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Mi hermana había dicho que volvería a llamarme por la noche, pero yo quería irme antes de que lo hiciera; no deseaba oír su voz deprimente. ¿Qué diablos estaba haciendo?, me preguntaba. Cambiaba de un empleo pésimo a otro buscando el trabajo perfecto, como si existiera alguno. O quizá sí que existía —me dije—: ¡la prostitución! Me reí yo sola mientras me miraba al espejo. Si puedes hacerlo, adelante. El mayor atractivo de este trabajo es una vacuidad avariciosa. He sido prostituta desde los quince años, no puedo vivir sin hombres aunque ellos sean mis peores enemigos. Ellos han destrozado mi vida. Soy una mujer que ha echado a perder su lado femenino. Cuando mi hermana mayor tenía quince años, era una simple alumna de secundaria que se pasaba el día estudiando.

De golpe, me ha asaltado una idea: ¿y si todavía es virgen? La hermana pequeña es una puta; la mayor, una virgen. Es demasiado. Me ha entrado la curiosidad y he marcado su número.

—¿Diga? ¿Hola? ¿Eres tú, Yuriko? Vamos, ¿quién es?

Ha respondido enseguida al teléfono.

—¿Hola, hola?

Mi hermana se muere de ganas de saber quién llama, porque nunca debe de llamarla nadie. Su soledad retumba en el auricular. Me dispongo a colgar partiéndome de risa, mientras oigo el eco de la voz de mi hermana al otro lado de la línea. ¡No sé si es virgen o lesbiana!

Tras colgar el teléfono, empiezo a pensar qué me voy a poner para ir al club esta noche. Mi apartamento tiene un solo dormitorio, que al mismo tiempo hace las veces de sala de estar, y una cocina pequeña. No hay mucho espacio. El armario y el vestidor son el mismo mueble pero, bueno, tampoco tengo tantos vestidos. Cuando trabajaba en Roppongi, en los clubes de mujeres extranjeras, tenía una tonelada de vestidos preciosos, vestidos de Valentino y de Chanel que costaban un millón de yenes cada uno. Me enfundaba uno de esos vestidos divinos y un diamante enorme en el dedo sin darle la menor importancia. Luego me calzaba unas sandalias doradas —demasiado lujosas para llevarlas sólo para caminar—, y nunca me ponía medias, ya que había clientes que adoraban besarme los dedos de los pies. Cogía un taxi desde mi apartamento. Después de trabajar, subía al coche de algún cliente, íbamos a un hotel y de allí volvía a casa en taxi, de modo que sólo usaba mis músculos cuando estaba en la cama con un hombre.

Pero cuando dejé atrás ese mundo, mi armario pasó a llenarse de prendas baratas que podían comprarse en cualquier parte. Cambié la seda por el poliéster, el cachemir por los sucedáneos de la lana. Y ahora no me queda más remedio que cubrir mis piernas envejecidas con medias baratas, unas piernas que acumulan una celulitis persistente por mucho ejercicio que haga.

Sin embargo, lo que más ha cambiado con los años es el nivel adquisitivo de mis clientes. En el primer club en el que trabajé, los hombres que solicitaban mis servicios eran actores, escritores o empresarios jóvenes. Muchos de ellos eran presidentes de una compañía o distinguidos vips venidos del extranjero. En el club en el que estuve después, la mayoría eran hombres de negocios que no dudaban en cargar los gastos a su empresa. Con el tiempo pasé a satisfacer a simples empleados con exiguas pagas mensuales, y hoy en día mis clientes son tipos raritos que buscan mujeres excéntricas, u hombres sin blanca. Cuando digo «excéntrico» quiero decir en realidad «grotesco», ya que en este mundo también hay tipos que prefieren la belleza cuando ésta ya se ha marchitado, o los desechos de una belleza extinguida.

Con mi belleza monstruosa y mi monstruoso deseo, supongo que ahora me he convertido en una criatura horrorosa. A medida que he ido envejeciendo me he ido convirtiendo en un engendro. Sé que ya lo he dicho varias veces, pero repito que no me siento sola. Éste es el cuerpo de una mujer que un día fue una chica hermosa. Estoy segura de que mi hermana debe de deleitarse con mi declive; por eso me llama constantemente.

Tengo más cosas que contar sobre Johnson.

