¿Adivináis qué hice aquella noche? Estaba conmocionada por la idea del parecido. Al darme cuenta de ello, decidí sonsacar a mi abuelo. Quería saber quién era mi padre. Por descontado, sabía que era mestiza, eso era indudable. También sabía que mi madre era japonesa, y estaba convencida de que mi padre tenía que ser extranjero. Sólo hay que ver mi piel: no es amarilla, ¿verdad? ¿Lo es?
Sin embargo, estaba completamente segura de que mi padre no podía ser el mismo suizo que había engendrado a Yuriko. ¿Por qué? Pues, para empezar, no nos parecíamos en nada y, en segundo lugar, ¿cómo podía un hombre tan mediocre haber engendrado a una niña tan brillante como yo? Sin duda era imposible. Además, mi padre me trataba de forma ofensiva. Siempre guardaba las distancias conmigo y, aunque no tenía problemas en regañarme, ni una sola vez había sentido que me quisiera.
Desde que éramos niñas, Yuriko se metía conmigo porque nos parecíamos muy poco. ¿Cómo? ¿No os podéis imaginar a mi hermana metiéndose conmigo? ¿Por qué no? ¿Es porque ella es hermosa? Pues las apariencias pueden engañar. Yuriko era diez veces más rencorosa y malvada que yo. No tenía el más mínimo reparo en partirme el corazón. «Me pregunto dónde debe de estar tu padre —me chinchaba—, porque no te pareces ni un poco al mío». Éste era siempre su último recurso.
Me di cuenta de que mi padre suizo no era mi verdadero padre cuando fui consciente de la existencia de Yuriko. Es verdad que ella no se parecía a nadie, pero resultaba evidente que tenía rasgos asiáticos y occidentales en igual medida. Y el hecho de que fuera estúpida encajaba a la perfección con nuestros padres. Yo tampoco me parecía a nadie pero, a diferencia de mi hermana, mis rasgos tenían un aspecto mucho más asiático, y era inteligente. Así que, ¿de dónde venía? Desde que había tenido uso de razón me atormentaban las dudas sobre mi origen. ¿Quién era mi padre?
Una vez, en clase de naturales, creí haber encontrado la respuesta: yo era una mutación. Pero la euforia de mi descubrimiento se esfumó pronto. Era mucho más probable que la mutante fuera Yuriko. Una vez que la teoría se hubo ido al infierno, me encontré en el mismo lugar en el que había empezado: perpleja, triste y sin una sola pista que respondiera a lo que me había estado atormentando y seguía atormentándome. Ni siquiera ahora tengo una respuesta. Y la vuelta de Yuriko a Japón provocó que mis dudas resurgieran.
Al parecer, mi abuelo había salido esa noche; por fin estaba sola en casa. No había nada para cenar, así que, a falta de otra alternativa, me dispuse a lavar el arroz. Saqué el tofu de la nevera y me preparé una sopa miso. Como no había nada más en casa para la guarnición, pensé que el abuelo había salido a comprar algo y esperé a que volviera. Se hizo de noche. Esperé, pero seguía sin volver. Eran casi las diez cuando oí que se abría la puerta de la calle.
—¡Qué tarde llegas!
—Oh —masculló.
Salí al recibidor y lo encontré con la cabeza baja, igual que un niño al que regañan. «¿Cómo es posible?», me dije. ¡El abuelo había crecido! Se estaba descalzando unos zapatos marrones ajustados que nunca antes le había visto. Cuando los miré de cerca, sentándome en el suelo del recibidor, observé que los tacones eran tan altos como los de unos zapatos de mujer.
—¿Qué haces con esos zapatos?
—Los llaman «botas secretas».
—¿Dónde diablos venden zapatos así?
—¿Qué tienen de malo?
El abuelo se rascó la cabeza con timidez. El olor a gomina que desprendía era especialmente acre. Era muy presumido y nunca salía sin su gomina; se la echaba aunque no tuviera que salir a la calle. Sin embargo, esa noche había usado el doble de lo normal. Me tapé la nariz y lo escudriñé. El traje marrón, que nunca antes le había visto puesto, no le sentaba nada bien, y había pedido prestada una camisa azul a su amigo el guarda de seguridad. Lo sabía porque recordaba haber visto al guarda llevando esa misma camisa con orgullo. Además, resultaba obvio que se la habían prestado, porque los puños le sobresalían por debajo de las mangas de la chaqueta. Como guinda, llevaba una estridente corbata plateada.
