Bueno, creo que deberíamos volver a hablar de Kazue Sato, ¿no os parece? ¿Cómo? Sí, entiendo muy bien que no queráis oír nada más sobre la repugnante historia de amor entre mi abuelo y la madre de Mitsuru pero, en realidad, hubo una secuela interesante. Veréis, Mitsuru superó el examen de ingreso a la Facultad de Medicina de la Universidad de Tokio, tal y como se proponía. Esto lo sé porque se puso en contacto conmigo después de que yo me hube matriculado en el Departamento de Lengua Alemana de la Universidad Q. Al mismo tiempo, surgieron una serie de problemas. No tienen una relación directa con las historias de Yuriko o Kazue, pero de todos modos quiero hablar de ellos.
¿Cuándo empezó Kazue Sato a comportarse de una forma tan estrafalaria? Seguramente, en el segundo año de bachillerato. Yuriko estaba en el primer año, y oí rumores de que Kazue había empezado a seguirla por todas partes. Por decirlo a las claras, supongo que la acosaba. Era terrible. Kazue curioseaba en su aula; en la clase de gimnasia la espiaba. Si Yuriko iba a un partido con las animadoras, allí estaba Kazue. Era como un perro detrás de su dueño. Con toda probabilidad, debía de haber husmeado también en casa de los Johnson. Y siempre que se encontraba a Yuriko, la seguía con la mirada, observándola como si estuviera hechizada. ¿Cuál era el motivo de que la acosara? Ni siquiera yo lo sabía.
Allí donde iba Yuriko, había alboroto. Una vez que Kijima hijo pasó de curso y fue al Instituto Q para Chicos, que estaba en la otra punta de la ciudad, Mokku, la hija del presidente de una empresa dedicada a la fabricación de salsa de soja, ocupó el lugar de Kijima y la acompañaba a todas partes como si fuera su sombra.
Mokku era la presidenta del equipo de animadoras. Y, como tal, de hecho, era también la guardaespaldas de Yuriko. La seguía allí adonde fuera, protegiéndola de los admiradores y de aquellas chicas que codiciaban su posición y la envidiaban. Yuriko era como la mascota del equipo. Bueno, de eso se trataba, ¿no? No se podía esperar que una cabeza hueca incapaz de coordinar como Yuriko pudiera dominar los difíciles movimientos de las actuaciones de las animadoras. Todo cuanto le pedían era que hiciera acto de presencia, como una especie de anuncio publicitario que demostrara al mundo que las animadoras del Instituto Q habían mejorado sus estándares de belleza.
Cuando la escultural Yuriko se paseaba por el patio junto a Mokku, su presencia era tan llamativa que nadie podía quitarle los ojos de encima. Lo que a mí me impresionaba, en cambio, era su presunción. Caminaba un poco por delante de Mokku, con una expresión impasible, como si fuera una especie de reina. Mokku, por su parte, iba detrás como una sirvienta. Y luego venía Kazue, jadeando para poder acecharlas entre resuellos. Sin duda era una estampa peculiar.
A veces advertía que, nada más acabar el almuerzo, Kazue corría al baño para vomitar. He dicho almuerzo, pero en realidad no era tanto: una bola de arroz diminuta y un tomate o una fruta. A menudo se traía una especie de galleta barata hecha de harina de soja pero, tan pronto como se la zampaba, le carcomía el remordimiento y se iba al retrete a devolver. Todas en la clase sabían qué era lo que hacía, así que siempre que empezaba a rebuscar en su bolsa de galletas las demás se daban golpecitos con el codo y se reían con disimulo y complicidad. Sí, Kazue tenía un desorden alimentario. Claro que por entonces no sabíamos que eso fuera una enfermedad. Sólo nos molestaba su dieta desequilibrada y su costumbre de vomitar después de comer.
