—Date prisa y sal de una vez —me ordenó el tipo del traje con impaciencia. Lo miré aturdido.
—No creo que pueda hacer esto. No llevo mis papeles encima. Por favor, déjeme ir.
Haciendo caso omiso de mis súplicas, el hombre me cogió de los brazos con brusquedad, me sacó del ascensor y me obligó a caminar a su lado. Era muy fuerte, así que no me quedó más remedio que seguirlo, aunque me temblaran las piernas a causa del miedo. El hombre me arrastró por un pasillo poco iluminado y nos adentramos cada vez más en el hotel. No se veía a nadie alrededor.
El suelo del pasillo estaba recubierto con una moqueta de color beige adornada con nenúfares y fénix. Era tan lujosa que lamentaba tener que pisarla. Una lámpara tenue iluminaba el fondo del pasillo, de alguna parte llegaban unas notas de música elegante y podía oler un perfume maravilloso. El miedo dio paso a una sensación de calma, y el cambio abrupto de un lugar a otro me pareció increíble. Si nunca me hubiera ido del campo, habría muerto sin saber que existía algo tan espléndido como aquello.
El hombre llamó a la última puerta. Respondió una voz aguda de mujer y la puerta se abrió de inmediato. Una joven apareció delante de nosotros, vestida con un traje azul marino y los labios pintados de rojo vivo.
—Adelante —dijo como si fuera una orden.
Miré nervioso alrededor y dejé escapar un suspiro de alivio. Había tres hombres más en la habitación, más o menos de mi edad. Supuse que también los habían reclutado igual que a mí, y que los habían llevado a ese lugar. Estaban sentados en un sofá mirando la televisión, inquietos.
Me senté con cautela al borde del sofá. Los otros hombres eran inmigrantes, igual que yo; podía saberlo sólo por la ropa que llevaban. También estaban nerviosos porque un hombre y una mujer desconocidos los habían llevado a una habitación más elegante de lo que podrían haber imaginado jamás y, como yo, no sabían qué era lo que iba a ocurrir a continuación.
—Esperad aquí —dijo el hombre, y entró en una habitación contigua.
Estuvo allí un buen rato. La mujer de los labios rojos no abrió la boca y se quedó sentada mirando la televisión con nosotros. Tenía una mirada tan astuta y penetrante que supuse que era una agente de policía o una funcionaría del gobierno. Yo ya llevaba en la ciudad tres meses trabajando como jornalero, de modo que no me costaba mucho identificar a los que no eran como yo, ya que sus maneras altivas y arrogantes los delataban.
En la televisión, las noticias mostraban imágenes de una especie de revuelta: hombres jóvenes gritaban con sangre en el rostro, los tanques circulaban por las calles y la gente corría en busca de refugio. Parecía una guerra civil. Más tarde supe que ése era el día posterior a la matanza de la plaza de Tiananmen. Hasta entonces no había oído nada de la manifestación, y me costó un tiempo creer lo que estaba viendo. La mujer con la cara astuta cogió el mando a distancia y apagó la televisión. Los hombres, nerviosos, apartaron enseguida la mirada para no cruzarla con la de ella, e intercambiaron miradas incómodas entre sí.
La habitación en la que estábamos era enorme, allí podían dormir veinte o treinta personas. Supuse que era del estilo llamado rococó. Había un fastuoso sofá de estilo occidental y un televisor muy grande. En una esquina de la habitación descansaba un mueble bar. Las cortinas del ventanal estaban abiertas y podían verse los rayos del atardecer brillando sobre el río Perla. Afuera debía de hacer calor, pero en la habitación había aire acondicionado, de modo que el ambiente era frío y seco. En una palabra, refrescante.
La mujer me clavó la mirada pero yo, impasible, me puse de pie y miré el paisaje a través de la ventana. A la derecha vi unas casuchas provisionales, adosadas, que había construido un grupo de trabajadores inmigrantes. Era una vista desagradable. No deberían permitirles construir sus casuchas en un lugar tan bonito como aquél, pensé. La plaza de Tiananmen me parecía algo lejano, algo con lo que yo no tenía nada que ver.
La puerta de la habitación contigua se abrió entonces suavemente, y el hombre que me había llevado allí asomó la cabeza y me hizo un gesto con la mano.
—Tú, ven aquí. Los demás podéis iros.
Los hombres que habían estado esperando parecieron entre aliviados y decepcionados, como si se hubieran perdido una oportunidad. Se pusieron de pie y se marcharon. Yo me dirigí a la otra habitación, desconcertado por lo que pudiera ocurrir. Allí, en medio, había una cama enorme y, al lado, una silla donde estaba sentada una mujer fumando un cigarrillo. Era bajita y tenía un cuerpo firme y compacto, el cabello teñido de color caoba, y llevaba unas gafas grandes de color rosa y un vestido de un rojo vivo. Era extravagante y debía de rondar los cuarenta.
—Ven aquí.
Su voz era sorprendentemente suave. Me hizo una señal para que me sentara en un pequeño sofá y, al hacerlo, me di cuenta de que el hombre que me había llevado allí había salido de la habitación. Sólo estábamos la mujer y yo, cara a cara. Ella alzó los ojos —que eran el doble de grandes por el aumento de las lentes— y me examinó detenidamente. «¿Qué diablos ocurre?», me pregunté mientras la miraba.
—¿Qué opinas de mí?
—Que da miedo —contesté con sinceridad, y la mujer hizo una mueca.
—Es lo que todos dicen.
Se levantó y abrió un pequeño cofre que había en una estantería al lado de la cama. Sacó lo que parecía una taza con hojas de té y metió algunas en una tetera. Tenía unas manos grandes. Luego, con cuidado, vertió agua caliente en la tetera. Me estaba preparando una taza de té.
—Este té es delicioso —dijo.
Yo habría preferido Coca-Cola, me dije, pero como no quería disgustar a la mujer, que seguro que pensaba de otro modo, me limité a asentir varias veces.
Ella continuó hablando triunfalmente:
—Este té oolong es de una calidad excepcional. Proviene de los campos que tengo en Hunan, y todos los años producimos una cantidad pequeñísima.
La mujer formó con sus manos un círculo del tamaño de una pelota de fútbol. Yo nunca había probado un té tan inusual.
—¿Cómo te llamas?
Dio un sorbo al té y me observó como si evaluara una mercancía. Su mirada era dulce pero penetrante. Sentí una punzada en el corazón. No sabía qué estaba ocurriendo, nunca había estado en una situación parecida: solo junto a una mujer cuyas intenciones desconocía.
—Zhang Zhe-zhong.
—Es un nombre muy común. Yo me llamo Lou-zhen y me dedico a escribir canciones.
Yo no entendía cómo alguien podía vivir de escribir canciones, pero incluso un paleto de campo como yo había tenido suficientes experiencias en la vida para saber que una mujer que se alojaba en un hotel tan lujoso como aquél no era una persona cualquiera. Lou-zhen, cantautora, había contratado a un tipo para que saliera a la calle y le encontrara hombres como yo. ¿Por qué? ¿Estaba relacionada con el crimen organizado? Este pensamiento me hizo temblar, y me asaltó un miedo al que ni siquiera podía darle nombre. Pero entonces Lou-zhen dijo con desgana:
—Me gustaría que fueras mi amante.
—¿Su amante? ¿Qué quiere decir?
—Quiero decir que te acuestes conmigo.
Me miró directamente mientras lo decía. Me sonrojé.
—No puedo hacer eso.
—Sí, sí que puedes —contestó con dulzura—. A cambio, te daré bastante dinero, porque quieres ganar dinero, ¿verdad? Por eso has venido a esta ciudad, ¿no?
—Sí, claro, pero… Me pagan por trabajar.
—Pues supongo que a esto también podrás llamarlo trabajo.
La mujer se dio cuenta de que lo que acababa de decir había sido extraño, porque soltó una risa algo avergonzada. Por su forma de comportarse, no podía saber si provenía de una buena familia o no.
—¿De cuánto dinero estamos hablando?
—Si lo haces bien, te daré todo lo que quieras. ¿Qué te parece? Es un buen trato, ¿no?
