7

Sospecho que hay muchísimas mujeres que desearían ser prostitutas. Algunas se ven a sí mismas como objetos valiosos y creen que deberían venderse mientras el precio es alto. Otras piensan que el sexo no tiene un significado intrínseco por sí mismo, pero que permite a las personas sentir la realidad de sus cuerpos. Algunas mujeres desprecian sus insignificantes vidas y anhelan reafirmarse mediante el sexo tanto como lo haría un hombre. Hay otras que lo hacen por un impulso auto-destructivo. Y, por último, están aquellas que tan sólo desean ofrecer placer. Supongo que hay muchas mujeres que buscan un sentido a su existencia de un modo parecido. Para mí, en cambio, era diferente. Yo anhelaba ser deseada por los hombres. Me encantaba el sexo. Me gustaba tanto que sólo pensaba en acostarme con cuantos hombres fuera posible. Mi objetivo eran los ligues de una noche; no me interesaban las relaciones duraderas.

No sé por qué Kazue Sato se hizo prostituta. Es extraño que me la encontrara ayer por primera vez en veinte años, y además en una calle repleta de hoteles en Maruyama-cho.

Admito que cuando empecé a andar mal de dinero, decidí hacer la calle. Me aposté en una esquina dispuesta a insinuarme al primero que pasara. Pero las calles de Shin-Okubo, con sus bares y clubes, habían sido ocupadas por prostitutas de Centroamérica y el sureste de Asia, y la competencia era feroz. La zona estaba acordonada por una línea invisible, y si la traspasabas accidentalmente y pisabas su territorio te exponías a recibir una paliza. La policía hacía cumplir la ley en el área de Shinjuku, y no era fácil huir a pie por aquellas calles. Eran tiempos duros. Yo estaba sola, sin nadie que me protegiera. Y así fue como aquella noche acabé en Shibuya, una zona que frecuentaba pocas veces.

Escogí una calle llena de hoteles cerca de la estación de Shinsen y me quedé en una esquina en penumbra frente a la estatua de Jizo, esperando a que apareciera un hombre. Era una noche fría y soplaba un viento cortante del norte. Me ceñí bien el cuello del abrigo de piel roja que me había puesto sobre el corto vestido plateado. Aparte de eso, únicamente llevaba una fina combinación de lencería. Mi atuendo haría que los clientes se me acercaran sin mucho problema, pero lo cierto es que no me protegía mucho del frío. Le di una calada al cigarrillo y tirité mientras esperaba.

Me había fijado en un grupo de borrachos que volvían a casa después de una fiesta de fin de año cuando vi que una mujer flaca bajaba tambaleándose por la calle estrecha y flanqueada por hoteles baratos. Parecía como si la empujara la fuerza del viento. Su cabello negro le caía por la espalda casi hasta la cintura, y caminaba de lado a lado. Se ajustó el cinturón de su gabardina. Sus piernas, envueltas en unas medias baratas de color carne, eran tan flacas que parecía que iban a partirse en dos, pero lo que más llamaba la atención en ella era su cuerpo demacrado: era tan delgada que casi parecía unidimensional, un esqueleto cubierto de piel, y llevaba el rostro cubierto por una espesa capa de maquillaje. Al principio pensé que regresaba a casa después de una fiesta de disfraces, pero luego me dije que quizá estuviera loca. Bajo el resplandor de las luces de neón podía ver la gruesa línea negra pintada alrededor de sus ojos, sobre una sombra de un vivo color azul. En sus labios brillaba un rojo intenso. La mujer levantó la mano y me hizo un gesto.

—¿Quién te ha dado permiso para estar aquí?

Sus palabras me sorprendieron.

—¿Acaso está prohibido? —Tiré el cigarrillo y lo aplasté con el pie.

—Yo no he dicho que estuviera prohibido.

La mujer tenía una expresión extraña. Hablaba con tal agresividad que temí que formara parte de una banda de yakuzas. Miré a mi alrededor para asegurarme, pero no vi a nadie más. La mujer me observaba fijamente.

