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«Mis crímenes»: la declaración del acusado, por Zhang Zhe-zhong

10 de junio, año duodécimo de la era Heisei (2000).

El original se escribió en chino. Uno de los agentes que tomaron parte en el interrogatorio ordenó al acusado que escribiera esta declaración después de que reconstruyó el crimen usando un maniquí de tamaño real en la comisaría de policía.

El inspector Takahashi me dijo: «Cuéntanos lo que ha sido de tu vida hasta ahora, cada canallada que has hecho, hasta el más mínimo detalle. No ocultes nada». Pues debo decir que he tenido una vida dura, una vida precaria, y he intentado sobrellevarla lo mejor que he podido. Ni siquiera he tenido tiempo de considerar los últimos años de mi vida, darme un respiro o reflexionar sobre ellos. No recuerdo las cosas que sucedieron en el pasado lejano, y tampoco quiero recordarlas. Fueron demasiado tristes, demasiado dolorosas, y las he encerrado bajo llave en una habitación olvidada de mi memoria. Tengo muchos recuerdos que trato de olvidar.

No obstante, el inspector Takahashi, amablemente, me ha dado esta oportunidad de ofrecer mi versión de la historia, y lo haré lo mejor que pueda para no decepcionarle. Eso significa, sin embargo, que tendré que rememorar mi patética vida y recordar los muchos errores estúpidos que he cometido, errores que ya no se pueden enmendar. Me han dicho que soy sospechoso de haber asesinado a Kazue Sato, pero de ese crimen soy inocente. Espero que esta declaración consiga limpiar mi nombre en lo que a ese caso respecta.

En China, el destino de una persona está determinado por el lugar donde nace. Éste es un dicho que solemos oír. Pero para 300 mí es algo más que sólo un dicho: es la verdad. Si hubiera nacido en una ciudad como Shanghai, Pekín o Hong Kong, en vez de en un lugar remoto de las montañas de la provincia de Sichuan, habría tenido una vida llena de esperanza. Me habría sentido vivo y feliz, de eso estoy seguro. Y, sin duda, no habría acabado metido en un lío como éste en un país extranjero.

Es cierto que soy de la provincia de Sichuan. El noventa por ciento de la población china vive en regiones del interior como Sichuan, aunque esas regiones sólo poseen el diez por ciento de la riqueza del país. El resto está en manos de Shanghai, Guangzhou y otras ciudades portuarias. Únicamente el diez por ciento de la población vive en las ciudades portuarias, pero controlan el noventa por ciento de la riqueza. La diferencia económica entre aquellos que viven en la costa y los que viven en el interior no deja de aumentar.

Los que vivimos en el interior sólo podemos apretar los dientes con desesperación cuando olemos el aroma de los billetes y vemos brillar el oro que nunca poseeremos. No tenemos más remedio que conformarnos con el mijo y el grano tosco, y permitir que el polvo del campo en el que trabajamos nos surque la piel del rostro y nos reseque el cabello.

Cuando era pequeño, mis padres y mis hermanos solían decir: «Zhe-zhong es el niño más listo del pueblo». No escribo esto para fanfarronear, sino para mostrar las condiciones en las que me crié. Sin duda era más inteligente que otros niños de mi edad, puesto que aprendí a leer y escribir sobre la marcha en muy poco tiempo, así como a hacer cuentas con facilidad. Quería continuar estudiando y pasar a los cursos superiores para formarme y ampliar mis conocimientos, pero mi familia era pobre; sólo podían permitirse enviarme a la escuela primaria del pueblo. Cuando me di cuenta de que nunca se cumplirían mis sueños, supongo que —como un árbol cuyas raíces no pueden crecer, y se bloquean y se retuercen— empecé a engendrar unos celos oscuros en mi corazón, una envidia malsana. Creía que el destino había determinado que yo tuviera esa existencia miserable.

Marcharse a otro lugar en busca de trabajo era la única forma de que gente como yo pudiera escapar de su destino. Cuando fui a Guangzhou y a Shenzhen, trabajé con ahínco porque pensaba que al final yo también podría disfrutar de una vida rica y ahorrar dinero igual que las personas de esas regiones. Pero, después de llegar a Japón, me apabulló el sentimiento de que mis planes no se cumplirían jamás. ¿Por qué? Porque la riqueza de Japón no era ni siquiera comparable a la de las ciudades portuarias de China.

Si no hubiera sido chino, si hubiera nacido japonés, seguro que ahora no estaría pasando estos apuros. Desde el instante que hubiera llegado a este mundo, podría haber degustado tantos platos deliciosos que la mitad de la comida habría acabado en la basura. Para tener agua, todo lo que habría tenido que hacer habría sido abrir el grifo. Podría haberme bañado tan a menudo como me hubiera apetecido, y cuando hubiese querido ir al pueblo de al lado o a una ciudad vecina, no habría tenido que andar, o esperar a un autobús que quizá viniera o quizá no. En Japón habría cogido un tren que pasa por la estación cada tres minutos, podría haber estudiado lo que quisiera cuando quisiera, cursar la carrera que me viniera en gana, llevar ropa elegante, tener un móvil y un coche, y acabar mi vida con los cuidados de un personal médico excelente. La diferencia entre la vida que había tenido en China y la que podría haber tenido en Japón era tan abrumadora que imaginármela no hacía más que causarme dolor.

Soñé durante tanto tiempo con este país libre y milagroso, con Japón… Envidiaba a todos los que vivían aquí. Y, aun así, es en este país que he deseado de forma tan desesperada donde ahora estoy encarcelado. ¡Qué ironía! De hecho, es patético. En mi hogar, en ese pueblo empobrecido, mi madre —que está enferma— espera mis cartas, y cada día pasa tan lentamente como mil noches de otoño. Si alguna vez se entera de lo que me ha sucedido, no seré capaz de vivir.

Agentes, inspectores de policía, señoría, les suplico que después de cumplir mi condena por haber asesinado a Yuriko Hirata, por favor, me permitan volver a mi hogar en China. Déjenme pasar el resto de mi tiempo en esta vida arando la tierra yerma de mi pueblo natal y contemplando mi vida y los crímenes que he cometido. Se lo ruego, sean indulgentes conmigo. Quedo en manos de la misericordia de este tribunal.

Toda mi vida he sido un estúpido. Mi familia era la más pobre de nuestro miserable pueblo. Vivíamos en una cueva, de modo que todos nos miraban por encima del hombro. Había rumores que decían que mi padre estaba condenado por los dioses de la pobreza. Incluso cuando nos invitaban a una boda o a una fiesta, a mi padre le asignaban el asiento más bajo.

Mi padre era un chino Hakka. Cuando era niño, mi abuelo lo llevó desde Hui’an, en la provincia de Fujian, hasta un pueblo pequeño en Sichuan, donde se dispusieron a malvivir como pudieron. Los del lugar eran todos chinos Han. Nunca un Hakka había vivido en el pueblo, y le dijeron a mi padre que no le permitirían construirse una casa. Ésta fue la razón por la que acabamos en una cueva.

Mi abuelo era adivino, un vidente. Me contaron que al principio tuvo bastante éxito en el pueblo, pero poco después cayó en desgracia porque todas sus predicciones eran de mal agüero. Al final dejó de tener trabajo y mi familia se hundió en la pobreza. Después de aquello, mi abuelo rehusó leer el futuro de nadie, aunque se lo pidieran, e incluso en casa solía negarse a hablar. Cuando abría la boca, todos se ponían a la defensiva, temerosos de una profecía aciaga. Aunque ejercía su oficio con gran dedicación, la gente lo odiaba, así que decidió que lo mejor era no decir nada de nada.

Después de un tiempo, mi abuelo también decidió dejar de moverse. Le creció mucho el pelo y la barba, y permanecía sentado en el interior de la cueva durante todo el día como el mismísimo Bodhidharma. Todavía lo recuerdo sentado, totalmente quieto, en la sombra oscura de la cavidad más profunda de la cueva. Todos nos acostumbramos tanto a esa actitud que dejamos de percibir si estaba allí o no. Cuando llegaba la hora de comer, mi madre le ponía un cuenco de comida delante. Poco después la comida desaparecía, lo que era una señal de que todavía seguía vivo. Cuando murió de verdad, tardamos algún tiempo en darnos cuenta.

Una vez, cuando no había nadie en la cueva, el abuelo me llamó. Por entonces, yo estaba en la escuela primaria. Puesto que apenas lo había oído hablar, su voz me cogió por sorpresa y me volví para mirarlo: estaba sentado al fondo de la cueva, con los ojos fijos en mí.

—Tenemos un asesino en la familia —dijo.

—¡Abuelo! Pero ¿qué dices? ¿De quién estás hablando?

Le pedí que se explicara, pero no añadió nada más. A mí me habían mimado hasta entonces haciéndome creer que yo era un niño inteligente, sensible, así que consideré que el comentario de mi abuelo era una incoherencia de un viejo loco moribundo y no le presté atención. Poco después, lo olvidé por completo.

A diario, los miembros de mi familia cultivaban las tierras de la parte superior de la montaña con la ayuda de un buey escuálido y viejo. Además del buey, teníamos dos cabras, de las que se ocupaba mi hermano Gen-de. Él era el segundo hijo. Sembrábamos varios vegetales y sobre todo cereales. Mi padre, mi madre y mis hermanos mayores se despertaban pronto, antes de que saliera el sol, se iban a trabajar y no volvían hasta que ya había anochecido. Aun así, la cantidad de alimentos que producían los campos no era suficiente para toda la familia. A menudo nos castigaban las sequías y, cuando eso ocurría, pasábamos meses sin tener lo suficiente para comer. En aquellos días sólo pensaba en que cuando fuera mayor me hartaría a comer arroz hervido hasta reventar.