Durante un momento fui incapaz de responder. Tenía el corazón dividido. Por un lado, no creía que jamás pudiera llegar a ser un gigoló, no importaba cuánto me pagaran, pero, por otro, estaba harto de trabajar en la construcción, y la idea de ganar dinero rápido era extremadamente tentadora. De hecho, más que tentadora, con lo que, al final, la balanza se inclinó por el dinero. Asentí lentamente. Lou-zhen sonrió y me llenó la taza de té.
La verdad es que hay que tener mucho valor para escribir esto. No estuve seguro de divulgar estos detalles en el informe escrito que presenté anteriormente al tribunal, señoría, pero ahora he tenido oportunidad de reflexionar sobre mi vida pasada y rezo por que usted leerá lo que he escrito aquí sin prejuicios ni desprecio.
De modo que así fue como permití que la rica y madura Lou-zhen me comprara. Sabía que sólo le interesaba mi cuerpo pero, aun así, a veces me decía que tal vez me amaba porque, aunque siempre me hablaba en un tono duro e insinuante, me adoraba como si fuera su perro preferido. La razón por la que me había escogido entre otros hombres, según me dijo, fue que mi cara era la que se acercaba más a su ideal, y también le había gustado el hecho de que me hubiera levantado para mirar por la ventana en vez de quedarme sentado viendo la televisión. Yo no lo noté, pero había dos falsos espejos en la habitación donde habíamos esperado, y Lou-zhen nos había estado observando.
Me ordenaron vivir en la suite de la mujer. Mientras estuve allí —en aquel hotel espléndido—, vi, oí y sentí cosas que nunca antes había experimentado: cosas como la comida occidental y los modales en la mesa, los desayunos en la cama o una piscina en la azotea. Yo, que me había criado en las montañas y no sabía nadar, me tumbaba al lado de la piscina para broncearme mientras observaba a Lou-zhen nadar de lado a lado con unas brazadas poderosas y suaves. En la piscina sólo se permitía la entrada a los miembros del club, que o bien eran chinos ricos, o bien extranjeros. Me atraían en especial las elegantes mujeres occidentales, y me avergonzaba que me vieran allí con la poco agraciada Lou-zhen.
Empecé a beber: cerveza y whisky, o brandy y vino. A Lou-zhen le encantaba ver vídeos de películas americanas. Rara vez veíamos programas de actualidad. Yo quería saber qué había ocurrido en la plaza de Tiananmen, y qué había pasado después, pero dado que Lou-zhen nunca compraba periódicos, no había forma de enterarse. Una vez dejó caer que, de joven, había estado en Estados Unidos. En aquel tiempo, los únicos que iban al extranjero o eran funcionarios del gobierno o estudiantes de intercambio, de modo que para mí era un misterio cómo había salido Lou-zhen del país. Sin embargo, nunca le pregunté nada. Cumplía con mi papel de amante joven a la perfección, viviendo a cuerpo de rey en aquel maravilloso ático del hotel Cisne Blanco, un lugar a la altura del cielo.
Puede que la habitación rozara el cielo, pero Lou-zhen era una persona desagradable. Si yo expresaba la más mínima opinión sobre cualquier cosa, ella se enfurecía y me lo prohibía con arrogancia y altivez. Llegó un momento en que valoré la idea de cortar mi relación con ella y huir a cualquier parte donde pudiera vivir mi vida, pero toda mi existencia se reducía entonces al ático y a la piscina en la planta veintiséis. No se me permitía deambular por el hotel libremente ni salir de él a mi antojo. Una semana después de acordar vivir con Lou-zhen ya me arrepentía de mi decisión.
Unos diez días después del incidente de la plaza de Tiananmen, ocurrió algo. Sonó el teléfono junto a la cama, y cuando Lou-zhen respondió, empalideció de forma extraña. Su tono de voz era tenso.
—Bueno, entonces, ¿qué debería hacer? Supongo que volver de inmediato.
Después de colgar todavía estaba inquieta. Se inclinó hacia mí e hizo como si me abrazara por detrás.
—Ha surgido un problema en Pekín.
—¿Tiene algo que ver contigo?
Lou-zhen se levantó y se llevó un cigarrillo a la boca.
—¡Deng Xiaoping ha tenido que hacerlo! —murmuró.
No dijo nada más. Sin embargo, aquello fue suficiente para que yo me diera cuenta de que el entorno de Lou-zhen era misterioso porque su padre debía de ser un miembro importante del Partido Comunista y, después de Tiananmen, sin duda debía de estar en una situación difícil.
Lou-zhen estuvo de un humor de perros el resto del día. Recibió más llamadas, que la dejaron deprimida, angustiada y enfadada. Yo me senté a ver una película de Hollywood hasta que ella me dijo:
—Tendré que volver a Pekín por un tiempo. Tú me esperarás aquí.
—¿No puedo ir contigo? Nunca he estado en Pekín.
—No, eso es imposible.
Lou-zhen negó enérgicamente con la cabeza.
—En ese caso, ¿podré moverme a mis anchas por el hotel?
—Supongo que no me queda otra elección. Pero asegúrate de que él siempre está contigo.
«Él» era su guardaespaldas, el tipo que me había llevado hasta Lou-zhen.
—Vayas a donde vayas, deberás decírmelo antes, y te prohíbo tontear con otras mujeres. Si me haces una jugarreta semejante, me aseguraré de que te encierren.
Con esa amenaza, Lou-zhen partió hacia Pekín. Se llevó consigo a Bai Jie, la mujer de los labios pintados de rojo. Bai Jie era su secretaria y vivía en el mismo piso del hotel. La mujer debía de detestarme, porque siempre que estábamos cerca apartaba la mirada con desprecio. El guardaespaldas y el conductor de la limusina no eran mucho mejores. Debían de imaginarse que Lou-zhen se cansaría de mí antes o después, así que siempre que ella no estaba cerca se comportaban de forma grosera conmigo.
Yo quería salir del hotel de alguna forma. El día después de que Lou-zhen y la secretaria se marcharon, me dediqué a explorar el establecimiento bajo la atenta mirada del guardaespaldas.
—¿Quién es el padre de Lou-zhen? —le pregunté en el ascensor.
La primera vez que lo había visto, cuando me llevó a aquel lugar, el hombre me daba miedo, pero para entonces mi actitud ya había cambiado por completo, algo que era obvio que a él no le gustaba. No respondió y apartó la mirada, así que decidí amenazarle con un chantaje.
—¿Sabes? Cuando vuelva Lou-zhen le diré sin tapujos que tú y su secretaria le sisáis cigarrillos y bebida y que luego las vendéis.
El guardaespaldas se quedó lívido.
—Si tanto quieres saberlo, te lo diré —contestó con el ceño fruncido—, pero un ignorante como tú tampoco va a reconocer el nombre.
—Prueba.
—Li Tou-min.
No pude creer lo que oía y a punto estuve de caerme al suelo por la sorpresa. Li Tou-min era el número dos del Partido Comunista Chino. Lou-zhen me había amenazado con enviarme a prisión si intentaba escapar, pero yo no me había dado cuenta de lo serio que era todo aquello. Me había enredado con una mujer muy peligrosa.
—¿Estás de broma?
Lo cogí de los hombros pero él se desembarazó de mí.
—Es la hija mayor de Li. Que las cosas marchen bien o mal para ti depende de cómo te comportes. Todos los que hubo antes que tú eran unos idiotas. Se vieron rodeados de toda esta vida lujosa y olvidaron que nosotros éramos los que los habíamos sacado del barro apestoso del campo. En esos momentos es cuando Lou-zhen puede ser realmente vil. Se asegura de que vuelvan a saber qué son exactamente.
—¿Me estás diciendo que estaré bien mientras vigile dónde piso?
El guardaespaldas no respondió, sólo sonrió. Me preparé para intentar golpearle allí mismo. Pero justo cuando me disponía a atacar, el ascensor dio una sacudida porque llegábamos a la planta baja, las puertas se abrieron y apareció ante mí un mundo por completo diferente.