Me enteré de que su reputación en el equipo de patinaje sobre hielo era pésima. No importaba cuántos requerimientos le hicieran llegar: nunca pagaba las cuotas de la pista. Llevaba el uniforme de competición incluso en los entrenamientos, y vagabundeaba por la pista como si estuviera en Babia. Parecía sólo una cuestión de tiempo que la echaran del equipo pero, sorprendentemente, eso nunca ocurrió. Y la razón era que utilizaban a Kazue para que les prestara sus apuntes. A las chicas del club se los dejaba gratis, mientras que a las compañeras de clase les cobraba: cien yenes por los apuntes de un día. Por entonces, estaba terriblemente obsesionada con el dinero. La mayoría de las compañeras opinaban de ella que era una tacaña.
Al final del primer año, Kazue había cambiado por completo. Al principio había intentado mezclarse con las alumnas ricas del Instituto Q para Chicas, pero en invierno cambió repentinamente. En la facultad, alguien me dijo que el cambio en su vida vino luego, cuando murió su padre pero, en mi opinión, Kazue ya había empezado a experimentar una transformación en su aspecto cuando comenzamos el segundo año de bachillerato.
También noté que había empezado a someter a los profesores a una letanía interminable de preguntas durante las clases. Pronto los profesores se irritaron. «Vale, pasemos a otra pregunta», decían mirando su reloj, y Kazue se quejaba con voz sollozante: «Pero, profesor, todavía no lo entiendo». Aunque todas las demás alumnas levantaran la mirada al techo con fastidio, a ella no le importaba. No creo que Kazue jamás prestara atención a las reacciones que suscitaba a su alrededor. Poco a poco perdió la conciencia de la realidad que vivía. Cuando el profesor hacía una pregunta de la que ella sabía la respuesta, era la primera en levantar la mano con una mirada triunfante. Y al escribir la respuesta a las preguntas, tapaba el papel con la mano, igual que si estuviera de nuevo en primaria y compitiera con las demás alumnas. Ah, sin duda era una chica tan rara que nadie quería tener nada que ver con ella.
No obstante, yo pasaba algunos ratos en su compañía. Lo entendéis, ¿verdad? Kazue estaba atada a una relación imposible y, por tanto, frustrante. Por supuesto, me refiero a lo de Takashi Kijima. Mi intención era hacer que su amor por Kijima se inflara como un globo y, siguiendo mi consejo, le había escrito varias cartas. Siempre me las enseñaba a mí primero, yo las corregía y luego se las devolvía. Después, Kazue las reescribía una y otra vez, sin estar nunca convencida de que fueran lo bastante buenas para enviarlas. ¿Os gustaría verlas? Os las voy a mostrar. ¿Os preguntáis por qué las tengo? Pues porque las copiaba en mi libreta antes de devolvérselas.
Por favor, disculpa la informalidad de esta carta. Sé que debe de parecerte extraño que te escriba así de repente. Por favor, discúlpame.
Si me lo permites, me gustaría empezar con una introducción sobre quién soy. Me llamo Kazue Sato y estoy en el grupo B del primer año de bachillerato. Mi propósito es llegar a la Facultad de Economía y analizar los problemas financieros. Por esta razón, me dedico a estudiar todos los días y, si me permites decirlo, soy una alumna muy aplicada. Pertenezco al club de patinaje sobre hielo, pero aún estoy muy verde para competir (aunque en la pista me quedo más bien blanca). Aun así, practico con todas mis fuerzas con la esperanza de poder competir algún día. Me caigo a menudo, de modo que, cuando acaba el entrenamiento, estoy cubierta de morados. Las veteranas del equipo me dicen que es normal, así que sigo muy entusiasmada con los entrenamientos.
Mis aficiones son los trabajos manuales y escribir un diario, que llevo desde el primer curso y en el que no he dejado de escribir ni un solo día. Si no lo hago, me afecta tanto que ni siquiera puedo dormir. Me han dicho que tú no formas parte de ningún club, Takashi. ¿Cuáles son tus aficiones?
Doy clase de biología con tu padre, el profesor Kijima. Es un maestro muy bueno. Es capaz de explicar las cosas más complicadas con un lenguaje muy sencillo. Siento un gran respeto por su dominio de la clase y por su carácter noble. En el Instituto Q hay tantos profesores excepcionales que me siento muy agradecida de que me hayan aceptado. He oído que tú te has educado en el sistema Q desde que eras muy pequeño, puesto que el profesor Kijima es tu padre. Eres tan afortunado.