Dado que ésa era la vida que teníamos, decidí —desde el momento en que me di cuenta de lo que ocurría a mi alrededor— irme de casa en cuanto pudiera. Me marcharía a alguna de las grandes ciudades —que nunca había visto— y encontraría un trabajo allí. Daba por supuesto que la tierra familiar la heredaría el primogénito, An-ji. Mi hermana mayor, Mei-hua, se casó en un pueblo vecino cuando tenía quince años. Yo sabía que los cultivos de nuestros campos y la carne de las pocas cabras que teníamos no eran suficientes para sustentar a Gen-de, a mi hermana Mei-kun y a mí.

An-ji me llevaba ocho años y mi segundo hermano mayor, Gen-de, me llevaba tres. Cuando yo tenía trece hubo una desgracia en la familia. An-ji mató a Gen-de. Me aterrorizó pensar que la profecía de mi abuelo se había cumplido, y me abracé a mi hermana pequeña Mei-kun temblando de miedo.

An-ji y Gen-de tuvieron una discusión, An-ji pegó a Gen-de y éste cayó al suelo. Su cabeza golpeó una roca y dejó de moverse. Un agente de policía vino a investigar el incidente, pero mi padre ocultó las circunstancias diciendo que Gen-de había tropezado y, al caer, se había golpeado la cabeza accidentalmente. Si hubieran acusado a An-ji de matar a su hermano pequeño, lo habrían metido en prisión y no habría quedado nadie para cultivar los campos. Después de salir de la cárcel, en casa no quedaría nada y él habría tenido que sobrevivir por su cuenta.

En nuestro pueblo había un exceso de hombres. La situación era tan dramática que se decía que en el pueblo vecino cuatro hombres se habían visto obligados a compartir una mujer. Hasta ese punto éramos pobres. Mis hermanos se habían peleado por una chica; ése había sido el motivo de la discusión. Gen-de se había burlado de An-ji.

Pero, después de matarlo, An-ji cambió. Empezó a comportarse igual que mi abuelo y dejó de hablar. An-ji todavía vive en el pueblo con mis padres y nunca se ha casado.

Quizá mi familia esté maldita. Dado que nos perseguía una pasión violenta, tanto mi hermano mayor como yo hemos acabado siendo asesinos. Como castigo, mi hermano pasará el resto de su vida en soledad y pobreza, y yo seré encarcelado en un país extranjero por el asesinato de Yuriko Hirata. Mi querida hermana pequeña encontró una muerte prematura de camino a Japón, por lo que ahora ya no me queda nada.

Puede que mi abuelo se viera obligado a dejar su hogar en Fujian y a tener que mudarse a Sichuan, pero si al menos sus predicciones no hubieran sido tan funestas, si no hubiera ahuyentado a todos los que estaban a su alrededor, entonces…

Bueno, esto es en todo lo que puedo pensar ahora. Estoy seguro de que mi abuelo vio la decadencia de nuestra familia, por eso acabó sus días igual que una piedra, sentado en una cueva oscura sin decir palabra.

En cualquier caso, si mi abuelo hubiera dicho: «El asesino de la familia eres tú; ten cuidado», si me hubiera avisado, habría sido más prudente. No habría venido a Japón y, si no hubiese venido a Japón, mi hermana pequeña no habría muerto, yo no habría matado a Yuriko Hirata y no sería sospechoso de ser el asesino de Kazue Sato. Podría haber conseguido un trabajo en una fábrica cerca del pueblo y habría aprendido a conformarme con un yuan al día. Así habría acabado mi vida. Cuando pienso en lo que podría haber sido, el dolor me consume.

Lo que le hice a la señorita Hirata es imperdonable, no tengo disculpa para eso. Si fuera posible, de buena gana cambiaría su vida por mi existencia miserable.

Sin embargo, cuando tenía trece años, nunca me habría imaginado que acabaría de este modo. En aquella época no podía perdonar a An-ji por lo que había hecho, y no soportaba ver cómo se lamentaban mis padres, ni oír los rumores malintencionados que sobre nosotros difundía la gente del pueblo. Odiaba a An-ji. Pero las emociones de una persona son algo curioso porque, en el fondo de mi corazón, no podía evitar compadecerlo.

Después de todo, lo que había hecho no era irrazonable. Incluso yo encontraba que la conducta de Gen-de había sido extremadamente ofensiva. Le gustaba salir de juerga y perseguir a las mujeres. Le había robado dinero a mi padre y se lo había gastado en bebida. Era un completo inútil, e incluso algunos aldeanos lo habían sorprendido copulando con las ovejas, y los cotilleos que eso provocó fueron una fuente de vergüenza inmensa para mi padre.

Para ser completamente sincero, Gen-de había avergonzado tanto a la familia que fue un alivio que muriera y que An-ji, que era el heredero de los campos de mi padre, no fuera a la cárcel. Si hubieran metido a An-ji en prisión, yo habría heredado los campos, pero eso habría sido más una maldición que una bendición. Atado a una parcela de tierra diminuta, me habría visto obligado a llevar una vida de privaciones, sin poder conocer nunca el mundo civilizado.

Los pobres del interior de China conservan algo bueno: la libertad. Pero eso es todo. Sin nadie que se preocupara mucho de nosotros, en gran medida nos dejaban que nos las arregláramos solos. Y nos aferrábamos a nuestra libertad. Mientras nos quedáramos en el campo, éramos libres de ir a donde quisiéramos y hacer lo que nos viniera en gana, incluso se nos permitía morir como perros. Pero, en aquella época, yo sólo pensaba en salir de allí e ir a la ciudad.

Cuando mi hermano murió, tuve que tomar su lugar y ocuparme de las cabras; eran los deseos de mi padre. Pero cuando cumplí dieciocho años acepté un empleo en una fábrica cercana donde hacían sombreros de paja y almohadas de mimbre. Pude hacerlo porque mi madre empezó a sufrir una dolencia de estómago y tuvimos que vender las cabras. Yo prefería trabajar en la fábrica haciendo objetos con paja de trigo que cuidar las cabras o arar los campos. Pero no pagaban mucho. Por cada día de trabajo me daban un yuan y, aun así, esa cantidad era un lujo para una familia tan pobre como la mía.

Por aquella época, el segundo y el tercer hijo de la granja vecina empezaron a prepararse para marcharse a trabajar a una de las ciudades portuarias. La granja que tenían no daba lo bastante para alimentar a todas las bocas de la familia, y en el pueblo ya había demasiados trabajadores. No había ni empleos ni mujeres para los jóvenes, así que la mayoría vagabundeaban por el pueblo —igual que había hecho Gen-de—, sin beneficio alguno, metiéndose en líos y causando problemas.

Un chico que conocía desde que era un niño, Jian Ping, se marchó a Zhuhai, en Guangdong, donde luego se proyectó la zona económica especial. Allí encontró un empleo mezclando cemento y transportando materiales en una empresa de construcción. Con el dinero que enviaba a su familia se pudieron comprar una televisión en color, una moto y muchos otros productos que nosotros considerábamos un lujo. Yo me moría de envidia.

Quería irme a la ciudad tan pronto como fuera posible. Pero ¿cómo iba a conseguir el dinero? Lo que había ganado en la fábrica —un yuan al día— era tan poco que no había posibilidad de ahorrarlo. Si tenía que reunir dinero, debía pedir un préstamo. Pero ¿a quién? Nadie en el pueblo estaba en posición de prestar nada. Tenía que conseguir el dinero de alguna forma para marcharme a la ciudad igual que Jian Ping, y ése era mi único sueño.

En 1988, un año antes de la masacre de la plaza de Tiananmen, llegó al pueblo la noticia de que Jian Ping había muerto. Desde Zhuhai se podía ver la ciudad de Macao al otro lado del puerto y, al parecer, se había ahogado intentando entrar ilegalmente en el país. Al menos, así lo informaba la persona que había escrito la carta que anunciaba su muerte.

Jian Ping había envuelto su dinero y sus documentos en un fardo y se lo había atado a la cabeza. Esperó a que se pusiera el sol y se dirigió a las afuera de Zhuhai. Luego, con la mirada fija en Macao, empezó a nadar. Era una noche oscura y nadó varios kilómetros con la intención de entrar secretamente en las aguas de Macao. A un japonés esta acción seguramente le parecerá increíblemente imprudente, pero yo puedo entender sus sentimientos tan bien que me duele el corazón.

Zhuhai y Macao están conectadas por tierra. Puedes estar en las calles de Zhuhai y ver Macao. A tiro de piedra, se extiende otro país frente a tus ojos, poblado por la misma raza de hombres. Y hay casinos. Macao tiene casinos. Y dinero, y donde hay dinero, uno puede hacer cualquier cosa e ir a cualquier parte. En Macao las personas disfrutan de todo tipo de libertades, de todas las libertades que existen. Pero esa libertad, nos contaban, estaba protegida por patrullas fronterizas y rodeada por una valla de alambre electrificada. ¿Acaso existe un lugar más cruel en la tierra?

Nos decían que si te cogían intentando cruzar la frontera ilegalmente, te enviaban a la cárcel, donde las condiciones eran terribles. Te metían en una celda diminuta donde los chinches tenían el tamaño de animales y se arrastraban por todas partes, y donde estabas obligado a pelear con los demás presos para disfrutar del lujo de usar una jarra con mierda incrustada.

Pero en el agua no había vallas altas. Las olas surcan el mar libremente. Decidí que también trataría de nadar hacia la libertad. Nadaría hasta Macao, quizá hasta Hong Kong.

En China, el destino de una persona está determinado por el lugar donde ha nacido; es un hecho irrebatible. Jian Ping estaba dispuesto a arriesgar su vida con tal de alterar su destino predeterminado. Cuando me contaron lo que había pasado, mis ideas sufrieron un cambio. Estaba decidido a tomar el lugar de Jian Ping e intentar cruzar el océano para llegar a un país libre donde pudiera ganar tanto dinero como quisiera.