Olvidé todo lo relacionado con Lou-zhen. Había familias que pululaban por el vestíbulo en camiseta, hombres de negocios se abrían camino a paso ligero, y también estaban los porteros con sus libreas marrones. Había estado escondido en la suite de Lou-zhen mucho tiempo, al menos hacía dos semanas desde la última vez que había estado fuera. Una mujer occidental con un vestido corto pasó por mi lado y me sonrió al cruzar mi mirada. ¡Qué grande era el mundo! Estaba completamente fascinado por todas las personas diferentes que veía caminar de un lado a otro del espacioso vestíbulo; personas que exudaban el lujo y la riqueza de la paz. Quería convertirme en uno de ellos, mejor dicho, estaba decidido a ser uno de ellos. Mi corazón, dominado por un deseo de riqueza y libertad, también sentía cierta amargura. Se apoderó de mí el deseo de escapar y, como si leyera mis pensamientos, el guardaespaldas me dijo con voz áspera al oído:
—Recuerda: vigila lo que haces. Tu ropa, tus zapatos, todo pertenece a Lou-zhen. Si huyes, ella te acusará de robo.
—Cabrón.
—Paleto de pueblo.
—Mira quién fue a hablar.
—Yo soy de Pekín.
Mientras intercambiábamos insultos, paseamos por el vestíbulo de un lado a otro sin un asomo de disgusto en nuestros semblantes.
Era cierto que el polo blanco, los vaqueros y los zapatos me los había dado Lou-zhen. El polo era de Fred Perry; los vaqueros, unos Levi’s, y las zapatillas, unas Nike de piel negra con la raya blanca. En aquella época, probablemente podías contar con los dedos de una mano los chinos en el mundo que podían permitirse llevar unas Nike. Cuando me dieron las que llevaba, estaba tan feliz que no cabía en mí. Todas las mañanas las tomaba entre mis manos como si fueran el regalo más precioso que jamás pudiera imaginar. Y, precisamente porque iba vestido de un modo tan impecable, las personas que me veían me miraban con respeto.
«Ah, puede que sea joven, pero lo que es seguro es que es rico». Eso era lo que sin duda debían de decirse los porteros cuando miraban con envidia mis Nike. Hasta ese momento me había sentido abrumado por Lou-zhen. Respiraba aquel aire de su riqueza hasta que sentía que mis pulmones iban a explotar, porque la riqueza brilla más si está acompañada por la admiración. Si no hay nadie para apreciar tu riqueza, ésta pierde la mitad de su valor. Cuando me di cuenta de esto, supe que tenía que alejarme de Lou-zhen, debía escapar de sus garras.
Me senté en un sofá que había en una esquina del vestíbulo para disfrutar mejor de mi aspecto con aquella ropa cara. Justo delante del sofá había una ventana en la que podía verme reflejado y, cuando el guardaespaldas me vio admirando mi ropa, sonrió con placer.
—¡La ropa hace al hombre! ¿Sabías que esas prendas elegantes que llevas le sentaban igual de bien al tipo que estaba antes que tú?
Estaba consternado. ¿Aquella ropa era de segunda mano? Había dado por supuesto que era nueva.
—¿Qué le ocurrió al otro?
—Veamos… Aquel mierdecilla era de la provincia de Hei-longjiang. Lo pillamos sirviéndose del preciado té de Lou-zhen, y eso fue suficiente. El gilipollas que había antes venía de la región autónoma del interior de Mongolia. Se llevó el anillo de rubí de Lou-zhen a la piscina y perdió la piedra. Dijo que quería ver cómo era una joya bajo el agua. ¡No podía esperarse otra cosa de un paleto como ése! Ambos disfrutan ahora de la hospitalidad de la cárcel.
Al oír aquello me inundó una nueva oleada de terror. ¿Era ése el destino que me esperaba? Sólo habían pasado dos semanas desde que había ido a vivir con Lou-zhen, y ella estaba prendada de mí pero yo no la soportaba. Desde ese momento, en lo único que podía pensar era en alejarme de ella, y también en aprovecharme de todo cuanto pudiera.
Tendrán que perdonarme, pero no creo que aquello fuera robar. ¿Por qué? Porque no había recibido una compensación suficiente por el duro trabajo que había hecho. Al principio, Lou-zhen me había prometido un salario, pero no me pagaba más que veinte yuanes al día. Yo no creía que fuera justo porque, al fin y al cabo, me había prometido más. Pero, cuando se lo dije, contestó: «No, no. Te estoy pagando cien yuanes al día, pero cuando descuento la habitación y las comidas, es lo que queda. Por descontado, no te cobro ni los cigarrillos ni la bebida».
El guardaespaldas me cogió del brazo.
—Es hora de volver.
Como no tenía otra opción, me puse de pie sintiéndome como un miserable prisionero. Un patético campesino secuestrado por la hija de un importante miembro del partido.
—Mira. —El guardaespaldas me dio un golpecito con el codo—. Mira al niño del cochecito.
Un hombre y una mujer blancos, seguramente un matrimonio norteamericano, cruzaban el vestíbulo con un cochecito para bebés. Se pararon frente a la fuente. Observé incrédulo a la familia, que estaba allí sonriendo, feliz. ¿Cómo podía alguien tener tanto dinero para llevar a toda su familia de vacaciones? El marido llevaba unas bermudas y una camiseta, y la mujer, una camisa a juego y unos tejanos. Eran una pareja blanca, sana y fuerte, pero el niño del cochecito —tan pequeño que apenas podía sentarse— era asiático. ¿Acaso aquellos extranjeros caritativos habían adoptado a aquel patético huérfano chino?
—¿Qué ocurre? —pregunté.
El guardaespaldas hizo un gesto en dirección al vestíbulo. Había parejas blancas por todas partes, igual que aquélla, empujando cochecitos de bebé, y en todos ellos había niños o niñas chinos vestidos con ropita inmaculada, recién comprada.
—Mediación para la adopción.
—¿Quién?
El guardaespaldas levantó la vista al techo.
—¿Lou-zhen tiene algo que ver con esto? Me dijo que era cantautora.
—Eso es lo que dice siempre pero, dime, ¿has oído alguna de sus canciones?
Cuando negué con la cabeza, el guardaespaldas dejó escapar un resoplido.
—Su trabajo real es el de intermediaria en adopciones. Administra una organización de caridad.
Yo dudaba de que hubiera mucha caridad en ello, porque a Lou-zhen le gustaba el lujo. No trabajaría a menos que le pagaran bien, aunque ignoro los detalles, así que no voy a hablar de algo que no me incumbe. De lo que quiero escribir no es de la adopción en sí misma sino, más bien, de esto otro: al ver a todos aquellos bebés no pude evitar sentirme celoso. Eran muy afortunados por poder viajar a Estados Unidos mientras todavía eran lo bastante pequeños para no enterarse de nada. Qué fácil les iba a resultar crecer como norteamericanos.
Yo nací y crecí en China, pero ni una sola vez, aunque viví allí durante mucho tiempo, me ayudó nadie. Si naces en el campo, lo que se espera de ti es que te quedes en el campo. Si quieres ir a la ciudad, necesitas un permiso para hacerlo. Y olvídate de viajar al extranjero. Aquellos que llegábamos a la ciudad como trabajadores inmigrantes llevábamos una vida precaria, siempre intentado evitar las trampas de la ley.
Estaba absorto en estos pensamientos cuando de repente el guardaespaldas me pellizcó el codo.
—¡Eh, despierta! Y, para que te enteres, me llamo Yu Wei. Para ti, «señor». No lo olvides, gilipollas.
Más tarde, Yu Wei me explicó que Lou-zhen había tenido que volver a toda prisa a Pekín porque habían herido de gravedad a su hermano pequeño durante las revueltas que siguieron a las protestas de la plaza de Tiananmen. Al parecer, le habían roto el brazo y lo habían arrestado. Lou-zhen tenía dos hermanos, bastante más jóvenes que ella. Uno era artista, especializado en grabados, y vivía en Shanghai. El otro vivía en Pekín y tenía una banda de rock con sus amigos, con la que había dado varios conciertos frente a las tiendas de campaña en las que los estudiantes hacían su sentada en la plaza de Tiananmen.
