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21 de abril

GOTANDA: KT (?), 15.000 ¥

Llueve desde la mañana. He salido de trabajar a la hora de siempre y me he dirigido a la entrada de la línea de metro de Ginza de la estación Shimbashi. El hombre que iba delante de mí no paraba de volver la cabeza de manera vigorosa mientras caminaba; supongo que debía de estar buscando un taxi. El agua que rebotaba contra su paraguas salpicaba la parte delantera de mi gabardina Burberry, manchándola. He revuelto mi bolso enfadada en busca de un pañuelo, he sacado el que guardé ayer y he secado con esmero las gotas de agua. La lluvia en Shimbashi es gris y mancha todo lo que toca, y no quería tener que pagar por llevarla a la tintorería. Le he llamado la atención al hombre mientras subía al taxi: «¡Eh, gilipollas, ve con más cuidado!».

Pero al hacerlo, he recordado la manera vibrante en cómo la lluvia había rebotado de su paraguas, y eso me ha llevado a pensar en lo fuertes que son los hombres en general. Se ha apoderado de mí una sensación de deseo, a la que ha seguido otra de repugnancia. Deseo y repugnancia. Esas dos emociones contradictorias están siempre presentes cuando pienso en hombres.

La línea de Ginza. Odio el color naranja del tren. Odio el viento áspero que atraviesa los túneles. Odio el chirrido de las ruedas, el hedor. Normalmente llevo tapones para no tener que oír el ruido, pero no se puede hacer mucho para evitar el olor, y los días lluviosos es aún peor. No es sólo el olor a inmundicia. Está también el olor de la gente: a perfume y tónico capilar, aliento y edad, a periódicos deportivos, a maquillaje y a mujeres con la menstruación. La gente es lo peor. Están los desagradables hombres asalariados y las mujeres que regresan cansadas de la oficina. No soporto ni a unos ni a otros. Los únicos que me gustan son los altos cargos, pero éstos casi nunca cogen el metro. Y, aunque lo hicieran, seguro que no pasaría mucho rato hasta que algo me obligara a cambiar mi opinión sobre ellos. Aún hay otra razón por la que odio el metro: es lo que me une a mi empresa. En el momento en que bajo la escalera en dirección a la línea de Ginza, me siento como si me absorbiera el oscuro mundo subterráneo, un mundo al acecho bajo el asfalto.

Por suerte o por desgracia, he podido sentarme en Akasaka-mitsuke. He mirado de reojo los documentos que leía el hombre que estaba sentado a mi lado. ¿Trabajaba en mi mismo sector? Y, si era así, ¿hacia dónde iba? ¿En qué posición estaba su empresa? Él debe de haber sentido que lo miraba, porque ha doblado la página que leía para que yo no la viese.

En mi despacho estoy rodeada de papeles. Los montones apilados en mi escritorio forman un verdadero muro a mi alrededor, tan alto que es imposible mirar por encima de ellos. Me siento allí escondida tras el muro de papel, con los tapones en los oídos, sumida en mi trabajo. Delante de mis ojos hay un montón de páginas blancas, y a derecha e izquierda hay todavía más. Las ordeno con cuidado para que no se desmoronen, pero las pilas son más altas que mi cabeza. Me gustaría que se amontonaran suficientes papeles para que llegaran al techo y taparan los fluorescentes; mi tez, entonces, no parecería tan pálida. Hasta entonces, no me queda otro remedio que llevar pintalabios rojo cuando trabajo, es la única forma de contrarrestar mi aspecto descolorido. Luego, para equilibrar el pintalabios, debo llevar sombra de ojos azul. Dado que esto hace que resalten demasiado mis ojos y mis labios, me perfilo las cejas con un lápiz oscuro; si no lo hago, no hay equilibrio, y si las cosas no están en equilibrio, es muy difícil —por no decir imposible— vivir en este país nuestro. Por eso siento deseo y repugnancia por los hombres, y lealtad y odio por la empresa en la que trabajo. Orgullo y fobia, un verdadero lodazal, vaya. Si no hubiera suciedad, tampoco habría razones para el orgullo; si no tenemos orgullo, nos limitamos a caminar sobre el barro. No hay una cosa sin la otra, y eso es lo que un ser humano como yo necesita para sobrevivir.

Estimada señorita Sato:

Debo decirle que el ruido que usted hace es muy molesto. Por favor, intente ser más discreta cuando trabaja. Está incomodando a sus compañeros de oficina.

Esta carta estaba sobre mi escritorio cuando he llegado esta mañana. Estaba escrita con ordenador, de modo que resultaba imposible saber de quién era. La he cogido y he ido al escritorio del director del departamento mientras agitaba el papel ruidosamente.