—Lo siento, debes de estar muerta de hambre —dijo al mismo tiempo que me tendía un paquetito envuelto. Estaba de buen humor.
Percibí un olor de anguila asada, tan intenso que por un momento pensé que iba a desmayarme. El envoltorio estaba manchado de salsa, todavía tibio. Lo cogí y me quedé allí de pie durante un momento sin decir nada. Mi abuelo estaba muy raro. Tal vez se le había pasado la obsesión por los bonsáis. Pero ¿cómo había podido comprarse ropa y zapatos nuevos? ¿De dónde sacaba el dinero?
—Abuelo, ¿el traje es nuevo?
—Lo he comprado en el Nakaya de delante de la estación —respondió acariciando la tela con las manos—. Me va un poco grande, pero me siento como un playboy cuando lo llevo. Ya me conoces, no puedo resistirme al lujo, y me han aconsejado esta corbata. Dijeron que una corbata plateada resaltaría con un traje como éste. Si la miras bien, verás que la tela es estampada. Parece piel de serpiente, ¿verdad? Cuando le da la luz, brilla. Fui a la tienda de Kitamura, al otro lado de la estación, para los zapatos. Soy un hombre bajo, y los demás tienden a mirarme por encima del hombro, lo que no soporto. Así que hoy he decidido ir de compras. La camisa es lo único que no he comprado (me sentía un poco culpable por gastar tanto); se la he pedido prestada a un amigo. ¿No crees que el color queda bien con el traje? Aunque sería mejor que los puños fueran franceses, claro. Tan pronto como encuentre una buena camisa con puños franceses, la compraré. Ésa será mi nueva adquisición.
El abuelo se miró con reproche las mangas de la camisa. Le quedaban bastante sueltas y largas, cubriéndole por completo los dedos esbeltos. Señalé el paquete:
—¿Y qué hay de la anguila? ¿Te la ha dado alguien?
—Ah, sí. Date prisa y cómetela. Pensé que podrías llevártela para el almuerzo de mañana, así que he comprado un poco más.
—Te he preguntado si te la ha dado alguien…
—Ya te he dicho que la he comprado, ¿no? —replicó con aspereza—. Me sobraba un poco de dinero.
Al fin se había dado cuenta de que estaba enfadada.
—Has ido al bar de la madre de Mitsuru.
—Sí, he ido. ¿Te molesta?
—También fuiste anoche. Debe de sobrarte el dinero.
El abuelo abrió la puerta de la galería haciendo bastante ruido y miró afuera. Enseguida tuve un mal presentimiento y salí corriendo a ver. Faltaban dos o tres de sus plantas.
—Abuelo, ¿has vendido tus bonsáis?
No respondió. Cogió la maceta grande donde estaba el pino negro y frotó con cariño sus mejillas contra las hojas.
—¿Tienes pensado vender éste mañana?
—No, antes de venderlo me moriría. Aunque el Jardín de la Longevidad me ofreciera treinta millones de yenes.
Si no controlaba un poco a mi abuelo, pronto vendería todos los bonsáis. Los beneficios se los llevaría o bien el Jardín de la Longevidad o bien el Blue River, y nosotros tocaríamos fondo.
—¿Estaba la madre de Mitsuru?
—Sí.
—¿De qué habéis hablado?
—Verás, ella estaba ocupada. No podía estar allí sentada conmigo, entreteniéndome todo el rato.
«Ella». Había un matiz cariñoso en su tono de voz. Una gran fuerza parecía emanar del cuerpo del abuelo, una esencia que nunca le había notado, fuerte pero suave. Podía sentir la influencia de Yuriko; su presencia los estaba cambiando a todos. Quería taparme los ojos y los oídos. Entonces, el abuelo se volvió y me miró, temeroso. Creo que había notado que su amor recién encontrado me parecía ofensivo.
—¿De qué habéis hablado la madre de Mitsuru y tú?
—Ya te lo he dicho: no había tiempo para tener una conversación de verdad, por el amor de Dios.
—Pero has ido a comer anguila a alguna parte.
—Es cierto. Me ha dicho que podía escaparse un momento y me ha pedido que la acompañara. Hemos ido a un lugar caro al otro lado del río. Yo estaba un poco nervioso porque nunca había estado en un restaurante tan selecto. También he probado el caldo de hígado, por primera vez. Está bastante bien. Le he dicho que ojalá tú pudieras probarlo, que era una pena que tuvieses que quedarte en casa sola, así que ella ha pedido esto para que te lo trajera. Ha dicho que es muy triste que hayas perdido a tu madre, y que eras muy valiente por cómo te las estabas arreglando sola. Es una mujer muy agradable.