A finales de ese año, mi familia empezó a negociar una proposición de matrimonio para mi hermana pequeña, Mei-kun. Era una buena proposición para una familia como la nuestra, teniendo en cuenta que carecíamos de ingresos. Aunque el pretendiente era un hombre de nuestro pueblo y provenía de una familia adinerada, había una diferencia de edad importante entre ambos: Mei-kun acababa de cumplir diecinueve y el pretendiente ya tenía treinta y ocho. Era bajo y feo, así que no era un misterio por qué todavía seguía soltero.

—Vas a aceptar la proposición, ¿verdad? —le pregunté a mi hermana—. Podrás vivir una vida mejor que la que has llevado hasta ahora.

Mei-kun bajó la vista y negó con la cabeza.

—Me niego por completo. Desprecio a ese mono enclenque, aunque tenga más dinero que nosotros. ¡Es tan bajo que hasta yo lo miraría por encima del hombro! No me casaré con él. Acepto arar los campos, pero eso es todo. No quiero envejecer prematuramente como mi hermana.

Observé a mi hermana pequeña. Lo que decía no era descabellado. Nuestra hermana mayor —tenía seis años más que yo— se había casado con un hombre de una familia que no era mucho mejor que la nuestra, y tuvo un hijo tras otro hasta consumirse y parecer una vieja. Pero Mei-kun… Ella era una jovencita adorable y atractiva, era la niña de mis ojos. Tenía las mejillas redondeadas y la nariz fina, los brazos y las piernas largos y esbeltos, y se movía con mucha gracia. Sichuan es conocida por sus mujeres hermosas. Decían que una chica de Sichuan podía ir a cualquier ciudad del mundo y la recibirían con los brazos abiertos. Mi hermana pequeña había heredado la sangre aventurera del abuelo. Era más guapa que cualquier chica de los alrededores, y también obstinada.

—Si tuviera un pretendiente como tú, me casaría —prosiguió con entusiasmo—. He visto a los actores en la televisión que tiene la familia de Jian Ping, y no creo que ninguno te llegue a la suela del zapato.

Me avergüenza parecer vanidoso, pero he de admitir que en mi pueblo pensaban que yo era un hombre guapo. Claro que era un pueblo pequeño. Si hubiera estado en una gran ciudad, seguro que habría habido varios hombres mucho más atractivos que yo. Aun así, el cumplido de mi hermana me dio confianza. Y después de llegar a Japón, la gente me decía a menudo que me parecía al actor Takashi Kashiwabara. Mei-kun me miró a los ojos y dijo:

—Deberíamos salir en la tele, tú y yo. Los dos somos guapos y en absoluto ordinarios. Seguro que haríamos un montón de dinero actuando en películas. Pero, claro, mientras nos quedemos en un pueblo como éste nunca tendremos la oportunidad de hacerlo. Preferiría morir antes que quedarme aquí. Vayámonos juntos a Guangzhou. En serio. ¿Qué me dices?

Mi hermana miró la cueva donde vivíamos, nuestro hogar oscuro, frío y húmedo. Afuera oíamos a nuestra madre y a An-ji hablando con pesimismo sobre cuándo sembrar el mijo. Yo no podía más. Ya estaba harto de aquel lugar. Mientras escuchaba la voz de An-ji, supuse que mi hermana pensaba lo mismo. Me cogió la mano.

—Salgamos de aquí. Vayamos a vivir a una casa de cemento, los dos juntos. Una casa con cañerías para que no tengamos que salir a buscar agua, una casa con instalación eléctrica, una casa cálida y limpia en la que haya un retrete y una bañera. Podríamos comprar una televisión y una nevera, y también una lavadora. ¡Sería tan fantástico vivir en una casa así contigo!

Habíamos instalado luz en la cueva unos dos años antes. Yo había robado algunos cables y los había conectado al poste eléctrico más cercano.

—Yo también quiero marcharme, créeme. Pero tendremos que ahorrar dinero. Ahora mismo estoy sin blanca.

Mi hermana me miraba como si yo fuera un idiota.

—¿Qué me estás contando? ¡Cuando hayas ahorrado el dinero yo ya seré vieja! Y si esperamos, según me han dicho, las tarifas del tren subirán.

Yo también había oído ese rumor. Decían que las tarifas del tren serían más altas después del Año Nuevo Lunar. Esas noticias me urgían a marcharme cuanto antes, sobre todo antes de que subieran los precios. Pero ¿dónde iba a encontrar el dinero para el viaje? Fue entonces cuando Mei-kun murmuró:

—Si accedo a casarme con ese hombre, tendrá que traerme un dinero en concepto de esponsales, ¿verdad? ¿Por qué no utilizamos eso?

Lo que proponía mi hermana era absurdo, pero no se nos ocurría ninguna otra forma de salir del pueblo. Aunque renuente, accedí a que nos fugáramos con el dinero.

Cuando el pretendiente de Mei-kun supo que ella había accedido a casarse, no cabía en sí de alegría. Trajo el dinero que había estado ahorrando durante varias décadas. En total, quinientos yuanes, más de lo que toda mi familia podía reunir en un año. Mi padre estaba encantado y guardó el dinero en un cofre, y allí seguía cuando mi hermana y yo lo robamos. Huimos del pueblo el día después de Año Nuevo según el calendario lunar. Con cuidado de que no nos vieran, fuimos corriendo a la parada del autobús que estaba a las afueras del pueblo, justo antes del amanecer, con la intención de coger el primero de la mañana.

Aunque era muy pronto, el autobús ya estaba lleno. Muchos otros habían oído la misma historia que nosotros sobre la subida de los precios del tren, y todos querían llegar a las ciudades antes del aumento de tarifas. Mi hermana y yo nos embutimos en el autobús con nuestros pesados fardos. Íbamos a tener que viajar de pie durante todo el camino, un trayecto que iba a durar más de dos días. «Ya estamos en camino —le dije a mi hermana—, aguanta un poco más y pronto llegaremos a Guangzhou, nuestro sueño cumplido». Sonreí.

Cuando el autobús llegó por fin a la última parada, en una solitaria estación del campo, empezó a caer una lluvia mezclada con nieve. Agotado, miré afuera con la esperanza de encontrar un lugar donde resguardarnos de la lluvia, pero lo que vi me resultó tan chocante que agarré el brazo de mi hermana con fuerza.

Una muchedumbre de personas estaba sentada en el suelo inundado delante de la estación de tren. Por lo menos había mil personas, sobre todo hombres y mujeres jóvenes, y tenían la ropa empapada por la lluvia. Con bolsas de plástico repletas de cacharros, ropa y otros objetos, esperaban pacientemente el tren. Sólo había dos posadas allí, por lo que estaba seguro de que estarían llenas. No vi tiendas; todo cuanto se divisaba era una multitud de gente que esperaba delante de la estación en silencio. De la muchedumbre empapada salía a veces una nube de vaho o de vapor que ascendía hacia el cielo, deshaciéndose.

Nuestro autobús no fue el único en llegar. Después de que bajamos, siguieron llegando uno tras otro, todos abarrotados por igual. La gente de los autobuses parecían llegar de pueblos incluso más remotos que el nuestro e igual de pobres. La cantidad de personas delante de la estación no hacía más que aumentar y, para los que acababan de llegar, era imposible acercarse siquiera al edificio. La gente se hacinaba, y aquí y allá se empujaban unos a otros y surgían peleas. Los guardias del ferrocarril que merodeaban por allí poco podían hacer.

Seríamos muy afortunados si podíamos acercarnos lo suficiente para comprar un billete, por no hablar de subir al tren. Estaba abrumado. En ese momento ya no podíamos volver a casa, no después de haber robado el dinero. Incluso mi voluntariosa hermana debía de estar desanimada, ya que tuve la impresión de que iba a echarse a llorar.

—¿Qué vamos a hacer? ¡A este paso transcurrirá una semana antes de que podamos subir al tren! ¡Y mientras esperamos, más gente vendrá y más subirán los precios!

—Ya pensaremos algo.

Mientras intentaba consolar a mi hermana, empujaba hacia adelante con fuerza para unirnos a un grupo de gente que estaba cerca de la estación. Se oyeron gritos de enfado:

—¡Aquí estamos haciendo cola! ¡Poneos al final de la fila!

Miré con ira hacia el lugar de donde provenían las voces y, entre el grupo de personas, vi a un bruto que parecía dispuesto a iniciar una pelea. No obstante, mi hermana atrajo su atención con una vocecita patética:

—Ay, Dios mío, estoy tan enferma que creo que voy a morir.

Sin que le quedara más remedio, el hombre se apartó un palmo. Yo puse el pie en ese espacio y metí nuestra olla. Cuando finalmente tuve suficiente espacio para sentarme, senté a mi hermana en mi regazo, apoyó la cabeza en mi hombro y se desplomó de lo cansada que estaba. Supongo que los demás pensaban que éramos una pareja de amantes haciendo lo que podían para consolarse el uno al otro pero, de hecho, mi hermana y yo estábamos a punto de perder los nervios, tan inquietos que apenas podíamos pensar con claridad. Sin embargo, no nos quedaba otro remedio más que esperar al tren.

Observando a la gente de alrededor, mi hermana murmuró:

—Parece que esta gente ya tiene billetes. Nosotros también tenemos que conseguirlos.

Pero la taquilla estaba cerrada. Le di un apretón en el hombro para que se callara. Si nos quedábamos así abrazados, no íbamos a necesitar billetes. Además, yo estaba decidido a no perder el lugar que habíamos conseguido, aunque me costara la vida. Iba a subir a ese tren y, si eso significaba pasar por encima de todas aquellas cabezas, pues eso haría, no cabía duda.

Esperamos seis horas, y durante ese tiempo la masa de gente no hizo más que crecer. Todos íbamos camino de la ciudad a buscar trabajo.

Al final, la gente empezó a gritar:

—¡Que viene el tren!