El director se licenció en la Facultad de Economía de la Universidad de Tokio. Tiene cuarenta y seis años. Se casó con una mujer que también trabaja en la empresa, una diplomada, y tienen dos hijos. El director tiene tendencia a minimizar cualquier logro que hagan otros hombres, y a apropiarse de los éxitos que consiguen las mujeres. Hace tiempo me ordenó que revisara un informe que le había escrito. Luego se apropió de mi tesis original y la presentó como si fuera suya: «Cómo evitar los riesgos relacionados con el coste de construcción». Las apropiaciones indebidas son algo habitual en las investigaciones del director del departamento, y la única forma que tengo de que me valoren es aprendiendo a ser más astuta que él. Por esta razón, debo proteger mi espíritu, mantener las cosas en equilibrio, y enfatizar mis habilidades más admirables. Ésa es la única manera de hallar una comprensión clara del significado de las cosas. Debo mantenerme firme y concentrada.

—Disculpe, pero acabo de encontrar esta nota encima de mi escritorio. Me gustaría saber qué piensa hacer al respecto —le he dicho.

El director del departamento ha cogido sus gafas de lectura de montura plateada y se las ha puesto. Mientras leía despacio la nota, ha esbozado una sonrisa burlesca.

—¿Qué quiere que haga? Me parece más bien un asunto privado —ha respondido, escudriñando mi atuendo. Hoy llevaba una blusa de poliéster estampado, una falda ajustada azul marino y, como complemento, una larga cadena metálica.

Ayer llevé el mismo conjunto, y también el día anterior, y el otro.

—Quizá le parezca eso, pero los asuntos personales afectan el entorno laboral —he replicado.

—No lo sé.

—Pues me gustaría algún tipo de prueba de que el ruido que hago es de verdad molesto.

—¿Una prueba?

El director ha mirado perplejo en dirección a mi escritorio, repleto de pilas de papeles. Al lado estaba sentada Kikuko Kamei, con los ojos fijos en la pantalla de su ordenador y los dedos moviéndose frenéticamente sobre el teclado. Tras una pequeña rebelión el año pasado, se le facilitó un ordenador a todo el personal de la oficina que ocupaba un puesto de dirección. Obviamente, dado que soy la subdirectora del departamento, me asignaron uno, pero Kamei, una simple empleada, no tuvo su ordenador. Impertérrita, diariamente se lleva orgullosa su portátil a la oficina. También lleva un conjunto diferente todos los días. Hubo un momento en el que uno de mis superiores me dijo: «Señorita Sato, ¿por qué no viene a trabajar con un conjunto distinto todos los días como la señorita Kamei? A todos aquí nos alegraría mucho». Le respondí cortante: «¿De veras? ¿Entonces me va a subir el sueldo para que pueda comprarme un conjunto nuevo para cada día del año?».

—Señorita Kamei, lamento molestarla, pero ¿podría venir aquí un momento? —ha dicho el director.

Kamei nos ha mirado a los dos y le ha cambiado el color de la cara mientras caminaba hacia nosotros. Sus tacones altos golpeaban el piso con un ruido seco, de modo que todos los que estaban en sus escritorios han levantado la vista sorprendidos. Era evidente que hacía tanto ruido a propósito.

—¿Qué puedo hacer por usted? —ha preguntado Kamei mirándonos a uno y otro, y he podido sentir cómo se comparaba conmigo.

Kamei tiene treinta y dos años, cinco menos que yo. Son sólo cinco años pero nos separa un abismo. Se unió a la empresa después de la promulgación de las leyes de igualdad en el trabajo, se licenció en derecho por la Universidad de Tokio y es tremendamente engreída. Para colmo, lleva ropa muy llamativa, hasta el punto que he oído que se gasta la mitad del sueldo en comprársela. Todavía vive en casa de sus padres y, dado que su padre es una especie de burócrata y tiene buena salud, pues no le falta dinero. Yo, en cambio, tengo una madre que es ama de casa, y he tenido que trabajar para mantenerla a ella y a mi hermana desde que mi padre murió. ¿De dónde se supone que debo sacar el dinero para comprarme ropa?

—Quiero preguntarle algo —ha empezado el director—. ¿El ruido que hace la señorita Sato molesta a los compañeros que tiene alrededor? Me doy cuenta de que es una pregunta incómoda y me disculpo de antemano, pero su escritorio está al lado del suyo y he imaginado que lo sabría.

Tras esconder la nota que yo había recibido, el director le ha hablado a Kamei con fingida indiferencia. Ella me ha mirado y ha respirado profundamente.

—Bueno, yo estoy ocupada tecleando, así que supongo que yo misma debo de hacer mucho ruido. Me concentro en lo que hago y no me doy cuenta de ello.

—No le estoy preguntando por el ruido que usted hace, señorita Kamei. Le estoy preguntando por la señorita Sato.