Lou-zhen pasó en Pekín más tiempo del esperado. No podía ayudar a su hermano y tuvo que alargar su estancia allí. Si el padre hubiese usado su poder político, podrían haber sacado al chico enseguida, pero habían grabado el concierto y lo habían emitido por el noticiario. El país entero —el mundo entero incluso— lo había visto, de modo que no era sencillo hacer que lo soltaran porque, si lo hacían, iban a provocar un alboroto.
En todo caso, insistía Yu Wei, las autoridades deberían ser incluso más duras con él.
Li Tou-min había enviado a sus tres hijos a estudiar a Estados Unidos, les había dado dinero de sobra y les había animado a que trabajaran en alguna empresa occidental de la ciudad que quisieran. Eran muy afortunados. Como miembro de alto rango del Partido Comunista, Li podía usar su autoridad para llenarse los bolsillos.
Cuando Yu me contó todo esto, sentí más envidia que enojo. Allí estaba de nuevo: en China, el destino de una persona estaba determinado por el lugar donde había nacido. Si yo hubiera sido hijo de un miembro del Consejo de Ministros, no habría acabado cometiendo este asesinato. Me desgarra haber tenido tan mala suerte.
Pasaron dos semanas y Lou-zhen todavía no había vuelto. Estaba muy ocupada moviéndose por Pekín para asegurarse de que soltaban a su hermano. Yo, en su situación, estoy seguro de que no me habría preocupado, pero para alguien como ella, nacida en la cuna del lujo, supongo que era imposible pensar sólo en sí misma mientras corrían peligro los beneficios de su familia.
Lou-zhen llamaba a Yu Wei a diario y, mientras hablaban, él me hacía guiños cómplices y no dejaba de hacer muecas. Yo no podía parar de reír.
Llegamos a ser buenos amigos durante el tiempo que Lou-zhen estuvo fuera. Mirábamos la televisión juntos, nos servíamos el licor de Lou-zhen y, básicamente, nos lo pasábamos bien. Nuestro tema de conversación favorito eran las protestas de la plaza de Tiananmen. Yu Wei me llamó la atención sobre una de las jóvenes activistas que salía en los noticiarios que veíamos. Estaba organizando a los demás a su alrededor.
—Ésa es problemática, Zhe-zhong —dijo Yu Wei—. Puedo decirlo por sus ojos. Si te pilla una chica como ésa, no sacarás nada bueno de ella.
Yu Wei tenía treinta y dos años. Decía que era de Pekín, pero en realidad provenía de un pueblo agrícola de las afueras. Su madre había sido sirvienta de la familia Li durante años y le había conseguido a Yu Wei su trabajo como guardaespaldas.
Yu Wei también era una mala influencia. Por ejemplo, había traído una botella de whisky barato y lo había mezclado con el buen whisky escocés de Lou-zhen, husmeaba en la papelera en busca de borradores de cartas que Lou-zhen había tirado porque pretendía guardarlos como seguro en caso de que algún día tuviera que hacerle chantaje. También buscó por los cajones de su escritorio la llave del cofre, lo que a mí me preocupaba porque, si lo descubrían, me cargarían el muerto a mí. Pero él sólo se reía y me decía que era un gallina.
Un día recibimos la noticia de que Lou-zhen llegaría la tarde del día siguiente, así que Yu Wei y yo fuimos a la piscina de la azotea porque para él era un placer prohibido.
—¡Esto es el jodido paraíso! —exclamó Yu Wei.
El agua de la piscina de veinticinco metros de longitud era clara, y el fondo pintado de azul centelleaba con los rayos del sol. Soplaba una brisa cálida. Tal vez las calles más abajo eran ruidosas, pero allí en la azotea nada interrumpía la calma. Había menos de diez personas y nadie se estaba bañando, sino que permanecían sentados sin el más mínimo interés por los demás, disfrutando tan sólo de los rayos del sol que quemaban su cuerpo.
Había un pequeño bar en una de las esquinas. No me había fijado en qué momento había llegado, pero una mujer estaba allí sentada como si esperara a alguien. El cabello largo le caía por la espalda, e iba vestida con unas gafas de sol a la moda y un biquini finísimo. Las mujeres respetables nunca iban a la piscina solas, de modo que supuse que era una prostituta que esperaba a que se le acercara un cliente.
—¿Te imaginas que quisiera hacérselo con nosotros?
Cuando Yu Wei oyó lo que había dicho, me enseñó un fajo de dinero en metálico que tenía escondido bajo la toalla.
—¡Con esto lo haría!
—¿De dónde has robado eso?
Tenía que ser el dinero de Lou-zhen. Que le adulteráramos el whisky, pase, pero sisarle dinero iba a ser un problema. Me quedé lívido.
—¡Mierda! ¿Y si piensa que he sido yo?
—¡Tranquilo! —contestó Yu Wei, molesto. Encendió un cigarrillo—. Cuando acabemos, haremos que esa mujer nos lo devuelva y lo dejaremos en su sitio antes del amanecer.
—Pues, entonces, vamos allá.
Yu Wei cogió algunos billetes del fajo y me los puso en la mano. La mujer sorbía de la pajita, mirando en otra dirección, y no se dio cuenta de que nos acercábamos. Era realmente atractiva: sus brazos y sus piernas eran largos y esbeltos, y el rostro, pequeño y ovalado.
—Hola, ¿qué tal? —le dije.
Ella se volvió y, al quitarse las gafas, dejó escapar un grito. Consternado, miré a los grandes ojos de Mei-kun mientras éstos se llenaban de lágrimas.
—¡Zhe-zhong!
—¿Qué pasa aquí? —preguntó Yu Wei con desconfianza.
—¡Es mi hermanita!
—No es posible. ¿Sois hermanos? Pero si no os parecéis en nada.
Me molesté muchísimo al ver que la expresión de la cara de Yu Wei pasaba de la sorpresa a la burla. Sin duda estaba pensando que había dado con una pareja de prostitutos, hermano y hermana.
Cuanto más me fijaba en Mei-kun, más me parecía una prostituta. El maquillaje que llevaba era demasiado llamativo para una mujer que simplemente había ido a la piscina a tomar el sol, y llevaba el cabello teñido de caoba igual que una vulgar puta barata. Estaba feliz de verla de nuevo, pero no podía evitar sentir cierta amargura. «¿Me dejaste plantado en la estación de Guangzhou para acabar en este estado lamentable? ¡Justo lo que te advertí!». Casi no podía reprimirme, quería gritárselo. Mis emociones eran confusas, no sabía qué pensar, así que me quedé allí perplejo hasta que Mei-kun dio una palmadita en el hombro a Yu Wei.
—¿Te importa? Tenemos mucho de que hablar —le dijo—. Un poco de privacidad, por favor.
Yu Wei, disgustado, se encogió de hombros, compró una cerveza y se sentó en una silla lejana con un periódico.
—¡Oh, Zhe-zhong, me alegro tanto de verte! Tienes que sacarme de Guangzhou, por favor. Ese Jin-long tiene el corazón tan negro como una serpiente, me envía a buscar clientes y luego se queda con todo el dinero. Si me quejo, me pega. Ahora mismo me está esperando abajo, en el vestíbulo. Me ha enviado aquí arriba para que encuentre a un cliente. ¡Escapemos juntos!
Mei-kun, nerviosa, miró a la gente que había alrededor de la piscina. Me impresionó verla en ese estado. Ella, que siempre había sido tan segura de sí misma, y que tan rápidamente le daba la vuelta a una situación para ponerla de su parte. Pero ¿quién era yo para hablar? Tan pronto como regresara Lou-zhen, yo debería ser de nuevo su pequeño perrito faldero. ¿Qué podía ser más patético que un hermano y una hermana que acabaran de esa forma? Me sentía atrapado, como si un ser mucho mayor que yo me abrumara, un ser del que era imposible huir. A menos que se haya experimentado una desesperación parecida, no es posible entenderla. No podía escapar. Pero ¿por qué tenía tanto miedo de Lou-zhen?
—Es fácil decir que tenemos que huir, pero ¿adónde iríamos?
Mi pregunta era endeble y difusa, pero la respuesta de Mei-kun fue rápida y segura:
—Vayamos a Shenzhen.