¿Por qué —me pregunté— aquella mujer le hablaba al abuelo como si fuera una especie de doncella celestial? Incluso Mitsuru la criticaba, ¡a su propia madre!
Cuando me acordé de aquella mañana en el coche sentí que el pecho se me llenaba de ira, una ira repentina contra la madre de Mitsuru que amenazaba con explotar.
—¿Así que la anguila ha sido un regalo?
—Exacto.
Cuando el abuelo intentó ignorarme, no se lo permití.
—¿Y si le digo a la madre de Mitsuru que has estado en la cárcel? Seguro que se sorprendería, ¿no?
El abuelo se quitó la chaqueta del traje sin decir nada. Frunció el entrecejo. Deseaba decir cualquier cosa que lo disgustara, básicamente porque quería que todo siguiera igual, nosotros dos viviendo felices entre los bonsáis. Y allí estaba él, arriesgándose a echarlo todo a perder por entrar en el repugnante reino del amor…, igual que Yuriko. ¡Traidor!
—Yo mismo se lo diré —repuso dejando escapar un sonoro suspiro.
Justo entonces resbaló, tropezó con el pantalón y trastabilló un poco antes de recuperar el equilibrio. Sin las «botas secretas», los pantalones le quedaban demasiado largos, y los arrastraba como si fuera el dobladillo del vestido de un samurái. No pude evitar echarme a reír. Primero Kazue con sus párpados falsos y ahora eso. ¡Las personas más estúpidas se dejaban engatusar por el amor! Me sentía tan llena de odio e irritación que pensaba que iba a volverme loca.
—Abuelo, ¿es una mujer genial?
Él, sorprendido, se volvió para mirarme. Frustrada, se lo pregunté de nuevo, con la ira en mi voz cada vez más patente.
—La madre de Mitsuru. Te pregunto si es genial.
—Ah, eso. Sí, totalmente.
La decepción me torturaba. ¿Cómo podía decir ahora mi abuelo, que había pasado sus días cuidando de los bonsáis y mascullando palabras como «loco» e «inspiración», que una mujer desaliñada de mediana edad era genial? ¿Qué estaba pasando? Hacía poco que el abuelo había dicho que Yuriko era demasiado hermosa para ser genial; el cambio era demasiado brusco. Empecé a sentir que el amor por mi abuelo se resquebrajaba, y le espeté con brusquedad:
—Perfecto, entonces hay algo de lo que quiero hablarte.
Él colgó la chaqueta con delicadeza en una percha y me miró.
—¿De qué se trata?
—¿Quién es mi padre? ¿Dónde está?
—¿Quién es tu padre? ¿Lo dices en serio? Ya sabes que es ese suizo bastardo. —El abuelo retiró el cinturón de los pantalones de mal humor—. ¿Quién, si no?
—Eso es mentira. Ese hombre no es mi padre.
—¿Tenemos que hablar de esto ahora? —El abuelo se quitó los pantalones y se sentó en el tatami, como si se hubiera quedado sin fuerzas de repente—. ¿Estás de broma? Tu madre es mi hija. Tu padre es ese suizo. Yo me opuse a la boda pero ella no quiso escucharme y se casó de todos modos. Así que, como ves, estás equivocada.
—Pero no me parezco a ninguno de ellos, ni a nadie.
—Parecido… ¿De eso se trata? Ya te lo he dicho, los miembros de mi familia no se parecen entre sí.
El abuelo me miró perplejo, como si no entendiera muy bien por qué estaba tan afectada. Me sentía decepcionada, tan consternada que tenía ganas de arrojar el asqueroso paquete de comida al suelo. Antes de poder seguir ese impulso, tuve un pensamiento aterrador: ¿y si mi madre había muerto sin contarle a nadie el secreto?
—Comprueba el registro familiar. Tiene que estar todo apuntado allí —dijo el abuelo mientras se quitaba la corbata y se esforzaba en alisar las arrugas con las manos.
Pero yo sabía que eso no iba a servir de nada. Mi padre era un hombre blanco, guapo e inteligente, quizá francés o inglés. Debía de haber abandonado a mi madre para seguir su camino. Quizá ya estuviera muerto y, si así era, nunca podría contactar con él. O quizá estuviera esperando a que creciera para poder contactar conmigo.