—Ah. —Kamei ha simulado estar avergonzada, pero yo he entrevisto un destello de rencor bajo su máscara—. Bueno…, la señorita Sato siempre lleva tapones, de modo que no creo que sea consciente del ruido que hace. Quiero decir, son pequeñas cosas, como cuando deja su taza de café u hojea sus papeles, y supongo que también se podría decir que abre y cierra los cajones de golpe. Pero para mí eso no supone un problema. O sea, lo he dicho porque usted me lo ha preguntado.

Tras decir eso, Kamei me ha mirado.

—Lo siento —ha dicho.

—¿Es el ruido lo bastante molesto como para que le pidamos a la señorita Sato que en adelante sea más cuidadosa?

—Oh, no…, yo no quería decir… —Kamei lo ha negado todo con determinación—. Lo he dicho porque usted me ha preguntado; supongo que como mi escritorio está junto al suyo… Eso es todo. No creo que sea algo tan importante.

El director me ha mirado.

—¿Satisfecha? No creo que deba preocuparse usted por nada.

El director siempre se comporta de esa forma. Nunca asume las responsabilidades que se le presentan, sino que siempre intenta delegarlas en cualquier otro. Kamei me ha mirado desconcertada.

—Discúlpeme, señor, pero ¿por qué me ha llamado? ¿Qué tiene esto que ver conmigo? De verdad que no lo entiendo.

—Pues porque usted ha escrito esa nota, ¿no? —casi he gritado.

Kamei, asustada, ha fruncido los labios, como si no tuviera ni idea de lo que le estaba hablando. Sabe hacerse muy bien la tonta. El director se ha vuelto hacia mí y ha levantado la mano para calmar los ánimos.

—Miren, ésta es una cuestión de sensibilidades personales. Alguien con una sensibilidad muy acentuada escribió esa nota, ¿no creen? No le demos más vueltas; no hagamos una montaña de un grano de arena.

El director ha cogido el teléfono de su escritorio y ha empezado a marcar como si acabara de acordarse de algo que debía hacer. Comportándose como si no supiera qué estaba pasando, Kamei ha vuelto cabizbaja a su escritorio. Yo no soportaba la idea de regresar a mi escritorio y sentarme a su lado, de modo que he ido a buscar un café.

El tipo que trabajaba media jornada en el archivador y el ayudante de nuestra oficina ya estaban en la cocina preparando té para un regimiento. El de media jornada era un trabajador por cuenta propia, y al ayudante lo habían contratado a través de una empresa de trabajo temporal. Ambos se habían teñido el pelo de un tono cobrizo, lo llevaban corto y peinado hacia atrás. Al verme entrar, he notado que ambos se incomodaban; de modo que habían estado hablando de mí a mis espaldas… He cogido una taza limpia de la encimera.

—¿Queda algo de agua caliente? —he preguntado.

—Sí. —El de media jornada ha señalado los termos—. Acabamos de llenarlos.

Me he servido agua caliente en el café instantáneo que había comprado. Ellos han dejado de hacer lo que hacían y han empezado a observarme. Parecía que les molestara. Se me ha caído un poco de agua en la encimera, pero la he dejado ahí y he vuelto a mi escritorio. Una vez allí, Kamei me ha mirado y me ha dicho:

—Señorita Sato, por favor, no se ofenda por lo de antes. Yo también debo de hacer mucho ruido.

No he contestado y me he refugiado detrás de mi montaña de papeles. Ya llevaba cuatro tazas de café y, cada vez que acababa una, le hacía un lugar en la mesa y la dejaba allí. Todas tenían manchas de pintalabios rojo en los bordes. He pensado que las llevaría todas de golpe a la cocina cuando acabara de trabajar. Eso parecía lo más lógico. Kamei ha empezado a teclear suavemente, y el sonido se ha ido abriendo camino hasta comenzar a perforar mi cabeza. Puede que fuera guapa y que se hubiera licenciado en la Universidad de Tokio, pero no podía hacer lo que yo hacía, y eso me hacía sentir superior. ¿Qué diría si viera la caja de condones que llevaba en mi bolso? Sólo pensarlo me producía placer.

El tren del metro asciende a nivel de calle en la estación de Shibuya. Ése es el momento del día que más me gusta: subir de las profundidades a la superficie. Me proporciona un inmenso sentimiento de alivio y liberación. Ah. De allí me dirijo a las calles en penumbra y me adentro en un mundo que Kamei nunca podría pisar, un mundo en el que el tipo que trabajaba a media jornada y el ayudante temblarían de miedo, un mundo que el director no podría siquiera imaginar.