Cuando vino a buscarme al aeropuerto internacional de Narita, su expresión era tensa. Masami, en cambio, estaba a su lado y parecía sonreír alegremente. ¡Menudo contraste! Él llevaba un traje negro, camisa blanca y una corbata muy seria, y se daba golpecitos nerviosamente con el dedo índice en el labio inferior. Nunca lo había visto tan bien vestido. Masami llevaba un vestido de lino blanco, quizá para lucir su piel bronceada, y un verdadero tesoro de complementos de oro que le adornaban las orejas, el cuello, las muñecas y los dedos. Se había pintado una raya negra muy gruesa en las comisura de los ojos, por lo que resultaba difícil adivinar cuál era su expresión en realidad. ¿Estaba seria o animada? Por esta razón empecé a observar a Masami cuando se maquillaba: dependiendo de cómo lo hiciera, se podía saber —más que por cualquier cosa que dijera— cómo se sentía. Aquella tarde Masami mostraba una alegría exagerada.

—¡Yuriko, cuánto tiempo desde que nos vimos la última vez! ¡Cielo santo, cómo has crecido!

Johnson y yo intercambiamos una mirada. Con quince años, había crecido al menos veinte centímetros desde que estaba en primaria. Medía un metro setenta y pesaba cincuenta kilos. Y ya no era virgen. Johnson me abrazó suavemente y pude percibir un leve temblor en su cuerpo.

—Me alegro de verte de nuevo.

—Muchas gracias, señor Johnson.

Me había pedido que lo llamara Mark, pero yo prefería llamarlo Johnson. «¡El idiota de Johnson!», así era como lo había llamado mi hermana antes de colgarme el teléfono. Cuando pensaba en ello, susurraba siempre para mis adentros: «Bendito Johnson». Era mi única protección.

—Me preguntaba si vendría tu hermana… —Masami, dubitativa, miró a su alrededor.

Pero lo cierto es que no debería haberse molestado: ni siquiera le había dicho a mi hermana la hora de llegada de mi vuelo.

—No tuve tiempo de llamarla antes de salir —expliqué—. Además, me han dicho que mi abuelo no se encuentra muy bien.

—¡Ah, casi lo olvido! —Masami no había escuchado lo que acababa de decirle—. El examen de admisión es esta tarde —dijo apretándome el brazo con entusiasmo—. Debemos apresurarnos en ir a casa. La escuela Q te aceptará en la categoría de kikokushijo, la de hijos de japoneses que viven en el extranjero. Te será muy práctico ir al instituto desde nuestra casa, y yo podré alardear de ti porque irás a una escuela de primera como es la Q. Me alegro tanto de que hayas llegado a tiempo para el examen.

La escuela Q. Ésa era la escuela a la que iba mi hermana, y yo no quería ir a un centro como ése. Pero Masami —siempre por presumir— estaba decidida a que ingresara allí. Miré a Johnson en busca de ayuda pero él se limitó a asentir.

—En eso, al menos tendrás que aguantarte —dijo.

—Aguantarme…

Era lo mismo que había dicho el tío Karl cuando me había hecho las fotos aquel día en la cabaña. Resignada, me mordí el labio. Masami me llevó de la mano y me hizo subir al asiento trasero de su llamativo Mercedes-Benz. A mi lado, sobre la piel beige del asiento, sentí la pierna caliente de Johnson tocando la mía. El incidente de la cabaña. Nuestro secreto. Mis ojos debían de bailar por haber redescubierto la felicidad, y esperaba tener nuevas alegrías. La vida no sucede según nuestros planes, pero todos somos libres de soñar.

De vuelta del aeropuerto, Masami detuvo el coche para dejar a Johnson en el trabajo, de modo que quedé en manos de ella. Me llevó al colegio Q en el distrito de Minato. El edificio principal era de piedra y tenía aspecto de viejo. Los edificios que lo flanqueaban, en cambio, eran más modernos. El instituto estaba a la derecha, e involuntariamente, empecé a mirar por si mi hermana andaba por allí. No nos habíamos visto desde que nos separamos en marzo, y ya hacía más de cuatro meses desde entonces. Si ingresaba en el colegio Q, sin duda se enfurecería. No podía evitar imaginarme lo enojada que estaría. Se había dejado la piel para entrar en esa escuela con el único propósito de alejarse de mí. Su artimaña no me había engañado. Solté una amarga carcajada en voz alta.

