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Estaba decidida a acudir a la primera audiencia pública del «Caso de los asesinatos de los apartamentos», de modo que solicité un día libre en mi empleo de la oficina del distrito. ¿Os sorprende? La sala del tribunal era como cualquier otra, pero era la más grande del juzgado, y me impresionó que tuvieran que sortear las entradas por la cantidad de espectadores que querían ver el proceso: casi doscientas personas hicieron cola para tener la posibilidad de entrar. Eso puede dar cuenta de lo fascinado que estaba todo el mundo con Yuriko y con Kazue. Muchos reporteros y otras personas de los medios de comunicación acudieron a cubrir el caso, pero no permitieron la entrada a las cámaras. Al pedirle a mi jefe que me diera un día libre, frunció los labios. Sabía que se moría de ganas por preguntarme sobre el caso.

Al principio no tenía el más mínimo interés en saber si ese hombre chino llamado Zhang había asesinado realmente a Yuriko y a Kazue, y ahora sigo sintiéndome igual. Es decir, esas dos eran prostitutas callejeras, continuamente se encontraban con tipos raros y pervertidos, y tenían que saber que, si las cosas se torcían, podían acabar muertas. Y, justamente porque sabían eso, supongo, sentían que lo que hacían era muy emocionante, pasando de un cliente a otro sin saber si ese día sería el último, saliendo de casa sin estar seguras de que iban a volver. Luego, cuando acababa la noche y de hecho volvían a casa sanas y salvas, debían de sentir un gran alivio mientras contaban el dinero que habían ganado. Fuera cual fuese el peligro que hubiesen corrido, aquella noche u otras, lo almacenaban en su memoria para sacarle provecho y aprender a sobrevivir gracias a su inteligencia.

La principal razón por la que fui al tribunal fue porque había leído una copia de la deposición de Zhang que me había proporcionado el inspector Takashi. «Mis crímenes», la había titulado. Menudo relato tan ridículo y aburrido. Zhang no hablaba en él más que de temas irrelevantes: las penurias que pasó en China, todo lo que hizo su querida hermanita, y otras cosas por el estilo. Me lo salté prácticamente todo.

Pero en el informe, Zhang se refería varias veces a sí mismo como un hombre «inteligente y atractivo», e incluso una vez decía que se parecía a Takashi Kashiwabara, de modo que me entró curiosidad por saber qué clase de hombre era. Según Zhang, el día que asesinó a Yuriko, ella le dijo: «Tienes una cara bonita». Durante toda su vida, fue a Yuriko a la que alabaron por su belleza. Si ella pensó que Zhang tenía una cara hermosa, yo debía verla.

La verdad es que nunca he sido capaz de olvidar a la pequeña Yuriko, en la cabaña de la montaña, encaramada a las rodillas de Johnson. Uno de los hombres más guapos del mundo con una de las chicas más hermosas. No es de extrañar que se sintieran atraídos el uno por el otro y que no fueran capaces de separarse mientras vivieron. ¿Cómo? No, no es que esté celosa. Es sólo que parece que la belleza funciona como una brújula: la belleza atrae a la belleza, y una vez que ha habido una conexión permanece tal y como está de por vida, la aguja inmóvil, apuntando hacia la dirección contraria. Yo también soy mestiza pero, por desgracia, el cielo no me obsequió con una belleza tan espectacular. Más bien, he sabido que mi papel en la vida es observar a aquellos a los que el cielo ha bendecido.

Para el juicio, tomé prestado un libro de fisonomía y me lo llevé conmigo: quería estudiar las facciones de Zhang. Una cara redonda indica una personalidad mundana: alguien fácil de contentar, que no arma un escándalo por una nimiedad, pero que es indeciso y que pronto pierde interés en las cosas. Una cara angulosa indica que se tiene una personalidad calculadora, físicamente robusta, que odia perder y que es tan obstinada que le conlleva problemas relacionarse con los demás. Por otro lado, aquellos que tienen la cara triangular son delicados y sensibles; son físicamente frágiles y tienden hacia las actividades artísticas. Estas categorías se dividen luego en tres posiciones —superior, central e inferior—, empezando en la frente. Leyendo estas posiciones diferentes se puede determinar el futuro de alguien. Por ejemplo, yo creo que me correspondo con la «personalidad sensible». Tengo un físico delicado, me atrae la belleza y encajo en el tipo artístico, y la parte de no ser sociable me define a la perfección.

Luego tenemos los cinco rasgos principales, las áreas más importantes o definitorias del rostro: cejas, ojos, nariz, boca y orejas. Un rasgo especialmente significativo es el brillo de los ojos: cuanto más penetrante sea la mirada, más sustancial es la fuerza vital de un individuo. Una nariz con un puente alto indica una vanidad equivalente, y una boca grande sugiere agresividad y seguridad.

Si es posible predecir la personalidad y el destino de alguien con sólo observar su cara y sus atributos físicos, ¿cómo es que la bella Yuriko tuvo un final tan trágico? ¡La bella y descerebrada Yuriko! Supongo que esto sirve para demostrar que un rostro bello alberga una falta tremenda de profundidad moral.

Un inspector joven, claramente de parte de la acusación, se me acercó y me observó fijamente. Los ojos con los que me miraba, detrás de unas gafas de montura marrón, eran compasivos, como si ya me hubiera señalado como la afligida hermana de la víctima.

—Empezarán pronto. Siéntese en la primera fila a la derecha —me dijo.

Desde el principio me dispensaron un trato especial, y no tuve que hacer cola para conseguir una entrada ni tampoco para entrar. Fui directa a la parte de delante de la sala como la única pariente de Yuriko, lo que era de esperar, porque no le había dicho a mi abuelo que Yuriko había muerto. Ahora lo cuidan en la residencia de ancianos de Misosazai, donde está ausente persiguiendo los sueños del pasado, o quizá son las pesadillas del pasado las que lo persiguen a él. El presente ha desaparecido por completo de su memoria. El tiempo feliz y sencillo que pasé con él fue muy breve. Cuando ingresé en la universidad, él se trasladó a vivir con la madre de Mitsuru. A mí no me importaba si ella quería hacerse cargo de un viejo senil, pero cuando el abuelo empezó a dar señales de demencia, lo abandonó. Bueno, nada de esto importa ahora.

En cualquier momento iba empezar el proceso. Los espectadores hicieron mucho ruido al sentarse. Yo tomé asiento en la esquina de la primera fila con la cabeza baja, como correspondía a una pariente de la víctima. Con el cabello largo cayéndome sobre las mejillas, no creo que los espectadores pudieran ver mi cara.

Finalmente se abrió la puerta y apareció un hombre flanqueado por dos guardias gordos. Iba esposado y llevaba una cadena que iba de sus manos hasta su cintura: Zhang. Pero ¡un momento! ¿En qué se parecía aquel hombre a Takashi Kashiwabara? Me quedé horrorizada al observar al hombre desaliñado que tenía delante de mí. Era bajito, regordete y calvo, con la cara redonda y las cejas cortas y pobladas. Para colmo, tenía una nariz respingona. Lo más destacable era la expresión de sus ojos: estaban entornados y brillaban mientras miraba a los espectadores de un lado y de otro. Parecía desesperado, como si estuviera buscando a alguien que conociera, alguien que pudiera ayudarlo, y tenía una boca pequeña y constantemente entreabierta. Si tuviera que hacer un análisis fisonómico de la personalidad de Zhang, diría que se aburría con facilidad y que tenía dificultades para tratar con los demás porque era obstinado, aunque, a la vez, tuviera una voluntad débil. Decepcionada, dejé escapar un suspiro que se oyó en toda la sala.

Tal vez mi suspiro creó una onda en el aire que llegó hasta Zhang, porque se volvió y me miró directamente desde donde estaba sentado, tieso como un palo, en la silla del acusado. Quizá ya le habían dicho que estaría allí como pariente de Yuriko. Al devolverle la mirada, él apartó los ojos. «Tú mataste a Yuriko». Le clavé una mirada acusadora que pareció sentir, se retorció en la silla y tragó saliva de forma tan sonora que pudo oírse en toda la sala.

Bueno, lo miré con ira pero, de hecho, no lo culpaba por su crimen. ¿Cómo puedo explicar eso? Si nos comparáramos Yuriko y yo con los planetas, ella sería el que está más cerca del sol, siempre deleitándose con sus rayos; yo, en cambio, sería el que está más alejado, en la oscuridad. El planeta Yuriko siempre iba a estar allí, entre el sol y yo, engullendo sus rayos. ¿Me equivoco? Aunque conseguí entrar en el Instituto Q para Chicas para intentar escapar desesperadamente de ella, no pasó mucho tiempo antes de que ella me siguiera y yo me hundiera de nuevo en la miseria de ser la hermana mayor de Yuriko, ya que de nuevo aparecieron las comparaciones poco halagadoras. La odiaba hasta la médula de mis huesos, y luego había llegado aquel pequeño hombre patético y la había matado casi sin pestañear.