He llegado a la agencia de contactos justo antes de las siete; la oficina estaba en un pequeño apartamento propiedad del hotel, entre las tiendas de la avenida de Dogenzaka. Consistía en una pequeña cocina, un lavabo y una ducha minúscula, y una habitación de unos veinte metros cuadrados con un sofá y un televisor. El escritorio desde el que un hombre respondía llamadas estaba en un rincón, y su cabeza rubia platino asentía con aburrimiento mientras hojeaba una revista. Iba vestido como un adolescente, a pesar de que ya rondaba la treintena. Al llegar, había unas diez chicas en la sala, viendo la televisión mientras esperaban que alguien llamase. Algunas jugaban a la videoconsola o leían revistas. Esta noche ha llovido y, cuando llueve, el negocio es más flojo. Todas se estaban preparando para tener que aguardar un buen rato.

Aquí es donde dejo de ser Kazue Sato y me transformo en Yuri, mi «nombre artístico». Tomé el nombre de la Yuriko que conocí en el instituto, una chica guapa pero con muy pocas luces. Me he sentado en el suelo y he extendido el diario económico que aún no había leído sobre la mesita de cristal.

—¡Eh! ¿Quién ha dejado su paraguas mojado aquí? ¡Se están empapando los zapatos de todo el mundo! —ha gritado enfadada una mujer con una sudadera gris desaliñada y el pelo recogido en una trenza.

No llevaba maquillaje, y su cara —sin cejas— se veía esperpéntica. Aun así, cuando se maquilla es una mujer razonablemente atractiva, de modo que está muy solicitada, lo que hace que sea mandona y engreída. Me he disculpado y me he levantado porque había olvidado que el paraguas debía dejarse en el pasillo. En el momento que ha sabido que era culpa mía, la Trenza ha empezado a armar escándalo con la esperanza de que el hombre que atiende los teléfonos le prestara atención.

—Has dejado tú paraguas encima de mis zapatos y ahora están tan empapados que es imposible llevarlos. Tendrás que pagarme algo por esto, ¿no crees?

La he fulminado con la mirada, he recogido el paraguas y he salido para dejarlo en el pasillo. Había un cubo de plástico azul junto a la puerta donde todas habían dejado sus paraguas; he dejado el mío ahí también. Para vengarme, he decidido que al salir cogería otro paraguas, más grande y más bonito, como por equivocación. Al volver a la oficina, la Trenza todavía me miraba con malicia.

—No sé quién te has creído que eres, haciendo todo ese ruido con tu estúpido periódico cuando sabes que las demás estamos viendo la televisión. Y ¿por qué supones que puedes desparramar todas tus cosas por aquí? Este espacio lo usa más gente, ¿sabes? Trata de ser un poco más considerada y deja de comportarte como si fueras la única aquí. Y lo mismo digo respecto al trabajo: debes esperar tu turno.

Las chicas de allí no tenían nada que ver con Kamei: decían exactamente lo que pensaban. He asentido de mala gana, pero lo que estaba claro es que la Trenza estaba celosa de mí. Sospechaba que yo tenía una buena educación y que trabajaba en una gran empresa. «Exacto, putilla, de día tengo un trabajo decente. Me licencié en la Universidad Q y puedo escribir ensayos inteligentes y sagaces. En pocas palabras: no me parezco en absoluto a ti». En fin, al menos puedo decirme eso durante todo el día, aunque de noche, en la calle, sólo hay una cosa que le sirve a una mujer. Y, cuando ha superado los treinta y cinco, no puede más que lamentarse por el hecho de que ya la ha perdido. Las exigencias de los hombres son excesivas: quieren una mujer culta, con una educación adecuada y una cara bonita, y quieren además que tenga un carácter sumiso y apetito por el sexo. Lo quieren todo. Es difícil que alguien cumpla todas esas exigencias, y es difícil vivir en un mundo donde esas exigencias tienen prioridad. Es más, resulta ridículo esperar que alguien pueda cumplirlas. Aun así, a las mujeres no les queda otra elección más que intentar salir airosas mientras buscan unos valores redentores para sus vidas. Mi habilidad más destacable es mi capacidad para conseguir un equilibrio…, y para ganar dinero.

El teléfono ha sonado. Me he vuelto para mirar con esperanza al operador porque quería que me diera el trabajo a mí, pero ha señalado a la Trenza. Ella se ha ido al tocador de la esquina, ha sacado su estuche de maquillaje y ha empezado a aplicárselo en la cara. Las demás mujeres han seguido viendo la televisión o leyendo revistas, comportándose como si no les importara haber perdido el cliente. He empezado a comerme lo que había comprado en un colmado, fingiendo que a mí tampoco me importaba, y he seguido leyendo el periódico. La Trenza se ha dejado el pelo suelto y se ha contoneado en su vestido rojo y ajustado. Tiene las piernas rectas pero gruesas, y unas caderas muy anchas. Pedazo de cerda. He apartado la mirada; odio a la gente gorda.