Me avergüenza un poco, pero he de confesarte algo. Aunque vaya un curso por delante, me he enamorado de ti. No tengo hermanos, sólo una hermana pequeña, así que no sé muchas cosas de los hombres. Si te parece bien, ¿podrías contestarme? Sueño con el día en que lo hagas. Hasta entonces, por favor, acepta esta carta. Y suerte con los exámenes trimestrales.
KAZUE SATO
Ésta fue la primera carta que le envió. Cuando vi la segunda, rompí a reír sin poder evitarlo al leer el poema «El sendero donde florecen las violetas». Cuando me lo enseñó, me dijo que quería que lo interpretase el cantautor Banban Hirofumi.
El sendero donde florecen las violetas
Una violeta silvestre a mis pies,
en el sendero por el que has caminado.
Al coger esta flor rasgada
sé que has pasado por aquí.
Violeta silvestre, que floreces en el sendero
y llegas al cielo, donde se desborda tu corazón.
Miro a la lejanía y, mientras lloro,
te encuentro de camino a casa.
Violeta silvestre, no puedo ver,
no puedo buscar tu amor.
Desconcertada, temerosa,
en el sendero de la montaña veo abajo el precipicio.
Una vez Kazue me enseñó un haiku o algo parecido de Toshizo Hijikata, el famoso guerrero que intentó desbaratar la restauración de los Meiji en el siglo XIX. Creo que decía algo así: «Saber es perderse; no saber es no perderse… por el sendero del amor». Kazue lo escribió en una hoja de papel con el comentario: «Así es exactamente como me siento». Dobló la hoja en cuatro y la metió en un sobre. Puede que Kazue llevara adelante sus estudios con éxito pero, en lo que respecta al amor, no sólo era inmadura, sino también extremadamente anticuada.
—Oye, ¿qué te parece la carta? ¿Crees que debería enviársela? —preguntó Kazue al mostrarme lo que había escrito.
Yo me sentía aterrorizada y eufórica al mismo tiempo. Había pasado una semana desde su primera carta. Le aconsejé que también enviara la segunda a casa de Kijima, como la primera. ¿Por qué estaba aterrorizada, preguntáis? Porque sabía que las personas enamoradas son capaces de comportarse de una forma estúpida. ¿No creéis vosotros también que es espantoso? Kazue había expuesto su falta de cordura y de talento sin el menor reparo, y se había desnudado ante Kijima sin considerar siquiera las consecuencias.
Por supuesto, él no respondió. En circunstancias normales, una chica se lo habría tomado como una prueba de que no estaba interesada en ella, pero Kazue sólo se sintió confundida.
—¿Por qué no habrá respondido? ¿Crees que tal vez no ha recibido mis cartas?
Sus ojos, con los ridículos párpados dobles, gentileza de Elizabeth Eyelids, se abrieron como platos. Le brillaban las pupilas, y su cuerpo, era incluso más delgado que antes, emanaba un aura peculiar: se la veía resplandeciente. Era como un ser desbordado. ¿Así que alguien tan fea como ella también podía enamorarse? Me ponía tan nerviosa que no podía soportar mirarla a los ojos. Pero allí estaba, tirándome del brazo y suplicándome:
—Oye, ¿qué te parece? ¿Qué? ¿Qué crees que debería hacer?
—¿Por qué no llamas a Takashi y se lo preguntas directamente?
—¡No puedo hacer algo así!
Kazue empalideció y dio un paso atrás.
—Entonces llévale un regalo de Navidad y pregúntaselo cuando se lo des.
Cuando oyó mi sugerencia, se le iluminó el rostro.
—¡Tejeré una bufanda para él!
—¡Es una idea genial! A los chicos les encantan las cosas hechas a mano.
Eché un vistazo a la clase. Era noviembre y se oía el tintineo de varias chicas tejiendo mientras hacían jerséis o bufandas para sus novios.
—¡Gracias, eso haré!
