Ahora me parece todo más claro. Desde que era niña poseía algo que atraía a los hombres, tenía el poder de hacer aflorar en ellos el llamado complejo de Lolita. Por desgracia, sin embargo, cuanto mayor me hacía más difícil era conservar ese encanto, aunque no me abandonó de golpe. Todavía lo conservaba hasta cierto punto mientras tuve veinte años. Y puesto que mi belleza siempre ha superado de largo la de una mujer normal, aún hoy, con treinta y seis, soy atractiva. No obstante, ahora trabajo como chica de alterne en clubes baratos y, a veces, también como prostituta. Por lo que supongo que, en el verdadero sentido de la palabra, me he vuelto fea.
Mi sangre lasciva no me deja otra elección más que desear a los hombres. No importa lo vulgar que me vuelva, lo fea, lo vieja…, mientras haya vida en mi cuerpo seguiré deseando a los hombres. Es mi destino. Aunque ellos ya no se sorprendan al verme, aunque ya no me deseen, aunque me desprecien, he de acostarme con ellos. Mejor dicho, ansío acostarme con ellos. Es la contrapartida de un don que nadie puede conservar eternamente. Supongo que se podría decir que mi «poder» era poco más que pecado.
Mi tío Karl vino a buscarnos al aeropuerto de Berna con su hijo, Henri. Era principios de marzo y el aire todavía era frío y punzante. Karl llevaba un abrigo negro y Henri un plumífero amarillo. Un bigote ralo le había empezado a crecer alrededor de los labios. Karl no se parecía en nada a mi padre —rubio y flaco—, sino que era moreno y robusto. En todo caso, sus ojos avellanados y cóncavos, y el cabello negro, le daban un aire asiático. Karl abrazó a mi padre, feliz de verlo de nuevo, y luego le estrechó la mano a mamá.
—¡Bienvenidos! Mi mujer está deseando que vayáis a nuestra casa enseguida.
Mamá asintió levemente y retiró su mano de la de Karl en cuanto pudo. Incapaz de ocultar su incomodidad, Karl me miró y dio un paso atrás: en ese mismo instante supe que Karl era igual que Johnson.
Cuando Johnson y yo nos conocimos, yo tenía doce años y él veintisiete, de modo que aunque podía sentir su corazón galopar cada vez con más fuerza, yo no pude corresponderle de inmediato. Cuando conocí a Karl yo ya tenía quince años. Reconocí al instante el deseo que brillaba en sus ojos, y decidí que era hora de corresponderle.
Pronto trabé amistad con Henri, que era más o menos de mi edad; él tenía entonces veinte años. Me llevaba al cine, a tomar café y a las pistas donde esquiaba con sus colegas. Siempre que uno de sus amigos preguntaba «¿Quién es?», él respondía: «Es mi primita, ¡ni tocarla!». Sin embargo, al final me aburrí de salir siempre con él: tan sólo me quería para alardear.
Por aquel entonces me percaté de algo extraño. Con chicos como Henri o compañeros de clase que tenían más o menos mi edad no era capaz de ejercer el mismo tipo de poder mágico que encandilaba a los hombres maduros. Era casi como si no percibieran mi encanto. Para los jóvenes yo era un chica normal y corriente, en ningún caso una diosa. Aunque no dejaban de mirarme, no era capaz de hacer surgir en sus ojos la misma excitación que provocaba en los hombres de edad. Aburrida de Henri, empecé a idear formas de quedarme a solas con Karl.
Una tarde pasé por casa de mis tíos cuando volvía del colegio fingiendo que me había confundido con la hora a la que habíamos quedado. Sabía que a esa hora Henri todavía estaría en la fábrica, y también sabía que mi tía Yvonne estaría en la panadería donde trabajaba media jornada, y que la hermana pequeña de Henri aún no habría regresado de la escuela. Mi padre me había dicho que Karl había vuelto a casa poco después del mediodía para hablar con el contable. Se sorprendió al verme.
—Henri no vendrá hasta después de las tres.
—¿En serio? Debo de haberme confundido con la hora a la que habíamos quedado. ¿Qué puedo hacer?
—¿Quieres entrar y esperarle? Podría prepararte un café. —Noté que su voz temblaba.
—Pues si no molesto…
—No te preocupes, de todas formas ya hemos acabado.
Karl me acompañó a la sala de estar, donde el contable estaba recogiendo sus papeles. Me senté en el sofá, que estaba tapizado con una tela lisa, y Karl me trajo una taza de café y algunas galletas que había preparado Yvonne. Lo único bueno de las galletas de mi tía es que eran dulces, porque por lo demás estaban malísimas.
—¿Te has adaptado al colegio?
—Sí, gracias por preguntar.
—Y parece que no tienes problemas con el idioma.
—Henri me enseña mucho.
Karl siempre vestía tejanos para ir a la fábrica, pero ese día llevaba una camisa blanca almidonada con unos pantalones grises y un cinturón de piel negra. La ropa de empresario no le sentaba bien; parecía tenso e incómodo. Se sentó delante de mí, moviéndose con nerviosismo, y paseó la mirada por mis piernas y luego por la minifalda del uniforme hasta llegar a mi cara. La tensión empezó a volverse tediosa. Comencé a pensar que había sido una estúpida por creer que podría esperar que Karl diera el primer paso, pero justo cuando miré mi reloj, él dijo, con una voz ronca por el deseo:
—¡Ah, si tuviera la edad de Henri!