Ya eran casi las diez y el teléfono aún no había vuelto a sonar. Hacía ya un rato que había regresado la Trenza. Estaba tumbada en el suelo, mirando la televisión con expresión de cansancio. En la sala se respiraba un aire de resignación. Yo me había deprimido, porque ya era muy tarde, pero, justo entonces, sonó el teléfono. Todas prestamos atención y miramos al operador. Con una mirada preocupada, puso la llamada en espera.

—Es para un domicilio particular, en un apartamento de Gotanda que no tiene baño. ¿Hay alguien que quiera ir?

Una mujer con cara de caballo, cuyo único punto a favor era su juventud, ha encendido un cigarrillo y ha dicho:

—Lo siento, pero tengo vetados a los hombres que no tienen baño en casa.

La Trenza ha abierto una bolsa de patatas y se ha mostrado de acuerdo.

—Menudo idiota. No tiene baño en su apartamento y llama a una chica de compañía.

Aquí y allá se han levantado voces enojadas que eran de la misma opinión.

—Vale, entonces supongo que tengo que decirle que no —ha dicho el operador mientras me miraba.

Pero yo me he levantado.

—Yo iré. A mí no me importa.

—¿De verdad, Yuri? Genial, ahora lo arreglo, entonces.

El operador ha parecido aliviado, pero al decirle al hombre al otro lado del teléfono que no había problema, lo he visto sonreír para sí. He notado que tal vez agradecía mi predisposición desde un punto de vista empresarial, pero desde un punto de vista personal estaba claro que me odiaba.

He sacado la polvera y me he retocado el maquillaje mientras las demás me miraban asqueadas. Sabía lo que estaban pensando: «¡Vaya, vaya, sin duda debes de visitar a muchos hombres sin baño!».

«No seáis tan aprensivas, chicas —quería decirles—. Sois demasiado finolis. Si hacéis negocios con un tipo que no tiene baño en casa, sacad provecho de la situación: entregaos menos y cobradle más por las molestias. Reíos de mí ahora si queréis, pero ya me lo diréis cuando tengáis treinta y siete. Entonces lo entenderéis». No estaba dispuesta a permitir que aquellas chicas me deprimieran.

Dentro de tres años, tendré cuarenta. Entonces dejaré de venir aquí. Tendré que hacerlo, hay una edad límite en la agencia de contactos. Si logro encontrar empleo en los hoteles, me venderé como «mujer madura»; si no, empezaré a hacer la calle y a buscar a mis propios clientes. Y si no consigo salir adelante, tendré que abandonar. Pero una vez que no tenga un trabajo nocturno que me libere de las tensiones, me parece que mi trabajo diurno también se irá al traste. Eso es lo que me da miedo, pero no puedo hacer más. Mi mayor obstáculo es mi propia inseguridad. Si no puedo mantener el equilibrio, tendré que ser más dura.

Tras entrar en el pequeño lavabo me he puesto un traje con minifalda. Lo compré en la sección de gangas de los grandes almacenes Tokyu por 8.700 yenes. Luego, me he puesto la peluca de cabello largo, que cae hasta mi cintura: Kazue Sato se estaba convirtiendo en Yuri. Me sentía como si pudiera hacer cualquier cosa en el mundo. El operador me ha dado el papelito con la dirección y el número de teléfono del cliente y he salido al pasillo, donde he buscado en el cubo el que probablemente era el elegante y largo paraguas de la Trenza, lo he cogido y me he metido en un taxi camino de Gotanda.

El apartamento estaba al lado de las vías del tren. He pagado al taxista y le he pedido un recibo. Algunas agencias de contactos disponen de vehículos propios para acompañar a las chicas a su lugar de destino, pero ése no es nuestro caso. Me reembolsarían el importe del taxi a la vuelta.

Señor Hiroshi Tanaka, apartamento 202, Mizuki Heights. He subido por la escalera exterior del edificio y he llamado a la puerta del apartamento 202.

—Gracias por venir —ha dicho el hombre que ha abierto.

Rondaba los sesenta y tenía las facciones duras de un obrero de la construcción, el rostro bronceado por el sol, el cuerpo recio. El apartamento olía a moho y a licor barato. He recorrido con la vista el interior para asegurarme de que no había más hombres. No debíamos tener estas precauciones cuando nos enviaban a un hotel del amor específico, pero en un domicilio particular era importante ir con cuidado. Por ejemplo, una chica que conozco fue a prestar un servicio a un hombre, pero luego resultó que había más; aparecieron uno detrás de otro y al final se lo hicieron los cuatro. Y, claro está, a pesar de ser cuatro, sólo pagó uno. Menuda jeta.

—No quiero parecer maleducado, pero esperaba que enviaran a alguien más joven.

Tanaka me ha mirado de arriba abajo sin el menor reparo y, decepcionado, ha dejado escapar un sonoro suspiro. Los muebles de su casa eran baratos. ¿Cómo diablos esperaba conseguir a una chica joven y atractiva viviendo de aquella forma patética? Me he vuelto para mirarlo, con la gabardina aún sobre los hombros.