Al tener un nuevo propósito, Kazue se serenó y recobró la confianza. Se estaba infundiendo ánimos, estoy segura de que eso era lo que hacía. En ese momento me recordó a un hombre. Lo habéis adivinado: a su padre. El día que murió mi madre, cuando el padre de Kazue me dijo que no me relacionara con ella, lo dijo con el mismo aire altivo.
Se acercaba Navidad, y la bufanda que Kazue estaba tejiendo para Takashi ya casi tenía un metro. Era horrenda: rayas negras y amarillas que me recordaban al cuerpo de una abeja. Me imaginé a Kijima con la bufanda alrededor del cuello y me costó más que de costumbre reprimir la risa.
Una tarde de invierno, ya casi de noche, llamé a casa de Takashi. Su padre tenía una reunión de profesores, así que sabía que no estaría en casa. El propio Takashi respondió al teléfono, con una voz inesperadamente fresca y clara. No había duda: era una persona diferente en el colegio y en casa. Me puso la carne de gallina.
—¿Hola? Residencia de los Kijima.
—Soy la hermana mayor de Yuriko. ¿Está Takashi?
—Sí. Así que eres la hermana que no se parece en nada a Yuriko. ¿Qué quieres?
Kijima había abandonado rápidamente el tono agradable con el que había contestado y lo bajó una octava.
—Gracias por todo lo que has hecho por Yuriko —le dije como una mera formalidad—. A decir verdad, he de pedirte un favor.
Podía notar cómo Takashi adoptaba una actitud de cautela. Pensé en sus ojos esquivos y empecé a marearme. Como deseaba colgar cuanto antes, fui directa al grano.
—Es difícil hablar de esto por teléfono, pero sé que no querrás que nos veamos, así que no me andaré con rodeos. Has recibido las cartas de mi compañera de clase Kazue Sato, ¿verdad? —Sentí cómo Takashi contenía la respiración—. Kazue quiere saber si se las puedes devolver. Le avergüenza tanto que casi no puede soportarlo.
—¿Por qué no me lo pide ella misma?
—Se echó a llorar cuando se lo sugerí, y me dijo que no era capaz de reunir las fuerzas necesarias para llamarte.
—¿Se echó a llorar?
Takashi se quedó en silencio de repente. Yo no esperaba eso. De pronto me sentí incómoda. ¿Qué iba a hacer si las cosas no salían como había planeado?
—Kazue se arrepiente profundamente de habértelas enviado —aclaré.
Él permaneció callado un momento más y al cabo respondió:
—¿De verdad? Pues debo decir que me impresionaron. Pensé que el poema era muy bonito.
—¿Qué parte te gustó?
—El principio sobre todo.
—¡No me lo puedo creer! —exclamé involuntariamente.
Era demasiado vil para soportarlo. Era imposible que a Takashi le hubiera gustado aquel poema patético. Pero él respondió despreocupado.
—En serio. Pero lo cierto es que Yuriko y yo nos dedicamos a algo que tiene muy poco que ver con la pureza.
—¿De qué estás hablando?
Mi radar hizo un zum repentino en la pasión secreta que estaba naciendo entre Yuriko y Takashi. Podía oler que se estaba cociendo algo diabólico. Me olvidé de todo el asunto de Kazue y empecé a pensar a qué se refería Takashi. Pero él me interrumpió al instante hablando atropelladamente.
—Bueno, no importa, ¿no? Mis negocios con Yuriko no te incumben.
—¿Negocios? ¿A qué os dedicáis vosotros dos? Deberías decírmelo, al fin y al cabo, soy la hermana mayor de Yuriko.
Me preparé para oír la respuesta de Takashi. Estaban haciendo algo para ganar dinero. Y, fuera lo que fuese, tenía «muy poco que ver con la pureza». Recordé de repente que la última vez que había visto a Yuriko lucía una cadena de oro colgada del cuello. Bajo la blusa del uniforme podía entreverse un sujetador de encaje, y llevaba unos zapatos sin cordones con un lazo verde y rojo. Eran de Gucci, estaba segura. Y yo sabía que su asignación no era muy elevada. ¿Cómo podía permitirse comprarse ropa que se ajustaba tan bien al ambiente del colegio? No, más que ajustarse, Yuriko sobresalía en lo que respecta a la moda. Me moría de curiosidad. Aparté el auricular de mi oreja y pensé en alguna forma de descubrir su secreto. Supongo que me quedé en silencio durante mucho rato, porque oí a Takashi gritar insidiosamente:
—¿Hola? ¿Todavía estás ahí? ¿Hola? ¿Qué pasa?