Y de esta forma Mei-kun decidió, como ya había hecho antes, la siguiente parada de mi peregrinaje: Shenzhen. Era otra de las llamadas zonas económicas especiales, según había oído. En Shenzhen se ofrecían todo tipo de trabajos y pagaban bien. Ahora que ya llevo muchos años viviendo en Tokio, cada vez que tomo el tren hacia la estación de Shinsen me acuerdo de China. La pronunciación de los dos nombres es muy parecida: «Próxima parada, estación de Shinsen», anuncia el conductor por el sistema de megafonía, y, por un instante, me traslado a ese preciso momento. Es una sensación extraña.
—Es una buena idea, pero ¿cómo lo vamos a hacer?
Miré desesperado al cielo. Una vez que Lou-zhen supiera que me había escapado me perseguiría utilizando todas sus influencias y contactos. No quería acabar en la cárcel, eso era tocar fondo. Mei-kun me cogió el brazo con fuerza y se quedó inmóvil.
—Verás, debes tomar una decisión. No tendremos otra oportunidad como ésta.
Me volví para mirar a Yu Wei, que me observaba fijamente. ¿Sospechaba algo?
—Zhe-zhong, ¿quieres que sea una puta toda mi vida?
No. Negué con la cabeza como si me hubieran dado una bofetada. Supongo que es prácticamente imposible que nadie pueda saber cómo me sentía. Había crecido junto a Mei-kun y la quería mucho, ella era una presencia muy importante para mí, pero desde que me había abandonado, mi corazón le guardaba resentimiento. El odio es algo terrorífico. Me asaltaba un deseo cruel, la esperanza de que Mei-kun también sufriera un destino aciago, pero, aunque sabía que estaba sufriendo, eso no me hacía sentir mejor. Y la causa era que ver a Mei-kun angustiada también me hacía sufrir a mí. Al final, decidí escapar con ella por una razón: no soportaba imaginar a mi hermana acostándose con otros hombres. Estaba celoso. Sentía como si estuvieran dañando algo que fuera mío, algo propio.
—Pero ¿qué se supone que puedo hacer? Yu Wei no me quita ojo de encima.
Cuando le expliqué con detalle cuál era mi situación, Mei-kun habló con vivacidad.
—No te preocupes. Dile que quiero acostarme con él. Actuaremos un poco, ¿te parece?
Llevé a Mei-kun del brazo hasta él.
—Yu Wei, mi hermana me ha dicho que le interesas.
Se levantó echando la silla hacia atrás. Podía ver el orgullo en su rostro.
—¿Ah, sí? Le habrás contado cosas buenas de mí, ¿no?
Yu Wei echó a andar, pavoneándose. Lo seguimos y los tres volvimos al ático de Lou-zhen. Mei-kun quedó maravillada al ver las lujosas habitaciones. Me miró con envidia.
—Zhe-zhong, ¿vives aquí? Esto es increíble, como un sueño. ¡Tienes aire acondicionado, televisión, servicio de habitaciones…!
Yu Wei se esforzó por reprimir una risa sarcástica. Eso me enojó y me volví hacia él.
—Yu Wei, mi hermana no sale barata. Tendrás que pagar mil yuanes por adelantado.
Sin protestar, Yu Wei le entregó a Mei-kun el fajo de billetes que me había enseñado en la piscina. Era el dinero que le había robado del cofre a Lou-zhen, de modo que puse el dinero sobre el escritorio. Si ella me acusaba de que faltaba algo, iba a tener serios problemas. Mientras Yu Wei iba a la habitación de Lou-zhen para encender el aire acondicionado, Mei-kun susurró:
—Nos escaparemos mientras esté en el baño. Zhe-zhong, prepáralo todo y espera el momento.
Luego Mei-kun tomó a Yu Wei de la mano y ambos entraron en la habitación de Lou-zhen. Oí correr el agua de la ducha. Estaba tan nervioso que no sabía qué hacer. Me sentaba y, un instante después, ya estaba de nuevo de pie, caminando de un lado a otro. No conseguía tranquilizarme. De repente, Mei-kun salió a toda prisa de la habitación.
—¡Zhe-zhong, vamos!
Le cogí la mano y salimos del ático de Lou-zhen. Mientras Mei-kun corría por el pasillo, rompió a reír a carcajadas.
—¡Ah, me siento de maravilla!
Pero yo estaba demasiado preocupado por lo que todavía podía pasar, y no era capaz de compartir su alivio todavía. Cuando llegamos al ascensor, me acordé de repente de la camiseta rosa que le había comprado. Me la había dejado en el ático. Sin darme cuenta, dejé escapar un grito, pero a Mei-kun sólo le interesaba el dinero.
—¡Caray, nunca había ganado tanto!
Abanicó los billetes delante de mí: era el dinero que había dejado sobre el escritorio.
—¿Por qué has cogido eso? ¡Ese dinero no es de Yu Wei!
—No seas estúpido, no podemos escaparnos sin dinero.
Mei-kun guardó los billetes en su bolso de marca.
—Me acusarán de un crimen.
Ella no le dio importancia. En los cuatro meses que hacía desde que nos habíamos separado en la estación de Guangzhou, noté que mi hermana había cambiado. Miré su rostro, el rostro de la hermanita a la que tanto había amado: tenía la nariz un poco respingona, los labios ligeramente arqueados, la cara rellena y adorable. Me entraban ganas de abrazar su cuerpo esbelto. Era tan bella y tenía un corazón tan malvado…
No cabía duda de que estábamos huyendo con el dinero de Lou-zhen, un crimen que se iba a pegar a mí como una camiseta mojada. El corazón me dio un vuelco. De alguna forma, la camiseta rosa que había dejado olvidada simbolizaba todo cuanto me había sucedido, era la inocencia que una vez nos había pertenecido a Mei-kun y a mí. La había olvidado en la habitación de Lou-zhen, y viviría sin poder recuperarla nunca.
Cuando cruzamos el vestíbulo vi a un hombre con una camisa hawaiana que fumaba un cigarrillo. Alzó la vista alarmado cuando nos oyó acercarnos. Era Jin-long. Llevaba gafas de sol pero no cabía duda de que era él. Se puso de pie de un salto y empezó a perseguirnos.
—¡Taxi! —grité con impaciencia al portero.
Y de esta forma ambos conseguimos salir a duras penas de Guangzhou.
De acuerdo, el inspector Takahashi me acaba de reprender por escribir demasiado sobre asuntos que no tienen nada que ver con el caso. Me han dado una oportunidad preciosa para escribir sobre el crimen que he cometido. Asesiné a una mujer que ni siquiera conocía y en esta declaración debería estar reflexionando sobre mi propia estupidez, pero sin embargo aquí estoy, dando cuenta de mi educación banal y de todas las actividades vergonzosas en las que me he visto envuelto. Pido disculpas al inspector Takahashi y a su señoría por obligarlos a leer esta perorata larga e insignificante.
No obstante, si he escrito sobre la vida que llevaba en mi país natal es porque quiero que entiendan que todo cuanto quería era tener la oportunidad de ganar el dinero que necesitaba para vivir de forma independiente y confortable sin tener que recurrir a un comportamiento indecoroso. Aun así, estoy en la cárcel de todas formas, obligado a resistir día y noche los interrogatorios de los inspectores, e incluso a tener que sufrir la humillación de que me acusen por el asesinato de Kazue Sato. No tuve nada que ver con su muerte. Lo he dejado claro varias veces. Pero déjenme decirlo para que quede constancia: no tuve nada que ver con el asesinato de Kazue Sato. No sé nada de ella, de modo que no puedo escribir nada de ella aquí. El inspector Takahashi me ha ordenado que escriba sobre lo que sé de los asesinatos en cuestión, de modo que me voy a apresurar para acabar mi relato.
Se necesitaba un pase para entrar en la zona económica especial de Shenzhen, un pase que por supuesto nosotros no teníamos. Así que decidimos instalarnos primero en Dongguan, un municipio pequeño que no está muy lejos, y nos dispusimos a buscar trabajo. Conocida como la segunda zona fronteriza, Dongguan es una ciudad próspera, y los chinos que trabajan en Shenzhen van allí a gastarse su dinero. Curiosamente, los chinos que viven en Hong Kong piensan que los precios en Shenzhen son baratos, y acuden a la ciudad para ir de compras y disfrutar. Los chinos que viven en Shenzhen tienen la misma opinión de Dongguan, porque está cerca de una de las zonas económicas especiales. Mei-kun encontró trabajo cuidando a los hijos de algunas mujeres que trabajaban como chicas de alterne, y yo me empleé en una fábrica de latas.