—¿Ah, sí? Yo también esperaba encontrar a un cliente más joven, la verdad.

—Pues entonces supongo que el chasco nos lo hemos llevado los dos.

Resignado, Tanaka ha intentado tomárselo a risa. Mientras, yo echaba un vistazo al apartamento sin sonreír siquiera.

—En tu casa no hay baño, por lo que nadie quería venir. Si yo lo he hecho, ha sido como un gesto de amabilidad. Deberías estarme agradecido.

Mi queja ha dado en el clavo. Tanaka se ha rascado la mejilla, claramente avergonzado. Debía tomar precauciones para que no intentara escaquearse de pagar, así que lo primero que he hecho ha sido llamar a la oficina para decirle al operador que había llegado y que todo estaba en orden.

—Hola, soy Yuri. Ya he llegado.

Le he pasado el teléfono a Tanaka.

—Ya me sirve, quiero decir que no tengo nada de lo que quejarme. Supongo que no puedo esperar mucho más, al no tener baño. Pero, la próxima vez, ¿podrían enviarme a alguien más joven?

Su descaro me reventaba, pero estaba acostumbrada, así que no me he ofendido. En vez de eso, he usado mi enojo para terminar cuanto antes el trabajo. Quería conseguir el dinero y largarme de allí. Obtendría mi venganza cobrándole más de la cuenta a aquel tipo.

—¿A qué te dedicas? —le he preguntado.

—Oh, hago un poco de esto y un poco de aquello. Principalmente, a la construcción.

«Pues yo trabajo para una empresa de arquitectura, gilipollas. Soy la subdirectora del departamento de investigación y gano diez millones de yenes al año», quería gritarle. Sentía cómo la ira crecía en mi interior; eso era lo que me mantenía a flote. Despreciaba a ese hombre. Los clientes pasivos y pusilánimes suelen resultarles muy divertidos a las prostitutas.

—Ahorrémonos la charla. Te pago por horas.

Tanaka ha mirado su reloj mientras hablaba y de inmediato ha extendido un futón fino como una oblea. El edredón que ha sacado luego había estado apretujado y estaba lleno de pelusas. He sentido que mi resolución se debilitaba. Para darle de nuevo alas a mi ánimo, le he preguntado con brusquedad:

—¿Puedes lavarte aquí?

—Sí, me lavo.

Tanaka ha señalado el fregadero.

—Hace un rato me la he lavado bien, de modo que, ¿qué te parece si me la chupas un poco?

—No, no, yo sólo follo —he respondido, cortante, y he sacado un condón del bolso—. Ponte esto.

—Oye, no puedo empalmarme así de repente —ha susurrado él, incómodo.

—Pues tendrás que pagarme lo hagas o no.

—Eres una maldita puta.

Me he quitado la gabardina y la he doblado con cuidado. Todavía tenía las manchas grises en la parte delantera. Me he humedecido el dedo con saliva y he intentado borrarlas.

—Oye, ¿por qué no te quitas la ropa? Hazme un striptease.

Tanaka se ha quitado la camiseta y sus pantalones de trabajo. «Los hombres son tan cerdos», he pensado mientras miraba su pene arrugado cubierto por un montón de vello púbico blanco. Gracias a Dios que era pequeña. No me gusta que la tengan grande porque duele.

—No, yo no hago ese tipo de cosas —le he recordado amablemente—. Sólo he venido para follar.

Me he quitado deprisa la ropa interior y luego me he tumbado en el fino colchón. Tanaka me ha mirado y ha empezado a meneársela. Ya habían pasado veinte minutos, según el reloj que había dejado al lado de la cama. Faltaba una hora y diez, pero mi intención era engañarle y acabar en cincuenta minutos.

—Disculpa, ¿podrías abrirte de piernas y mirarme?

He accedido a su petición, desairada. Parecía tan sumiso y apacible que he pensado que podía ceder al menos en eso. Si era demasiado fría, tal vez me saliera el tiro por la culata y él se enfadara. Y eso podía ser peligroso. No obstante, dado que era un completo extraño, alguien a quien nunca había visto, podía permitirme actuar de un modo más insolente. Era raro. Me habían contado que una prostituta había matado a un cliente en un hotel de Ikebukuro. No fue en defensa propia, por lo que de alguna forma era inusual, aunque esas cosas ocurren de vez en cuando.

El cliente la había atado y la estaba filmando. Le puso un cuchillo delante de la cara y la amenazó con matarla, de manera que puedo imaginar perfectamente lo asustada que debía de estar. Yo aún no he tenido ninguna experiencia parecida, pero nunca sabes cuándo te vas a encontrar con un chalado. Da miedo, pero a veces deseo que me suceda algo así, mientras no me maten, claro. Tener miedo a la muerte te ayuda a reafirmar que sigues vivo.