Los granjeros apiñados en la estación empezaron a ponerse de pie a duras penas. Aterrorizados por la masa de gente, los encargados de la estación dejaron de controlar los billetes. Había unos cuantos guardias de servicio, pero no íbamos a dejar que el miedo a las balas nos detuviera. Sabían que no podrían detener una avalancha. El tren de color chocolate se acercó al andén y la gente avanzó antes de pararse con un profundo suspiro de decepción. Las ventanillas del tren estaban llenas de vaho, de modo que era imposible ver el interior, pero los brazos, los pies y las pertenencias de la gente sobresalían por las puertas. Claramente, el tren ya estaba abarrotado.

—Si no hacemos nada —le dije a Mei-kun—, no saldremos nunca de esta estación. Pase lo que pase, no me sueltes la mano, ¿de acuerdo? Vamos a subir a ese tren.

Agarré la mano de mi hermana, y pusimos los fardos delante de nuestro cuerpo. Luego empujamos con todas nuestras fuerzas. No sé si fue porque la olla se le estaba clavando en la columna, pero el hombre de delante miró por encima de su hombro con una expresión de dolor, perdió pie y se hizo a un lado. Gradualmente, el muro de personas fue cediendo. Varios cayeron pero yo seguí empujando sin disculparme mientras pisoteaba sus cuerpos.

Por miedo a una estampida, los encargados y los guardias habían abandonado sus puestos, y nosotros seguimos empujando con fuerza, encaramándonos sobre otras personas mientras otros se encaramaban a nosotros. No importaba. Todo el mundo allí pensaba en una única cosa: ¡subir al tren! Estábamos desesperados por conseguirlo, y no nos importaba lo que les ocurriera a los demás.

—¡Zhe-zhong, Zhe-zhong!

Oí los gritos agudos de mi hermana. Alguien la estaba agarrando del pelo y tiraba de ella hacia atrás. Si se caía, los demás la pisarían y, probablemente, moriría. Dejé caer las bolsas que cargaba y corrí a ayudarla. Golpeé la cara de la mujer que la agarraba del pelo hasta que la soltó. Empezó a salirle sangre de la nariz, pero a nadie le preocupaba. Aquello era de locos.

Mi conducta de entonces fue lamentable, pero me encontraba en una situación que nadie en Japón podría comprender. El espectáculo de todas aquellas personas peleándose para subir a un tren en el que no cabía un alfiler tal vez parezca ridículo, pero para nosotros era una cuestión de vida o muerte.

Mi hermana y yo nos las arreglamos para acercarnos cada vez más al convoy. Pero entonces vi que había una persona en el vagón más cercano que blandía un palo de madera y amenazaba con golpear a cualquiera que intentara acercarse. Atizó en la cabeza al hombre que estaba delante de mí y lo tiró a un lado, y justo en ese momento las ruedas empezaron a girar. Desesperado, zarandeé al tipo que blandía el palo y, con la ayuda de un hombre fuerte que estaba a mi lado, conseguimos hacerle caer del tren. Luego, usando los cuerpos de los que habían caído a modo de escalera, conseguí que mi hermana y yo subiéramos al tren. Muchas otras personas intentaron hacer lo mismo, desesperados, pero entonces yo tomé la posición del hombre con el palo e hice lo que pude para mantenerlos a distancia. Cuando pienso de nuevo en ello, me estremezco. Es una imagen espeluznante.

Incluso después de que el tren hubo salido de la estación, mi hermana y yo seguimos en un estado de agitación extrema.

Al mirarnos, vimos que nos caían gotas de sudor por la cara. Ella tenía el pelo enredado, y llevaba la cara llena de barro y rasguños. Mi aspecto no era mucho mejor, sin duda. No dijimos nada —no había palabras para expresar nuestros sentimientos—, pero sabía que ambos sentíamos lo mismo: «¡Lo conseguimos, qué afortunados somos!».

Después de un rato, recuperamos la calma. De nuevo estábamos hacinados con otras personas que iban tan cargadas como nosotros, sin más remedio que quedarnos de pie en el pasillo que había entre los asientos. No podíamos sentarnos, y mucho menos echarnos. Medio día después, llegaríamos a Chongqing, y tardaríamos dos días más hasta llegar a Guangzhou. Ninguno de los dos había salido nunca del pueblo, y ahí estábamos, viajando en autobús y en tren por primera vez hacia un lugar que nunca habíamos visto. ¿Seríamos capaces de soportarlo? No lo sabía. ¿Y qué nos esperaba en nuestro destino?

—Tengo sed —gimió mi hermana apoyándose en mi pecho.

Habíamos acabado toda el agua y la comida en el autobús. Por miedo a perder nuestro lugar en la estación, no habíamos ido a buscar más, así que no nos había quedado más remedio que subir al tren sin provisiones. Pasé los dedos por el cabello enredado de mi hermana para desenmarañarlo.

—Tendrás que aguantarte.

—Lo sé. Sólo me pregunto si tendremos que permanecer de pie durante todo el camino.

Mei-kun echó un vistazo a su alrededor. Entre los demás pasajeros que estaban de pie en el pasillo había algunos que bebían agua o comían pastelitos de soja al vapor con una mano y con la otra se sujetaban para no perder el equilibrio. Lo que nos sorprendió de veras fue una mujer de pie que acunaba a un niño entre sus brazos. Los campesinos chinos son verdaderamente resistentes.

Un grupo de cuatro chicas que no debían de tener más de dieciséis o diecisiete años estaban juntas en una esquina al final del corredor. Por su forma de vestir, se veía que intentaban estar a la moda, y llevaban coletas con cintas rojas y rosas. Sin embargo, saltaba a la vista que eran chicas de campo que habían trabajado la tierra, porque tenían las mejillas quemadas por el sol y las manos hinchadas y rojas, con sabañones. Mi hermana era mucho más guapa, no había punto de comparación, y una oleada de orgullo se apoderó de mí.

Cada vez que el tren se balanceaba, aquellas chicas feas gritaban, muy coquetas, y se agarraban a los hombres que tenían a mano. Mi hermana les clavaba la mirada con desprecio. Una de ellas sacó un tarro de café instantáneo Nescafé, que había reutilizado rellenándolo con té, y bebió de él haciendo un gesto exagerado, como para provocar a mi hermana. Para nosotros, productos de importación como el café instantáneo eran lujos increíbles. Sólo habíamos visto tarros vacíos, y únicamente en las casas de los ricos del pueblo.

Mi hermana miró con envidia el té. Al verlo, la chica aumentó el nivel de la tortura y sacó una mandarina de su bolsa y empezó a pelarla. Era sólo una mandarina pequeña, pero el dulce olor cítrico llenó todo el vagón. ¡Oh, aquel olor! Sólo de pensarlo me entran ganas de llorar. Aquel aroma definía la diferencia entre los que tenían y los que no tenían, ¡una diferencia increíblemente grande! Una diferencia suficiente para volverte loco y trastornarte la vida. No creo que los japoneses puedan entender nunca esa sensación. Y, por eso, creo que son afortunados.

El aroma de la mandarina desapareció de repente, sustituido por un olor repugnante. La puerta del baño se había abierto. Todos apartaron la mirada y bajaron la vista, porque quien había salido del baño era un yakuza. La mayoría de las personas del tren iban vestidas con trajes Mao sucios, pero aquel hombre llevaba una elegante chaqueta gris, un jersey rojo de cuello alto y unos pantalones negros y anchos, además de una bufanda blanca alrededor del cuello. Era ropa de calidad, pero sus ojos centelleaban ociosos, igual que los de Gen-de. Un tipo duro, eso era evidente. Cuando se abrió la puerta del baño pude ver a otros dos hombres dentro, ambos vestidos igual que el primero, que fumaban cigarrillos.

—Esos cabrones se han adueñado del baño y ahora nadie puede usarlo —murmuró el hombre que estaba junto a mí. Era una cabeza más bajo que yo.

—Entonces, ¿qué se supone que debemos usar?

—El suelo.

Estaba indignado, pero cuando miré a mis pies noté que el suelo ya estaba húmedo. Al entrar en el vagón había percibido un olor nauseabundo. Ahora sabía lo que era: orina.

—¿Y si tienes que cagar?

—Pues… —El hombre rió, mostrando que sólo le quedaba uno de los dientes frontales—. Yo llevo una bolsa de plástico, así que usaré eso.

Pero cuando la bolsa estuviera llena, sin duda la tiraría al suelo del vagón, así que casi podía coger una mierda del suelo con la que empezar.

—¿Por qué no usa sus propias manos? —intervino un adolescente con la cara llena de granos que estaba detrás de mí.

La gente a nuestro alrededor se rió, pero la mayoría parecían bastante desesperados. Era patético. No importaba lo pobre que fuera mi familia, ni que viviéramos en una cueva; nunca habríamos pensado en ensuciar nuestra casa con nuestros propios excrementos. Sencillamente, los seres humanos no viven así.

—¿Todos los vagones son como éste?

—En todos es igual. Lo primero que hace alguien cuando se sube al tren es intentar asegurarse el lavabo y luego se preocupa por un asiento. Verás, si un tren va tan lleno como éste, aunque el aseo esté libre, es imposible llegar a él, de modo que lo mejor es intentar ocupar el lavabo. Seguro que apesta, pero si llevas una tabla puedes ponerla sobre el agujero y, al menos, así puedes sentarte; incluso puedes estirar las piernas y dormir. También puedes cerrar la puerta, ¿sabes?, y así te aseguras de que sólo entres tú y tus compañeros.

Estiré el cuello para mirar a mi alrededor. La gente estaba hacinada, de pie en el pasillo e incluso entre los asientos, y había niños pequeños y mujeres echadas en los portaequipajes que había sobre las butacas. En los asientos cabían cuatro personas, frente a frente, pero lo único que se veía de los que estaban sentados era el cabello negro de sus cabezas. Estaban tan apretujados que no podían moverse, y no les quedaba más remedio que hacer sus necesidades allí en medio, delante de todos.

—Supongo que para los hombres no es tan incómodo, pero debe de ser difícil para las mujeres.

—Bueno, pueden pagar a esos tipos para que les dejen usar el baño.

—¿Tienen que pagar?

—Sí, ése es su negocio: dinero a cambio de usar el lavabo.