Creo que ése fue el período más feliz de mi vida. Ambos vivíamos en armonía, ayudándonos el uno al otro como si fuéramos marido y mujer, y después de casi dos años de duro trabajo habíamos ahorrado suficiente dinero para comprar dos pases a Shenzhen. Nos trasladamos allí en 1991.
Tuvimos la suerte de encontrar empleo en el mejor club de karaoke de Shenzhen: Mei-kun como chica de alterne y yo como subencargado. Mei-kun fue quien me ayudó a conseguir el trabajo. La habían seleccionado antes, y dijo que sólo trabajaría si también me contrataban a mí, aunque por mi parte no me entusiasmaba especialmente que ella trabajara como chica de alterne, ya que sentía que podría ser muy fácil que volviera a caer de nuevo en la prostitución. A Mei-kun, en cambio, le preocupaba que yo me enamorara de alguna de las chicas del club. De modo que no nos quitábamos ojo el uno al otro, una situación muy peculiar entre hermano y hermana.
¿Por qué vine a Japón? Es algo que me preguntan a menudo. Mi hermana pequeña fue, como siempre, quien determinó mi destino. Yo, por mi parte, siempre había querido viajar a Estados Unidos, pero Mei-kun se oponía tajantemente. En Estados Unidos se aprovechaban de los trabajadores chinos y sólo les pagaban un dólar por hora. Pero en Japón íbamos a poder ganar más, ahorrar y luego trasladarnos a Estados Unidos con ese dinero. La lógica de Mei-kun siempre se imponía sobre mi voluntad débil e indecisa. Yo no estaba de acuerdo con ella pero, como de costumbre, tampoco podía oponerme.
Un día ocurrió algo que me convenció de que lo mejor era ir a Japón cuanto antes. El dueño del club me llamó a su despacho.
—Ha venido un hombre de Guangzhou buscando a un tipo llamado Zhang de Sichuan. Parece ser que ha estado preguntando por todas partes. ¿Es a ti a quien buscan?
—Hay mucha gente de Sichuan que se llama Zhang —respondí con indiferencia, sin parpadear siquiera—. ¿Qué quería ese hombre?
—Me dijo que tenía algo que ver con Tiananmen. Ofrecía una recompensa.
—¿Qué aspecto tenía?
—Iba con una mujer. El tipo era un cabrón con aspecto mezquino y la mujer tenía unos ojitos redondos y brillantes.
El dueño del club, a quien no le gustaban los problemas, me miró con desconfianza. Lou-zhen había enviado a Yu Wei y a Bai Jie tras nosotros. Sentí que mi cara perdía el color y me esforcé por mantener la compostura. Si ofrecía una recompensa, no pasaría mucho tiempo antes de que alguien nos delatara, puesto que todos los que trabajaban en Shenzhen necesitaban dinero.
Aquella noche, cuando volví al apartamento, se lo comenté a Mei-kun. Ella enarcó las cejas.
—No te lo dije, pero la verdad es que el otro día vi a un tipo delante de la estación que era igual que Jin-long, y me aterroriza la idea de que un día aparezca en el club. Puede que se nos haya acabado la suerte aquí.
El club de karaoke donde trabajábamos era caro y conocido. No era la clase de sitio al que fueran los trabajadores del interior, sino que, en su mayoría, los clientes eran de Hong Kong o de Japón. Creía que era improbable que Jin-long lo encontrara, pero Shenzhen tampoco era muy grande. Tarde o temprano sin duda nos cruzaríamos con él. Las cosas allí se estaban complicando.
Al día siguiente me puse a buscar a un contrabandista que nos ayudara a pasar a Japón. Si íbamos a Shanghai, seguro que encontrábamos a muchos contrabandistas que nos ayudarían a escapar de Jin-long, pero de Lou-zhen, eso era otra historia. Su hermano pequeño vivía en Shanghai, y lo más probable es que no hubiera muchos que quisieran llevarle la contraria.
No iba a ser un asunto fácil. Poco después, una chica de alterne de Changle, en la provincia de Fujian, me dijo que allí conocía a un contrabandista. Lo llamé de inmediato y le pedí que nos introdujera en Japón.
El contrabandista quería un pago inicial de un millón de yenes sólo para cubrir el coste de dos pasaportes falsos. El resto del dinero lo pagaríamos al llegar a Japón y empezar a trabajar, dos millones más por persona. En total, por tanto, cinco millones de yenes. Suspiré aliviado. Desde que sabía que andaban detrás de nosotros, volvía la cabeza tan a menudo para ver si me seguían que tenía tortícolis permanentemente.
9 de febrero de 1992: mientras viva nunca olvidaré esa fecha, porque fue el día en que partimos en barco hacia Japón. Por pura coincidencia, era el mismo día que tres años antes Mei-kun y yo habíamos huido de nuestro pueblo. Sólo alguien que haya hecho el mismo viaje hacia este país puede entender todos los peligros que tuvimos que sortear mis compatriotas y yo. Y, cuando pienso en la muerte de mi hermana, me abruma el dolor. Nunca he querido hablar de esto con nadie, de modo que mi relato será breve y no muy detallado.
Subimos al barco cuarenta y nueve personas, la mayoría hombres jóvenes de la provincia de Fujian, y también había unas pocas mujeres de la edad de Mei-kun. Supuse que estaban casadas porque se sentaban cabizbajas muy cerca de sus compañeros. Les aterrorizaba el viaje que tenían por delante, pero se las veía decididas a no ser una carga para sus maridos. Mei-kun, en cambio, estaba imperturbable, y sacaba una y otra vez el pasaporte marrón y lo sacudía feliz en el aire, el pasaporte que pensaba que nunca iba a conseguir.
El primer barco al que subimos era un pesquero normal y corriente. Salimos del puerto de Changle hacinados en la bodega, el mar estaba en calma y la temperatura era cálida.
Suspiré de alivio. Pero cuando nos alejamos de la costa y estuvimos en mar abierto, el viento empezó a soplar con más fuerza y unas violentas olas comenzaron a zarandear la embarcación. Finalmente llegamos a un gran carguero y el capitán de nuestro barco nos dio un destornillador y nos ordenó que subiéramos al mercante. Yo no tenía ni idea de qué se suponía que debíamos hacer con el destornillador, pero trepé hasta la cubierta.
Cuando estuvimos todos a bordo del carguero, nos condujeron a un contenedor de madera muy estrecho. Lo cerraron de tal forma que nadie desde el exterior podía saber que dentro había gente. El interior estaba oscuro como boca de lobo y, con cuarenta y nueve personas embutidas en tan poco espacio, el aire enseguida se enrareció y empezó a escasear.
—Haced agujeros en los costados con los destornilladores —gritó alguien.
Todos nos pusimos a hacer agujeros frenéticamente en los costados del contenedor; yo agujereé con todas mis fuerzas, pero no importaba cuánto lo intentara, sólo conseguí hacer un agujero de medio centímetro. Pegué la boca junto a él y respiré aire fresco. No iba a morir. Poco a poco, el pánico a ahogarme desapareció, aunque no pasó mucho tiempo hasta que el contenedor se llenó de fetidez. Al principio habíamos establecido una esquina donde cada uno podría hacer sus necesidades personales pero, al segundo día, casi todo el suelo ya estaba lleno de porquería. Mei-kun, que había empezado el viaje de tan buen humor, se volvió cada vez más taciturna. Se cogió a mi mano y rechazó separarse de mí. Mei-kun tenía claustrofobia.
Al cuarto día de viaje, el motor del barco se paró y oímos a la tripulación correr de un lado a otro de la cubierta. Habíamos arribado a Taiwan pero, como nadie nos decía nada, yo pensé que habíamos llegado a Japón.
Mei-kun, que había estado a mi lado apática, mareada y claustrofóbica, se incorporó de golpe y me tiró del abrigo con fuerza.