Cuando al fin Tanaka ha tenido una erección, ha intentado ponerse el condón con desgana. Le temblaban tanto las manos que le ha llevado una eternidad. En esas situaciones, normalmente ayudo al hombre, pero aquel tipo no tenía baño en el apartamento, de modo que me he negado a tocarlo. Con el condón puesto, él se ha echado sobre mí y ha empezado a magrearme los pechos con torpeza.

—¡Me haces daño! —me he quejado.

—Lo siento, lo siento —se ha disculpado una y otra vez mientras intentaba penetrarme. Yo temía que, si no lo hacía pronto, perdería la erección. No quería tener que empezar de nuevo y ya comenzaba a ponerme de los nervios, de modo que he cogido su miembro y lo he dirigido hacia el lugar correcto hasta que, por fin, ha conseguido meterla. El tipo era mayor, así que ha tardado un rato en correrse, lo que me disgusta sobremanera. Al final, cuando ha acabado, se ha quedado tumbado a mi lado acariciándome el pelo.

—Hacía mucho tiempo que no estaba con una mujer.

—¿Y te ha gustado?

—Dios mío, follar es bueno.

«Ya, viejo chocho, pues yo lo hago todas las noches». Sin duda no quería quedarme allí charlando con él, así que me he levantado y me he vestido. Tanaka, solo y tumbado en el futón, me ha mirado con decepción.

—Quédate un rato a mi lado y hablemos de cosas guarras. ¿No forma eso parte del trato? Las putas de antes siempre lo hacían.

—¿En qué época era eso? —le he preguntado, y me he echado a reír mientras me limpiaba con unos pañuelos de papel antes de vestirme—. ¿Qué edad tienes, viejo?

—Acabo de cumplir sesenta y dos.

¡Tener que vivir una vida tan patética a esa edad! He contemplado de nuevo su apartamento desaliñado. Una habitación de doce metros cuadrados, eso era todo, y sin baño: tenía que bajar al vestíbulo para usar el retrete. Si a algo estaba decidida yo, era a no acabar mi vida así. Sin embargo, luego he pensado que si mi padre aún estuviera vivo tendría más o menos su misma edad, y me he fijado atentamente en el rostro de Tanaka, en su cabello cano, en la carne de su cuerpo que caía formando pliegues. Cuando estaba en el colegio sospechaba que padecía el complejo de Edipo, pero de eso hace mucho. Allí estaba ahora, con un hombre de la misma edad que habría tenido mi padre.

De repente, Tanaka se ha enfadado.

—No te rías de mí —ha gritado.

—No me río de ti. ¿De qué hablas?

—Sí que lo haces. Estás ahí de pie mirándome como si pensaras que soy un estúpido o algo así. Yo soy el cliente, ¿recuerdas? Tú no eres más que una maldita puta. Tú tampoco eres ninguna jovencita, ¿sabes?, y ahí de pie, desnuda…, no eres más que un saco de huesos. ¡Me pones enfermo!

—Lo siento. Ya te he dicho que no me estaba riendo de ti.

Me he apresurado a vestirme porque no tenía ni idea de lo que Tanaka podía hacer ahora que se había enfadado. Además, ésa era su casa, fácilmente podía sacar un cuchillo de cualquier cajón, o Dios sabe qué. Tenía que calmarlo, pero lo más importante era conseguir el dinero.

—¿Ya te vas? De verdad que me mosqueas.

—Llámame otro día, ¿vale? Yo tampoco estoy de humor ya. La próxima vez te lo haré mejor. Te dispensaré un trato especial.

—¿Especial? ¿Qué quieres decir?

—Sexo oral.

Tanaka ha refunfuñado mientras se ponía los calzoncillos y luego ha mirado su reloj. Todavía quedaban más de veinte minutos pero no me importaba; quería irme ya.

—Me debes veintisiete mil yenes.

—El anuncio decía veinticinco mil.

Tanaka ha cogido el anuncio para asegurarse. Debía de necesitar gafas porque ha entornado los ojos y ha hecho una mueca ridícula mientras leía.

—¿No te lo han dicho? Si no tienes baño en casa, es más caro.

—¡Pero si me he lavado! Y no te he oído quejarte al respecto.

Iba a ser una lata explicarlo todo, así que he ladeado la cabeza con repugnancia. Sólo un momento antes había tenido la polla de un extraño dentro de mí y, por tanto, quería lavarme.

¿Acaso no era algo obvio? Los hombres nunca pueden pensar en otra cosa más que en sí mismos.

—Es caro —se ha quejado Tanaka.

—Vale, de acuerdo. Te lo dejaré en veintiséis mil. ¿Qué te parece?

—Bien. Pero espera un momento. Todavía queda tiempo.

—Oh, ¿crees que puedes hacerlo otra vez antes de que pasen veinte minutos?

