, era imposible hacerlo solas, y no había nada más peligroso que intentar conseguir tus propios clientes en la calle. Pero Yoshizaki era diferente. Era un afable profesor universitario que parecía realmente interesado en mí. Confiaba en que se convirtiera en un buen cliente.
Tarareé alegremente mientras paseaba con Yoshizaki y me olvidé del frío recibimiento que me iban a dispensar en la agencia, de la hostilidad de la Trenza, de la forma en que me ignoraban mis compañeros de trabajo, de la pesada de mi madre, incluso me olvidé del miedo de hacerme vieja y fea. Un sentimiento de victoria hacía que me ruborizara. El futuro resplandecía, me esperaban cosas buenas. Hacía mucho tiempo que no albergaba ese sentimiento de optimismo y, por primera vez desde que había empezado en la agencia de contactos a los treinta años, mi posición como ejecutiva era valorada, se me festejaba y estaba solicitada.
Tomé a Yoshizaki del brazo, él sonrió y me miró.
—Vaya, vaya, parecemos una pareja de enamorados.
—¿Quiere ser usted mi amante, profesor?
Las parejas jóvenes con las que nos cruzábamos se volvían para mirarnos y cuchicheaban. «Ya sois un poco mayores para eso, ¿no creéis?», parecían decir. Pero a mí no me importaba un comino lo que pensaran y no les presté la más mínima atención. Yoshizaki, en cambio, me apartó el brazo con aire confundido.
—Esto no da buena impresión. Eres lo bastante joven para parecer una de mis alumnas, y un desliz como ése podría costarme el cargo. Seamos un poco más discretos, ¿te parece?
—Lo siento mucho.
Me disculpé educadamente por haberle causado molestias, pero Yoshizaki movió la mano de manera tímida frente a su cara y añadió:
—No, no me malinterpretes. No te estoy rechazando.
—Lo sé.
Aun así, no dejaba de parecer disgustado, y miraba nervioso a su alrededor. Cuando se acercó un taxi, lo detuvo.
—Iré en taxi el resto del camino —dijo mientras subía.
—¿Volveremos a vernos, profesor?
—La semana que viene. Llámame y di que eres Sato, de la Universidad Q. Espero que entiendas mi postura.
Lo dijo de un modo algo arrogante, pero no me importó. Estaba feliz porque Yoshizaki había reconocido mi talento, mi superioridad. Qué suerte que nos hubiéramos conocido.
Mientras subía por la cuesta de la avenida de Dogenzaka, me volví para mirar la estación de Shibuya. La calle ascendía describiendo una suave curva. Eran ya más de las doce de la noche y soplaba un viento fuerte para ser octubre que hacía ondear el dobladillo de mi gabardina Burberry. De día llevaba una armadura; de noche, una capa larga y suelta, como la de Superman. De día era ejecutiva; de noche, un prostituta. Era capaz de usar tanto mi cerebro como mi cuerpo para ganar dinero. ¡Ja!
Entre los árboles de la avenida vi parpadear las luces traseras de un taxi mientras subía la cuesta. Si me hubiese dado prisa, podría haberlo cogido, pensé. Esa noche me sentía preciosa, llena de vida. Bajé por una calle estrecha llena de tiendecitas. Quizá me encontrara con alguien conocido. Esa noche en especial quería que mis compañeros de empresa pudieran ver un poco de mi otro yo.
—Parece que lo estás pasando bien —me dijo un ejecutivo que debía de rondar la cincuentena mientras entornaba los ojos como si en el cielo brillara una luz cegadora.
Vestía un traje gris, y sus zapatos cubiertos de polvo eran viejos y estaban deformados. Llevaba la chaqueta abierta y la manga le cubría la mano debido a una pesada bolsa negra que le colgaba del hombro. Dentro de la misma podía verse una revista de hombres. Tenía el cabello casi blanco por completo y su piel tenía un tono gris, descolorido, como si hubiera padecido una enfermedad hepática. Era como uno de esos hombres que despliegan las páginas de un periódico deportivo en un tren abarrotado, indiferentes a la incomodidad que causan a los demás; la clase de hombre que siempre anda mal de dinero. En cualquier caso, no parecía que tuviera un empleo en una empresa prestigiosa como la mía. Le sonreí dulcemente porque pocos hombres se fijaban en mí por la calle, ni siquiera cuando yo me dirigía a ellos primero.
—¿Vas de camino a casa? —me preguntó con timidez. Tenía un acento particular; sin duda, no era de la ciudad.