—¿Hemos llegado ya a Japón?
—Tal vez.
No estaba seguro, así que me encogí de hombros, pero ella se puso en pie de un salto y empezó a peinarse con esmero, apenas incapaz de reprimir su alegría. Si hubiese habido más oxígeno en el contenedor, seguro que incluso se habría maquillado. No obstante después de un día entero, el barco seguía anclado, nadie había venido aún por nosotros. Mei-kun no podía estarse quieta, se levantaba y pasaba las manos por las paredes del contenedor, dando golpes.
—¡Dejadme salir!
Uno de los hombres de la provincia de Fujian que estaba agachado en la oscuridad se dirigió a mí con voz ronca:
—Tienes que calmarla. Esto es Taiwan.
Cuando Mei-kun oyó la palabra Taiwan se horrorizó.
—¡Me da igual si es Taiwan! Tengo que salir. ¡Ya no lo soporto más! ¡Que alguien me ayude!
Empezó a golpear las paredes del contenedor y a gritar, histérica.
—Oye, haz algo con tu mujer. Si la oyen estaremos jodidos.
Podría haber sido más amable, pero sentí cuarenta y nueve pares de ojos clavados en mi nuca, de manera que le di una bofetada a Mei-kun para que se callara. Cuando la golpeé, se derrumbó como una marioneta a la que le han cortado los hilos. Cayó en la zona del suelo que estaba sucia con vómitos y heces, y se quedó tendida, boca arriba, mirando la oscuridad con los ojos abiertos. Me preocupé al ver que no se movía, pero no podía permitir que Mei-kun pusiera en peligro la vida de todos los demás. Mientras estuviera quieta, pensé que lo mejor era dejarla donde estaba. Más tarde, cuando he recordado esa horrible tragedia, no podía creer que podría haberla matado de un solo manotazo en la cara. A otra persona quizá, pero no a Mei-kun. Ella era fuerte, decidida.
Al día siguiente el barco por fin zarpó de Taiwan y navegó lentamente por el embravecido mar invernal en dirección a Japón. Mei-kun seguía en el mismo lugar, prácticamente inmóvil, sin comer ni hablar. Al sexto día, por fin abrieron el contenedor. El aire del mar abierto era frío, casi helado, pero después de haber estado encerrados respirando el fétido olor del contenedor, la sensación era tonificante. Di unas grandes bocanadas de aire. Mei-kun se las arregló para ponerse en pie por su cuenta, aunque estaba muy débil. Me miró y sonrió levemente.
—Ha sido horrible.
Nunca en un millón de años hubiera imaginado que ésas iban a ser las últimas palabras de mi hermana, pero menos de veinte minutos después, cuando subimos a un pequeño barco que nos iba a llevar a través de la oscuridad hasta la costa japonesa, ocurrió el accidente. Por alguna razón, en el momento en que Mei-kun puso un pie en el barco, apareció una ola enorme que la arrojó al mar sin que nadie pudiera hacer nada. Yo había subido al barco antes que ella e intenté agarrarle la mano, pero todo ocurrió demasiado deprisa, porque mi mano ya sólo pudo agarrar aire. Mientras se hundía en el mar, Mei-kun me miró con una expresión muy asustada, y luego desapareció bajo las olas. Movió la mano hacia delante y hacia atrás durante un momento —como si estuviera diciendo adiós—, y todo lo que yo pude hacer fue mirarla mientras se desvanecía. Aunque hubiera intentado ayudarla, yo no sabía nadar. Grité su nombre pero no se podía hacer nada más. Sólo nos quedamos mirando el agua negra. Mi querida hermana pequeña murió en el mar de mediados de invierno, y el Japón con el que tanto había soñado desapareció frente a sus ojos.
Ya casi he acabado con mi relato largo y enrevesado. Inspector Takahashi, señoría, háganme el favor de leerlo hasta el final. El inspector Takahashi tituló esta declaración «Mis crímenes», y me ordenó que reflexionara sobre mi conducta errónea mientras escribía sobre mi educación y mis faltas del pasado. Ahora, cuando se me agolpan tantos recuerdos en la mente, los ojos se me llenan de lágrimas de arrepentimiento. Verdaderamente soy un hombre despreciable. Fui incapaz de salvar a Mei-kun, asesiné a Yuriko Hirata y he continuado viviendo como si nada. Ojalá pudiera volver atrás y empezar de nuevo, volver a ser el chico que era cuando me marché de casa con mi hermana pequeña. ¡Qué esplendoroso parecía el futuro entonces, cuán lleno de promesas! Y ahora todo lo que queda es este crimen. Un crimen horrible que únicamente un ser despreciable podría haber cometido. Maté a la primera mujer que conocí en este país. Creo que he acabado siendo la persona malvada que soy porque perdí a Mei-kun, mi verdadera alma.
Como inmigrante ilegal en Japón, he vivido como un gato perdido, constantemente huyendo de un lado a otro, siempre con miedo a llamar la atención de los demás. Los chinos están acostumbrados a las comunidades muy cerradas, a no vivir lejos de casa y a contar siempre con el apoyo y los consejos de los miembros de su familia. Pero aquí yo me encontraba a muchos kilómetros de mi casa, no había nadie que me ayudara a encontrar un trabajo o un lugar donde vivir; todo tuve que hacerlo solo. Y, cuando perdí a mi hermana, tampoco había nadie que me consolara. Después de trabajar duro durante tres años, por fin pude pagarle al contrabandista el dinero que me había fiado para que Mei-kun y yo pudiéramos viajar a Japón. Luego, sin embargo, ya no me quedaban muchos objetivos, e incluso perdí las ganas de ahorrar dinero. La mayoría de los hombres que conocía en Japón tenían mujeres e hijos en China y trabajaban para enviarles dinero. Yo sentía envidia de ellos.
Por aquella época conocí a una mujer que trabajaba en Kabuki-cho. Acabo de decir que Hirata fue la primera mujer que conocí en Japón, pero, de hecho, antes fui con esa mujer taiwanesa a ver la película Yellow Earth. Tenía diez años más que yo y dos hijos que había dejado en Kaohiung. Mientras trabajaba como madame en un club, iba a una escuela a aprender japonés y ahorraba dinero para enviárselo a sus hijos. Era una persona muy amable y me cuidó mucho en un momento en que yo me sentía desesperado.
Pero no importa lo amable que sea una persona si el medio en el que ha crecido ha sido diferente del tuyo; no puede saber cómo te sientes realmente. Ella no podía comprender qué suponía haber nacido en un pueblo tan pobre, haber tenido que sufrir luego las penurias del trabajo como inmigrante y, por último, padecer el martirio de haber perdido a una hermana. Esto me molestaba, y al final me separé de ella. Fue en ese momento cuando decidí emigrar a Estados Unidos.
Un perdido no tiene más elección que vivir como un perdido. Aunque compartía el alojamiento con otros hombres en un apartamento de Shinsen, todos éramos, de una forma o de otra, solitarios. Ni siquiera sabía que Chen-yi y Huang eran fugitivos hasta que me lo dijo el inspector Takahashi, porque, si hubiera sabido que eran criminales, sin duda no me habría mezclado con ellos. La razón por la que empecé a discutir con los otros hombres con los que vivía fue porque estaba planeando en secreto mi viaje a Nueva York. No era simplemente un desacuerdo por dinero.
El inspector Takahashi me ha echado en cara que me aprovechase del alquiler de mis compañeros, pero yo era el responsable de haber alquilado el apartamento a Chen, tenía que asegurarme de que el lugar estaba limpio y ordenado y debía pagar los gastos, de modo que era natural que ellos pagaran más. ¿Quién creen que limpiaba el baño? ¿Quién sacaba la basura? Yo hacía todo eso, y también me aseguraba de tender las sábanas para que se secaran.
Que los hombres con los que vivía me traicionaran me hirió profundamente, sobre todo por parte de Huang. Todo lo que dijo era mentira: que yo conocía a Kazue Sato desde hacía tiempo, que los tres habíamos mantenido relaciones sexuales con ella… No son más que mentiras desvergonzadas. Debía de tener sus propias razones para hacerme cargar con la culpa. Por favor, piensen sobre ello, inspector Takahashi, señoría, se lo ruego. Sé que ya he dicho esto muchas veces, pero nunca conocí a Kazue Sato. Esa acusación contra mí es falsa.