—¡Yuriko-chan, alegra esa cara! —dijo Masami. Al parecer, había malinterpretado mi risa—. Estás tan guapa cuando sonríes. Si sonríes seguro que superarás la entrevista. Bueno, se trata de un examen escrito, pero es sólo una formalidad. Sé que querrán que te quedes con ellos mucho, mucho tiempo porque eres muy guapa. A mí me sucedió lo mismo cuando hice el examen de ingreso en la aerolínea. La competencia era terrible, pero cogieron a las chicas con las mejores sonrisas.

Yo dudaba de que el examen de una azafata de vuelo y el examen de ingreso para esta escuela tuvieran algo que ver pero, puesto que no merecía la pena discutir, decidí que lo mejor sería componer una dulce sonrisa. Y, si me aceptaban, entonces, ¿qué? El colegio costaba más de lo que mi padre podía pagar, y Johnson había aceptado costear la mitad de la matrícula. ¿Acaso no era ya poco menos que una prostituta?

Unas diez chicas se presentaron para el examen de acceso en la categoría de «emigrantes». Todas ellas habían estado viviendo en el extranjero debido al trabajo de sus padres. Yo era la única mestiza, y fui la que sacó la peor nota. No me interesaba en absoluto el colegio. Es más, apenas tenía el vocabulario necesario para mantener una conversación en inglés o en alemán.

Aquella noche estaba tan agotada que tuve hasta fiebre. La casa de Johnson se encontraba detrás de la oficina de impuestos de Nishi-Azabu, y la habitación que Masami me había preparado estaba en el segundo piso. Las cortinas, el cubrecama, incluso las almohadas eran de la misma tela estampada Liberty, que sin duda ella misma había escogido. No me interesaba lo más mínimo el diseño de interiores, y todo ese asunto me parecía demasiado quisquilloso, pero ¿qué importaba? En el mismo instante en que me metí bajo las mantas, me dormí de inmediato. Me desperté en medio de la noche, sintiendo la presencia de alguien. Johnson estaba de pie junto a mi almohada, vestido con una camiseta y unos pantalones de pijama.

—Yuriko, ¿cómo te encuentras? —preguntó con un susurro.

—Estoy muy cansada.

Él inclinó su alta figura y me musitó al oído:

—Apresúrate en ponerte bien. Al fin te he cazado.

Cazada. Eso era yo: una mujer a la que los hombres consideraban una presa. A menos que aceptara mi destino, nunca sería feliz. De nuevo, la palabra «libertad» flotaba en mi cabeza. Tenía quince años y, en un instante, me había convertido en una mujer mayor.

A la mañana siguiente, recibimos la noticia de que me habían aceptado en la escuela Q. Masami estaba fuera de sí de alegría. Después de llamar a Johnson a su despacho para darle las buenas nuevas, se volvió hacia mí muy emocionada y dijo:

—¡Tenemos que decírselo a tu hermana!

Le había dado a Masami el número de teléfono de mi abuelo. Sabía que tendría que ver a mi hermana tarde o temprano porque, después de todo, ahora las dos vivíamos en Japón. Aun así, sabía que ella me odiaba, y yo, por mi parte, también la odiaba a ella. No nos parecíamos en nada, éramos como las dos caras de una misma moneda, y mi hermana reaccionó como era de esperar.

—Si por casualidad nos cruzamos en el colegio, no te atrevas a dirigirme la palabra. Seguro que debes de estar encantada de recibir tantas atenciones, pero yo estoy obligada a hacer cualquier cosa para sobrevivir.

Yo también estaba haciendo cualquier cosa para sobrevivir. Pero era imposible explicárselo a mi hermana.

—Tú eres la afortunada aquí —añadió.

—Quiero ver al abuelo.

—Pues él no quiere verte. Te odia, dijo que no tenías inspiración, que no tienes lo que se necesita para perseguir algo con una intensidad desbocada.

—¿Qué es inspiración?

—Mira que eres estúpida. ¡Tu cociente intelectual ni siquiera debe de alcanzar los cincuenta!

Y así acabó la conversación con mi hermana. Al empezar las clases tras el verano fingió no conocerme, y cuando dejé los estudios en el último año de instituto corté toda relación con el sistema escolar Q. Luego, durante años, ni siquiera tuve oportunidad de verla. Sin embargo, desde hace poco he estado recibiendo todas esas llamadas suyas. Me intriga saber qué se lleva entre manos.