El procedimiento acabó enseguida. Volvieron a esposar y encadenar a Zhang y se lo llevaron de la sala. Yo me sentía como si me hubiera engañado un zorro y, durante un rato, fui incapaz de moverme de mi sitio.

No sé de dónde sacó el zoquete de Zhang aquella sarta de mentiras…, cosas como: «Mi hermana y yo éramos guapos», y «Me parezco a Takashi Kashiwabara». Eran las mentiras más flagrantes que jamás había oído. Y cuanto más se empeñaba en declararse inocente respecto al asesinato de Kazue Sato, más me parecía a mí que era culpable. Quiero decir, pensadlo. Si una persona es tan incapaz de verse a sí misma de manera objetiva, si está convencida de que es atractiva cuando no lo es, obviamente saldrá con toda clase de mentiras escandalosas.

—Disculpe, ¿puedo hablar con usted un minuto?

En el pasillo frente a la sala del tribunal me acorraló una mujer con rostro repulsivo. Mi libro de fisonomía afirmaba que las personas con una tez pálida y enrojecida tienen problemas renales, así que me preocupé un poco por ella. Luego me dijo que era de un canal de televisión, algo de lo que parecía sentirse bastante orgullosa.

—Creo que usted es la hermana mayor de la señorita Hirata, ¿es correcto? ¿Qué le han parecido los trámites judiciales de hoy?

—He sido incapaz de quitarle los ojos de encima al acusado.

La mujer anotó todo lo que yo decía frenéticamente en su cuaderno, asintiendo para alentarme mientras lo hacía.

—Odio a ese hombre por haber matado a mi única her…

—El acusado ha admitido sin reparos haber asesinado a la señorita Hirata —me cortó sin dejarme acabar—. El problema está en el caso de Kazue Sato. ¿Qué opina del hecho de que una mujer con su nivel académico se dedicara a la prostitución? Después de todo, eran ustedes compañeras de clase, ¿no es así?

—Creo que a Kazue, quiero decir, la señorita Sato, le gustaban las emociones fuertes. Le encantaba, vivía para ello. Imagino que el acusado era uno de sus clientes, y creo que él tiene una personalidad mundana o…, bueno, no sé.

Mientras balbuceaba mi explicación fisonómica, la periodista me observaba, perpleja. Seguía asintiendo, aunque ahora sólo fingía tomar notas. Poco después perdió interés en cualquier cosa que le dijera. A nadie le importaba la muerte de Yuriko porque no tenía nada de escandaloso, pero ¿Kazue? Ella había trabajado para una empresa importante. ¿Acaso la atención que recibía ahora no era justo lo que siempre había deseado?

La mujer me dejó sola, de pie en el pulido pasillo de mármol del juzgado. Luego, una mujer flaca con unos ojos inusualmente grandes me abordó. Parecía que hubiera esperado a que me quedara sola. Miró a su alrededor con atención, asegurándose de que no había nadie cerca. El cabello largo le caía por la espalda, y llevaba un vestido parecido a un sari indio aunque de algodón almidonado, no de seda. Me clavó la mirada y luego sonrió levemente.

—¿Qué ocurre? ¿No te acuerdas de mí? —Al acercarse, me llegó el olor a chicle de su aliento—. Soy Mitsuru.

Me sorprendió tanto que me quedé de piedra. Claro que, últimamente, los diarios no paraban de escribir sobre ella. Mitsuru había sido una de las cabecillas de una organización religiosa cuyos miembros se habían visto involucrados, varios años antes, en diversas actividades terroristas y habían sido encarcelados.

—¡Mitsuru! ¿Ya has salido de la cárcel?

Mis palabras la estremecieron.

—Ah, claro. Todo el mundo está al corriente, ¿no?

—Parece ser que sí.

Mitsuru miró hacia atrás, por el pasillo, con expresión irritada.

—Nunca olvidaré este juzgado. Mi caso se dirimió en la sala cuarta, no, en la sexta. Tuve que venir al menos veinte veces, y nadie apareció para apoyarme. Mi único aliado fue mi abogado defensor pero, incluso él, en el fondo de su corazón, pensaba que yo era culpable. No entendía nada —se quejó—. Todo cuanto podía hacer era quedarme sentada a esperar que pasara todo. —Luego me cogió con suavidad del brazo—. Mira, si tienes tiempo, vayamos a tomar una taza de té. Me gustaría hablar contigo.

Sobre el sari, llevaba una chaqueta negra. A mí no me hacía gracia que me vieran con ella porque iba vestida de una forma bastante extraña, pero al ver lo feliz que parecía, no tuve valor de decirle que no.

—Hay una cafetería en el sótano que debe de estar bien. Ah, qué lujo éste, ¡el de poder moverse con libertad! —La voz de Mitsuru era optimista, aunque seguía mirando a su alrededor con nerviosismo—. Me siguen por seguridad, ¿sabes?

—Eso es terrible.

—Pero ¿de qué me quejo? Eres tú quien de verdad lo está pasando mal —me dijo con compasión.

Luego me dio un apretón en el brazo mientras entrábamos en el ascensor. Tenía la mano caliente y húmeda, y me sentí incómoda, de modo que me solté.

—¿Por qué dices eso?

—Pues por Yuriko. Es tan horrible… que te pase algo así. Es que no me lo puedo creer. ¡Y Kazue! ¡Quién lo iba a decir!

Al llegar al sótano me adelanté para salir y choqué con Mitsuru, que había dado un paso delante de mí. Se detuvo de golpe en la entrada, demasiado nerviosa para dar un paso más.

—¡Vaya, lo siento! Todavía no me he acostumbrado a estar en público.

—¿Cuándo te soltaron?

—Hace dos meses. Estuve seis años dentro —susurró.

La miré desde atrás. No quedaba ni la más mínima huella de la estudiante brillante que había sido en el instituto. ¡La ardilla, la sagaz Mitsuru! Ahora estaba delgada y débil y era áspera como una lima. Era igual que su madre, tan sincera y patética, aquella mujer que había traicionado a mi abuelo. Oí que había sido su madre quien había animado a Mitsuru —y también su marido, que era médico— a que se uniera a aquel grupo religioso. Pero me preguntaba si aquello era verdad.

—¿Cómo está tu marido?

—Todavía está dentro. Además, tengo dos hijos, ¿sabes? Los está criando la familia de mi marido, y a mí me gustaría ocuparme de su educación.

Mitsuru dio un sorbo al café. Se le derramaron algunas gotas que mancharon su sari, pero ella no se dio cuenta.

—¿Así que todavía está dentro?

—En prisión. Supongo que deberá cumplir la pena íntegra. Es de esperar, vaya. —Me miró, algo avergonzada—. Pero ¿y tú? ¿Cómo te va todo? No me puedo creer lo que le pasó a Yuriko. Y a Kazue. Nunca habría imaginado que Kazue haría algo así. Se esforzaba mucho en los estudios. Tal vez se hartó de su vida.

Mitsuru sacó un paquete de tabaco del bolso de tela que llevaba y encendió un cigarrillo. Empezó a fumar, pero no parecía hacerlo a menudo.

—¡Los años nos han pasado factura! —comenté—. Creo que el hueco entre tus dientes es más grande ahora.

Ella asintió.

—Tú también has envejecido. Ahora la maldad se refleja en tu cara.

Sus palabras me recordaron lo que había sucedido en la sala del tribunal, porque si a alguien se le reflejaba la maldad en la cara, ¡ése era Zhang! Si había alguna, aquélla era la cara de un canalla mentiroso. Su deposición ridícula estaba llena de mentiras, y estaba claro que había matado a un montón de personas en China para robarles el dinero, que había violado y matado a su propia hermana y, por supuesto, que había asesinado a Yuriko y a Kazue.

—Dime una cosa —le dije a Mitsuru— si la maldad se refleja en la cara, ¿quiere decir eso que un karma negativo se aferra a esa persona? Me preguntaba qué clase de karma tengo yo, y pensaba que tú podrías decírmelo.

Mitsuru apagó el cigarrillo y frunció el ceño. Luego, mirando nerviosa a su alrededor, respondió en voz baja:

—Por favor, no digas esas tonterías. Ahora estoy fuera de la organización: prueba de ello es que estoy fumando. En cualquier caso, has malinterpretado las doctrinas de la religión que yo antes profesaba. Creer toda la basura que vomitan los medios de comunicación te hace menospreciar a personas que son de verdad sinceras con respecto a lo que creen.

—Ahora eres tú la que me está mostrando una cara que refleja maldad.

—Lo siento. Sigo haciendo lo mismo desde que salí. He perdido la confianza en mí misma, y no sé cómo se supone que debo actuar. Quiero decir que se me ha olvidado, así que tengo que empezar algún tipo de rehabilitación. He venido aquí específicamente porque pensaba que te vería, he utilizado el proceso de Yuriko y Kazue como una excusa para verte de nuevo. Dado que odio las reuniones de antiguos alumnos o eventos de ese tipo, imaginé que era mi única oportunidad.

Mitsuru levantó la cabeza como si de repente se hubiera acordado de algo.

