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Para una ninfómana como yo, supongo que no hay trabajo mejor que la prostitución; es el destino que Dios tenía reservado para mí. No importa lo violento que pueda llegar a ser un hombre, o su aspecto físico: cuando estamos juntos en la cama no puedo evitar amarlo. Es más, cumplo todos sus deseos, independientemente de lo vergonzosos que sean. De hecho, cuanto más retorcidas sean las peticiones de mis amantes, más me atraen, ya que mi capacidad para cumplirlas es la única forma que tengo de sentirme viva.

Ésa es mi virtud, y es también mi mayor defecto: no puedo rechazar a un hombre. Soy una vagina encarnada, la personificación de la esencia femenina. Si alguna vez rechazara a un hombre, dejaría de ser yo.

He intentado imaginarme varias veces de qué moriré. ¿Sufriré un ataque al corazón? ¿Padeceré una enfermedad atroz? ¿Me asesinará un hombre? Tendrá que ser una de esas tres opciones. No digo que no tenga miedo pero, puesto que no puedo dejarlo, supongo que seré la responsable de mi propia destrucción.

En el momento en que fui consciente de eso, decidí recoger mis vivencias en un cuaderno. No es ni un diario ni un listado de amantes, sino un documento para mí misma. Ni una sola página de lo que escribo aquí es ficción. Ni siquiera sé cómo escribir ficción, está fuera de mis capacidades. No sé quién leerá este cuaderno, pero creo que lo dejaré abierto sobre mi escritorio con una nota que diga «Para Johnson». Excepto él, nadie más tiene una llave de mi apartamento.

Johnson viene a verme cuatro o cinco veces al mes. Es el único hombre al que veo gratis, y también el único con el que he tenido una relación duradera. Si me preguntaran si lo he amado, fácilmente podría responder que sí. Pero también sería muy fácil decir que no. De hecho, ni yo misma lo sé. Lo que es seguro es que de alguna manera Johnson me sustenta. ¿Es quizá el anhelo de una figura paterna? Quizá. Johnson es incapaz de dejar de amarme, de modo que en cierta forma es como mi padre. Mi verdadero padre, por supuesto, no me quería. O, al menos, el amor que sentía por mí estaba podrido.

Recuerdo cuando le pedí permiso para regresar a Japón. Era una noche a última hora, una semana después de que muriera mamá. Se podía oír el agua goteando del grifo de la cocina, gota tras gota. No recuerdo si el grifo empezó a gotear por la misma época en que mamá murió, o si había goteado siempre y ella se preocupaba de cerrarlo bien cada vez que lo utilizaba. Sin embargo, yo tenía la impresión de que, de repente, el grifo estuviera siempre goteando. Me aterrorizaba, como si mamá intentara decirnos «Todavía estoy aquí». Hice un montón de llamadas telefónicas pero nunca conseguí que ningún fontanero viniera a arreglarlo; al parecer, estaban todos demasiado ocupados. Cada vez que una gota caía en el fregadero, mi padre y yo nos volvíamos para mirar hacia la cocina.

—¿Quieres volver a Japón por mi culpa? —me preguntó mi padre sin mirarme.

Era evidente que se sentía un poco culpable por haber traído a casa a su novia turca —Ursula, se llamaba, ¡y no me preguntéis por qué tenía un nombre que sonaba tan alemán!—, pero, por otro lado, no me perdonaba que hubiese informado sobre ella a las autoridades.

Había llamado a la policía sólo porque estaba furiosa con él. Mi madre estaba allí, todavía de cuerpo presente, y él se presentó en casa con su novia embarazada. Yo cuestionaba su insensibilidad, pero ni una sola vez puse en duda su inocencia. Mi padre no era lo bastante valiente para ensuciarse las manos con un crimen semejante. Su deseo no era suficientemente fuerte como para cometer un asesinato. De modo que tampoco fue una sorpresa que se quedara al margen y se limitara a observar cómo mi madre se hundía lentamente. Cuando ya no pudo soportarlo por más tiempo, corrió a los brazos de otra mujer y, cuando la dejó embarazada, no tuvo más remedio que aceptar la carga. Mi padre era un cobarde.

—Los motivos tienen más que ver conmigo que contigo —dije.

—¿Qué se supone que significa eso?

Mi padre me miró confundido. En sus ojos azul claro se había consumido la vida.

—No quiero quedarme en esta casa.

—¿Porque Ursula está aquí?

Mi padre bajó la voz porque Ursula estaba durmiendo en la habitación de invitados. Cualquier tensión podía desencadenar un aborto, y nos habían recomendado que no la molestáramos. Ursula había venido sola de Bremen con un visado de trabajo, y mi padre no tenía el dinero que haría falta para hospitalizarla durante un largo período.

—No es por ella.