—Yuriko. —Lo dijo en un tono tan bajo que sonó como un insulto. Pero había dicho claramente mi nombre.

—¿Quién eres? —pregunté.

Me resultaba familiar, aunque no conseguía ubicarla. Sus rasgos eran definidos pero, de alguna forma, carecían de gracia. Tenía la impresión de que la conocía pero no conseguía acordarme, y estaba empezando a ponerme nerviosa. La observé con detenimiento. Tenía la cara estrecha y alargada, como de caballo, la piel seca y los dientes prominentes; sus manos parecían las garras de un pájaro pequeño. Era una mujer fea, de mediana edad, no muy diferente de mí.

—¿No te acuerdas?

Rió con alegría y, al hacerlo, percibí un extraño olor a comida guisada, un olor del pasado que flotó un momento en el frío aire invernal y luego desapareció llevado por el viento del norte.

—¿Tal vez nos conocimos en algún club?

—Sigue buscando. Caray, qué vieja estás, ¡tienes arrugas y michelines! En un primer momento no te he conocido.

Intenté recordar la cara que había detrás de todas aquellas capas de maquillaje.

—De jóvenes éramos como la noche y el día, tú y yo. Pero míranos ahora: no somos tan diferentes. Supongo que podría decirse que somos parecidas; o incluso tú estarías un punto o dos por debajo. ¡Lo que daría por que te vieran tus amigos ahora!

Las palabras que escupía por su boca roja eran de deleite y tenían un matiz de amargura. Los ojos negros que había bajo el delineador corrido brillaban al mirarme. Parecía como si esos mismos ojos me hubieran observado detenidamente alguna vez hace mucho tiempo, unos ojos que, aunque intentaran ocultarlo, revelaban que su dueña estaba con la soga al cuello. Se podía percibir que estaba tensa por haberme encontrado: respiraba con dificultad y no dejaba de parlotear. Me di cuenta entonces de que aquella mujer repugnante era la estudiante que había intentado con todas sus fuerzas mantener el ritmo en la prueba de danza. A pesar de todos los años que habían pasado desde entonces, todavía me acordaba de su nombre: Kazue Sato. Estaba en la clase de mi hermana mayor; una chica muy rara que mantenía algún tipo de relación con mi hermana. Kazue se había interesado por mí de una forma extraña, y durante un tiempo me siguió por todas partes como si fuera una especie de acosadora.

—Eres Kazue Sato, ¿verdad?

Kazue me golpeó repentinamente en el hombro con la mano.

—¡Exacto! Soy Kazue. Te ha llevado un buen rato. Éste es mi sitio, ¿sabes? No puedes buscar clientes aquí.

Lo que dijo me resultó tan inesperado que me hizo reír amargamente

—¿Tu sitio? —repetí

—Soy puta.

Lo dijo con orgullo. Me había cogido tan desprevenida que Kazue hiciera la calle que no supe qué responder. Por supuesto, yo pensaba que era especial. Desde que tenía conciencia de mí misma estaba convencida de que era diferente de los demás. Y debo decir que siempre me había sentido superior de alguna forma.

—¿Tú? ¿Por qué?

—Bueno, ¿y tú? —respondió sin dudar ni un instante.

Contemplé su cabello largo, incapaz de responder. Se veía de lejos que era una peluca barata. Los hombres no buscaban mujeres con un aspecto tan extravagante; de esa forma, Kazue no iba a conseguir buenos clientes. Bueno, lo cierto es que a mí tampoco me sobraban y, aunque no decían nada, veía en sus expresiones que no estaban interesados en mí. Todo ha cambiado mucho. En el mundo actual, las adolescentes juegan a ser prostitutas, y una profesional como Kazue o como yo misma carece de valor. Ella tenía razón: mi aspecto no tenía nada que ver con el de hacía veinte años, y en ese momento Kazue y yo no éramos muy diferentes.