—¿Recibiste las cartas que te envié desde la cárcel?

—Me llegaron cuatro: las tarjetas de Año Nuevo y las de San Juan.

—Enviar tarjetas de Año Nuevo desde un lugar como aquél fue duro. Pusieron el «Concurso de Canciones Rojas y Blancas» por la radio. Lo escuché sentada al estilo zazen, y lloré. «¿Qué diablos hago aquí mirándome el ombligo?», me decía. Pero tú nunca respondiste. ¿No te alegraba saber que la estudiante sobresaliente había acabado en prisión? Estoy segura de que pensabas que me lo merecía, debías de pensar que estaba justificado. —Su voz se tornó áspera—. Lo hice todo perfectamente mal y estoy segura de que todo el mundo disfrutó con ello.

—Mitsuru, cada vez te pareces más a tu madre, ¿lo sabías?

Cuando la madre de Mitsuru quería decir algo, sencillamente lo espetaba, pasara lo que pasase. Siempre tenía un efecto avalancha; las palabras empezaban a coger velocidad y, antes de que se diera cuenta, ya había dicho más de lo que debía y había acabado donde no esperaba. Zhang el mentiroso era exactamente lo contrario, pensé, y de nuevo me acordé de su cara astuta en la sala del tribunal.

—Sí, supongo que sí.

—Recuerdo que una vez tu madre me llevó en coche al colegio. Fue la misma mañana que supe que mi madre se había suicidado.

—Sí, lo recuerdo. ¡Ojalá pudiera volver atrás en el tiempo! Si pudiera regresar a aquellos días, cuando podía vivir sin saber nada de lo que sé ahora. Si pudiera, no me pasaría todo el día estudiando como una loca. Tontearía igual que las otras chicas y me divertiría vistiéndome a la última moda. Me uniría al equipo de animadoras, o al de golf, o al club de patinaje sobre hielo, quedaría con chicos e iría a fiestas. Ojalá hubiese vivido la vida de una adolescente normal y feliz. Supongo que tú te sientes igual, ¿no?

No realmente. Ni una sola vez había pensado en volver al pasado, pero si hubiese tenido que elegir una época en el pasado a la que me habría gustado volver, habrían sido aquellos días tranquilos que pasé con mi abuelo cuando él estaba obsesionado con sus bonsáis. Sin embargo, luego se vio atrapado por la onda lujuriosa que emanaba Yuriko, se volvió loco por la madre de Mitsuru y todo cambió por completo. Así que no, no había realmente una época del pasado que me apeteciera revisitar. Supongo que Mitsuru había olvidado por completo la forma en que nos habíamos convencido cada una de nuestras virtudes para sobrevivir. Empezó a irritarme, una irritación muy parecida a la que había sentido por Yuriko y por su estupidez.

Luego me miró con angustia.

—¿En qué estás pensando?

—En el pasado, claro. Ese pasado lejano al que dices que quieres volver. He regresado al momento en el que Yuriko era una planta de flor y yo una planta de semillas desnudas. Claro que, por supuesto, Yuriko tenía que marchitarse.

Mitsuru me miró intrigada, pero yo no traté de explicarme. Al ver que no iba a proseguir, se sonrojó y apartó la mirada. ¡Allí estaba! Allí estaba aquella expresión que la caracterizaba en el instituto.

—Lo siento, sé que me comporto de forma extraña —dijo mientras cogía su bolso de tela—. Es sólo que no puedo evitar sentir que todo por lo que he trabajado tanto, todo en lo que he creído, ahora carece de sentido, y no puedo soportarlo. Mientras estuve en la cárcel hice todo lo posible para no pensar en ello pero, ahora que estoy fuera, todo ha vuelto a atormentarme, y tengo pánico. Está claro que lo que hicimos fue horrible, un terrible error. No sé cómo pude matar a todas aquellas personas inocentes. Me habían lavado el cerebro. El líder de la secta podía leer mi pensamiento y me controlaba. No había forma de escapar. Creo que, para mí, todo se ha acabado ya, y estoy segura de que mi marido morirá en la cárcel. Sólo me agarro a mis hijos y me pregunto qué hacer. Debo hacer todo lo posible para que tengan una buena educación, puesto que soy lo único que les queda. Pero no creo que tenga fuerzas, me falta confianza. Hasta aquí he llegado: me dejé la piel estudiando, ingresé en la Facultad de Medicina de Tokio, llegué a ser doctora…, pero nunca podré recuperar los seis años que he pasado en prisión. Y, por eso, nadie nunca me ofrecerá un trabajo.

—¿Y si pruebas con Médicos Sin Fronteras? —sugerí, aunque lo cierto es que no tenía ni idea de cómo funcionaba eso.

—No te importa porque no es tu problema, claro —balbuceó Mitsuru con desconfianza—. Hablando de los problemas de los demás, todo el mundo parece sorprenderse cuando se enteran de lo de Yuriko y Kazue, pero a mí no me sorprendió en absoluto. Esas dos siempre fueron unas rebeldes, siempre nadando contracorriente, sobre todo Kazue.

Mitsuru repetía lo que había dicho anteriormente la periodista. Nadie parecía tener un interés particular en Yuriko. Kazue era la única a la que trataban como a una celebridad. Los ojos de Mitsuru estaban vacíos, carentes por completo del brillo resplandeciente y la independencia audaz que solían tener.

—¿Dónde están tus hijos ahora? —pregunté.

Había encendido otro cigarrillo. Entornó los ojos a causa del humo.

—Están con mis suegros. El mayor está en el segundo año de instituto y el pequeño se está preparando para los exámenes de ingreso al primer ciclo de secundaria. Me han dicho que quiere entrar en el sistema escolar Q pero que no hay posibilidades de que lo consiga. No por las notas, sino porque nunca podrá escapar de la maldición de sus padres. Es como si estuviera marcado para siempre.

«Marcado»… Era una buena manera de decirlo, ¿no creéis? Se correspondía bastante con mi propia situación y con la forma en que había vivido, «marcada» como la hermana mayor de la monstruosamente bella Yuriko. En ese instante se apoderó de mí un deseo intenso de ver a los hijos de Mitsuru. Me preguntaba qué clase de rostro tendrían. Me fascinaba la forma en que se transmitían los genes, cómo se dañaban y mutaban.

—Sé que odiabas a mi madre —dijo Mitsuru, interrumpiendo mis pensamientos.

—¿Cómo?

—La odias porque abandonó a tu abuelo. Seguramente no lo sabes, pero fue gracias a él que mi madre se unió a la organización. Sigue en ella, y dice que se mantendrá firme hasta el final, mientras busca a creyentes que aún sean practicantes.

Mi abuelo se habría sorprendido si hubiese oído eso. Yo sabía que la madre de Mitsuru apoyaba la decisión de unirse a la organización porque ella también se había unido, pero de ningún modo podía aceptar la idea de que mi abuelo fuera el responsable. ¿Acaso representaba algún tipo de retribución kármica?

—Mi madre me ha dicho que irrumpir en la vida de tu abuelo del modo en que lo hizo es de lo que más se arrepiente en la vida. Y no fue sólo la vida de tu abuelo, ¿verdad? También trastornó tu vida.

Cuando entré en la Universidad Q, mi abuelo decidió mudarse con la madre de Mitsuru, que había comprado un lujoso apartamento en los alrededores. Estuve allí una vez. Recuerdo que la puerta principal del edificio se cerraba automáticamente y que tenías que llamar al interfono para que te dejaran entrar. En aquella época, era un sistema nuevo y mi abuelo estaba tremendamente orgulloso de él. Pero, como una ironía del destino, fue justamente ese sistema el que nos hizo saber que se estaba volviendo senil. Cada vez que salía, olvidaba la llave. Luego llamaba a un apartamento equivocado y se quedaba allí gritando: «¡Soy yo, dejadme entrar!».

Mitsuru siguió hablando:

—Fue a causa de la relación amorosa entre mi madre y tu abuelo que tú y yo nos vimos obligadas a vivir por nuestra cuenta, aunque luego mi madre se mudó de nuevo conmigo. Lo dejó todo hecho un desastre: mi casa, tu casa, la casa que compartió con tu abuelo. No podía perdonarse por lo que había hecho, de manera que decidió refugiarse en la religión. Así fue como empezó.

—Y, a través de la religión, ¿fue capaz de perdonarse?

—No. —Mitsuru negó con la cabeza con orgullo—. Escogió ese camino porque quería saber más sobre las leyes que gobiernan el reino de los hombres. Quería comprender por qué los seres humanos poseen esas pasiones oscuras y egoístas. En aquel tiempo, a mi marido y a mí nos atormentaban las preguntas sobre la muerte. Todos los humanos mueren, pero ¿qué les ocurre después de morir? ¿Es posible la transmigración? Como médicos, no podíamos evitar la confrontación directa con la muerte como un fin necesario, pero de vez en cuando nos encontrábamos con casos inexplicables. Fue entonces cuando mi madre nos recomendó que conociéramos al líder de la organización a la que se había unido y que habláramos con él. Y así fue cómo acabamos uniéndonos nosotros también.