Ursula estaba más aterrada por la muerte de mi madre que mi propio padre, y eso la hacía sufrir. Creía que mamá se había suicidado por su culpa. Sólo tenía diecisiete años, y siempre que hablaba con ella percibía su sinceridad y su sencillez infantil. Yo no estaba enfadada con Ursula. Todo cuanto tenía que hacer era decirle que ella no tenía nada que ver con la muerte de mi madre y eso la colmaba de alegría. Mi padre suspiró de alivio cuando oyó mi respuesta, pero ni siquiera entonces fue capaz de mirarme a los ojos.

—Eso está bien. Temía que pensaras que mi culpa era demasiado grande para ser perdonada.

Bueno, él no era el único que cargaba con una gran culpa. Entre la infidelidad de Karl y la muerte de mi madre, yo me había hecho mayor de golpe.

—No es una cuestión de perdón. Sólo es que quiero volver a Japón.

—¿Por qué?

No era solamente porque quisiera volver a ver a Johnson. Yo quería a mamá, y ahora que ella ya no estaba en Suiza no existía ningún motivo para quedarme.

—Mi madre ha muerto, así que ya no hay ninguna razón para quedarme aquí.

—Entiendo. Entonces, ¿has decidido vivir como una japonesa? —masculló mi padre, sin intentar esconder que estaba ofendido—. Puede que sea duro para ti, por tu apariencia occidental, ya sabes.

—Quizá. Pero soy japonesa.

A esas alturas mi destino ya estaba casi escrito. Viviría como una japonesa en aquel húmedo país. Los niños me señalarían y gritarían: «¡Gaijin! ¡Gaijin!». A mis espaldas las chicas murmurarían: «De jóvenes, las mestizas quizá sean guapas, pero envejecen más rápidamente que nosotras». Y los chicos del instituto me martirizarían. Todo eso lo sabía, y por eso necesitaría construir una muralla a mi alrededor tan gruesa como la que había levantado mi hermana para sí. Y, dado que no era capaz de construirla yo misma, pensé que Johnson podría ayudarme.

—¿Adónde irás? ¿A casa del abuelo?

Mi hermana ya vivía con mi abuelo y, una vez que ponía las manos sobre algo, no dejaba que nadie se lo arrebatara así como así. Se atrincheraría frente a la puerta antes de dejarme poner un pie en el mundo que ambos compartían.

—Le he pedido al señor Johnson que me deje quedarme en su casa.

—¿El americano? —Mi padre hizo una mueca—. No es mala idea, pero necesitarás dinero.

—Me dijo que no tenía que pagarle por la habitación ni por la comida. Así que, ¿puedo? Por favor…

Mi padre no respondió.

—¡Dejaste que mi hermana se quedara en Japón! —insistí.

Él se encogió de hombros con resignación.

—Nunca me he llevado bien con ella.

Eso era porque los dos se parecían mucho. Permanecimos unos instantes sentados sin decir nada. Tan sólo el incesante goteo del grifo de la cocina rompía el silencio. Finalmente, como si ya no pudiera soportar oírlo por más tiempo, mi padre espetó:

—¡Vale, vale! Puedes volver a Japón

—Así tú podrás ser feliz aquí, con Ursula.

No tenía intención de acabar nuestra conversación con esas palabras, pero no pude evitar decirlas y una expresión triste se instaló en el rostro de mi padre.

Al día siguiente falté al colegio y llamé a Johnson a su despacho. Él ignoraba por completo mis intenciones de alojarme en su casa. Me pareció que estaba encantado de recibir una llamada mía.

—¡Yuriko! Me alegra mucho oírte. Cuando me trasladaron de nuevo a Tokio, pensé que tal vez podríamos vernos. Me entristeció saber que te habías mudado a Suiza. ¿Cómo está tu familia?

—Mi madre se ha suicidado y mi padre vive con su amante. Lo que más deseo es volver a Japón, pero no tengo ningún lugar en el que vivir, y preferiría morir antes que estar con mi hermana. No sé qué hacer.

Intentaba que me compadeciera. Intentaba seducirlo. ¡Una chica de quince años seduciendo a un hombre de treinta! Johnson respiró profundamente y luego expuso su plan.

—En ese caso, ¿por qué no te quedas aquí… con nosotros? Sería como en la cabaña: la niña pequeña que busca refugio del acoso de su hermana mayor. Puedes quedarte todo el tiempo que quieras.

Tras dejar escapar un suspiro de alivio, decidí preguntarle por Masami. Si habían tenido hijos, iba a ser más complicado que yo también pudiera quedarme con ellos.

—Pero ¿qué dirá Masami?

—Le hará ilusión, seguro. A ella también le vuelve loca nuestra pequeña Yuriko. Pero ¿cómo lo harás con el colegio?

—Aún no lo he decidido.

—Bueno, pues entonces le pediré a mi esposa que se ocupe de ello. Ven a vivir con nosotros, Yuriko, vamos.

