8

A Johnson no le interesaba lo más mínimo mi vida académica: ni mis notas, ni mi experiencia en el equipo de animadoras, ni siquiera mis primeros encuentros con Mokku. No obstante, a veces, cuando venía a mi habitación, quería que me pusiera el vestido de animadora. Pasaba los dedos por los pliegues dorados y azules de mi minifalda, sonreía con amargura y decía: «En tu colegio imitan a las animadoras americanas. ¡Vaya panda de copiones!». Johnson no soportaba a las chicas japonesas. Quizá también me odiaba a mí, y Japón en general.

Mi vida era extraña. No era la hija de Johnson pero tampoco podía decirse que fuera su mujer. Básicamente, yo no era más que la hija de un conocido que estaba allí para satisfacer su apetito sexual, de modo que él no sentía la necesidad de hacer el papel de padre. Sin lugar a dudas, Johnson era un inmoral. Estaba claro que esperaba que yo le proporcionara placer sexual a cambio de una parte de la exorbitante suma que pagaba por mi colegio.

—Háblame del profesor Kijima —dijo.

Yo estaba exhausta y quería dormir. Pero él estaba borracho, sus ojos rezumando deseo. Johnson sospechaba que mi historia sobre el profesor Kijima iba a ser una nueva fuente de excitación sexual, para él, y yo, por mi propio bien, debía entretenerlo noche tras noche con historias fascinantes, igual que la hermosa doncella Sherezade con los cuentos de Las mil y una noches. Sin embargo, no tenía ni idea de qué era lo que le excitaba exactamente de mis historias, de modo que se las contaba tal y como habían ocurrido. Me puse boca arriba y empecé la historia lentamente, con la voz entrecortada.

—Él fue quien dio el visto bueno para que yo pudiera entrar en el sistema escolar Q. El día de la entrevista, cuando entré en el aula, había una enorme tortuga marrón en un acuario. Yo acababa de llegar en avión desde Suiza y estaba muerta de cansancio. Para rematarlo, la nota del examen de ingreso había sido nefasta y sabía que no iban a admitirme, así que estaba muy deprimida. Y entonces vi la tortuga. Había un caracol que trepaba por el cristal del acuario; la tortuga estiró el cuello y se zampó al caracol, justo delante de mí. El profesor Kijima me preguntó qué clase de tortuga era. Le contesté que era una tortuga terrestre, lo que, al parecer, era la respuesta correcta. Puesto que Kijima era profesor de biología, aquello le pareció suficiente y decidió darme el aprobado.

Johnson estalló en una carcajada y se le derramó un poco de bourbon por la comisura de la boca.

—¡Ja! Habría dado lo mismo si le hubieses dicho que era una tortuga terrestre o un galápago. «¿Qué es este objeto cuadrado?», podría haber preguntado Kijima. «Ah, es un pupitre», habrías respondido tú, ¡y te habría aprobado!

Johnson estaba convencido de que yo estaba obsesionada con el sexo y de que era demasiado estúpida para estudiar. Lo mismo que creía el hijo de Kijima o mi hermana. Por lo general, nunca me enfado cuando la gente se ríe de mí pero, por alguna razón, de repente quise retar a Johnson. Derramó el bourbon sobre las sábanas y éstas quedaron manchadas de líquido marrón. A Masami le iba a dar un ataque, y no sería Johnson quien se la cargaría, sino yo.

—A la tortuga la llamé Mark, por ti —dije.

Johnson hizo un gesto de indiferencia.

—Yo preferiría ser el caracol. Llamemos a la tortuga Yuriko, una mujer que vive de devorar hombres. Estoy seguro de que a Kijima como-se-llame le encantaría arrastrarse por el acuario y que se lo zampara Yuriko. ¿Por qué piensas que Kijima nunca ha intentado hacerlo contigo? ¿Crees que piensa que no venderías tu cuerpo a un profesor?

—No, es porque mi agente es su propio hijo.