La conversación estaba empezando a hartarme y comencé a evitar la mirada de Mitsuru. Parece ser que, al fin y al cabo, las personas que se involucran en la religión sólo buscan su propia felicidad personal. ¿Me equivoco?

—Bueno, no debes preocuparte por mi abuelo —repuse—. Ahora está completamente senil y se pasa todo el tiempo en la cama.

—¿Todavía vive?

—Va tirando, aunque ya tiene más de noventa años.

—Vaya, había dado por supuesto que había muerto.

—Supongo que eso mismo piensa tu madre.

—Parecemos olvidar los puntos de vista del otro. —Mitsuru bajó tanto la cabeza que pensé que se le iba a partir el cuello—. Probablemente porque aún no me he reintegrado en la sociedad. —Su mirada se veía vacía—. En el colegio, intenté duramente mantenerme como número uno, y también en la universidad. Conseguí todo lo que quería, era una de las mejores del hospital. Pero, gradualmente, mi deseo de ser la número uno empezó a desaparecer. Tiene sentido si lo piensas. A un médico no se lo valora por la nota de los exámenes. Por supuesto, salvar la vida del paciente es lo más importante, aunque en el oído, en la nariz o en la garganta, rara vez se encuentran casos que pongan en peligro la vida. Día tras día me enfrentaba a inflamaciones nasales causadas por alergias, y sólo una vez vi un paciente que estaba en una situación crítica a causa de un tumor en la mandíbula inferior. Pero eso fue todo. Ésa fue la única vez que sentí que mi trabajo valía la pena. Así que me vi sumida en una especie de tinieblas y fue entonces cuando pensé que si seguía la doctrina religiosa podría llevar mi vida al siguiente nivel.

Dejé escapar un profundo suspiro. ¡Aquello era atroz! Lo entendéis, ¿verdad? En el pasado, yo quería a Mitsuru, creía que pulíamos nuestras respectivas virtudes —yo, mi maldad; ella, su inteligencia—, no porque quisiéramos ser guays, sino porque los necesitábamos como armas para sobrevivir en el Instituto Q para Chicas.

Mitsuru me miró, insegura.

—¿He dicho algo que te haya molestado?

Decidí darle alguna pista de por qué me estaba poniendo de mal humor porque, si no lo hacía, seguro que volvería a empezar con aquello de «cuando estaba en la cárcel…».

—Al ingresar en la universidad, ¿fuiste capaz de seguir siendo la primera de la clase?

Mitsuru encendió otro cigarrillo en silencio. Aparté el humo con la mano esperando a que contestara.

—¿Por qué quieres saberlo?

—Sólo por curiosidad.

—Pues te diré la verdad: no era la primera de la clase, ni de largo. Seguramente debía de estar por el medio. No importaba lo mucho que lo intentara, lo atentamente que escuchara en clase, o cuántas noches enteras me pasara estudiando: siempre había otros a los que no podía superar. Pero ¿qué esperabas? Quiero decir, en la facultad admitían a los estudiantes más brillantes de todo el país, y para ser el primero tenías que tener un don natural, ser un genio absoluto; de otra forma, ya podías estudiar a todas horas porque no servía de nada. Después de unos años me di cuenta de que, lejos de ser la primera, podía darme por satisfecha si acababa la vigésima. Fue un golpe duro.

«Ésa no soy yo», pensaba, y sufrí una crisis de identidad. Así que, ¿sabes qué decidí hacer?

—No tengo ni idea.

—Decidí casarme con alguien que de verdad fuera brillante. Ése es mi esposo, Takashi.

Cuando me dijo que su marido se llamaba Takashi, de inmediato lo asocié con Takashi Kashiwabara. Pero recordaba haber visto su foto en los periódicos, y lo cierto es que no se parecía en nada a él. Era flaco, llevaba gafas, y parecía un estudiante muy aplicado. No importaba lo brillante que fuera, ¡yo lo encontraba demasiado feo como para querer casarme con él alguna vez! Desde un punto de vista fisonómico, tenía las orejas puntiagudas como un demonio y la boca demasiado pequeña. La franja central e inferior de su rostro denotaba debilidad. La suya era una cara que predecía una tragedia a la mitad o al final de su vida. Cuando reflexiono acerca del destino de Takashi, sólo puedo concluir que su fisonomía era asombrosamente adecuada.

—He visto la cara de tu marido.

—Claro, es famoso.

—Y tú también.

Mitsuru se puso roja; si se debía a mi sarcasmo o a un sofoco, eso no lo sé. Como integrante de la secta, Mitsuru se había visto involucrada en varios casos de secuestro de creyentes. Si esos llamados creyentes intentaban escapar, Mitsuru y los demás los encerraban en una habitación, los obligaban a tomar drogas y luego empezaban la iniciación. Pero, si no se andaban con cuidado, las víctimas podían sufrir una sobredosis y morir.

Aun así, aquellas muertes no eran nada en comparación con la vez en que Mitsuru y su marido rociaron gas venenoso desde un avión Cessna sobre varios granjeros y sus familias. El líder de la organización religiosa padecía algún tipo de manía persecutoria, que se desencadenó cuando algunos granjeros locales organizaron protestas contra el establecimiento de la sede religiosa cerca de sus tierras. Así, el tipo ordenó al marido de Mitsuru rociar gas mostaza sobre sus campos. En aquella época, por suerte o por desgracia, un grupo de alumnos de primaria estaba visitando las granjas para hacer un estudio práctico sobre la agricultura, y el gas cayó sobre ellos. Murieron quince personas.

Mitsuru intentó cambiar de tema.

—¿Sabes algo de la presión osmótica? Pensé que si me casaba con un hombre brillante, me transmitiría parte de su genio.

Noté que, al empezar a hablar, su cuerpo se desinflaba como una vela que pierde el viento. El cuerpo de Mitsuru se había vuelto plano. Podía verle las venas que anudaban los dedos con los que cogía el cigarrillo. Estaba asombrada al ver lo cabeza hueca que se había vuelto Mitsuru.

—Por entonces, mi madre se había separado de tu abuelo.

Se unió a la organización diciendo que quería eliminar sus ilusiones. Por ilusiones se refería a sus impulsos egoístas.

—Bueno, en el fondo eso no está mal. No es que se preocupara mucho por mi abuelo, que digamos —repuse con brusquedad.

Mitsuru replicó con sarcasmo:

—No puedes perdonarme, ¿verdad? Te crees mejor que yo porque yo acabé en una secta religiosa.

Ladeé la cabeza.

—¿Estás segura de que no has perdido algún tornillo?

—Oh, ahora recurrimos a los insultos, ¿no es eso? —Mitsuru levantó la cabeza de repente—. Recuerdo que no hace mucho estabas algo más que obsesionada con los parecidos físicos. ¿Cómo lo diría? Lo único que te importaba eran las caras. Yo sabía que tenías un complejo de inferioridad porque Yuriko era muy guapa, pero tú ibas incluso más allá de ese complejo: eras una obsesa. Desde el instituto has estado siempre muy orgullosa de ser mestiza, ¿verdad? Pues que sepas que todo el mundo se reía a tus espaldas porque no eras ni remotamente guapa.

Nunca habría creído que tendría que oír mentiras tan insultantes de boca de Mitsuru. Aquello era demasiado. Sin embargo, no conseguí decir nada en mi defensa.

—Tu odio por Yuriko era realmente extraño —prosiguió ella—. ¿Estabas celosa? Sé que fuiste tú quien filtró qué se llevaban entre manos Yuriko y el hijo de Kijima. Fuera lo que fuese lo que Yuriko hiciera con los chicos en el colegio, no era asunto tuyo. Pero ella era popular y todos la idolatraban. Aun así, hacer que expulsaran a tu propia hermana del colegio al difundir los rumores de que estaba metida en la prostitución…, aquello fue realmente retorcido. Si tus reservas de karma negativo no disminuyen, siento decirte que tienes muy pocas probabilidades de transmigrar en el futuro. Si renaces, lo harás con la forma de una cucaracha que se arrastra por la inmundicia.

Estaba furiosa. Había dejado que Mitsuru dijera lo que tuviera que decir porque sabía que le habían lavado el cerebro, pero había ido demasiado lejos.

—Eres una completa idiota, Mitsuru. Te he escuchado parlotear acerca de que eras la primera de la clase, de que entraste en la Facultad de Medicina de Tokio, toda esa mierda sobre la osmosis, y ya estoy harta. Durante todo este tiempo pensaba que eras una ardillita inteligente, pero lo cierto es que no eras más que una babosa. No eras más que una engreída y una fanfarrona, ¡a la misma altura que Kazue!

—La que está loca eres tú. Mírate…, eres malvada y retorcida. ¿Por qué crees que eres más sincera que yo? Vas por la vida sin decir nada más que mentiras, e incluso ahora estás aquí sentada sintiéndote feliz porque eres mestiza. Ojalá pudiera cambiarte por Yuriko.