Las súplicas de Johnson eran las de un hombre que respondía a una seducción. Me recosté en el sofá aliviada, abrumada por la extraña sensación de que alguien me estaba observando. Levanté la vista al frente y vi que Ursula me estaba mirando. Me guiñó un ojo. Por el tono de mi voz al teléfono, había adivinado de qué se trataba. Asentí y sonreí. «Soy igual que tú: de ahora en adelante, también viviré dependiendo del favor de un hombre». Tras esbozar una sonrisa, Ursula se retiró al dormitorio. A partir de ese día, el grifo de la cocina dejó de gotear. Sospecho que Ursula había empezado a cerrarlo a conciencia. Cuando mi padre no estaba delante, Ursula caminaba con brío, por lo que me costaba creer que necesitara reposo.

El día antes de viajar a Japón, por la tarde, Karl vino a verme; sabía que mi padre estaría en la fábrica. Me dio un largo beso allí mismo, en mi habitación, entre mis ositos de peluche y mis muñecas.

—Me apena pensar que no volveré a verte, Yuriko. Podrías quedarte…, por mí.

Había fuego en los ojos de Karl, pero también alivio. Resultaba evidente que mi partida y la muerte de mi madre lo liberaban de cualquier culpa o arrepentimiento que pudiera haber sentido.

—Yo también estoy triste, pero no puedo hacer nada.

—¿Qué te parece si lo hacemos ahora? Una última vez.

—Karl empezó a desabrocharse la hebilla del cinturón.

—¡Ursula está en casa! —exclamé.

—No te preocupes, lo haremos en silencio.

Arrojó todos los peluches al suelo y luego se tumbó encima de mí en la estrecha cama. No podía moverme bajo su peso. Entonces alguien llamó a la puerta:

—¿Yuriko? Soy Ursula.

Sin esperar a que él se levantara de un salto y se abrochara a la ropa, extendí el brazo y abrí la puerta. Ursula sonrió con complicidad. Karl se peinó hacia atrás el cabello alborotado y se puso en pie fingiendo que miraba por la ventana. Al otro lado de la calle estaba la fábrica de calcetería de Karl.

—¿Qué ocurre, Ursula?

—Yuriko, me preguntaba si podría quedarme con tus osos de peluche en caso de que tú no te los lleves.

—Me da lo mismo, coge todo lo que quieras.

—¡Gracias!

Ursula agarró con rapidez el koala y el osito que estaban en el suelo y miró a Karl con desconfianza.

—¿Sucede algo, jefe? —preguntó.

—Oh, sólo he venido a despedirme de Yuriko.

Ursula me guiñó el ojo, como diciéndome: «Sí, claro». Era mi cómplice. Cuando se marchó, Karl sacó un sobre del bolsillo trasero de sus pantalones con aire de resignación y, al abrirlo, vi mis fotos posando desnuda y algo de dinero.

—Son bonitas, ¿no? Pensé que podrías quedártelas como recuerdo. El dinero es un regalo de despedida.

—Gracias, Karl —repuse—. ¿Dónde has escondido las copias de las fotos?

—Están pegadas en la parte posterior de mi escritorio, en la fábrica —respondió él muy serio. Luego añadió—: Ahorraré e iré a verte a Japón.

Pero Karl no vino jamás a Japón, y yo casi nunca pienso en él. Mi primer amante fue también mi primer cliente. Todavía tengo esas fotos. Estoy mirando a cámara, tumbada en la cama en la misma pose que La maja desnuda. Mi piel luce tan blanca que parece traslúcida. Mi frente es ancha, mis labios están retraídos en un mohín. Y en las pupilas de mis ojos abiertos como platos hay algo que ya he perdido: el miedo a los hombres y el deseo. Doy la impresión de proyectar incomodidad por el destino que me había sido asignado. Pero ahora ya no tengo miedo, ni siento deseo, ni estoy incómoda.

Estoy sentada frente al espejo, maquillándome. El rostro que éste me devuelve es el de una mujer que ha envejecido a una velocidad aterradora tras dejar atrás los treinta y cinco. Las arrugas alrededor de los ojos y la boca ya no pueden ocultarse, no importa cuántas capas de maquillaje aplique. Y la forma de mi cuerpo rechoncho es exactamente igual que la de la madre de mi padre. Cuanto mayor me hago, más consciente soy de la sangre occidental que corre por mis venas.

Al principio fui modelo; luego, durante bastante tiempo, trabajé en un club que sólo contrataba a extranjeras hermosas. Se podría decir que era una chica de alterne de lujo. De allí pasé a un club caro, un lugar en donde un hombre con un sueldo medio no pensaría en entrar. Pero a medida que empecé a llevar vestidos con escotes más pronunciados, comencé a sumergirme también en locales cada vez más baratos. Ahora no me queda otra elección que trabajar para clubes especializados en ofrecer servicios a los hombres cuyo fetiche son las «mujeres casadas» o las mujeres maduras. Además, ahora tengo que trabajar duro aunque sólo sea para poder venderme barata. Antes solía encontrar mi valía al saber que un hombre me deseaba, pero ya no; no solamente han caído en picado mis ingresos, sino que tengo que esforzarme cada vez más por encontrar una razón que explique mi existencia en el mundo. Mirándome al espejo me fijo en mis ojos, que han perdido su contorno, y dibujo una raya ancha con el delineador de ojos. Así es como creo mi vibrante rostro profesional.