—¿Sabes, Yuriko?, yo no soy como tú. Trabajo durante el día, mientras que estoy segura de que tú lo único que haces es dormir. —Sacó algo de un bolsillo y me lo mostró. Era una tarjeta de empresa—. Por el día me gano la vida de forma honrada —dijo con timidez—. Soy directiva en una importante empresa. Desempeño un trabajo difícil que tú ni siquiera podrías soñar con hacer.

«Entonces, ¿por qué te prostituyes?». Me contuve justo antes de que las palabras salieran de mi boca. No quería saberlo. Sólo iba a añadir una razón más a la lista de razones por las que una mujer se hace prostituta. Y lo cierto era que no me importaba.

—¿Vienes aquí todas las noches?

—Los fines de semana trabajo en los hoteles. Me gustaría venir aquí a diario, pero no puedo.

Kazue hablaba como una profesional, y sus palabras destilaban algo parecido a la felicidad.

—¿Crees que podrías dejarme usar este lugar las noches en las que no trabajes?

Yo quería mi propio puesto. Había sido prostituta desde los quince, pero no tenía un lugar concreto donde trabajar ni un chulo que me protegiera.

—¿Quieres que te deje usar mi sitio?

—¿Te importa?

—No, pero con una condición.

Kazue me agarró del brazo con fuerza. Sus dedos eran tan huesudos que era como si me sujetaran unos palillos. Se me erizó la piel de los brazos.

—No me importa que uses mi sitio cuando no estoy aquí, pero tienes que vestirte igual que yo, ¿de acuerdo?

Entendí lo que quería. Si la misma mujer trabajaba en el mismo sitio siempre, conseguiría tener una cartera de clientes fieles. Pero ¿de verdad conseguiría tener yo una apariencia tan espantosa? La perspectiva me parecía tan descorazonadora que me eché a temblar, pero Kazue ni siquiera se dio cuenta. Se había fijado en un par de trabajadores que volvían de camino a casa.

—¡Eh, guapos! ¿Os apetece ir a alguna parte a tomar una taza de té?

Los hombres miraron a Kazue y luego a mí y se escabulleron tan rápidamente como pudieron. Ella salió disparada tras ellos. Cuanto más veloces escapaban, más corría Kazue.

—¿Qué prisa tenéis? —gritó con voz ronca—. Somos dos, una para cada uno. Os lo haremos barato y luego podréis cambiar de pareja. ¡Mirad, ella es mestiza! Y yo soy licenciada por la Universidad Q.

—¡Menuda sarta de mentiras! —se burló uno de ellos.

—Que es verdad, que no estoy de broma —replicó Kazue sacando la tarjeta de empresa para mostrársela.

Él no quiso mirarla y la apartó de un empujón. Luego, aunque a duras penas lograba tenerse en pie, Kazue comenzó a perseguirlo.

—¡Espera, espera! ¿Por qué no?

Al final se rindió, se volvió hacia mí y se echo a reír. Yo nunca había perseguido a los clientes. Parecía que tenía mucho que aprender de ella.

De camino a casa, me paré en un supermercado que estaba abierto las veinticuatro horas en Kabuki-cho, y compré una peluca negro azabache. Me llegaba hasta la cintura, igual que la de Kazue.

Ahora estoy frente al espejo con la peluca puesta. Me he pintado una sombra azul vivo sobre los párpados y llevo pintalabios rojo. No sé si me parezco a Kazue. Lo cierto es que preferiría que no fuera así. Kazue se acicalaba para parecer una prostituta y así poder trabajar frente a la estatua de Jizo, el benevolente protector de los malditos, el guardián de los niños perdidos. Yo me vestía igual y me apostaba en el mismo lugar.

Suena el teléfono. ¿Un cliente, tal vez? Respondo esperanzada. Es Johnson. Se suponía que debía venir a verme pasado mañana, pero ha llamado para decir que no vendrá porque su madre, que vivía en Boston, ha muerto.

—¿Vas a ir al funeral?