Conocer a Yuriko Hirata fue una desgracia para los dos. El inspector Takahashi me contó que antaño la señorita Hirata era muy hermosa y que incluso había trabajado como modelo. El inspector Takahashi prosiguió diciendo que «a medida que se hizo mayor y se volvió fea, se convirtió en una prostituta callejera». Pero yo pensé que todavía era hermosa cuando la conocí.
Cuando la vi por primera vez en Kabuki-cho, me atrajo su belleza y su juventud. No me importaba que fuera tarde aquella noche, que venía de Futomomokko, y me propuse ir por Kabuki-cho de camino a casa. Al ver a la señorita Hirata de pie bajo la lluvia, esperándome, me puse muy contento. Ella me miró y sonrió ligeramente.
—¡Casi me congelo esperándote! —me dijo.
Aún puedo recordar esa noche lluviosa a la perfección: la señorita Hirata se resguardaba bajo un paraguas y el cabello negro que le caía por la espalda, casi hasta la cintura, era igual que el de Mei-kun. El corazón empezó a latirme con fuerza. Su perfil también era igual que el de mi hermana, y ésa fue la principal razón por la que me sentí atraído por ella, puesto que llevaba tiempo buscando a Mei-kun. Los hombres con los que me relacionaba solían decirme: «Tu hermana está muerta. ¡Supéralo!». Pero yo no podía dejar de pensar que todavía estaba en este mundo y que me la iba a encontrar cualquier día.
No cabe duda de que desapareció aquella noche en el mar. Pero ¿y si la había rescatado un pesquero? Quizá aún estuviera viva. O tal vez había nadado hasta una isla cercana. Yo me aferraba a esa esperanza aunque Mei-kun había crecido en las montañas, igual que yo, y no sabía nadar. Pero era una mujer con una gran fuerza de voluntad, tenía talento. Todavía recuerdo cuando me la encontré en la piscina en Guangzhou: «¡Zhe-zhong!», gritó entonces con los ojos llenos de lágrimas. Así que paseaba por las calles esperando, deseando encontrármela.
La señorita Hirata me hizo un cumplido la primera vez que me vio:
—Tienes una cara bonita.
Y yo le respondí:
—Tú eres igual que mi hermana pequeña. Ambas sois preciosas.
—¿Cuántos años tiene tu hermana? —me preguntó mientras caminaba a mi lado. Tiró el cigarrillo que había estado fumando a un charco y se volvió para mirarme.
La miré directamente a los ojos. No, después de todo, no era Mei-kun. Estaba decepcionado.
—Está muerta —repuse.
—¿Murió?
Se encogió de hombros. Parecía tan triste que enseguida me sentí atraído por ella. Era la clase de persona con la que podría desahogarme. Luego dijo:
—Me gustaría que me lo explicaras. Vivo aquí cerca. ¿Por qué no vamos allí y tomamos unas cervezas?
El inspector Takahashi me informó de que ésas son precisamente la clase de cosas que dicen las prostitutas. Él no me cree pero, cuando conocí a la señorita Hirata, no fue el típico encuentro con una prostituta; estaba con una persona cuyo cabello y cuyo perfil eran como los de mi hermana pequeña. En mi opinión, el hecho de que la señorita Hirata comprara las cervezas y los pastelitos de soja cuando nos detuvimos en el colmado es la prueba que demuestra la veracidad de mi declaración, ¿no creen? Pienso que ella estaba interesada en mí. Claro que negociamos un precio, es verdad, pero, dado que bajó de los treinta mil yenes hasta los quince mil, creo que es obvio que yo le gustaba.
Cuando la señorita Hirata entró en su apartamento de Okubo, se volvió hacia mí y me dijo:
—¿Qué te gustaría hacer? Haremos lo que más te apetezca, sólo tienes que decírmelo.
Le dije lo que me había estado repitiendo a mí mismo una y otra vez:
—Quiero que, con lágrimas en los ojos, me mires y grites: «¡Hermano!».
Ella hizo lo que le pedí. Instintivamente, extendí los brazos y la abracé.
—¡Mei-kun, qué ganas tenía de verte!
Mientras la señorita Hirata y yo manteníamos relaciones sexuales, no cabía en mí de alegría. Supongo que es algo retorcido, pero el acto lo confirmaba todo: yo no quería a mi hermana como a una hermana; la quería como a una mujer. Y me di cuenta de que, mientras estaba viva, era eso exactamente lo que habíamos querido hacer. La señorita Hirata era muy sensible. Me miró y preguntó:
—¿Qué te gustaría que hiciera a continuación?
Aquello me volvió loco.
—Di: «Ha sido terrible», y mírame.
Le enseñé las palabras en chino. Su pronunciación era perfecta. Pero lo que me sorprendió realmente fue que en sus ojos había lágrimas de verdad. Me di cuenta de que la palabra «terrible» resonaba de manera especial en el corazón de la señorita Hirata, y lloramos juntos en la cama, abrazados. Por supuesto, yo no quería matarla, al contrario. Aunque éramos de razas distintas y de países diferentes, sentí que nos entendíamos. Cosas que no pude explicarle a la mujer de Taiwan se las pude explicar a la señorita Hirata, aunque acabara de conocerla. Fue increíble, y ella parecía compartir mis sentimientos, puesto que le cayeron unas lágrimas por las mejillas mientras la abrazaba. Luego se desabrochó la cadena de oro del cuello y la puso alrededor del mío. No sé por qué hizo algo así.
¿Por qué la maté, entonces?, me preguntan. Ni siquiera yo lo entiendo. Quizá porque se quitó la peluca con la misma naturalidad que si de un sombrero se tratara y vi que el cabello que había debajo era castaño claro con canas. ¡La señorita Hirata era una especie de extranjera que no se parecía en nada a mi Mei-kun!
—De acuerdo, se acabó el juego.
De pronto, se volvió fría. Me asustó.
—¿Es que sólo era un juego?
—¿Qué pensabas? Así es como me gano la vida. Es hora de que te vayas.
Un escalofrío me recorrió la columna mientras sacaba el dinero de mi bolsillo. Ahí fue cuando empezaron los problemas. La señorita Hirata me dijo que le diera todo lo que llevaba, veintidós mil yenes. Cuando le pregunté por qué había cambiado el precio, me respondió disgustada:
—Los juegos incestuosos cuestan más dinero. Quince mil yenes no es suficiente.
¿«Incestuosos»? La palabra me enfureció. Empujé a la señorita Hirata sobre el futón.
—¿Qué coño estás haciendo?
Se puso de pie y cargó contra mí, loca de furia. Empezamos a forcejear con violencia.
—¡Maldito cabrón! ¡¿Por qué me habré follado a un chino?!
Yo no estaba enfadado por el dinero. Lo que me sacaba de mis casillas era que sentía que Mei-kun había sido mancillada. Mi preciosa Mei-kun. Supongo que aquello era hacia lo que nos habíamos dirigido durante todo el tiempo, desde el momento en que huimos de casa; lo que nos esperaba era la tragedia. Nuestro sueño inalcanzable, nuestro sueño imposible que tan rápidamente se había convertido en una pesadilla. El Japón que Mei-kun había deseado ver. Qué cruel. Pero yo tenía que sobrevivir, tenía que continuar viviendo en el país al que mi hermana nunca pudo llegar con vida, y tenía que soportar toda su fealdad. Lo que me había dado fuerzas para seguir era la esperanza de encontrar a una mujer como Mei-kun. Y, cuando al final la encontré, todo cuanto quería hacer era ponerse a jugar por dinero. Qué estúpido había sido por no verlo venir. Me sentí como si me hubiera arrastrado una corriente implacable, incapaz de entender nada de lo que estaba ocurriendo. Cuando volví en mí, me percaté de que había estrangulado a la señorita Hirata. No la maté porque quisiera robarle el dinero, pero cometí un error que no puedo enmendar. Me gustaría dedicar el resto de mi vida a rezar por el reposo del alma de la señorita Hirata.
ZHANG ZHE-ZHONG