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30 de mayo

Shibuya: YY, 14.000 ¥

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He mirado la fotografía de mi padre que estaba encima del piano viejo y hecho polvo, la misma fotografía que utilizamos para su funeral. En ella tiene una expresión severa; está de pie, majestuoso y elegante con un traje ajustado, y detrás se ve el edificio donde trabajaba. Yo amaba a mi padre. ¿Por qué?, me pregunto. Seguramente porque me trataba como si fuera lo más importante de su vida. Me adoraba y, más que ninguna otra persona, era capaz de ver mis verdaderas capacidades. Por tanto, le dolía que hubiera nacido mujer.

—Kazue es la chica más inteligente de la familia —me decía.

—¿Qué hay de mamá?

—Cuando tu madre se casó, dejó de estudiar. Ahora ni siquiera lee el periódico.

Mi padre me susurraba esto al oído como si yo fuera su cómplice. Era domingo, y mi madre estaba en el jardín cuidando de las plantas. Yo iba al primer ciclo de secundaria por entonces y estudiaba para los exámenes de ingreso en bachillerato.

—Mamá sí lee el periódico.

—Sólo las páginas de sociedad y la programación de la tele. Ni siquiera se fija en los artículos de economía o de política, porque no los entiende. Kazue, creo que tú deberías tener un empleo en una gran empresa. Allí podrás conocer a un hombre inteligente, alguien que te estimule intelectualmente. Aunque tampoco hay necesidad de que te cases. Podrías quedarte en esta casa. Eres lo bastante brillante como para mantener una relación con cualquier hombre sin meterte en problemas.

Yo estaba convencida de que las mujeres que se casaban e iban a vivir con sus maridos acababan siendo el hazmerreír de rodo el mundo, y quería evitar eso a toda costa. Si me casaba, no me quedaba más opción que hacerlo con un hombre que fuera menos inteligente que yo para que pudiera apreciar mis capacidades. En aquella época no entendía por qué los hombres inteligentes no elegían siempre a mujeres que estuvieran a su nivel. Y, dado que mis padres no se llevaban muy bien, deduje que se debía a que mi madre no era muy inteligente y nunca había intentado mejorar. Trataba a mi padre con respeto y, frente a los demás, siempre lo colocaba en un pedestal, pero yo sabía que, en su fuero interno, lo despreciaba porque se había criado en el campo.

—Cuando tu padre se casó conmigo —me contaba—, ni siquiera sabía lo que era el queso. Al preparar el desayuno, pensaba que yo dejaba que se estropeara el queso porque olía muy fuerte, y me preguntaba qué era aquello. A mí me sorprendía que no lo supiera.

Mamá se reía cuando contaba esta historia, pero en su risa se entreveía cierto resentimiento. Mi madre había crecido en Tokio, donde su padre, su abuelo y su tatarabuelo habían sido burócratas de alto nivel o abogados. Mi padre, en cambio, venía de un pueblecito de la prefectura de Wakayama, donde tuvo que luchar mucho para poder ingresar en la Universidad de Tokio. Después de eso no le quedó más opción que emplearse en una empresa y trabajar como contable. Mi padre estaba orgulloso de usar su ingenio para alcanzar el éxito, mientras que mi madre estaba orgullosa de su estirpe.

¿Y yo? Después de licenciarme en la Universidad Q, accedí a una empresa de primer nivel. Estaba muy delgada, así que llamaba la atención de los hombres. Creía que lo tenía todo: de día me respetaban por mi intelecto y, de noche, me deseaban por mi cuerpo. ¡Me sentía como Superwoman! Siempre que pienso en ello, no importa dónde esté, se me extiende una sonrisa de oreja a oreja.

—¡Kazue, cuidado con lo que haces! ¡Estás derramando el café! —me ha dicho mi madre, enfadada.

He notado que se me caía la baba y que una mancha marrón se dispersaba por mi falda de poliéster. Mi madre ha cogido un paño y me lo ha arrojado; he intentado limpiar la mancha, pero sólo he conseguido empeorarla. Si arraigaba, no iba a haber forma de quitarla. Resignada, he cogido el periódico de encima de la mesa y lo he abierto.

—¿No te vas a cambiar? —ha preguntado mi madre sin mirarme mientras recogía los restos del desayuno de mi hermana pequeña.

Siempre le prepara el desayuno a mi hermana: tostadas, huevo frito y café. Mi hermana trabaja en una fábrica y, por regla general, debe irse al amanecer, mientras que yo tengo que estar en la oficina a las nueve y media, de modo que normalmente no debo salir de casa hasta las ocho y media.

—No, la falda es azul marino y casi no se nota.

Mi madre ha dejado escapar un suspiro especialmente sonoro, de modo que la he mirado.

—¿Qué?

—Es sólo que pienso que deberías prestar más atención a tu aspecto. ¿Cuántos días hace que llevas el mismo conjunto?

Eso me ha molestado.

—Mira, ya soy mayorcita para vestirme sola, así que ocúpate de tus cosas, ¿quieres?