Me puse en pie enfadada, empujando mi silla hacia atrás. Las camareras nos miraron y dejaron de hacer lo que estaban haciendo. Mitsuru y yo nos observamos unos instantes con odio hasta que ella desvió la mirada. Empujé la cuenta hacia ella.

—Me voy, gracias por el café.

Mitsuru empujó de nuevo la cuenta hacia mí.

—Pagamos a medias.

—He tenido que sentarme aquí y escuchar lo que querías decirme; no vamos a pagar a medias. Dices que tengo un complejo respecto a Yuriko, y ¿tengo que oírlo precisamente hoy, el día del juicio? Estoy aquí en calidad de familiar afligida de la víctima. ¿Quién te da derecho a insultarme de ese modo? Pido una compensación por daños y perjuicios.

—¿Crees que te voy a pagar una indemnización?

—Bueno, tu familia es rica, ¿no? ¿Cuántos cabarets tiene tu madre? Y alquilabais ese lujoso apartamento en Minato sólo para hacer ostentación de vuestras riquezas, ¿verdad? Luego, tu madre compró aquel otro apartamento con un moderno interfono en aquella zona exclusiva junto al río. Todo cuanto yo tengo es un empleo miserable.

Mitsuru se dispuso a responder con un evidente placer.

—Vaya, has elegido un momento muy conveniente para lamentarte por tu miserable trabajo. Sencillamente increíble. Esto me trae a la memoria que siempre alardeabas diciendo que te convertirías en una gran traductora de alemán. Pero tus notas en clase de inglés eran pésimas, ¿verdad? ¡No era lo que se esperaba de una mestiza! Y, para tu información, mi familia no es rica. Vendimos nuestra casa y nuestros negocios, y todo ese dinero y el que conseguimos de la venta de nuestros dos coches y de nuestra segunda residencia en Kiyosato fue a parar a las arcas de la organización religiosa.

A regañadientes, dejé unas monedas sobre la mesa. Mitsuru las contó una por una.

—Vendré también a la próxima vista —continuó—. Creo que será muy bueno para mi rehabilitación.

«Haz lo que te venga en gana», quise decir, pero lo pensé mejor. Di media vuelta y salí de la cafetería caminando a paso ligero y, mientras lo hacía, oí el ruido de las zapatillas de lona de Mitsuru detrás de mí.

—¡Espera! Casi se me olvida la parte más importante. Tengo unas cartas del profesor Kijima.

Mitsuru rebuscó en su bolso, sacó un sobre y lo agitó frente a mi cara.

—¿Cuándo recibiste esas cartas del profesor Kijima?

—Mientras estaba en la cárcel. Me llegaron unas cuantas. Él estaba muy preocupado por mí, así que nos carteábamos.

Mitsuru no cabía en sí de gozo. Yo no había sabido nada del profesor Kijima durante mucho tiempo, había dado por supuesto que estaba muerto. Y durante todo ese tiempo había estado escribiéndole cartas a Mitsuru.

—Qué amable por su parte.

—Me dijo que le dolía terriblemente que una de sus estudiantes se hubiera visto involucrada en un escándalo semejante… Del mismo modo que yo me preocupaba de mis pacientes.

—¿Tus pacientes andan por ahí sueltos matando a gente?

—Todavía me estoy recuperando, ¿sabes? Sólo estoy a medio camino para reintegrarme en la sociedad, y tu crueldad no se agradece.

Mitsuru dejó escapar un profundo suspiro. Yo ya había tenido bastante y quería marcharme de allí. Aun así, si quería hablar de crueldad, debía examinar la forma en que había utilizado el proceso de Yuriko y Kazue para montar su propia reunión de antiguas alumnas.

—También escribió sobre ti, de modo que pensé que te gustaría verlas. Te las presto, pero no olvides devolvérmelas en la próxima vista.

Mitsuru me dio el abultado sobre. Lo último que quería era un paquete de cartas que no me interesaba leer, así que intenté devolvérselas, pero ella ya se alejaba caminando, tambaleándose ligeramente. La observé marcharse, intentando encontrar algo en ella que se pareciera a la chica que había sido en el pasado. La Mitsuru que había sido buena jugando a tenis, la Mitsuru cuyos pies eran tan ágiles en nuestros ejercicios de danza rítmica. Entonces le había tenido cierto miedo por su habilidad física y su mente brillante. Se me antojaba algo parecido a un monstruo.

Pero la Mitsuru que veía ahora era torpe, desmañada, incluso en los movimientos más mínimos. Preocupada porque la siguiera algún guardia, estaba tan ocupada echando vistazos a su alrededor que a punto estuvo de chocar contra una persona que estaba justo delante de ella. A cualquiera que hubiera conocido a Mitsuru en el pasado le costaría reconocerla en la idiota en que se había convertido. Esa Yuriko vacía había renacido como un monstruo por completo diferente.

Recuerdo que, cuando estábamos en el instituto, solía pensar que tanto ella como yo éramos lagos de montaña creados por fuentes subterráneas. Si la fuente de Mitsuru se encontraba muy profunda bajo tierra, la mía también. Teníamos sensibilidades complementarias y nuestra forma de pensar era exactamente la misma. Pero ahora esas fuentes habían desaparecido y éramos dos lagos separados, solitarios y alejados. Es más, el lago de Mitsuru se había secado, dejando a la vista la tierra agrietada del fondo. Ojalá no hubiera vuelto a verla nunca.

Oí que alguien me llamaba.

—¿Es usted la hermana mayor de la señorita Hirata?

Guardé rápidamente las cartas de Kijima en mi bolsillo y alcé la vista. Un hombre con aspecto familiar estaba delante de mí. Rondaba los cuarenta y llevaba un traje caro de color marrón, una barba que empezaba a encanecer y era voluminoso como un cantante de ópera, una «personalidad mundana», que sin duda se alimentaba con comida deliciosa.

—Lamento molestarla —dijo—, pero ¿podría hablar un momento con usted?

Yo intentaba recordar dónde lo había visto antes, pero no lograba ubicarlo. Mientras lo miraba con la cabeza ladeada, el hombre comenzó a presentarse.

—Veo que no se acuerda. Soy Tamura, el abogado de Zhang. No esperaba encontrarla ahora. Había pensado llamarla más tarde, esta noche.

Tamura me llevó a una esquina del pasillo visiblemente molesto. Estábamos al lado de la cafetería. La hora del almuerzo había terminado y estaban cerrando. Los empleados trasladaban las mesas de un lado para otro, cargaban botellas de cerveza, como si estuvieran montando una especie de función privada. En las salas de los pisos superiores se estaba decidiendo el destino de alguna persona mientras que en el sótano daban gritos de alegría. Era fácil para ellos. Me alegré de no ser yo la acusada.

—Señor, no sé cuál es su opinión, pero yo estoy segura de que Zhang mató a Kazue.

Tamura se ajustó el nudo de la corbata amarillo mostaza mientras pensaba qué decir.

—Entiendo perfectamente cómo debe de sentirse usted como miembro de la familia, pero tengo que decirle que creo que es inocente.

—En absoluto. El examen fisonómico evidencia que Zhang es un asesino. No hay lugar a dudas.

Tamura parecía turbado. No se atrevía a refutar mi prueba. Supongo que se había dado cuenta de que debía dejar decir a la familia lo que le viniera en gana. Aunque yo no era ninguna idiota sentimental que tuviera compasión de la víctima; sólo intentaba buscar una explicación a las cosas desde la perspectiva científica de la fisonomía.

Quería dejar eso claro, pero entonces Tamura añadió en un susurro:

—De hecho, lo que quería preguntarle es si usted había tenido contacto últimamente con Yuriko o con Kazue. No hay ninguna prueba de esto en la investigación, pero parece una coincidencia inverosímil, ¿no le parece? Me refiero al hecho de que su hermana pequeña y su antigua compañera de clase fueran asesinadas de la misma forma con menos de un año de diferencia. Es demasiado raro para tratarse de una casualidad. Así que me preguntaba si usted sabría algo al respecto.

Enseguida me vino a la mente el diario de Yuriko, pero preferí no decirle nada. Que lo encontrara él por su cuenta.

—Pues no lo sé. Aunque, de todas formas, hacía algún tiempo que no veía a ninguna de las dos. ¿No cree que ambas simplemente tuvieron mala suerte? Desde el punto de vista fisonómico, Zhang está entre una «personalidad calculadora» y una «personalidad mundana», es decir, alguien que se siente atraído por las prostitutas. Las mató a las dos, también a Kazue. No hay duda de que…

Nervioso, Tamura me interrumpió.

—Sí, sí, entiendo. Está bien. El caso de Zhang está ahora en proceso de deliberación, y creo que sería mejor que no hablara de él con usted.

—¿Por qué? Soy pariente de la víctima. ¡Han asesinado a mi única hermana! Mi preciosa hermana.

—Lo comprendo, de verdad.

—¿Qué es lo que comprende? Dígame.

La frente de Tamura empezó a perlarse de sudor. Mientras rebuscaba en los bolsillos un pañuelo, cambió de tema.