—Ah, perdona. Dime, ¿qué negocio os lleváis entre manos?
—Olvídalo. ¿Qué quieres que haga con las cartas de Sato?
Takashi había cambiado de tema. No me quedaba más remedio que buscar la respuesta a mi pregunta por otro lado. Resignada, volví al asunto que nos ocupaba.
—Kazue está avergonzada. Me ha pedido que te llame, y eso es lo que he hecho.
—Esto es muy raro. Soy yo quien ha recibido las cartas, y ¿ahora se supone que debo devolverlas? ¿Por qué las quiere?
—Mira, Kazue está muy deprimida a raíz de todo este asunto. Si no se las devuelves, dice que se va a cortar las venas o algo así. Quizá se atiborre a somníferos, no lo sé, así que devuélveselas en cuanto puedas.
—¡Vale! —respondió Takashi como si ya estuviera harto—. Se las daré mañana mismo.
—No, eso no —me apresuré a responder levantando la voz—. Envíaselas a casa.
—¿Por correo?
Noté que empezaba a sospechar algo.
—Sí, por correo está bien. Escribe en un sobre la dirección y el apellido, es todo lo que te pido. No pongas nada más, ¿de acuerdo? Y, si es posible, envíalas por certificado urgente.
Tan pronto como acabé la frase, colgué el auricular de golpe. Eso tendría que valer. Estaba segura de que cuando Kazue recibiera las cartas se sentiría horrorizada. Y, con un poco de suerte, su padre las descubriría y se armaría la de san Quintín. Por otro lado, y con un poquito más de suerte, me las arreglaría para saber en qué estaban metidos Takashi y Yuriko. De repente, la escuela volvía a ser divertida.
Kazue faltó al colegio varios días seguidos. La mañana del cuarto día apareció inesperadamente y se quedó de pie en la puerta, a modo de barrera, mientras inspeccionaba el aula con ojos sombríos. Ya no tenía el cabello rizado y tampoco se había pegado los Elizabeth Eyelids en los ojos. La deprimente y gris Kazue que conocíamos había regresado, excepto por el hecho de que llevaba la bufanda increíblemente llamativa, de rayas negras y amarillas alrededor del cuello. La bufanda que había tejido para Takashi se arremolinaba en torno a su cuello como una enorme serpiente famélica. Cuando las demás compañeras entraron en clase y vieron a Kazue, la mayoría apartaron la mirada confundidas como si hubieran visto algo que no debían ver. No obstante, Kazue, ajena a su comportamiento, se acercó como si nada a una de las chicas del equipo de patinaje sobre hielo a la que anteriormente había dejado sus apuntes.
—Kazue, ¿qué te ha pasado?
Ella la miró como si estuviera aturdida y avergonzada.
—¡No puedes desaparecer sin más antes de los exámenes!
—Lo siento.
—Al menos, podrías dejarme tus apuntes de inglés y literatura clásica.
Kazue asintió con timidez una y otra vez mientras dejaba caer su mochila sobre el pupitre que tenía delante. La alumna que se sentaba allí obviamente la miró furiosa. Era una veterana muy preocupada por su aspecto y conocida porque era buena haciendo galletas y pasteles. Estaba leyendo un libro de cocina cuando Kazue la interrumpió.
—Oye, no se puede ir por ahí tirando tus cosas sobre el pupitre de los demás, ¿sabes? Estoy pensando qué galletas preparar. Muestra un poco de consideración.
—Lo siento.
Kazue se inclinó una y otra vez a modo de disculpa. El aura inusual que unos días antes rodeaba su cuerpo había desaparecido. En vez de eso, ahora parecía angulosa y fea, como un fruto del que se ha exprimido todo el jugo.