Mi madre ha guardado silencio durante un rato pero luego ha vuelto a la carga.

—No quería sacar este tema ahora, pero hay algo de lo que me gustaría hablarte. Últimamente llegas a casa muy tarde. ¿Qué haces por ahí? Además, cada vez llevas más maquillaje y estás más delgada, así que me pregunto si comes bien.

—Como bien.

Me he llevado una cápsula de gimnema a la boca y la he tragado con un sorbo de café. Son pastillas adelgazantes. Provienen de elementos naturales y eliminan las células de grasa del cuerpo. Compré un bote en el colmado y, en vez de desayunar, ahora me tomo las pastillas.

—Eso no es comida, es un medicamento. Te pondrás enferma si no comes como es debido.

—Y, si me pongo enferma, no habrá nadie para traer dinero a casa, ¿verdad?

Poco a poco mi madre se ha ido convirtiendo en una desagradable anciana. Tiene el pelo ralo, y su cara —con los ojos muy separados— se parece cada vez más a la de una platija. Al oír mi pulla, ha suspirado de nuevo.

—Realmente te has convertido en un monstruo. Es aterrador. —Ha señalado los cardenales que tenía en las muñecas—. ¿Te has metido en algún lío?

—¡Oh, oh, debo irme pitando!

He mirado el reloj y me he levantado de un salto tirando el periódico sobre la mesa. Mi madre se ha tapado las orejas con las manos y me ha mirado furiosa.

—¿Acaso no te he dicho que te metas en tus asuntos? —he gritado—. Al menos podrías dejarme tranquila. Vives de lo que yo gano, ¿no? Entonces, ¿por qué piensas que puedes decirme lo que tengo que hacer?

—¿Por qué no debería?

—Porque haré lo que me dé la gana y no hay nada que tú puedas hacer al respecto.

Me he sentido mejor después de soltarle eso. Cuando entré a trabajar en la empresa en la que estaba mi padre, me sentí tan orgullosa de poder mantener a mi madre y a mi hermana que no cabía en mí de gozo. Ahora, sin embargo, se han convertido en un peso que me lastra. Mi padre murió en la bañera. Si lo hubiéramos encontrado enseguida, quizá se habría salvado, y yo, en secreto, no podía evitar culpar a mi madre. Ella estaba en casa, pero ya se había acostado, y yo no podía quitarme de la cabeza el hecho de que, de alguna forma, ella era culpable.

Después de la muerte de mi padre, mi sueldo pasó a ser el único sustento de la familia, y empecé a sentirme obligada a que ese sustento continuara. Mientras estudiaba, acepté dar todas las clases particulares que pude; me pasaba el día entero yendo de una a otra. ¿Y qué hacía mi madre mientras tanto? Se limitaba a quedarse en casa mimando sus plantas del jardín. Era como un enorme cero a la izquierda. Una inútil. La miraba con un desprecio absoluto.

—Si no te das prisa, llegarás tarde —ha dicho sin mirarme.

Sin embargo, lo que quería decir en realidad era: «Date prisa y lárgate de una vez». Me he puesto la gabardina y he cogido el bolso. Mi madre no me ha acompañado a la puerta para despedirse. Allí estaba yo, saliendo de casa para ganar el dinero que a ella le permitiría seguir viviendo allí, y ella ni siquiera se dignaba decirme adiós. Con mi padre, siempre se las arreglaba para despedirse de él.

Me he calzado los zapatos negros de tacón, que estaban llenos de polvo, y he salido. Estaba cansada y sentía las piernas pesadas. No había dormido lo suficiente. De camino a la estación me he mirado los cardenales de las muñecas. Al cliente de ayer le gustaba el sadomasoquismo y me ató con fuerza las manos. De vez en cuando me topo con esa clase de tipos, pero siempre les cobro un plus. «Si quieres perversiones, dame diez mil yenes más y yo te sigo el juego», les digo.

En el trabajo tenía tanto sueño que no podía soportarlo, así que he ido a la sala de conferencias y me he tumbado sobre la mesa para echar una cabezada. Era lo más parecido que había a una cama, así que me he estirado boca arriba y me he dormido. Al final, alguien ha abierto la puerta y me ha visto allí, tumbada sobre la mesa. Entonces me he levantado de un salto y he salido disparada de la sala. Estaba convencida de que alguien me iba a llamar la atención tarde o temprano, pero había llegado a un punto en el que ya me daba igual.

Había conseguido dormir cerca de una hora antes de volver a mi escritorio y, al pasar por delante de Kamei, la he visto cubrir con celeridad un papel. Yo sabía de qué se trataba: era una invitación a una de las reuniones sociales que algunos empleados organizaban en la empresa. Ni una sola vez me han invitado y, por descontado, nunca me informan de ellas, pero hoy tenía ganas de pasármelo bien a costa de Kamei.

—¿Qué es eso que tiene usted ahí? —he preguntado.

Kamei ha respirado profundamente para prepararse la respuesta.