—Sí —asentí.
—Bueno, ¿te gustaría tomar una taza de té conmigo o cualquier otra cosa?
Estaba claro que no le interesaba ni la comida ni la bebida. ¿Cuáles eran sus intenciones?, me preguntaba. ¿Quería acostarse conmigo? ¿Ya sabía que yo era prostituta?
—Eso estaría bien.
¡Ya había conseguido a otro cliente! Mi corazón se estremeció de entusiasmo. Y lo había encontrado justo después de dejar a Yoshizaki. Debía intentar no perderlo; era mi noche de suerte.
El tipo bajó la vista, nervioso. No estaba acostumbrado a tratar con mujeres. Se podía ver que tenía miedo de lo que pudiera ocurrir, y decidí volver a mi yo anterior. Cuando al principio empecé en el negocio del agua —es decir, la prostitución—, a mí me ocurría lo mismo. No sabía qué iban a querer los hombres, y eso me angustiaba. Sin embargo, ahora ya lo sé. No, no es verdad; sigo sin saberlo. Perpleja, tomé al hombre del brazo. A él no pareció gustarle tanto como a Yoshizaki antes y se apartó instintivamente. El vendedor ambulante que estaba delante del cabaret me miró y se rió. «Parece que has encontrado una presa fácil, ¿eh, nena?». «Vaya que sí», pensé mientras miraba al vendedor llena de confianza. Me lo estaba pasando bien.
—¿Adónde quieres ir?
—¿Qué te parece a un hotel?
Al hombre le sorprendió que fuera tan directa.
—No sé. No tengo tanto dinero. Sólo quería sentarme en algún lugar a charlar con una mujer, y justo entonces te he visto pasar. No sabía que eras esa clase de mujer.
—A ver, ¿cuánto puedes pagar?
Avergonzado, el hombre contestó en un tono bajo y tímido:
—Bueno, si he de pagar la habitación, más o menos unos quince mil yenes.
—Podemos encontrar un hotel barato, hay algunos que sólo cobran tres mil yenes, y yo te cobraré quince mil.
—En ese caso, creo que podremos arreglárnoslas…
Cuando vi que asentía, empecé a dirigirme hacia un hotel y él me siguió. Llevaba el hombro derecho algo caído a causa del peso de la bolsa que cargaba. Era un tipo bastante desaliñado, sin duda no era un portento. Pero había sido él quien me había abordado, así que debía tratarlo como a un rey. Me volví y le pregunté:
—¿Qué edad tienes?
—Cincuenta y siete.
—Pareces más joven, pensé que rondarías los cincuenta.
Yoshizaki habría valorado mi cumplido, pero aquel hombre se limitó a fruncir el ceño. No tardamos mucho en llegar al hotel del amor. Estaba cerca de la estación de Shinsen, justo en el límite de Maruyama-cho. Cuando se lo mostré, no logró ocultar su incomodidad. Supongo que se arrepentía de haber ido allí conmigo, así que lo miré con recelo. ¿Y si se retractaba? Necesitaba decirle algo para que se quedara, pensé, sorprendida por mi propia temeridad. Estaba acostumbrada a que la agencia se ocupara de todo eso.
Cuando llegamos a la entrada del hotel, él sacó la cartera. Vi que sólo llevaba diez mil yenes encima.
—No te preocupes por eso ahora —le dije—. Ya me pagarás luego.
—Ah, está bien.
El tipo, nervioso, volvió a guardarse la cartera en el bolsillo. Parecía que no hubiera ido nunca antes a un hotel del amor. Debía ocurrírseme una forma de hacer de él un cliente habitual. No era el cliente ideal, pero si conseguía que hombres como él y Yoshizaki me frecuentaran, no tendría necesidad de depender de la agencia, y ésa parecía la única manera de salir de la rutina, mi única defensa contra los achaques de la edad. Cogimos la habitación más pequeña disponible, que estaba en la tercera planta, y subimos en el ascensor, tan pequeño que parecía que sólo podía llevar a una persona cada vez.
—Charlemos un rato en la habitación, ¿de acuerdo? Seguramente no te has dado cuenta, pero yo trabajo como ejecutiva en una empresa.
El hombre me miró sorprendido. Estaba claro que lo mortificaba el hecho de haber caído en manos de una prostituta. Se puso rojo.
—Sí que me he dado cuenta —repuso—. Cuando lleguemos a la habitación te daré mi tarjeta y hablamos sobre ello, ¿vale?