—¡Mira esto, me has manchado el libro de barro! ¿Cómo puedes ser tan torpe?
La señorita Libro de Cocina armó un gran alboroto mientras limpiaba su libro. Probablemente Kazue había dejado la mochila en el andén de la estación de camino al colegio, o sobre la acera, y la base se había ensuciado. Algunas compañeras que oyeron lo que la chica decía la miraron boquiabiertas, pero el resto fingió no oír nada. Kazue le entregó los apuntes y luego, focalizando todas las miradas de desprecio de las demás alumnas, regresó sobre sus pasos hasta el pupitre. Se volvió para mirarme y buscar apoyo. Instintivamente aparté la mirada, pero no antes de que pudiera notar lo que estaba pensando: «Ayúdame. ¡Sácame de aquí!». De repente recordé aquella noche nevada en las montañas cuando Yuriko me perseguía, ese impulso abrumador de usar toda mi fuerza para protegerme de algo horrible. La sensación excitante que siguió al momento en que me aparté de ella. Ahora quería hacer lo mismo con Kazue, y a duras penas lograba contener las ganas.
La primera clase de matemáticas terminó sin que Kazue torturara al profesor con su interminable batería de preguntas.
—Oye, ¿puedo preguntarte algo?
Tan pronto como acabaron las clases, antes de que pudiera escabullirme, oí la patética voz de Kazue detrás de mí. Yo ya estaba bajando la escalera en dirección al segundo piso.
—¿Qué? ¿De qué se trata?
Me volví y la miré directamente a los ojos; ella apartó la mirada con una expresión de dolor.
—Es sobre Takashi.
—Ah, ¿has recibido respuesta?
—Sí, la recibí —respondió de mala gana—. Hace cuatro días.
—¡Eso es genial! ¿Qué te dijo?
Simulé estar entusiasmada mientras esperaba llena de regocijo su respuesta. Iba a ser tan bueno. Pero Kazue frunció los labios y no dijo nada. Supongo que estaba buscando una buena excusa.
—Venga, ¿qué te ha dicho? —pregunté, impaciente.
—Me ha escrito diciéndome que quiere salir conmigo.
¡Valiente mentirosa! La miré sorprendida. Pero ella sólo parecía turbada mientras sus consumidas mejillas se ruborizaban.
—Esto es lo que me escribió: «Hace algún tiempo que me gustas. Gracias por alabar las clases de mi padre, eso me alegra mucho. Si no te importa que sea más joven que tú, me gustaría que siguiéramos carteándonos. Por favor, no tengas reparos en preguntarme sobre mis aficiones o lo que sea».
—¡Estás de broma!
Estuve a punto de creerla. Quiero decir que Takashi me había dicho que mandaría las cartas de vuelta, pero no había forma de saberlo con seguridad. Y, además, le había interesado aquel poema patético, así que quizá sí que le había escrito una carta. Aunque también cabía la posibilidad de que fuera lo bastante desalmado como para burlarse de Kazue.
Me di cuenta de que mi plan había fracasado y empecé a desesperarme.
—¿Podría ver su carta?
Kazue observó mi mano extendida y luego me miró con preocupación, negando frenéticamente con la cabeza.
—No es posible, Takashi me pidió que no se la mostrara a nadie. Lo siento, pero no puedo.
—Entonces, ¿por qué llevas esa bufanda? Pensaba que se la ibas a regalar a él.
Kazue se llevó la mano rápidamente al cuello. Con hilo mediano, densamente tejida, cada franja de color de unos diez centímetros, alternando rayas amarillas y negras. La observé implacablemente para ver su reacción. «Venga, ¿qué excusa me vas a poner ahora?».
—Pensé en usarla como recuerdo.
«¡Ja! ¡Te pillé!». Era una pequeña victoria.
—Me la merezco. He tenido que esperarlo, ¿no? He tenido que esperar su respuesta, así que me he ganado quedarme con el regalo.
Cuando intenté tocar la bufanda con mi mano, ella me la apartó de un manotazo.