Johnson se revolvió en la cama al tiempo que se carcajeaba y se cubría la boca con la mano para ahogar el sonido.

—¿Así que es por eso? Vaya, ¡menudo culebrón!

A mí no me parecía tan divertido. Después de pasar de curso e ingresar en el Instituto Q para Chicas, me encontré algunas veces con el profesor Kijima. Siempre que me veía me saludaba con rigidez y una expresión de perplejidad en el rostro. Sin embargo, debajo de su desmesurada seriedad, yo percibía un miedo palpable.

Al final del segundo año ocurrió algo. Un día, el profesor Kijima me vio y me hizo insistentes gestos con la mano para que me acercara a él. Llevaba la misma camisa blanca almidonada de siempre y sujetaba los libros de texto con sus largos dedos cubiertos de tiza.

—Me han contado algo que me gustaría aclarar contigo, y espero que me digas que no es cierto.

—¿Por qué?

—Porque pone en entredicho tu honor —respondió, implacable—. Me han llegado rumores según los cuales tu comportamiento ha sido del todo inadecuado y vergonzoso. No puedo creer lo que me han contado, sinceramente.

—¿Qué rumores?

El profesor Kijima desvió la vista a un lado y se mordió el labio. La expresión de asco no le sentaba bien a aquel hombre tan bien parecido. En un abrir y cerrar de ojos se convirtió en un hombre por completo diferente, un hombre que rezumaba sexualidad. Me pareció muy atractivo.

—Dicen que te acuestas con otros estudiantes a cambio de dinero. Si eso es cierto, te expulsarán del instituto. Antes de que la escuela emprenda su propia investigación, quería preguntártelo personalmente: es mentira, ¿no?

Yo estaba perpleja. Si decía que era una mentira, seguramente no me expulsarían, pero lo cierto es que ya estaba cansada del equipo de animadoras y de las clases a las que sólo asistían chicas. La idea de la expulsión de repente no me pareció tan mala.

—No es mentira. Me he limitado a seguir mi propio camino, a hacer lo que me gusta hacer. Es una forma de ganarme mi dinerito. ¿No podría pasarlo por alto?

Kijima empezó a temblar y se ruborizó intensamente.

—¿Pasarlo por alto? ¡Estás deshonrando la mismísima esencia de tu vida, tu espíritu interior! ¡No puedes hacer eso!

—La prostitución no puede dañar mi espíritu interior.

Cuando oyó la palabra «prostitución», Kijima se enfadó tanto que su voz tembló al hablar:

—Quizá no te des cuenta de que es una deshonra, pero tu espíritu está mancillado.

—¿Y qué hay de su decisión de dar clases particulares al margen de la escuela cobrando cincuenta mil yenes por dos horas y luego utilizar ese dinero para llevar a la familia de vacaciones a Hawai? ¿Acaso no es eso vergonzoso? ¿No ha deshonrado usted a su familia?

Kijima me miró, blanco de asombro. ¿Cómo era posible que yo supiera eso?, parecía estar pensando. Era evidente que no tenía ni idea.

—Pues quizá sea vergonzoso, pero te aseguro que mi espíritu sigue siendo puro.

—¿Por qué?

—Pues porque supongo que es la recompensa por trabajar duro. Hago bien mi trabajo, pero no vendo mi cuerpo, y tampoco deberías hacerlo tú. Está mal. Eres una joven hermosa; eso no es algo que tú decidas ser, o algo que te haya costado mucho esfuerzo conseguir. Ya has tenido suficiente suerte con haber nacido hermosa. Vivir explotando tu cuerpo te deshonra.

—No me estoy explotando o, al menos, no más de lo que hace usted con su trabajo extra.

—No es lo mismo. Con lo que tú haces, hieres a las personas que se preocupan por ti. Dejarán de quererte, no podrán quererte.