—Creo que he visto a una de los miembros de esa secta por aquí hace un rato. ¿No era también una antigua compañera de clase de usted? Sin duda usted estudió en…, bueno, ¿cómo lo diría?, una clase de instituto bastante «particular».

—Sí, hoy hemos celebrado una reunión virtual de clase.

—Sí, supongo que puede verse de ese modo. Discúlpeme —dijo entonces Tamura, y se apresuró a entrar en la cafetería.

Yo tenía más cosas que decir, pensé, mientras observaba su espalda musculada. En primer lugar, sobre su comentario acerca de mi instituto «particular». Cuanto más pensaba en ello, más me enojaba. Y, luego, sobre las palabras que Mitsuru me había dicho antes, que también empezaron a darme vueltas en la cabeza.

Cuando más tarde regresé a mi apartamento en el complejo de viviendas del gobierno, noté que hacía frío en el piso. El tatami era viejo, manchado aquí y allá donde había caído sopa de miso. Aún se podía oler. Encendí la calefacción de queroseno y eché un vistazo a la sala, vieja y pequeña. Cuando la galería estaba abarrotada con macetas de bonsáis del abuelo, éramos pobres pero felices. Yuriko todavía estaba en Berna, yo acababa de entrar en el Instituto Q para Chicas y me dedicaba con entusiasmo a cuidar de mi abuelo, mi verdadera sangre. Supongo que el abuelo me gustaba tanto porque era un artista de la estafa. Aun así, era tan tímido, incluso más que yo. Sí, era extraño. No se parecía en nada a mí. Por lo visto, aquella «reunión de clase» me había deprimido.

¿Las cartas? Cuando anocheció, las saqué y les eché un vistazo de mala gana. Aquí están. El trazo de la caligrafía es poco firme —las escribió la mano temblorosa de un viejo—, de modo que es difícil leerlas y, como esperaba, son aleccionadoras. Pero si queréis leerlas, adelante. No me importa.

Saludos cordiales, querida Mitsuru:

¿Estás bien? Los inviernos en Shinano Oiwake son especialmente duros. El suelo de mi jardín se ha helado formando pequeños pilares de hielo. No tardará mucho en congelarse todo, cuando el pleno invierno se instale. Tengo sesenta y siete años ahora, y yo también estoy entrando en el invierno de mi vida.

Todavía me encargo de la residencia de la empresa de seguros de incendios N. Nada ha cambiado mucho. Ahora que he superado la edad de jubilación, temo dejar de ser útil, pero el director de la empresa me ha pedido amablemente que me quede. Es un graduado del sistema escolar Q.

Permíteme que empiece felicitándote por haber salido de la cárcel. Ahora finalmente puedo escribirte cartas —y espero que las recibas— sin preocuparme de los ojos entrometidos de los censores. Sin duda has tenido que aguantar mucho y soportarlo con fortaleza. Me apena profundamente tu situación y lo mucho que debes de preocuparte por tu marido y por los hijos que has tenido que dejar que otros eduquen.

Pero, Mitsuru, querida, todavía no has cumplido cuarenta años y tienes todo el futuro por delante. Te has despertado de una pesadilla de control mental, y si a partir de ahora luchas para llevar una vida honrada, sin olvidarte de rezar por las almas de aquellos a los que has dañado y de rogar por su perdón, estoy seguro de que te recuperarás. Si puedo hacer cualquier cosa por ti, por favor, no dudes en pedírmelo.

Querida Mitsuru:

Fuiste la estudiante más brillante que tuve jamás, y ni una sola vez me preocupé por tu futuro. Haber visto cómo se han complicado las cosas para ti me ha obligado a reconsiderar el pasado. Me siento responsable por tu deriva hacia el crimen; mi forma descuidada de enseñar puede dar cuenta de ello. He decidido que debo arrepentirme igual que lo haces tú.

A decir verdad, desde que aquella organización a la que estabas afiliada cometió los crímenes, apenas he tenido un día tranquilo. Y, luego, con las tragedias del año pasado y del anterior, no me han faltado razones para lamentarme una y otra vez. Seguro que sabes que tanto Yuriko como Kazue fueron asesinadas. Dicen que fue obra de un mismo hombre. Pensar en cómo acabaron con su vida de un modo tan cruel y cómo abandonaron sus cuerpos es más doloroso de lo que puedo soportar. Las recuerdo muy bien a las dos.

El caso de Kazue cosechó una atención particular, con titulares del tipo: «Profesional de éxito de día, prostituta de noche». Era una estudiante tan aplicada cuando entró por primera vez en mi clase…, ¡y que luego se haya convertido en carne de cañón para los voraces medios de comunicación! Pensar en cómo esto debe de martirizar a su familia me hace querer ir corriendo a su casa y arrodillarme frente a su madre para pedirle perdón. Querida Mitsuru, imagino que debe de desconcertarte pensar por qué me siento de esta manera. Pero no puedo evitar creer que, de alguna forma, he fracasado como padre (me refiero a mi hijo mayor) y también como educador.

En el Instituto Q para Chicas propugnábamos el principio educativo de la autosuficiencia y un profundo conocimiento de uno mismo. Aun así, entre las chicas que se han graduado allí, hay datos que confirman que el índice de divorcios, matrimonios fracasados y suicidios es mucho más elevado que el de otros colegios. ¿Qué razón hay para que jóvenes que provienen de entornos privilegiados, que están tan orgullosas de sus logros académicos y que son unas estudiantes sobresalientes sean mucho más infelices que las alumnas de cualquier otra escuela? Más que defender que se debe a que el mundo real es más cruel con ellas, creo que es más acertado decir que nosotros permitimos que se creara un ambiente demasiado utópico. En otras palabras, fracasamos al enseñar a nuestras chicas las estrategias que les permitirían superar las frustraciones del mundo real. Haberme dado cuenta de eso sigue atormentándome, y los demás profesores se sienten igual que yo. Ahora nos percatamos de que era nuestra arrogancia la que nos impedía llegar a comprender el mundo.

Tras vivir en un entorno duro, haciendo el trabajo mundano de ocuparme de una residencia, soy más humilde. Un humano desnudo es impotente frente a la naturaleza. Como científico, me revestí de conocimiento y creí que no se podía vivir sin el estudio de la ciencia, pero ahora me he dado cuenta de que sólo con la ciencia no es suficiente. Supongo que, cuando daba clases en la escuela, todo cuanto enseñaba era el corazón de la ciencia; recordarlo ahora me avergüenza. Me pregunto si hay enseñanzas similares en tu religión…

Mi querida Mitsuru:

En un momento dado necesité replantear mi posición respecto a la educación. Pero cuando al fin llegué a esta conclusión, ya era demasiado mayor y no trabajaba como profesor. Estaba retirado, me había visto obligado a dimitir a causa de la conducta delictiva de mi propio hijo. El arrepentimiento por no haberme dado cuenta de esto antes no ha hecho más que aumentar con el paso de los años, y se hizo más doloroso por lo que te sucedió a ti, querida, y los terribles acontecimientos en los que se vieron involucradas la señorita Hirata y la señorita Sato.

Mientras trabajaba en la residencia también he estado ocupando mi vida con el estudio del comportamiento del Tribolium castaneum Kijima. El Tribolium castaneum es una especie de escarabajo, conocido también como el escarabajo rojo de la harina. Por casualidad, descubrí una especie nueva en el bosque que hay detrás de mi casa, de modo que se me permitió ponerle nombre. Al ser yo quien descubrió la especie que ahora lleva mi nombre es necesario que lleve a cabo un estudio pormenorizado.

El comportamiento de un ser vivo es un asunto fascinante. Si se le facilita la suficiente comida y unas condiciones de vida favorables, el índice de reproducción de un organismo crecerá exponencialmente. Mientras el índice de reproducción individual aumenta, la población de la especie se expande, como bien sabes, querida. Pero si el aumento de la comida no se corresponde con el aumento de la población, se establece una competencia feroz en la misma, hasta el punto de que el número de nacimientos desciende mientras que el de muertes asciende. En última instancia, esto tiene un impacto en el desarrollo, la formación y la fisiología del organismo, que es el fundamento de la fisiología.

En mi investigación sobre el T. Castaneum Kijima, he descubierto una mutación: un escarabajo con unas alas más largas y las patas más cortas que los demás. Sin duda esta mutación fue la consecuencia de una intensificación del sentido individual. Creo que esas modificaciones aparecieron en la estructura del insecto para mejorar su velocidad y su movilidad. Quiero estudiar dicha modificación y verificarla con mis propios ojos, pero dudo que pueda vivir lo suficiente para completar el estudio.

Mi querida Mitsuru:

Me pregunto si tal vez tu religión —o el trabajo de prostituta de la señorita Hirata, o la doble vida de la señorita Sato— no es el resultado de unos cambios en la estructura y el carácter de nuestra especie. ¿Acaso esta intensificación del individuo —este sentido superdesarrollado de la conciencia de uno mismo— no es el resultado de la carga insoportable de permanecer atrapado en la misma comunidad social? Es por el dolor que esto produce que se dan estos cambios en nuestra estructura y en nuestro carácter y, sin duda, las experiencias que se despliegan luego resultan crueles y dolorosas. Tal vez no sea posible para nosotros aprender de esas experiencias dolorosas, y lo más probable es que nos resulte imposible entender los hallazgos que muestran nuestros penosos experimentos en la vida.