—¡No! ¡Tienes las manos sucias!
Su tono era de amenaza. Me quedé helada y la miré. Unos segundos después empezó a ruborizarse.
—Lo siento, lo siento de verdad. No quería decir eso.
—No te preocupes. Ha sido culpa mía.
Giré sobre mis talones y me alejé como si estuviera enojada, esperando que ella me siguiera.
—¡Espera! Lo que te he dicho no está bien. Perdóname.
Kazue vino detrás de mí pero yo seguí caminando, negándome a volverme. De hecho, no sabía qué hacer a continuación. Estaba perpleja. ¿Cuál era la verdad? ¿Kazue había recibido una respuesta de Takashi o se lo estaba inventando? En el patio del colegio se oía a las alumnas reírse mientras salían de la escuela animadas porque habían acabado las clases. Aun así, podía distinguir el ruido de Kazue siguiéndome: sus pasos, su respiración forzada, el roce de la mochila cuando le golpeaba la falda corta.
—Perdóname, espera. Eres la única persona con la que puedo hablar —dijo.
Me pareció oírla gimotear. Me detuve y ella me alcanzó.
Tenía el rostro contraído y cubierto de lágrimas, y sollozaba como una niña a la que ha abandonado su madre.
—Lo siento, por favor, perdóname —me rogó.
—¿Por qué me has contestado de ese modo? ¡Yo no te he hecho nada malo!
—Lo sé, es sólo que a veces dices las cosas de un modo tan brusco que me pongo muy nerviosa. Además, no lo he dicho en serio.
—Bueno, vosotros dos habéis congeniado, ¿no? Eso era lo que yo había predicho, ¿verdad?
Kazue me dirigió una mirada vacía. Al final, su rostro adoptó una expresión tan extraña que habría sido difícil asegurar que no se había vuelto loca.
—¡Exacto! ¡Congeniamos de verdad! ¡Ja, ja, ja!
—¿Así que vais a salir juntos?
Ella asintió y luego dejó escapar un grito. Por la ventana del pasillo vio entonces a Yuriko y a Takashi, que salían por la puerta del colegio. Me apresuré a abrir la ventana.
—¡Eh, espera! ¿Qué estás haciendo? —me gritó Kazue. Se había quedado lívida y parecía que iba a echar a correr en cualquier momento.
Le agarré la bufanda del cuello y se la arranqué.
—¡Para, para! —me suplicó mientras yo la inmovilizaba contra la pared del pasillo con todas mis fuerzas.
—¡Takashiii!
Él y Yuriko se volvieron al unísono y alzaron la mirada hacia mí. Saqué la bufanda por la ventana y la agité con fuerza. Takashi, que llevaba una trenca de lana negra, me miró con recelo. Cogió a Yuriko del brazo y la acompañó fuera de las puertas del colegio. Ella llevaba un elegante abrigo azul marino sobre los hombros, y me fulminó con una mirada de reproche. «¡Menuda puta loca de hermana que tengo!».
—Lo que acabas de hacer ha sido cruel. —Kazue se agachó en el pasillo sollozando.
Las alumnas que pasaban por nuestro lado nos miraban con curiosidad y luego seguían caminando entre susurros. Le devolví la bufanda y se la escondió a la espalda como si se avergonzara de ella.
—Por lo que parece, todavía está con Yuriko. ¿Me has mentido?
—¡No! Me ha respondido de verdad.
—¿Te dijo algo del poema?
—Me dijo que era un buen poema. Te lo juro.
—¿Y sobre la carta en la que te presentabas?
—Le gustó que fuera directa y sincera.
—¡Eso suena a la opinión de un profesor sobre una de tus redacciones!
Estaba enfadada y me puse a gritar. ¿No os parece normal? Dado que Kazue carecía de imaginación, lo único que había podido inventar había sido una historia patética. Ojalá se le hubiera ocurrido una mentira más creativa.
—¿Qué te ha dicho tu padre? —pregunté con frialdad.
Kazue se tranquilizó repentinamente. Sí, así es. A partir de ese día empezó el declive de Kazue.