Siempre había vivido con esa extraña sensación de distancia respecto a mi padre, una distancia insalvable. Todo cuanto se podía decir de nuestra relación era que nunca nos habíamos llevado bien. Cuando mi padre hablaba con Yuriko, su voz siempre sonaba natural, pero cuando tenía que tratar conmigo lo hacía en un tono tenso. Yo lo notaba de inmediato por las líneas que se le formaban en la comisura de los labios. Siempre que estábamos los dos solos, no teníamos de qué hablar, y era evidente que él se esforzaba en buscar algo que decir.
A veces, cuando volvía del trabajo, me atosigaba con preguntas. Siempre que eso ocurría él estaba de mal humor, y se suponía que yo debía ir con pies de plomo. Pero, por el contrario, se apoderaba de mí un impulso de rebelión que me empujaba a empezar una discusión.
Cuando mis padres se peleaban era insoportable, pero Yuriko se sentaba a mirar la tele con indiferencia, no parecía importarle lo más mínimo. En cambio, cuando nos peleábamos mi padre y yo, ella se iba en silencio de la habitación. ¿De verdad era tan obtusa? ¿O acaso no podía soportar ver cómo mi padre y yo discutíamos?
Las peleas de mis padres casi siempre giraban en torno a los gastos de la casa. En nuestra familia, quien se ocupaba del dinero era mi padre. Mi madre le pedía lo necesario para ir al mercado y comprar comida para la cena. Como ya he dicho antes, él era un tacaño, y solía revisar cada detalle con mucho más empeño del que es posible imaginar:
—Ayer ya compraste espinacas. No hay por qué comprar más.
Mi madre intentaba defenderse inútilmente:
—¿Sabes cuántas espinacas te quedan una vez las has hervido?
Cogía un manojo imaginario de espinacas y se lo ponía sobre la palma. Mi padre ponía entonces el manojo imaginario en su palma para demostrarle cómo se expandía.
—Pues está claro que no tienes ni idea de cocinar —sentenciaba ella—. No sabes de qué estás hablando: las espinacas menguan. Si divides esto entre cuatro personas, en un día se habrá acabado. Por eso necesitas comprar para dos días. Si hierves las espinacas y haces con ellas una ensalada fría, se terminan en un santiamén. Si las mezclas con zanahorias cortadas y las sofríes con carne, entonces estaría bien, pero eso no es lo que nosotros comemos. No tienes ni idea de lo que me he esforzado para adaptarme a la comida que quieres que prepare en esta casa.
Y así seguían y seguían, inútilmente.
Mi padre daba por supuesto que cualquier cosa que él hiciera estaba bien, y se enfurecía con cualquiera que lo pusiera en duda. Junto con Yuriko, eran las dos personas que yo más odiaba. En definitiva, había tenido una infancia muy solitaria y había crecido detestando a toda mi familia. Realmente patético, ¿no os parece? Por eso pensaba que era raro el hecho de que Kazue Sato fuera capaz de aceptar los valores de su padre de manera tan incondicional. Simplemente, no podía entender que alguien pudiera ser tan niña de papá, y eso me hacía despreciarla todavía más.
Mi relación con mi padre era tal y como la describo. Y nunca he amado a un hombre ni he mantenido relaciones sexuales. No soy una ninfómana como Yuriko.
No se me ocurre ninguna criatura más repugnante que un hombre, con esos músculos tan duros y la piel sudorosa, cubierto de pelo y con las rodillas huesudas. Odio a los hombres con voz grave cuyo cuerpo huele a grasa animal, hombres que actúan como matones y jamás se peinan. Ah, sí, no acabaría nunca de decir cosas desagradables sobre los hombres. Me siento afortunada por tener un empleo en la oficina del distrito y no verme obligada a ir a trabajar todos los días en uno de esos trenes abarrotados. No creo que pudiera permanecer en un vagón rodeada de trabajadores apestosos.
Pero, por otro lado, tampoco soy lesbiana. Nunca haría nada tan asqueroso. Es verdad que me enamoré un poco de Mitsuru cuando estábamos en el instituto, pero era algo más parecido a un respeto apasionado, que además fue pasajero. Cuando veía a Mitsuru afilar su intelecto como si fuera un arma, sentía una especie de admiración por ella. Pero luego sucedió algo que nos obligó a separarnos.