Aun siendo tan inteligente como eres, estoy seguro de que no eres capaz de imaginarte qué es lo que intento decir. Permíteme ser más directo.

Cuando por primera vez leí en los periódicos lo que le había ocurrido a la señorita Hirata, me impactó tanto como cuando leí los crímenes que tú misma habías cometido. No, me impactó más aún. Habían pasado más de veinte años desde que expulsaron del colegio a Yuriko y a mi hijo. Recuerdo que la hermana mayor de la señorita Hirata (he olvidado su nombre, pero tú debes de acordarte de ella porque iba a tu clase; era una chica bastante gris) vino a verme y me preguntó qué debería hacer con su hermana, puesto que se dedicaba a la prostitución con la intercesión de mi hijo. En aquel momento, sin pensarlo dos veces, dije: «Eso es intolerable. Tenemos que expulsarlos».

Para serte completamente sincero, en quien más pensé durante aquellos días, fue en Yuriko, mucho más que en mi hijo, a quien me negaba a perdonar. Fui egoísta, y mi conducta fue totalmente inadecuada para un profesor. Pero, aunque me avergüence, estoy decidido a describir los hechos tal y como ocurrieron. No estoy intentando escribir una confesión, pero me doy cuenta de que la decisión que tomé carecía de cualquier base pedagógica, juiciosa o prudente, y ahora me arrepiento enormemente.

Por una ironía del destino, fui yo el primero en asegurarme de que Yuriko fuese admitida en el sistema escolar Q. La señorita Hirata acababa de regresar de Suiza, y las notas de su examen de ingreso no fueron buenas. Sus calificaciones en literatura japonesa y en matemáticas eran especialmente bajas. Los demás profesores pensaban que no cumplía nuestros requisitos mínimos, pero yo me empeñé en que la admitieran a pesar de las reservas. Tenía varias razones para ello. La primera era que la señorita Hirata era tan hermosa que me robó el corazón nada más verla. Yo era el profesor responsable del primer ciclo de secundaria y quería tener una chica guapa cerca a la que poder echarle el ojo. Pero lo que más pesó en mi decisión fue la posibilidad de poder iniciar un estudio biológico sobre lo que ocurre cuando un miembro mutado de la especie se introduce en la población.

Mis razones para admitirla, por tanto, eran dobles, pero mi plan fracasó y me costó el empleo. No debería haber introducido a una criatura tan anormalmente hermosa en un lugar como el Instituto Q. Para hacer más ácida la ironía, fue mi propio hijo el proxeneta de la señorita Hirata, y el dinero que ganó explotándola fue aún más humillante para mí. Ahora me atormenta la creencia desconcertante de que mi insensatez al admitir a la señorita Hirata y luego expulsarla fue lo que la llevó a la depravación y, en última instancia, a la muerte.

Cuando decidí expulsar del instituto a la señorita Hirata, llamé a sus tutores, al señor y la señora Johnson, y les hablé de lo ocurrido. La señora Johnson se puso furiosa, mucho más que su marido; recuerdo oírla decir que quería echarla de casa de inmediato. Le animé a hacerlo, porque yo también estaba enfadado con la señorita Hirata. Pero, no importaba lo que hubiera hecho, todavía era menor de edad y no se la podía responsabilizar por sus acciones. Más bien, la culpa debía de ser del entorno en el que había crecido. Aunque me di cuenta de eso, no fui capaz de superar mi ira contra ella.

Y también contra su hermana mayor. Oí que, después de que expulsaron a la señorita Hirata, lejos de alegrarse, se volvió aún más taciturna. No creo que sea una exageración decir que fui responsable de crear el conflicto entre ellas. La hermana mayor ingresó en la escuela a fuerza de trabajo, y sólo mi curiosidad permitió que se admitiera a su hermana pequeña, Yuriko. No se pueden hacer experimentos biológicos con los seres humanos.

El destino de Kazue Sato también pesa gravemente en mi conciencia. Es cierto que la señorita Sato fue blanco de humillaciones mientras fue estudiante del Instituto Q para Chicas. No puedo evitar pensar que la causa de esas humillaciones estaba directamente relacionada con el hecho de que Yuriko Hirata hubiera sido admitida en el sistema escolar Q. Dado que la señorita Sato admiraba a la señorita Hirata y estaba enamorada de mi hijo, la hermana mayor de la señorita Hirata la trataba de manera terrible. Me llegaron rumores de su comportamiento, estoy seguro, pero no hice nada, tan sólo fingir que no me daba cuenta. Para la señorita Sato, la vida en el Instituto Q para Chicas —una vida por la que había luchado larga y duramente— debió de ser una pesadilla terrible. Con la creencia de que la competencia es un aspecto inevitable en la población de una especie, me limité a permanecer a un lado y observar.

El esfuerzo no tiene nada que ver con los cambios en la estructura y la fisonomía que se desarrollan como consecuencia de una intensificación del individuo. De hecho, es inútil. Y la razón es que esos cambios son azarosos. Pero yo, como profesor —no, el sistema educativo en conjunto— empujé a la señorita Sato hacia la inutilidad. Tanto en la universidad como en el trabajo, se dedicó a esforzarse hasta que acabó vencida. De manera fatal, fue entonces cuando los cambios en su estructura tuvieron lugar y, por desgracia, esos cambios dependían por completo del deseo masculino. Que dichos cambios fuesen diametralmente opuestos al lema de nuestro colegio de autosuficiencia y confianza en uno mismo se debe a mi propio egoísmo banal, estoy convencido de ello. Si no hubiera admitido a la señorita Hirata en la escuela, puede que la señorita Sato hubiese acabado sus años de instituto sin padecer bulimia.

Cuando la población desciende, las formas de vida individuales aprenden a vivir de manera independiente y aislada. Cuando el sentido individual se intensifica, las formas de vida desarrollan estrategias de supervivencia de grupo, y cambian de tamaño y de estructura. Pero las jóvenes estudiantes sienten que no pueden sobrevivir aisladas. La competencia entre ellas es dura, y la base de dicha competencia está fundada en el rendimiento académico, la personalidad y la seguridad financiera. Pero el factor más importante de todos es la belleza física, que viene determinada totalmente por el nacimiento. Y aquí es donde las cosas se complican de verdad. Algunas chicas pueden ser más guapas que otras en un rasgo determinado de su aspecto, pero en otro se verán superadas. La competencia entre ellas, por tanto, se intensifica. Yo coloqué a la bella Yuriko Hirata en dicha situación. Después de la expulsión de la señorita Hirata y de mi hijo, supe que, incluso entre los chicos, la competencia que ella había inspirado había sido tremenda. No obstante, seguí con los ojos cerrados. Es decir, dejé que las cosas se resolvieran por sí solas. Fui yo quien provocó los acontecimientos que se han desarrollado en los últimos veinte años. ¿Entiendes ahora por qué me siento responsable?

Mi querida Mitsuru:

No creo que ni siquiera una estudiante tan brillante como tú fuera ajena a esa lucha. Quizá te las arreglaste para seguir en los puestos más altos, esforzándote mucho, porque eras guapa y tus notas superaban a las de todas las demás pero, a la sombra de este conflicto, sé que trabajabas incansablemente, ¿verdad? Y el poder que te acuciaba nacía del miedo a perder, ¿no? En el momento en que olvidabas ese miedo era cuando dejabas de conseguir tus objetivos.

Yo tampoco sabía nada de esto. ¡Y me llamaba a mí mismo educador! No sabes cuánto me arrepiento por el hecho de no haber logrado ofrecer a nadie el tipo de educación que podría haberlo salvado de ese «fracaso». Pero todo eso pertenece al pasado lejano. Se han perdido tantas vidas… Y los años en los que deberías haber asentado los fundamentos de tu madurez se han malgastado mientras estabas encerrada en la cárcel. Eso me entristece mucho. Creo que como mínimo debería intentar transmitir mis sentimientos a la hermana mayor de la señorita Hirata, pero lamento decir que no recuerdo su nombre. Sí, exacto, recuerdo que incluso entonces estaba tan embelesado por la belleza de la señorita Hirata que me abrumaban los celos por mi propio hijo. ¡Cómo me avergüenza admitirlo!

Corté toda relación con mi hijo Takashi. No sé dónde está ni qué hace, ni siquiera sé si está vivo o muerto. Sólo por rumores, supe que después de que lo expulsaron siguió dedicándose a lo mismo. Se está ahogando en un veneno dulce (vivir de la explotación de las mujeres es el veneno más siniestro), y me parece bastante improbable que nunca sea capaz de salir de ese lodazal. Por lo que sé, mi esposa siguió en contacto con él secretamente, pero él nunca ha intentado contactar conmigo por lo mucho que me enfadé.