Miré discretamente al yakuza. Debía de aburrirse dentro del baño y había salido a echar un vistazo fuera. Observaba al grupo de chicas, como si las evaluara. Luego se fijó en la madre que arrullaba al bebé. Cuando el grupo de chicas apartó la mirada con timidez, lo siguiente que hizo el hombre fue clavarle los ojos a mi hermana. A mí me asustó e intenté interponerme en su línea de visión. Empezaba a preocuparme la belleza de Mei-kun. El hombre me miró con ira. Yo bajé los ojos.

Luego gritó con fuerza:

—Usar el lavabo cuesta veinte yuanes. ¿Algún interesado?

Veinte yuanes vienen a ser unos trescientos yenes japoneses. Una cantidad irrisoria, tal vez, pero yo sólo ganaba un yuan al día cuando trabajaba en la fábrica.

—Es muy caro —dijo, con tono desafiante, la chica que había estado comiéndose la mandarina.

—Entonces supongo que tú no usarás el baño.

—Si no lo hacemos, moriremos.

—Pues tú misma, muérete.

El hombre espetó esto y luego cerró la puerta de un golpe. Había tres hombres en el aseo diminuto. ¿Qué estaban haciendo? No tenía ni la menor idea. Lo único que sabía era que en el lavabo había mucho más espacio que de pie en el pasillo.

—Ojalá fuera un bebé —dijo mi hermana mirando con envidia al niño que descansaba en brazos de su madre—. Llevaría pañales, bebería leche materna, ¡y no me preocuparía por nada!

Mi hermana tenía la cara pálida y manchada de barro. Le habían salido ojeras. Era normal. Antes de esperar horas para subir al tren, habíamos pasado dos días de pie en un autobús abarrotado, de manera que estábamos totalmente exhaustos. Le dije que se apoyara en mí e intentara dormir un poco.

No sé cuánto tiempo había pasado, pero por encima de las cabezas de los demás pude ver el sol poniéndose por la ventana. Todos en el vagón estábamos callados, apretujados, y nos balanceábamos al ritmo del tren como si fuéramos un solo cuerpo. Mi hermana se despertó y me miró.

—¿Cuánto crees que queda hasta Chongqing?

No llevaba reloj, así que no tenía ni idea de qué hora era. El hombre sin dientes había oído la pregunta.

—Llegaremos a Chongqing dentro de unas dos horas. Y allí habrá gente que también querrá subir al tren. Será interesante.

—¿En Chongqing podremos comprar comida y agua? —pregunté.

El hombre desdentado se rió por lo bajo al oírme.

—No te hagas ilusiones. ¿Crees que podrás volver a subir al tren si te bajas? Por eso todo el mundo se ha traído su comida y su agua.

—¿Hay alguien que pueda compartirlo con nosotros?

—Yo lo haré.

Al oír esa respuesta me volví. Un hombre con un remendado traje Mao hecho jirones sacudía en el aire una botella bastante sucia llena de agua.

—Un trago por diez yuanes.

—Eso es demasiado.

—Entonces no bebas. Es todo lo que tengo y no pienso regalarlo.

—Déjanos dar un trago a cada uno por diez yuanes —propuso entonces mi hermana.

Yo la miré sorprendido. Tenía un aire decidido.

—Eres una buena negociadora. Trato hecho.

Nada más cerrar el trato, un joven en la otra punta del pasillo alzó una mandarina.

—¿Quieres una de éstas por diez yuanes? —gritó.

La respuesta de mi hermana fue contundente:

—Te lo diré después de un trago de agua.

Después de beber hasta hartarse, Mei-kun me tendió la botella y susurró:

—No seas tonto y bebe todo lo que puedas. Estamos pagando diez yuanes, al fin y al cabo.

—Es verdad.

La expresión de mi hermana me sorprendió. Me llevé la botella a los labios y tragué. El agua estaba caliente y sabía a óxido, pero era lo único que había podido probar en medio día. Una vez que empecé a beber, no pude parar.

—¡Ya basta! —gritó el hombre, enfadado, pero yo lo ignoré.

—Sólo estoy tomando mi trago —repuse.

La gente a nuestro alrededor se reía con desdén.

—¡Pagadme ahora! —exigió el hombre.

Saqué el dinero del bolsillo. Llevaba todos los billetes enrollados con una banda elástica. El murmullo que se propagó entre la multitud cuando vieron el fajo de billetes fue casi ensordecedor. Obviamente no quería mostrar todo nuestro dinero a aquellos extraños, pero no había otra forma de sacar los diez yuanes del bolsillo.

Me temblaban tanto las manos que apenas podía contar los billetes; no sólo porque nadie me quitaba los ojos de encima, sino porque en mi pueblo nunca antes había pagado diez yuanes por nada. Oí que mi hermana tragaba saliva. Supongo que ella también estaba angustiada.

Era absurdo tener que sacar tanto dinero sólo para pagar un trago de agua. Me horrorizaba tanta mezquindad, pero debía pagar. La crueldad de quienes me rodeaban era chocante y, aun así, era una experiencia por la que merecía la pena pasar: nos dirigíamos hacia la ciudad, donde íbamos a ver y oír cosas que nunca antes podríamos haber imaginado. Aquello era una buena introducción. Todavía me acuerdo de lo mucho que me sorprendió cuando llegué a Japón y vi cómo la gente gastaba el dinero como si fuera agua, sin ninguna preocupación. Me irritaba tanto que quería insultarlos a todos.

En cualquier caso, acabé de contar los diez billetes de un yuan y se los di a alguien que a su vez se los dio al hombre que nos había vendido el agua. Al hacerlo, el hombre incluso se enojó todavía más.

—¡Menudo imbécil, te comportas como un paleto exhibiendo todo el dinero que llevas encima! ¡Debería haberte cobrado más!

La joven que había intentado vendernos la mandarina comenzó a ridiculizar al hombre:

—No seas tan avaricioso. ¡Sólo puedes reprochártelo a ti mismo porque no sabes ni la primera regla del comercio! ¡Antes de criticar a estos aldeanos deberías golpearte esa cabeza hueca que tienes contra la pared! ¡Tal vez entonces te vuelvas más listo!

Todos rieron.

—¡Esos dos están forrados! ¡Deben de llevar unos quinientos yuanes encima!

El hombre que sólo tenía un diente lo había dicho en voz tan alta que se enteró todo el vagón. Entonces, empezaron a murmurar y a cuchichear. El grupo de las cuatro jovencitas nos miraron boquiabiertas.

—Ocúpate de tus asuntos —le dije al hombre, pero se rió de mí como si yo fuera un idiota.

—No sabes una mierda del mundo, ¿verdad? —me vaciló—. Deberías dividir los billetes en fajos más pequeños y llevarlos en lugares diferentes. De esa forma, nadie podrá robártelo todo de golpe.

«Exacto, exacto…». Las personas que rodeaban al hombre —personas totalmente ajenas a lo que nos llevábamos entre manos— se mostraron de acuerdo asintiendo. El señor Diente siguió burlándose de mí.

—No hay duda de que eres un cateto de buena fe. ¿Nunca has oído hablar de las carteras? Me apuesto lo que quieras a que vienes de un pueblo tan pequeño que os habéis quedado sin mujeres.

—¡Mira quién fue a hablar! —gritó mi hermana—. De lo que no hay duda es de que tú apestas. ¿Alguna vez te han hablado de lo que es un baño? ¿O quizá mear en el suelo es la costumbre en tu casa? Y, oye, tengo que pedirte un favor: ¡quita tu asquerosa mano de mi culo!

Cuando el resto oyó cómo le había respondido Mei-kun, rompieron a reír. El señor Diente se puso rojo como un tomate y bajó la vista al suelo, avergonzado. Choqué la mano con mi hermana.

—Así se habla, Mei-kun.

—No puedes permitir que la gente te trate de ese modo, Zhe-zhong. Dentro de poco, los tendremos a nuestros pies, a todos y cada uno de ellos. Llegaremos a ser estrellas de cine admiradas en todo el país, asquerosamente ricos.

Mi hermana me dio golpecitos con el codo en las costillas para enfatizar cada una de sus palabras. Sí, es cierto, dependía de mi hermana pequeña, por su inteligencia aguda y su fuerza de voluntad, para seguir adelante en la vida. Aunque, al final, he acabado en este país extranjero sin ella. Espero que entiendan lo difícil que ha sido para mí, lo perdido que me he sentido.

Poco después, el tren se detuvo de repente y todos los pasajeros caímos hacia adelante. Fuera podían verse postes telefónicos y las luces de varios edificios altos. Estábamos en una ciudad. Empecé a emocionarme. Habíamos llegado a Chongqing ¡Aquello era Chongqing! ¡Chongqing! Todos empezaron a gritar incómodos, expectantes y molestos.

El señor Diente, que se había tranquilizado después de que mi hermana lo hubo avergonzado, dijo justo detrás de mí:

—Vosotros no lleváis billete, ¿verdad? Sé que os habéis colado. —Agitó un ticket de color rosa frente a mi cara—. Si no tenéis billetes, os sacarán del tren y os meterán en la cárcel.

Mi hermana me miró atemorizada. Justo en ese momento el tren entraba en la estación. Chongqing era una ciudad grande, pero aquélla era la primera estación en la que entraba aquel tren que se dirigía al sur. El andén estaba abarrotado de gente, todos granjeros que esperaban nuestro tren y que empezaron a pelearse para subir. El yakuza cogió un palo robusto y caminó hacia mí. Di por supuesto que con ese palo iba a amenazar a cualquiera que quisiera subir pero, en vez de eso, me lo dio.

—Échame una mano, ¿quieres?

No tuve más remedio que acceder. Estaba preparado para entrar en acción, pero cuando se abrió la puerta no había nadie que intentara subir. Me habían cogido por sorpresa. Luego apareció un guardia de estación con una pistola frente a mí, así que enseguida bajé el palo. El guardia gritó con brusquedad:

—Revisión de billetes, saquen sus billetes. Si no los tienen, salgan del tren.