Habían pasado varias semanas desde que mi abuelo empezó a frecuentar el Blue River. Conseguía el dinero para sus breves aventuras de la venta de los bonsáis, y cuando yo miraba la galería, cada vez más vacía, me entristecía hasta el límite de la desesperación. Fue entonces cuando ocurrió, un día que me sentía completamente desolada.
Acababa de terminar mi clase de arte, en la que yo había escogido caligrafía. El profesor nos dijo que escribiéramos la palabra que quisiéramos, así que estampé la palabra «inspiración» con un trazo rápido. Al volver al aula, Mitsuru, que venía de la clase de música, me hizo un gesto con la mano para que me acercara. Yo estaba de un humor de perros porque me había manchado la blusa de tinta, y el tono optimista de Mitsuru me irritó aún más. Ella había estado estudiando mucho para los exámenes de mitad del trimestre, y tenía los ojos rojos por la falta de sueño.
—Debo decirte algo. ¿Es un buen momento?
Observé las venas rojas que dibujaban unas formas irregulares en el blanco de sus ojos y asentí.
—Mi madre quiere cenar contigo, con tu abuelo y conmigo. Los cuatro juntos. ¿Qué te parece?
—¿Por qué? —dije fingiendo ignorancia.
Mitsuru tamborileó los dedos contra los dientes y ladeó la cabeza.
—Pues porque, por lo visto, a mi madre le apetece conocerte más. Vives cerca, así que me ha dicho que alguna vez le gustaría tener una charla agradable y relajada contigo. Si te parece bien, podemos cenar en mi casa, o salir a comer algo. Invitamos nosotras.
—¿Por qué tenemos que ir tú y yo? ¿No es más lógico que salgan ellos solos?
Mitsuru detestaba lo irracional. Advertí un leve parpadeo en sus ojos como si se estuviera esforzando para resolver un acertijo.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Deberías preguntárselo a tu madre. No me corresponde a mí explicártelo.
Ésa fue la primera vez que vi a Mitsuru enfadada. Enrojeció repentinamente y tuve la impresión de que sus ojos disparaban cuchillas.
—No tienes por qué ser grosera. Si tienes algo que decir, dilo. No me gustan las adivinanzas.
Al percibir un sollozo en la voz, supe que había herido sus sentimientos. Mitsuru era muy susceptible cuando se trataba de su madre, pero yo tenía que decirle lo que opinaba.
—De acuerdo. Mi abuelo está locamente enamorado de tu madre. Por sí mismo, no tiene nada de malo, y de hecho no es asunto mío, pero no quiero verme involucrada. Me niego a ser una especie de títere en su jueguecito de amor.
—¿Adónde quieres ir a parar?
La tez de Mitsuru había pasado del rojo al blanco, y cada vez empalidecía más.
—Ya sabes que mi abuelo es cliente habitual del bar de tu madre. Dado que no tiene dinero, ha vendido todos sus bonsáis. Sé que no es asunto mío, pero ¿por qué tu madre quiere tener una relación con mi abuelo? Me parece raro. Es decir, mi abuelo tiene casi sesenta y siete años, y tu madre no llega a los cincuenta, ¿no es así? Claro que la edad no importa cuando dos personas se enamoran, pero de verdad que me molesta mucho cuando el deseo lo echa todo a perder. Quizá sea culpa de mi hermana…, pero es que incluso tú has cambiado últimamente. Y ahora mi abuelo se comporta de forma extraña. Desde que ha vuelto a aparecer Yuriko, tengo la impresión de que todo se desmorona, y no puedo soportarlo. ¿Entiendes?
—No, no te entiendo —repuso ella con clama. Luego negó con la cabeza lentamente—. Lo que dices no tiene sentido, pero hay algo que sí entiendo: no vas a permitir que tu abuelo pase más tiempo con mi madre.
No era cuestión de permitirlo o no; era incluso peor. Era sólo que odiaba a las personas enamoradas porque las personas enamoradas me traicionaban. Me quedé en silencio, sin responder, y Mitsuru prosiguió:
—Eres muy inmadura. A mí no me importa lo que haga mi madre. Pero tú das a entender que mi madre se comporta de manera despreciable, y no soporto escuchar otra palabra más de ti. Nunca más volveré a hablarte ni pasaré más tiempo contigo. ¿Satisfecha?
—Supongo que no me queda elección —respondí encogiéndome de hombros.
Durante medio año no tuve ningún tipo de contacto con Mitsuru.