Aquello era nuevo para mí. Mi cuerpo era mío, ¿por qué alguien debería pensar que le pertenecía? ¿Por qué alguien que me quería debería pensar que tenía derecho a controlar mi cuerpo? Si el amor era tan restrictivo, me alegraba de vivir sin él.

—No necesito el amor de nadie.

—Lo que dices es increíblemente arrogante. Pero ¿qué clase de persona eres, por Dios?

Kijima miró exasperado sus dedos cubiertos de tiza. Fruncía el entrecejo y algunos mechones de cabello le caían sobre la frente. Lo que me había sorprendido era que el profesor no quería mi cuerpo, sino que me quería a mí. Quería saber qué sucedía en mi corazón. En mi corazón. Ésa era la primera vez que conocía a alguien interesado en aquella parte de mí que no mostraba a nadie.

—Profesor, ¿acaso quiere comprarme?

Kijima se quedó en silencio un momento, incapaz de responder. Luego levantó la cabeza y, con sencillez, respondió:

—No. Yo soy un profesor y tú eres una alumna.

«Pero él sabe que no soy una chica lista, ¿por qué me admitió entonces en el colegio?». Empecé a preguntarme eso y luego me detuve, atónita. Ese hombre quería lo que nadie antes había querido: deseaba conocer el mecanismo interno de una muñeca como yo. A Karl, yo no le interesaba; a Johnson tampoco. Pero al padre de Kijima le gustaba por lo que era. Eso me dejó aturdida, me conmovió. Pero estar conmovida no es lo mismo que sentir deseo, y yo no existía sin deseo. Y, si yo no existía, ¿entonces qué?

—Profesor, si usted no está dispuesto a pagar por mí, yo no lo quiero.

Kijima me clavó la mirada hasta que su cara roja se tornó lívida.

—Además, su hijo es mi chulo, ¿lo sabía?

Kijima se sumió en un silencio cada vez más profundo, hasta que respiró profundamente.

—No, no lo sabía. Lo lamento mucho.

A continuación se inclinó para disculparse, dio media vuelta y se fue. Observé su espalda mientras se alejaba. Y comprendí que iba a tener que expulsarnos tanto a mí como a su hijo. A Johnson no le conté esta parte.

En mayo, un mes después de empezar mi último año, me encontré con Kijima hijo a la puerta del colegio. Llevaba la americana azul marino de uniforme escolar abierta, y una camisa de seda roja debajo. Alrededor del cuello llevaba una cadena de oro y conducía un Peugeot negro. Todo se lo había comprado a escondidas con el dinero que yo ganaba. Kijima había nacido en abril, de modo que acababa de sacarse el carnet de conducir.

—Yuriko, sube.

Entré en el coche y me senté a su lado. Las chicas del colegio que volvían a casa nos miraban; podía percibir la envidia en sus ojos. No estaban celosas del coche o de la ropa llamativa de Kijima, sino porque él y yo podíamos hacer lo que se nos antojara tanto dentro como fuera del colegio. Y la más celosa de todas era Kazue Sato.

Kijima encendió un cigarrillo y le dio una calada profunda antes de volverse hacia mí y decirme:

—¿Qué coño le dijiste a mi padre? ¡Serás puta! Seguramente nos van a expulsar, ¿sabes? Se reunirán durante las vacaciones y decidirán qué hacer con nosotros. Mi padre me lo contó todo anoche.

—¿Tendrá que dimitir tu padre?

—Tal vez. —Kijima apartó la mirada disgustado. Su rostro era la viva imagen del de su padre—. ¿Qué vas a hacer ahora?

—Pues podría conseguir un trabajo como modelo. El otro día un cazatalentos me dio su tarjeta. Y siempre está la prostitución.

—¿Puedo seguir contigo, entonces?

—Claro —asentí, mirando a las chicas que pasaban frente al coche. Una de ellas se volvió y me miró. Era mi hermana. «Puta». Articuló las palabras sin emitir sonido alguno: «Puta, puta, puta».

De pronto, Johnson se abalanzó sobre mí y empezó a estrangularme.