Los pasajeros a mi alrededor levantaron sus billetes rosas por encima de sus cabezas.

Mi hermana y yo bajamos la vista. Enlatados como sardinas entre toda aquella gente, éramos los únicos sin billete.

—¿No llevan billete?

Empecé a explicarle al policía de la estación que no había tenido tiempo de comprar uno, pero, antes de que pudiera acabar, el yakuza me interrumpió:

—Pagará lo que sea necesario.

El guardia se volvió de inmediato hacia el oficial de la estación que estaba a su lado y le susurró algo al oído. Después de consultarlo un momento, me dijo con severidad:

—Para Guangzhou son doscientos yuanes.

Por regla general, el billete no solía costar más de treinta yuanes por persona.

—¡Regatea! —gritó alguien en el vagón.

—Doscientos yuanes para dos —dije.

—Bajen del tren —respondió el oficial de la estación—. Están detenidos por subir al tren sin llevar billete.

El guardia me apuntó con la pistola. Desesperado, lo intenté de nuevo:

—Dos billetes por trescientos yuanes.

—Dos billetes son cuatrocientos yuanes.

—Eso es lo mismo que al principio. ¿Y si lo dejamos en trescientos cincuenta yuanes por dos billetes?

Otra vez, el guardia lo consultó con el oficial. Esperé nervioso. Un minuto después se volvió hacia mí con gesto serio y asintió. Cuando saqué el dinero del bolsillo, el oficial me dio dos billetes de fino papel rosa y cerró la puerta.

Mi hermana y yo soportamos el hambre y la sed de camino a Guangzhou rechazando las ofertas de comida y agua de los demás pasajeros. Mis manos no habían dejado de temblar desde la terrible experiencia de tener que contar el dinero frente a los demás. De todo el dinero que teníamos al principio, ya sólo nos quedaba una cantidad mínima. Los remordimientos me abrumaban. Si hubiese pensado en llevar provisiones de comida y agua antes de subir al tren, no habría tenido que malgastar el precioso regalo de esponsales de mi hermana. Sin duda había sido un ingenuo. ¿Por qué no había imaginado que habría otras personas, cientos de personas, que intentarían emigrar a la ciudad? Cuando llegamos a Guangzhou apenas nos quedaban cien yuanes.

En los pueblos agrícolas de China viven más de doscientos setenta millones de personas, demasiadas para alimentarse de la tierra de cultivo disponible. Las granjas sólo producen lo suficiente para alimentar a cien millones, menos de la mitad, y, de las ciento setenta millones de personas que quedan, noventa millones trabajan en fábricas. Los ochenta millones restantes no tienen más remedio que emigrar a las ciudades para buscar empleo. En aquella época esta afluencia excesiva de fuerza de trabajo se llamó «marea ciega». Ahora, por descontado, se conoce como el Fondo del Trabajo Popular, pero «marea ciega» expresa mejor la realidad de todas aquellas personas desesperadas que andaban a tientas en la oscuridad, luchando por llegar al faro de luz que el dinero de la ciudad hacía brillar.

Aprendí todo esto en el tren, me lo dijo el estudiante universitario, el de la cara llena de granos, que estaba de pie a mi lado. Su nombre era Dong Zhen. Era delgado y larguirucho, con unos hombros que le sobresalían como si fuera una percha. Tenía la cara cubierta de granos ulcerosos de los que supuraba pus amarillo.

—Zhe-zhong —me preguntó—, ¿adivinas cuántas personas van a migrar de Sichuan a Guangzhou después del Año Nuevo Lunar?

Ladeé la cabeza. Yo venía de un pueblo de cuatrocientos habitantes. Para mí, era imposible imaginar una congregación de gente más numerosa. Incluso si me decía que serían todos los habitantes de Sichuan, tampoco iba a impresionarme mucho porque nunca había visto un mapa.

—No lo sé.

—Unas novecientas mil personas.

—¿Y adónde van a ir?

—Al mismo sitio que tú, a Guangzhou y a Zhu Jiang, en el delta del río Perla.

Yo no podía creerme que hubiera suficiente trabajo si más de novecientas mil personas se abarrotaban en una misma ciudad. Estaba viajando en autobús y en tren, pero aun así no tenía ni idea de lo que era una ciudad.

—¿Hay allí algún lugar al que podamos ir para que nos ayuden a encontrar trabajo?

Dong Zhen rió.

—Eres idiota de verdad. Nadie te va a ayudar, tendrás que hacerlo todo tú solo.

Al oír esto me asaltaron las dudas. Todo cuanto había hecho hasta entonces era cuidar de cabras y hacer sombreros de paja. ¿Qué trabajo iba a poder encontrar? Me acordé de que mi amigo Jian Ping había trabajado en la construcción, así que le pregunté a Dong Zhen:

—¿Qué tal un empleo en la construcción?

—Ese tipo de trabajo puede hacerlo cualquiera, así que la competencia es dura.

Dong Zhen le echó un trago a su cantimplora mientras contestaba. Yo miré el agua con envidia.

—¿Quieres un poco? —preguntó. Y me dejó tomar un trago. Estaba rancia y sabía a pescado, pero aun así me sentía agradecido porque no había tenido que pagar. En todo el tren sólo una persona iba a la universidad, y ése era Dong Zhen. Me imaginé que, al ser un intelectual, me miraría por encima del hombro, pero Dong Zhen era sorprendentemente amable.

—Seguro que en alguna zona de la ciudad reclutan a trabajadores para un día. Deberías ir allí y esperar. Me han dicho que si llevas tu propia pala y tus herramientas te contratan enseguida.

—¿Y mi hermana pequeña? ¿Qué trabajo podría hacer?

—Las mujeres pueden conseguir toda clase de empleos cuidando niños, como criadas, como enfermeras y como asistentes funerarias en las morgues. Luego hay trabajos como guías en los crematorios, servidoras de té y varios más…, aunque en todos ellos pagan muy poco.

—¿Cómo es que eres un experto en esto?

—Sólo es sentido común, pero supongo que a tu lado debo de parecer muy listo, ¡tú no sabes mucho de nada! Ya verás. Los tipos que van a la ciudad en busca de trabajo suelen hablar mucho, y las noticias se propagan como la pólvora. Antes de lo que imaginas, ya lo sabrás todo. —Dong Zhen se inclinó hacia mí—. Tu hermanita no parece el tipo de chica que acepta la clase de empleos que te he enumerado —me susurró al oído.

Mei-kun se había ido al lavabo, y de repente me di cuenta de que aún no había vuelto. Miré a mi alrededor y vi que estaba de pie junto al baño, la puerta abierta de par en par, hablando íntimamente con el grupo de matones. ¿Qué era tan divertido?, me pregunté, porque habían empezado a reírse de repente. Los demás pasajeros del tren se volvieron —como si les hubieran hecho una señal— y observaron a los cuatro. Me fijé en que mi hermana no le quitaba ojo al yakuza. Estaba tonteando con él y eso me hizo sentir mareado. Dong Zhen me propinó un codazo en las costillas.

—Parece que tu hermana se ha hecho amiga del mafioso.

—No, no es eso. Sólo lo está embaucando para no tener que pagar por el lavabo.

—Pues parece ser que se le da muy bien. ¡Mira, le está pegando!

Mi hermana le daba al yakuza unas palmaditas en el brazo y reía. Él, por su parte, fingía que le dolía y se estremecía de dolor haciendo gestos exagerados.

—Cállate.

Dong Zhen se dio cuenta de que me estaba enfadando y empezó burlarse de mí.

—¡Dios mío, os comportáis más como amantes que como hermanos!

Había tocado un punto sensible. Enrojecí de vergüenza. Sí, me avergonzaba admitirlo, pero le tenía mucho cariño a mi hermana. Cuando trabajaba en la fábrica, además de los hombres, había diez mujeres empleadas. Eran todas adolescentes. Se interesaban por mí y me seguían por todas partes, pero no me gustaban lo más mínimo. Ninguna le llegaba a la suela del zapato a Mei-kun.

—A este paso, tu hermana se marchará con el mafioso.

Mei-kun no haría algo tan estúpido.

Nunca pensé que las palabras de Dong Zhen pudieran ser ciertas, pero cuando finalmente el tren llegó a la estación de Guangzhou, mi hermana saltó al andén con una expresión animada y me dijo con entusiasmo:

—Zhe-zhong, ¿te importa si nos despedimos delante de la estación?

Yo no daba crédito a lo que estaba oyendo.

—¿Estás segura? —le pregunté una y otra vez.

—Sí, ya he encontrado un trabajo —dijo con orgullo.

—¿Qué clase de trabajo?

—Un empleo en un hotel de primera clase.

Exhausto por el viaje de dos días y dos noches sin nada que comer, me tambaleé.

—Esos hombres me han dicho que van a ayudarme a encontrar un trabajo, así que me voy con ellos.

Mi hermana señaló al yakuza y a sus dos amigos. Me dirigí hacia ellos y, señalando al hombre que me había dado el palo en Chongqing y me había pedido que le ayudara, le dije, enfadado:

—¿Qué diablos queréis de mi hermana?

—Tú debes de ser Zhe-zhong. Mi nombre es Jin-long. Tu hermana nos ha dicho que busca trabajo, así que voy a presentarle a alguien que conozco. Podría trabajar en el hotel Cisne Blanco. Todo el mundo quiere trabajar allí. Es tu día de suerte.

Mientras respondía, Jin-long se ajustó la bufanda blanca que llevaba al cuello.

—¿Dónde está ese hotel?

—Es un establecimiento de primera clase en la antigua concesión de la isla de Shamian.

—¿Shamian?

Jin-long se volvió para mirarme a mí y a mi hermana y soltó una risa estentórea.

—¡Tío, eres un paleto de verdad!

Mei-kun también se rió con él, y fue entonces cuando me di cuenta de que mi hermana estaba enfadada conmigo por haber subido al tren sin saber qué estaba haciendo y por haber malgastado cuatrocientos yuanes. Enfurecido, la agarré del hombro.