—Sabes que no puedo: no tengo dinero. Además, mi familia me repudió, ¿recuerdas? Guardaré luto aquí.

Johnson dice que guardará luto, pero yo sé que no hará nada especial. Dijo lo mismo cuando murió su padre.

—¿Quieres que guarde luto contigo?

—No es necesario, esto no tiene nada que ver contigo.

—Es cierto; no me incumbe en absoluto.

—Eres tan fría, Yuriko.

La risa de Johnson tenía un matiz triste. «Nada que ver conmigo». Cuando ha colgado, he reflexionado acerca de mis relaciones con los demás. Antes he dicho que me hice prostituta porque no quería mantener relaciones estables con nadie. Aparte de mi padre y de mi hermana —mis familiares de sangre—, Johnson es la única persona con la que he mantenido una relación larga, pero eso no significa que lo ame. Nunca he amado a nadie, jamás. Por eso soy capaz de arreglármelas sin necesidad de tener una relación íntima con otra persona. Johnson es la única excepción, y eso es porque hace catorce años tuve un hijo con él. Nadie más lo sabe: ni mi padre, ni mi hermana, ni siquiera el niño.

Lo está criando su padre. Ahora es estudiante de segundo curso en el primer ciclo de secundaria, y él es la razón por la que Johnson sigue en contacto conmigo y me visita cuatro o cinco veces al mes. Él confía en que en el fondo quiero al niño. Su confianza me incomoda, pero no quiero reafirmarla ni negarla.

«Parece que el chico tiene talento para la música, Yuriko. Es lo que dicen en el colegio. ¿No te hace feliz?

»Ha crecido mucho: ya mide más de metro ochenta. Es muy guapo. ¿No quieres verlo por lo menos una vez?».

Yo no sé qué hacer con un chico que tiene mi sangre, y las exhortaciones de Johnson para que demuestre mi amor de madre sólo hacen que componga una mueca de dolor. Además, he sido prostituta durante todos estos años y solamente me he quedado embarazada una vez, así que creo que el hijo que tuve con Johnson ha de poseer unos lazos muy fuertes con este mundo.

Abandoné el Instituto Q para Chicas antes de cumplir los dieciocho. Acababa de empezar el último curso cuando Masami descubrió lo mío con Johnson.

En aquella época, él se metía en mi cama todas las noches aun a sabiendas de lo peligroso que era, y no venía sólo en busca de sexo. Quería que le contara cosas acerca de los hombres que Kijima me presentaba.

—Después de que el chaval del equipo de béisbol te hubo follado, ¿qué te dijo?

—Me dijo que si volvía a acostarme con él haría un home run.

—¡Valiente gilipollas!

Johnson reía mientras observaba embelesado mi cuerpo desnudo. Le gustaba mirarme mientras comprobaba que yo, su posesión, era perfecta. Si sólo hubiera escuchado mis historias y luego se hubiera ido a su cama… Pero no era así: los detalles de lo que le contaba lo excitaban y luego quería hacerlo una y otra vez. Igual que Masami no podía dormirse sin su infusión caliente —en la que Johnson echaba somníferos a escondidas—, la jornada de él no podía acabar hasta que escuchara mis historias.

Aquella noche en concreto debía de haber tenido un día duro en la oficina porque llevaba el cansancio pintado en la cara y quería que le contara batallitas una y otra vez. Se echó en la cama a mi lado y bebió bourbon directamente de la botella. Ésa fue la primera vez que lo vi tan desmejorado.

—¡Cuéntame más!

Ya no me quedaban más historias, así que empecé a hablarle del padre de Kijima.

—Si alguien se interesa por mí, Kijima siempre me lo hace saber. Pero hay un hombre que no dejará que se me acerque jamás. Está especialmente interesado en mí: me refiero a su padre, el profesor de biología Kijima.

—¿Qué clase de profesor es?

Por lo general, cuando miraba a Johnson, sus ojos eran como los de un ave rapaz, como los de un buitre o un halcón. Esa noche, sin embargo, se veían apagados y lúgubres.