—¡Para! —grité al tiempo que intentaba deshacerme de su pesado cuerpo.

Pero él me inmovilizó los brazos y las piernas, acercó la boca a mi oído y exclamó:

—¡Al profesor Kijima le gusta Yuriko!

—Es posible.

—Haría cualquier cosa para liarse con una chica como tú. Un idiota de primer nivel.

—Tienes razón, pero ahora ya es tarde. El profesor Kijima nos ha echado del colegio.

—¿Cómo? —Johnson me soltó repentinamente al oír eso.

—Nos pillaron, a mí y a su hijo, y estamos expulsados. Al parecer, el profesor Kijima va a dimitir.

—¿No has deshonrado a Masami y a mí, Yuriko?

Johnson enrojeció, y no sólo a causa del bourbon: estaba furioso. Me quedé allí tumbada, esperando que hiciera lo que le viniera en gana. Si quería matarme, pues que me matase. ¿Por qué los hombres que anhelan tanto la carne son incapaces de ver el alma de las personas? Johnson estaba fuera de sí. Arrojó la botella de bourbon sobre la cama y vi cómo las sábanas absorbían el líquido, que dejaba una mancha marrón cada vez más grande. Y no sólo en las sábanas…, sin duda también estaría penetrando en el colchón. Yo tenía miedo de que Masami me regañara e intenté coger la botella, pero ésta cayó al suelo con un sonido sordo.

—Sólo eres una fulana sin corazón. Una putilla barata. ¡Me pones enfermo!

Se abalanzó de nuevo sobre mí y comenzó a escupirme insultos en voz baja. ¿Acaso se trataba de un juego nuevo para él? No lo sé. Yo simplemente me quedé boca arriba, mirando el techo. No sentía nada. Desde que a los quince años me convertí en una mujer vieja, no he sentido nada, y desde aquella noche en la que tenía diecisiete años, he sido frígida.

De repente, alguien llamó con fuerza a la puerta.

—Yuriko-chan, ¿estás bien? ¿Quién está contigo ahí dentro?

Antes de que pudiera responder, la puerta se abrió de golpe y Masami entró con un palo de golf en la mano. Gritó al verme desnuda en la cama con un hombre sentado a horcajadas sobre mí, pero cuando se dio cuenta de que el hombre era su propio marido, se desplomó de rodillas en el suelo.

—¿Qué estás haciendo?

—¡Exactamente lo que parece, cariño!

Johnson y Masami se quedaron de pie junto a la cama gritándose insultos el uno al otro, mientras yo permanecía boca arriba mirando al techo, desnuda.

Acababa de empezar mi último año —ya llevaba dos y medio viviendo en casa de los Johnson— cuando me notificaron que me habían expulsado del colegio. A Kijima le sucedió lo mismo. El padre asumió la responsabilidad por la conducta inapropiada de su hijo y dimitió de su puesto como profesor. Oí que luego trabajaba como conserje en una residencia para los trabajadores de una empresa en Karuizawa. Me imagino que pasa el tiempo coleccionando toda clase de insectos raros, aunque lo cierto es que no lo sé porque nunca más lo he vuelto a ver.

Después de que nos echaron, Kijima y yo nos encontramos en la misma cafetería de Shibuya. Cuando entré, él me hizo un gesto para que me acercara al rincón oscuro en el que estaba. Siempre tenía un cigarrillo en una mano y un diario deportivo en la otra; no parecía en absoluto un estudiante de bachillerato sino más bien un tipo joven y duro que hubiera perdido a su pandilla. Kijima dobló el periódico con un chasquido y me clavó la mirada.

—Me van a cambiar de colegio. Hoy en día es importante acabar los estudios. Y tú, ¿qué tal? ¿Qué te ha dicho Johnson?

—Me ha dicho que haga lo que quiera.

Y así fue cómo empecé a vivir vendiendo mi cuerpo, sin nadie que se preocupara por mí. Igual que ahora. Nada ha cambiado.