Tanaka ha chasqueado la lengua y luego ha cogido su cartera. Me ha dado treinta mil yenes y le he devuelto cuatro mil. Luego me he puesto con rapidez los zapatos con la esperanza de salir de allí antes de que cambiara de opinión. He salido disparada y he llamado un taxi. He subido a él y, mientras el vehículo se abría paso bajo la lluvia, he reflexionado sobre mi propio rencor. El dolor de ser tratada como un objeto y sentir este dolor convertirse en placer. Lo mejor sería que pensara en mí como una cosa, pero entonces mi vida en la empresa se volvería un incordio. Allí yo era Kazue Sato, no un objeto. Le he pedido al taxista que me dejara a cierta distancia de la agencia y el resto del camino lo he hecho andando bajo la lluvia. Eso suponía doscientos yenes menos. Además, podía conseguir que la agencia me reembolsase el doble del importe del taxi desde la casa de Tanaka.

Vi a la Bruja Marlboro en Maruyama-cho, delante de la estatua de Jizo, el budista bodhisattva, protector de los condenados al infierno y de todos aquellos que vagan entre los reinos. La llamábamos la Bruja Marlboro porque siempre llevaba una chaqueta fina con un logo blanco de Marlboro en la parte de atrás. Era muy conocida en la agencia. Debía de tener unos sesenta años, tal vez estuviera loca, y siempre estaba de pie al lado de la estatua de Jizo ofreciéndose a los hombres que pasaban por allí. Por culpa de la lluvia, tenía la chaqueta barata empapada y se le transparentaba el sujetador negro. No pasaba ni un solo hombre, pero ella estaba allí, al lado de Jizo como siempre. Parecía una especie de fantasma, y lo más probable es que tuviera que pasar en la calle hasta el día en que muriera. Una vez que ya no podías trabajar como chica de compañía en una agencia, no tenías más remedio que buscar a tus propios clientes. Mientras miraba la espalda de la Bruja Marlboro, me aterrorizó el pensamiento de que a mí me esperaba un destino similar en un futuro no muy lejano.

Eran casi las doce cuando he llegado a la agencia. La mayoría de las chicas, resignadas a que no hubiera trabajo esta noche, ya se habían ido a casa. Los únicos que quedaban eran el operador y la Trenza. Le he dado diez mil yenes al operador y he puesto otros mil en el fondo común para tentempiés, bebidas y otras cosas por el estilo. Todas las chicas que tenían clientes estaban obligadas a hacerlo y, gracias a que le he sacado mil yenes de más a Tanaka, mi contribución al fondo común no ha afectado a mi parte de los ingresos de esta noche. El operador me ha mirado enfurecido cuando me iba.

—¡Yuri! Me acaba de llamar tu cliente y me ha dicho que le has cobrado de más. Estaba muy enfadado. ¿Le has dicho que debía pagar más porque no tenía baño?

—Lo siento.

¡Menudo capullo! La fea cara de Tanaka ha aparecido frente a mis ojos y me he puesto furiosa. ¡Qué cobarde! Pero entonces le ha llegado el turno a la Trenza.

—¿Te has llevado mi paraguas? He tenido que quedarme aquí sentada a esperar que volvieras. No puedes largarte con las cosas de los demás, ¿sabes?

—Ah, lo siento, sólo lo he cogido prestado.

—¿«Ah, lo siento»? Eso no es suficiente. Lo has hecho para vengarte de mí.

«Lo siento, lo siento…». He seguido repitiendo mis disculpas vacías hasta que la Trenza se ha encogido de hombros.

—¡Ya estoy harta de esta mierda! —ha gritado mientras salía indignada de la oficina.

Yo, por mi parte, me he apresurado a recoger mis cosas para no perder el último tren. En la estación de Shibuya me he subido al convoy de las 0.28 de la línea de Inokashira en dirección a Fujimigaoka. En la estación de Meidaimae he hecho un transbordo a la línea Keio y me he bajado en Chitose-Karasuyama. Luego debería caminar aún durante diez minutos antes de llegar a casa. Ha llovido todo el día y me sentía deprimida. ¿Qué diablos estaba haciendo? De repente, me he parado bajo la lluvia. Había estado metida en la agencia toda la noche y sólo había ganado quince mil yenes. Sigo haciéndolo porque quiero ahorrar doscientos mil por semana pero, a este paso, no lo conseguiré. Necesito entre ochocientos y novecientos mil al mes, diez millones al año. Si puedo mantener ese ritmo habré ahorrado unos cien millones cuando cumpla cuarenta. Me gusta pensar en mis ahorros. Quiero alcanzar a esa cantidad, y luego podré disfrutar mirando todo lo que he ahorrado. En cierta forma, ahorrar dinero significa para mí lo mismo que antes significaba estudiar.