—No sabes en qué lío te estás metiendo, ¿verdad? Es un mafioso, ¿lo entiendes? Ese hotel de primera clase es una gran mentira. Es un ardid para meterte en la prostitución.

Mi hermana pareció inquietarse por mis palabras, pero Jin-long sólo se rascó la nariz y respondió, molesto:

—No estoy mintiendo. El cocinero del hotel es mi amigo, y por eso tengo influencia. Si no te fías, acompáñanos y lo ves por ti mismo.

Cuando mi hermana lo oyó, extendió la mano hacia mí y me dijo:

—Dame la mitad del dinero que queda.

No tenía otra elección más que hacer lo que me pedía. Separé la mitad de los cien yuanes y se los di. Tan pronto como los cogió y se los metió en el bolsillo, me miró alegremente.

—¡Ven a verme, Zhe-zhong!

Observé a mi hermana marcharse por el andén con Jin-long y su pandilla, la bolsa con sus cosas balanceándose en su mano, y luego desapareció por la puerta de la estación. Se suponía que tenía que cuidar de mi hermana pequeña, pero ¿no era yo el que dependía de ella? De repente sentí como si me arrancaran un brazo. Hordas de viajeros cansados pasaban por mi lado empujándome, corriendo para salir de la estación.

—Vaya, menuda sorpresa. Tu hermana no es de las que titubean, ¿verdad?

Era Dong Zhen.

—La he fastidiado.

Al oír mi débil respuesta, Dong Zhen me miró con compasión.

—Bueno, así son las cosas. Yo estuve solo desde el principio mismo. Lo mejor es que vayas a comprarte una pala.

Dong Zhen me dio ese consejo y luego desapareció entre la multitud abriéndose paso con sus hombros huesudos. Cuando volví en mí, me di cuenta de que estaba empapado de sudor. Estábamos a principios de febrero, pero Guangzhou se hallaba más al sur que Sichuan y era mucho más calurosa.

Me marché dando la espalda a la estación de Guangzhou. Los hombres y las mujeres con los que me cruzaba iban bien vestidos y caminaban con confianza y orgullo. Edificios altos, tan grandes que parecían palacios, se cernían sobre mi cabeza. El sol, reflejado en las ventanas de cristal, me cegaba los ojos. No tenía ni idea de cómo cruzar la ancha calle en la que atronaba el tráfico. Una mujer me miró con repugnancia mientras yo estaba de pie a un lado de la calle y me señaló un paso elevado para peatones. Un hormiguero de gente caminaba por el puente que cruzaba la calle. Yo también subí la escalera y crucé, pero estaba tan cansado y hambriento que mis rodillas no dejaban de temblar. Debo confesar que empecé a sentir un odio profundo por mi hermana porque me había traicionado.

Justo en ese momento apareció un policía y me bloqueó el paso. Al acordarme del incidente en la estación de Chongqing, le ofrecí de inmediato cinco yuanes y le pedí que me indicara dónde estaba el lugar de recogida para jornaleros. Se guardó el dinero sin parpadear y dijo algo, pero yo no entendí nada porque lo dijo en cantonés. Me quedé perplejo. Estaba en China, pero no sé cómo había olvidado que el dialecto que hablaban allí era diferente. «¡Jornalero! ¡Jornalero!», lo grité un montón de veces y luego, desesperado, imité el movimiento de cavar con una pala. El policía me señaló la plaza que había frente a la estación.

Al final caí en la cuenta. La estación era el lugar de recogida de trabajadores. Con tanta gente ofreciéndose para trabajar, iba a ser casi un milagro que consiguiera un empleo. Y mientras esperaba, iba a gastarme todo el dinero que tenía hasta que no me quedara más remedio que mendigar. Pero yo soy de la clase de personas que deciden ir siempre hacia adelante, no puedo sentarme tranquilamente y esperar.

Los que venían del interior a buscar trabajo en la ciudad no tenían más remedio que vivir en la calle, y yo no iba a ser una excepción. Nuestro papel en la ciudad no era muy diferente del que teníamos en el pueblo, todo el día rezando para que lloviera. Estábamos a merced de los caprichos de la naturaleza y dependíamos por completo del cielo para sobrevivir. Pero yo estaba decidido a que aquello fuera diferente. Iba a buscar trabajo por mi cuenta. En cualquier caso, eso era lo que me decía para animarme. No iba a acabar como cualquiera de los muchos que se abarrotaban delante de la estación. Tenía que alejarme de ellos, así que caminé siguiendo la carretera, junto a las motos y los coches.

Al final llegué a un tramo donde el tráfico no era tan denso. Estaba en una avenida flanqueada con plátanos que se extendía hasta donde alcanzaba la vista. A cada lado de la avenida había casas viejas con la pintura desconchada. Las fachadas eran estrechas y las ventanas de las segundas plantas tenían postigos de madera. Eran casas construidas en el estilo vivo y espacioso del sur de China, que nunca había visto en mi pueblo. Mientras paseaba por la avenida imaginé cómo debían de sentirse los habitantes de Guangzhou. Los inviernos eran suaves, el follaje verde abundante…, qué lugar tan agradable para vivir.

Siempre había sentido envidia de la gente que llevaba una vida lujosa en las ciudades portuarias. Mientras bajaba por la avenida sentí que mi corazón se aligeraba y revivía a cada paso que daba. Poco a poco, noté que mi ánimo se recobraba. Era joven y fuerte, no era feo ni tonto. Podía imaginarme con facilidad que iba a tener éxito en esa ciudad y que viviría en una de aquellas casas. Sólo necesitaba que alguien me diera una oportunidad y sería capaz de hacer cualquier cosa.

Llegué a una calle concurrida. Había chicas con el cabello largo comiendo helados mientras paseaban. Los jóvenes llevaban tejanos ajustados. Me detuve frente al escaparate de una tienda en el que se exhibían collares de oro relucientes, y en un restaurante vi un acuario en el que había un pez enorme y una langosta. Las personas en el interior comían con alegría carne y pescado asados. ¡Todo parecía delicioso!

El sol se estaba poniendo. La energía de la ciudad me había extasiado y me senté a un lado de la calle. Tenía sed y hambre, pero no quería malgastar el dinero. Sólo me quedaban cincuenta miserables yuanes, y ya había tirado cinco de ellos. Un niño pasó en bicicleta por mi lado y arrojó una botella al suelo. Me apresuré a cogerla y acabar el líquido que quedaba. Era Coca-Cola. Sólo había un poco, pero nunca olvidaré lo deliciosa que estaba, como un medicamento dulce. La rellené con agua del grifo y bebí hasta que desapareció todo el sabor dulzón.

Tenía que ganar dinero. Quería beber ese brebaje todos los días de la semana hasta hartarme, iría al restaurante por el que acababa de pasar para comprar más, y comería aquellos platos deliciosos, y viviría en una de aquellas casas antiguas. Seguí caminando, decidido.

Al final llegué a una zona que estaba en obras. Me dio la impresión de que tal vez era la hora de salida. Un grupo de hombres con ropa sucia, que los identificaba de inmediato como jornaleros, estaban sentados en círculos contándose historias y riendo. Les pregunté si sabían dónde podía encontrar un empleo en la construcción. Uno de ellos señaló con su dedo sucio.

—Vuelve por la avenida de Zhongshan y dirígete al este. Llegarás a Zhu Jiang, un río enorme. Justo en la ribera hay un centro de recogida de trabajadores.

Le di las gracias. Cuando volvió a su círculo de amigos, agarré una pala y salí corriendo.

No me llevó mucho tiempo encontrar el centro de recogida de jornaleros. Había un muro de contención de hormigón que seguía la carretera, y al otro lado podía verse el agua marrón del río Perla. Entre veinte y treinta hombres ya estaban allí. A los lados había casuchas hechas con restos de madera y sacos de cemento viejos: barracas provisionales para los trabajadores. Incluso había un puesto de venta de comida al lado de la calle. Sin mucho que hacer, los hombres estaban sentados en círculo o en cuclillas y hablaban en voz alta.

—¿Es aquí donde se consigue trabajo? —pregunté a un hombre joven.

—Sí —me respondió con brusquedad y miró mi pala con avidez.

La sujeté con fuerza, listo para pelearme si intentaba quitármela. Quería asegurarme de que estaba en el lugar adecuado, así que seguí preguntándole:

—¿Me puedo poner a la cola?

—Deberías haber venido antes para conseguir un trabajo, pero si quieres ponerte a la cola nadie te lo va a impedir. Además, cuando llegue nuestro turno, ya no quedarán más trabajos.

De modo que era así como funcionaba. Aquel tipo estaba demasiado atrás en la cola para que lo cogieran aquel día, pero para el día siguiente sería el primero. Si un día no te cogían, lo hacían al siguiente. Pero, por la misma razón, cuando te cogían un día, al día siguiente no tenías trabajo. La única forma de conseguir empleo, al parecer, era estar delante de la cola.

—¿A qué hora empiezan a contratar trabajadores mañana?

—No hay una hora en particular. Envían un camión, lo llenan de trabajadores y luego se van. Si no estás en el camión, no tienes trabajo. No puedes despistarte.

Me puse justo detrás del hombre. El cansancio de todo el viaje finalmente se apoderó de mí y me dormí allí mismo abrazado a la pala. Me despertó el frío y las voces de unos hombres que hablaban. Estaba amaneciendo y el cielo azul se extendía sobre mis ojos. Me sorprendió ver que había dormido toda la noche sobre la superficie fría del muro de contención. Me puse de pie tambaleándome y vi que varios cientos de hombres pululaban alrededor como si la selección de trabajadores fuera a empezar en cualquier momento. Me froté los ojos y bebí un trago de agua de la botella. En ese momento apareció un camión que se aproximaba a toda prisa hacia nosotros.