Mi mujer murió de cáncer hace tres años. La familia de mi hijo pequeño se hizo cargo del funeral. Ignoro si Takashi sabe que su madre ha muerto, porque mi hijo pequeño también ha cortado toda relación con él. Aunque no entendió por qué, él tuvo que cambiar asimismo de colegio cuando expulsaron a Takashi y a mí me despidieron del sistema escolar Q.

Mi esposa quería mucho a Takashi, y la consumía la pena por el vuelco que había dado nuestra vida. Nunca pudo perdonarme. Pero, le gustara o no, ¿acaso nuestro hijo no había presentado a su propia compañera de clase a los clientes y había aceptado el dinero por su intermediación? Lo que hizo Takashi fue vergonzoso y retorcido en mi escala de valores. No creo que sea exagerado decir que lo que hizo mi hijo me llevó a la destrucción.

Según la investigación que hizo el colegio, ¡Takashi ganó varios cientos de miles de yenes! Cogió el dinero que había ganado, su permiso de conducir y se compró un coche de importación. A mis espaldas, llevaba una vida desenfrenada y lujosa, mientras le pagaba a la señorita Hirata casi la mitad del dinero que recaudaba. Su comportamiento fue despreciable, a la misma altura que el de un animal. Se llenó los bolsillos ultrajando el cuerpo y el espíritu de la señorita Hirata. Pero tanto mi mujer como yo nunca sospechamos nada, aunque vivíamos en la misma casa. ¿Cómo pudimos no darnos cuenta? Estoy seguro de que te parece difícil de aceptar pero, mientras estaba en casa, lo mantuvo todo en secreto igual que había hecho siempre. Llevaba una doble vida.

He llegado a la conclusión de que Takashi debe de guardarme rencor, una especie de necesidad de venganza. Yo era su padre, pero al mismo tiempo también era profesor en el colegio al que él acudía. Y mis sentimientos por la señorita Hirata son fáciles de explicar. Si Takashi hubiera compartido de verdad mis sentimientos, ¿habría permitido que se prostituyera de ese modo? Pensar que lo que hacía se puede llamar «negocio» es tan despiadado que me hace temblar de horror. Privarme del amor que sentía por otra persona y del placer de mi imaginación fue otra de sus formas de herirme. Poco a poco me di cuenta del grave error que había cometido al matricular a mi hijo en mi propio colegio. Por ahí empezó todo. Soy responsable, por tanto, de todo cuanto sucedió después.

Supongo que se puede decir que el mío es un destino extraño. Sabía que la señorita Sato le había enviado a mi hijo varias cartas. En aquel momento, le dije a Takashi: «Respóndele con sinceridad». Le dije eso porque sabía que a él no le interesaba en absoluto esa chica. Me resulta imposible saber si siguió mi consejo o no. Pero el hecho de que la señorita Sato desarrollara un desorden alimentario me lleva a pensar que quizá Takashi tuvo algo que ver. No hay nada que yo pudiera haber hecho por evitarlo, pero siento un profundo arrepentimiento por haber matriculado a Takashi en el colegio.

Querida Mitsuru:

Tengo casi setenta años y aquí estoy, reflexionando sobre mi vida, viendo lo cruel que fue la juventud. No es inusual que las personas jóvenes estén demasiado centradas en sí mismas y que excluyan a los demás. Pero los estudiantes del sistema Q eran mucho peor que el resto. Y no era sólo culpa del sistema Q. Sin duda, la educación japonesa en general debería compartir la responsabilidad. Antes ya he escrito que todo cuanto enseñé a mis alumnos fue a pensar y a sentir científicamente. Pero ahora tengo un asunto bastante peor del que escribir.

No sólo no había enseñado la verdad en el colegio, sino que además me abrumó la preocupación de haber acabado depositando un «peso» de otra clase en el corazón de mis estudiantes. Esto se debía al hecho de que los alenté a creer en un sistema de valores absoluto en el que uno tenía que superar a todos los demás. En pocas palabras, me temo que alenté una forma de control mental. Y ésa es la razón por la que los estudiantes que se esforzaban todo cuanto podían pero no recibían recompensa alguna por sus esfuerzos se vieron obligados a vivir una vida lastrada por ese peso. ¿No fue así para la señorita Sato o incluso para la hermana mayor de la señorita Hirata? Ambas eran diferentes de las demás chicas, pero no te hacían sombra, querida, en lo que respecta al rendimiento académico.

El peso que depositamos en su corazón era impotente contra aquellos que quisieran destruirlas, porque les faltaba la belleza y, no importaba cuánto se esforzaran, no había nada que fuera a cambiar eso.

Querida Mitsuru:

En una carta que me enviaste desde la cárcel me confesaste que te habías sentido atraída por mí. La carta me sorprendió y me alegró al mismo tiempo. Para ser sincero, cuando era tu profesor en el instituto, mi corazón estaba cautivado por la bella señorita Hirata. Era mucho más hermosa que ninguna otra mujer que hubiera visto antes, de manera que sólo verla me llenaba de felicidad. Supongo que eso era lo que me volvía impotente frente al tremendo peso que todos sentíamos, aquella necesidad de querer ser mejores que los demás. O, mejor, debería decir que ese peso se volvió totalmente insignificante, porque la belleza natural crea tal embargamiento que la existencia del peso se niega. Y, una vez se ha negado, es más difícil soportarla. Por tanto, todos odiábamos a Yuriko Hirata por el mero hecho de existir, así que no nos quedaba más remedio que querer expulsarla del colegio.

Tal vez lo que he escrito es un poco exagerado. Pero ¿me equivoco acaso? No lo sé. Durante estos días que paso aquí en Oiwake, recuerdo retazos del pasado. Si hubiera hecho tal cosa, esa persona no estaría muerta ahora, me digo. O si al menos hubiera dicho tal y tal cosa, esa persona no se habría comportado así. Me avergüenzo profundamente.

Queridísima Mitsuru:

Puedo ver la parte buena y la parte mala en lo que hicisteis tú y tu marido, aunque, por supuesto, lo que hicisteis es totalmente imperdonable. Digo esto porque creo que vuestra fe religiosa fue parte del mismo problema. La fe religiosa no es buena ni mala por sí misma, pero ¿cómo os pudo llevar a pensar que estaba bien matar a otras personas? Tú eras una estudiante sobresaliente; a tu manera, estabas a la misma altura que la señorita Hirata. Pero perdiste la capacidad de razonar. ¿Y la señorita Hirata? ¿Pensaba de verdad que la única forma de vivir en este mundo era como prostituta, aceptando a cualquier hombre que pudiera comprarla? ¿Cómo era posible? ¿Cómo pudo desvanecerse tan fácilmente la educación que había recibido?

He escrito que me gustaría pedir perdón de rodillas a la familia de Kazue. De la misma forma, me gustaría disculparme ante la hermana mayor de la señorita Hirata por el tremendo desastre que causó mi capricho egoísta. Se ha perdido una vida preciosa, y es una tragedia.

Mientras siga estudiando mis insectos, me quedaré aquí en esta montaña helada e imperturbable. Creo que es lo mejor. Pero ¿qué haré para aliviar la tristeza que siento por ti, querida, por la hermana mayor de la señorita Hirata y por la familia de la señorita Sato? Ah, nunca podré deshacerme de los remordimientos.

Bueno, ya te he escrito otra carta larga y dispersa, justo ahora que has salido de la cárcel. Por favor, perdóname. Y, cuando te sientas más fuerte, ven a visitarme a Oiwake, me gustaría enseñarte mi trabajo de campo.

Atentamente,

TAKAKUNI KIJIMA

¿Qué os parece? ¿Acaso no son esas cartas del profesor Kijima una rebelión? Ahora ya es un poco tarde para arrepentirse, pero él sigue con sus convicciones tediosas. De verdad que no les encuentro ningún sentido. Había olvidado por completo que el hijo de Kijima se llamaba Takashi, de modo que cuando vi su nombre en las cartas, rompí a reír porque el marido de Mitsuru también se llamaba así, y ninguno de los dos me gustaba físicamente. ¡Y luego el profesor Kijima va y escribe que se había olvidado por completo de mí! «He olvidado su nombre, pero tú debes de acordarte de ella porque iba a tu clase; era una chica bastante gris». ¡Joder! Qué maleducado, ¿no creéis?, sobre todo para alguien que fue profesor. ¡Menuda farsa! El viejo chocho debe de estar volviéndose senil. Todo cuanto soy ahora es «la hermana mayor de Yuriko».

El profesor Kijima había escrito acerca de la intensificación de la conciencia individual de cada uno y de los cambios que produce en las formas de vida, pero yo no creo que se trate realmente de eso. Mitsuru, Yuriko y Kazue no mutaron; sólo se pudrieron. Un profesor de biología debería ser capaz de reconocer los signos de fermentación y putrefacción. ¿No fue él quien nos lo enseñó todo acerca de dichos procesos orgánicos? Para dar pie a un proceso de putrefacción se necesita agua, y creo que, en el caso de las mujeres, los hombres son el agua.