—Claro, eso estaría bien.
La habitación era pequeña y estaba sucia, y la cama doble ocupaba casi todo el espacio. La cortina de papel shoji que cubría la ventana estaba agujereada en varios lugares, y la moqueta estaba salpicada de manchas. El hombre dejó caer la bolsa y suspiró. Se quitó los zapatos y me percaté de que sus calcetines olían mal.
—¿Este sitio cuesta tres mil yenes?
—Es lo mejor que he podido conseguir. Es el lugar más barato de Maruyama-cho.
—Bueno, pues gracias.
—¿Te apetece una cerveza?
Él sonrió y yo saqué una cerveza del mini-bar. La serví en dos vasos y brindamos. Él bebía a pequeños sorbos, casi como si diera lengüetazos a la cerveza.
—¿A qué te dedicas? ¿Te importaría darme tu tarjeta?
El hombre vaciló un momento y a continuación sacó un tarjetero arrugado del bolsillo del traje. «Wakao Arai, subdirector de Operaciones, Chisen Gold Chemicals, Incorporated». La empresa estaba ubicada en Meguro, decía. Nunca había oído hablar de ella. Arai señaló con un dedo huesudo el nombre de la compañía.
—Vendemos productos químicos al por mayor. La empresa tiene su sede en la prefectura de Toyama, así que supongo que no te suena.
Le di mi tarjeta con una exageración engreída. Una expresión de sorpresa se instaló en su cara.
—Perdóname si soy maleducado por preguntar, pero ¿por qué haces esto si tienes un empleo tan bueno?
—¿Por qué? —Le di un trago a la cerveza—. En la empresa todo el mundo me ignora.
Había dejado traslucir algunos de mis verdaderos sentimientos. Tenía treinta años y cargaba tanta tensión sobre mi espalda que pensaba que iba a derrumbarme. Al cumplir los veintinueve me trasladaron a otro centro de investigación. Yamamoto, mi rival, trabajó allí durante cuatro años y luego lo dejó para casarse, lo que hizo que ya sólo quedáramos cuatro de las mujeres que habían empezado conmigo. Una de ellas estaba en publicidad, la otra, en asuntos generales, y las otras dos, en ingeniería, donde se ocupaban de la planificación de arquitectura. A los treinta y tres, volví a la oficina de investigación, pero allí ya no quedaba ni una sola persona interesante.
A todos los hombres con los que había empezado en la empresa hacía tiempo que los habían ascendido a un cargo mejor en la administración interna, donde las mujeres no tenían cabida. A las ayudantes de la oficina resultaba evidente que no les caía bien, y las licenciadas que habían entrado en la compañía más tarde que yo ya habían pasado por delante de mí. En pocas palabras, había perdido el tren, había pasado del grupo de los triunfadores al de los perdedores. ¿Por qué me había ocurrido eso? Porque ya no era joven, y porque era mujer. Estaba envejeciendo y tenía una mierda de trabajo.
—Para mí eso se ha acabado. Y siento ganas de vengarme.
—¿Vengarte? ¿De quién? —Arai miró al techo—. Supongo que todos sentimos eso de vez en cuando. Todos queremos venganza, porque a todos nos han herido de una u otra forma. Lo mejor que se puede hacer es seguir como si nada tuviera importancia.
Pues yo no estaba de acuerdo. Estaba dispuesta a vengarme, a humillar a mi empresa, a burlarme de mi madre pretenciosa y a ultrajar el honor de mi hermana. Incluso aunque eso me hiriera a mí misma. Yo, que había nacido mujer, que no era capaz de vivir como una mujer; yo, cuyo mayor logro había sido entrar en el Instituto Q para Chicas. Desde entonces todo había ido de mal en peor. Eso era todo, y ésa era la razón por la que hacía lo que hacía, el motivo por el que me había hecho prostituta. Al darme cuenta de ello, rompí a reír.
—Señor Arai, me gustaría seguir hablando de esto, así que me encantaría que volviéramos a vernos. Quince mil yenes estará bien. Podemos encontrarnos aquí, beber cerveza y hablar. ¿Qué te parece? Y si el dinero supone un problema, yo pagaré la cerveza y los tentempiés.
Cuando oyó que se lo pedía con tantas ganas, vi un destello de deseo en sus ojos. Era la primera señal positiva que demostraba en toda la noche. Los hombres son raros, siempre deben pensar que son ellos los que están al mando.