—¡Carpinteros y obreros no cualificados para la construcción de puentes! —gritó un capataz desde el camión—. Necesitamos cincuenta hombres.

En cuanto lo oyeron, todos se acercaron corriendo y levantando las manos. Con un palo largo, el hombre los mantuvo a distancia.

—Sólo hombres con palas o picos —añadió.

De inmediato me abrí paso entre la multitud. El hombre observó mi cuerpo y mi pala, asintió y, con un gesto de la barbilla, me indició que subiera al camión. A continuación, todos los hombres que rodeaban el vehículo empezaron subir a la parte trasera entre empujones para asegurarse un lugar. El capataz no podía hacer mucho para controlarlos. La parte de atrás del camión se tambaleó y se inclinó, y varios hombres cayeron o fueron empujados al suelo. Era igual que en el tren. Cuando todos estuvimos apretujados y ya no cabía un alfiler, el camión se puso en marcha. Más hombres cayeron cuando el camión aceleró y giró bruscamente, pero a nadie pareció importarle. Apoyé la pala contra el pecho y la agarré con fuerza para que nadie pudiera robármela mientras sentía la brisa fresca del río en mis mejillas.

Trabajé en la construcción durante tres meses. Era una tarea sencilla que sin embargo exigía mucho físicamente. Empezaba a las siete de la mañana y acababa las cinco de la tarde, todo el día mezclando cemento o transportando vigas de hierro. Trabajaba con todas mis fuerzas y ganaba diecisiete yuanes al día. Aquello no era suficiente para mí, así que por la tarde volvía a la ciudad y trabajaba media jornada limpiando o recogiendo basura. A pesar de todo, estaba contento por cómo me iban las cosas, ya que ganaba diecisiete veces más que lo que cobraba en la fábrica. En la ciudad tenía muchas más oportunidades que en el campo, y estaba loco de alegría.

Para ahorrar dinero, recogía restos de madera y de plástico allí donde trabajaba y los usaba como materiales para construir mi propia caseta detrás del centro de recogida de jornaleros. Me quedaba allí toda la noche, de modo que cuando por la mañana venía el camión podía salir corriendo y ponerme a la cola. Los demás hombres que vivían cerca eran amables conmigo. Si hacían un estofado con entrañas de cerdo, me daban un poco, o me avisaban cuando compartían una botella de vino barato. Sin embargo, esto sólo lo hacían los hombres de la provincia de Sichuan, y la razón era que únicamente confiábamos en aquellos que hablaban nuestra misma lengua.

Cuando tuve ahorrados mil yuanes, decidí dejar la construcción porque ya estaba harto de vivir en las barracas. Además, siempre que iba a la ciudad para distraerme, veía a otros hombres de mi edad paseándose con chicas, y parecían mucho más felices que yo. Quería encontrar un trabajo allí, algo más fácil e interesante. Pero lo que podía hacer un jornalero se reducía a lo que llamaban «las tres pes»: cualquier cosa que fuera peligrosa, pringosa y penosa. Esto también era cierto para el trabajo en las ciudades y, en este sentido, China no es diferente de Japón. De manera que decidí contactar con mi hermana para que me ayudara en la búsqueda de un nuevo empleo. Si aún no lo había hecho era porque estaba enfadado por cómo me había abandonado.

Fui a la avenida de Zhongshan y me compré una camiseta nueva y unos tejanos. No quería dejarla en evidencia presentándome en el hotel con mi ropa hecha jirones. Al trabajar en la construcción tenía el cuerpo bronceado y musculoso, así que me imaginé que cuando me viera se impresionaría por mi aspecto viril y urbano. Me moría de ganas de enfrentarme a Jin-long, porque todavía me enfurecía que se hubiese llevado a mi hermana. No había olvidado lo seguro que parecía de sí mismo, lo fuerte que era.

Era un día caluroso de principios de junio. Yo llevaba una bolsa con una camiseta rosa dentro, un regalo para mi hermana, y bajé por la avenida Huangsha bordeando el río Perla en dirección al hotel Cisne Blanco. El edificio sobresalía por un lado de la isla de Shamian, la que daba al río Perla, y era enorme, al menos tenía treinta pisos. Al mirar la altura del edificio de color tiza, me enorgullecí de que mi hermana pequeña, Mei-kun, trabajase en un lugar tan elegante. Pero me sentí tan incómodo al verme entre todos los turistas extranjeros que entraban y salían del hotel y que caminaban por los jardines que me costó cruzar la magnífica puerta principal. Había cuatro porteros fornidos en la entrada, vestidos con uniformes marrones, y me miraron con desconfianza cuando me acerqué. Los porteros saludaban a los huéspedes que llegaban en taxi y los acompañaban adentro; se dirigían en un inglés fluido a los clientes extranjeros que llegaban a pie. No parecían en absoluto predispuestos a que yo les preguntara nada, así que me aproximé a un hombre que estaba cuidando una parcela de jardín a un lado de la puerta de entrada. Por su aspecto y su actitud, estaba claro que también era inmigrante.

—Zhang Mei-kun trabaja aquí, y esperaba que pudiera usted decirme cómo encontrarla.

—¿Quiere que lo pregunte por usted? —replicó con un acento del nordeste de Pekín. Dejó el rastrillo y se marchó.

Esperé un buen rato pero el hombre no volvía. Miré los rayos del sol que se reflejaban en la superficie del río Perla y empecé a impacientarme. Al final, alguien me dio una palmada en el hombro. Era el jardinero.

—Parece ser que no hay ninguna Zhang Mei-kun trabajando aquí —dijo compadeciéndome—. Le he preguntado a uno de la sección de personal y su nombre no aparece en ninguna de las listas. Lo siento.

Me quedé de piedra aunque, de hecho, ya sospechaba algo parecido. Nadie tiene tanta suerte. Cada vez estaba más seguro de que Jin-long había engatusado a mi hermana, pero ¿qué podía hacer? Al darme cuenta de que nunca más iba a ver a Mei-kun, las lágrimas empezaron a caer por mis mejillas.

—¿Y un hombre llamado Jin-long? Es un tipo grande que parece un mafioso. Me dijo que tenía un amigo que trabajaba en la cocina del hotel.

—¿Cuál es su apellido? ¿Sabe en qué restaurante trabaja?

No tenía ni idea, por lo que me limité a negar con la cabeza.

—Los cocineros de aquí se ganan muy bien la vida, así que normalmente no se relacionan con mafiosos.

El hombre se encogió de hombros, como si se riera de mi ignorancia, y volvió al trabajo. Yo me marché, triste, siguiendo la acera que bordeaba el hotel, y caminé en dirección a Shamian, una isla natural en la bifurcación del río Perla. Me habían contado que antes de la Revolución era un asentamiento extranjero y que ningún chino podía poner un pie en ella. Ahora era un lugar público y cualquiera podía ir.

Era mi primera visita a Shamian. Una avenida ancha se abría paso entre filas y filas de edificios de estilo europeo. En el centro de la avenida había una mediana verde en la que crecían flores rojas de salvia e hibiscos. Aquellas casas eran incluso más bonitas que las casitas que tanto me habían gustado en Guangzhou, y a las que algún día quería ir a vivir. Me senté en un banco y contemplé la avenida. Parecía que cada día descubría algo mejor que lo que había visto el día anterior. Mis pensamientos volvieron a Mei-kun. ¿Por qué no había hecho nada para evitar que nos separáramos?

—¡Eh, tú!

La voz de un hombre interrumpió mis pensamientos. Me volví y vi a un tipo que parecía un agente de policía. Me había gritado con un tono arrogante y se me heló la sangre porque yo había salido sin el permiso de residencia y sin los papeles de identificación. El hombre iba vestido con el mismo traje azul que llevaban los funcionarios del gobierno y era de complexión delgada, pero caminaba con determinación y confianza. Sin duda debía de ocupar un cargo importante. Lo último que quería era que me arrestaran por cualquier cosa, así que fingí ser un pobre cateto de pueblo.

—No estoy haciendo nada malo.

—Lo sé, sólo quiero que vengas un momento.

El hombre me cogió del brazo y me llevó a un coche negro que estaba aparcado al lado de los edificios europeos.

—Sube.

No tenía escapatoria. El tipo me tenía cogido del brazo y me llevaba hacia el coche. Era un Mercedes grande. El conductor me miró a través de sus gafas de sol y sonrió. El hombre del traje azul me empujó al asiento trasero. Luego él se sentó delante y se volvió para mirarme.

—Tengo un trabajo para ti. Pero tienes que mantener la boca cerrada, ésa es la condición. Si no eres capaz de hacerlo, ya puedes largarte.

—¿Qué clase de trabajo?

—Ya lo verás cuando lleguemos. Si no te interesa, sal del coche ahora.

Estaba aterrorizado, pero también intrigado. ¿Y si era la oportunidad que había estado esperando? No podía marcharme sin más. Ya estaba harto de trabajar de cualquier cosa, y además había perdido a mi querida hermanita. ¿Qué más podía perder? Acepté asintiendo con la cabeza.

El Mercedes se dirigió de vuelta al Cisne Blanco. Antes, cuando me había ido del hotel, había pensado que nunca más iba a volver. El coche se acercó a la entrada y uno de los porteros que no hacía mucho me habían mirado de manera amenazadora nos dio la bienvenida y abrió la puerta con diligencia. Al verme salir del coche, los porteros no pudieron ocultar su sorpresa. Enseguida recuperé el ánimo. No importaba lo que me deparara el destino, sólo por sentir aquello ya merecía la pena.

Entré en el hotel detrás del hombre del traje azul. El vestíbulo estaba lleno de personas ricas vestidas con ropa elegante.

Me detuve para admirar todo cuanto me rodeaba, sin poder evitarlo, pero el hombre me cogió del brazo y tiró con fuerza de mí. Me metió en el ascensor y subimos hasta el piso veintiséis. Cuando las puertas se abrieron, estaba paralizado por la ansiedad. Si salía de aquel ascensor, me dije, nunca más volvería a mi vida anterior.