—Señorita Sato, ¿le apetecería venir? Van a hacer una fiesta la semana que viene.

—¿Cuándo?

—El viernes.

He sentido cómo el aire en la oficina se congelaba: todos contenían la respiración mientras esperaban mi respuesta. He mirado al director, que estaba sentado frente al ordenador fingiendo teclear algo.

—Me temo que no puedo.

El aire ha empezado a correr de nuevo. Kamei ha asentido nerviosa.

—Oh, vaya, pues es una pena.

Kamei viste de forma llamativa. Hoy llevaba un traje pantalón hecho de algún material brillante, una blusa de color blanco vivo y un collar de oro. Su atuendo resaltaba en un ambiente conservador como el nuestro. Fuera de la oficina, sospecho que emanaba el aura propia de una «mujer trabajadora». Yo sentía un destello de superioridad cuando comparaba su doble vida con la mía.

—Señorita Sato, usted nunca ha salido con nosotros por la noche, ¿verdad?

Kamei parecía estar preparando algún tipo de ataque. Me he refugiado detrás de los montones de papeles y no he respondido. Justo cuando me estaba poniendo los tapones, he oído a Kamei disculparse por haberse extralimitado en sus funciones.

—Lo siento.

De hecho, sí había ido a una de esas celebraciones, poco después de entrar a trabajar en la empresa. Había unas cuarenta personas, si mal no recuerdo. Se encontraron en un restaurante cerca de nuestro edificio de oficinas y yo pensé que se trataba de una reunión de trabajo, así que fui. Aparte de los veteranos, había unos diez empleados nuevos y sólo dos de nosotras —otra mujer y yo— éramos licenciadas en la universidad.

En la empresa apenas había mujeres con títulos universitarios. De ciento setenta empleados nuevos, sólo siete éramos licenciadas. No había un tratamiento o una sección especial para nosotras, de modo que nos darían el mismo tipo de cargo que a los hombres con título universitario. A mí me asignaron un puesto en investigación junto con otra mujer licenciada en la Universidad de Tokio, igual que Kamei. Era talentosa y muy inteligente. Creo recordar que se llamaba Yamamoto. Después de trabajar durante poco más de cuatro años, lo dejó.

Cuando acudí a la reunión después del trabajo, vi a mis compañeros y a mis superiores emborrachándose. Lo más penoso fue comprobar cómo los empleados masculinos examinaban a las nuevas. Las que más les interesaban eran las mujeres que sólo habían hecho el primer ciclo de secundaria y tenían cargos de asistente más bajos. Entre la charla y el jaleo, me senté con la otra licenciada de la Universidad de Tokio, y las dos nos quedamos bastante perplejas. Había más mujeres, pero parecían acostumbradas a ese tipo de salidas y aullaban de risa mientras bromeaban entre sí. Al poco rato los hombres iniciaron una votación para saber cuál era la empleada más popular.

—De acuerdo, de todas las chicas que hay aquí, ¿a cuál os llevaríais en un viaje a la costa? —dijo un tipo cinco años mayor que yo.

El jefe de sección y el director de la oficina empezaron a aplaudir cuando llegó el momento de votar a su favorita y, al final, la que salió elegida fue una ayudante del departamento de diseño. Luego hicieron otra votación: «¿A quién os llevaríais a un concierto? ¿Y al parque?». Y continuaron con votaciones similares. Al final, alguien preguntó:

—¿Con quién os casaríais?

Y todo el restaurante hizo una ovación unánime a la chica dulce y discreta que trabajaba como ayudante de operaciones.

—Fíjate en ellos —me dijo la licenciada en la Universidad de Tokio.

Yo no respondí, sino que me limité a quedarme sentada, inmóvil, en el cojín fino como una galleta. Mi sueño se estaba desmoronando. Los hombres que deberían haber estado trabajando estaban, en cambio, de juerga, emborrachándose.

Luego, un tipo que había entrado en la empresa al mismo tiempo que yo dirigió la atención hacia nosotras.

—¿Qué os parece la señorita Yamamoto? —preguntó.

Los hombres que habían estado votando a las mujeres se volvieron hacia nosotras y comenzaron a hacer muecas ridículas, fingiendo miedo.

—No, la señorita Yamamoto, no. ¡Es demasiado inteligente para nosotros!

Todos rieron. Yamamoto era una mujer hermosa, de la clase a la que la mayoría de los hombres no se atreverían a acercarse. Ella los miró con frialdad y se encogió de hombros.

—Bueno, ¿y la señorita Sato? —dijo el mismo tipo de antes.

Todos los hombres de la sección de investigación me miraron con las caras rojas por el alcohol.

—No, cuidado con lo que decís sobre ella. ¡Le dieron el empleo porque tenía enchufe!

Yo creía que me habían dado el puesto por mis capacidades y porque me aplicaba en mi trabajo, pero supongo que eso no era lo que les parecía a los demás. Por primera vez me di cuenta de que la sociedad nunca iba a aprobar mi vida.