—¿Por qué?
—Porque eres tan encantadora. Nunca he visto a nadie tan hermosa como tú.
—¿Porque soy medio japonesa?
—Bueno, digamos que me enamoré locamente en el mismo momento en que te vi.
—Me gustas, tío Karl.
—Es una pena, porque no está bien.
—¿Por qué no está bien?
Karl se ruborizó como un colegial. Me levanté, fui hacia él y me senté en su regazo. Luego le rodeé los hombros con los brazos, de la misma forma que tantas veces había hecho con Johnson. De inmediato sentí su cosa dura en el trasero. Era igual que con Johnson. ¿Es que algo tan duro y grande podía introducirse dentro de mí? ¡Cómo iba a doler!
—Ahhh —dejé escapar un pequeño suspiro imaginándome cómo sería.
Ésa fue la señal que necesitaba Karl. Apretó sus labios contra los míos en un beso hambriento y, con manos temblorosas, desabrochó con impaciencia los botones de mi blusa escolar y los corchetes de mi falda. Ambas prendas cayeron al suelo a nuestro alrededor, junto con los zapatos y los calcetines.
Cuando ya me había dejado en ropa interior, Karl me cogió en brazos y me llevó al dormitorio. Allí, en la cama dura de roble que compartía con su mujer, perdí mi virginidad. Me dolió mucho más de lo que esperaba, pero al mismo tiempo obtuve un placer tan intenso que no me cupo ninguna duda de que aquello me había gustado más que ninguna otra cosa en el mundo.
—Oh, Dios mío, ¿cómo puedo haberme acostado con una niña…, y, además, como mi propia sobrina?
Karl se apartó de mí tan aprisa que a punto estuvo de tirarme de la cama. Se llevó las manos a la cabeza como si sufriera muchísimo. ¿Qué había tan terrible en lo que habíamos hecho?, me pregunté. Había sido maravilloso. De inmediato me sentí decepcionada por cómo él, abrumado por el arrepentimiento, había vuelto tan rápidamente a la realidad. No obstante, por su parte, Karl también se sentía desencantado. El sobrecogimiento y la admiración que había encontrado en su mirada desaparecieron tras hacer el amor. Ésa fue la primera vez que noté que, después de acostarse conmigo, una expresión de vacío se apoderaba de los hombres, como si hubieran perdido algo en el camino. Quizá por eso ahora siempre estoy buscando un hombre nuevo; quizá por eso soy prostituta.
Después de esa primera vez, me encontré con Karl a escondidas en varias ocasiones más. Una vez, no recuerdo cuándo, me recogió con su Renault cuando volvía a casa del colegio y condujo, conmigo en el asiento trasero, sin mirarme ni una sola vez. Fuimos a una cabaña de un amigo suyo situada al pie de una montaña. Era temporada baja y no había nadie por los alrededores. La cabaña era oscura y habían cortado el agua.
Con cuidado de no ensuciar la moqueta, extendimos unos periódicos en el suelo y organizamos un picnic con vino, panecillos y lonchas de salami. Karl me desnudó e hizo que me colocara en varias posiciones sobre la colcha blanca de la cama doble. Luego me sacó unas fotos con una cámara réflex. Cuando al final vino a la cama conmigo, mi pasión se había enfriado tanto como mi cuerpo.
—Tío Karl, tengo frío.
—Pues te aguantas.
Antes de que empezáramos a tener sexo, yo ya sabía que no era correcto hacerlo entre familiares de sangre. Y nosotros éramos familiares de sangre. La única persona que de ningún modo debía enterarse de nuestra relación era el hermano mayor de Karl, es decir, mi padre. Temíamos su reacción. Inevitablemente, cuando Karl acababa, siempre murmuraba con nerviosismo:
—Si lo supiera mi hermano, me mataría.
Los hombres viven según unas reglas que han creado a su medida; entre ellas, la que especifica que las mujeres les pertenecen. Una hija pertenece a su padre; una mujer, a su marido. Los deseos propios de una mujer son un obstáculo para los hombres y lo mejor es ignorarlos. Además, el deseo es exclusivo del hombre. Es su papel hacer insinuaciones a las mujeres, y proteger a sus mujeres de las insinuaciones de los otros hombres. En mi caso, yo era una mujer que había sido seducida por un miembro de su propia familia y, según las reglas de los hombres, eso no estaba bien. Por esta razón Karl estaba tan aterrorizado.
Yo no quería pertenecer a nadie. Para empezar, mi deseo no era un asunto irrisorio que un hombre pudiera proteger con facilidad. Pero ese día Karl estaba cambiado. Insultó a mi padre.
—Mi hermano no es lo que dice ser. No es muy claro con la contabilidad y, cuando se lo hice notar, se enfadó conmigo.
Para colmo, trata a su mujer de una forma imperdonable; se comporta con ella como si no fuera más que una criada.
Karl no lo habría entendido si yo le hubiera explicado que en realidad era mamá la que se comportaba como criada por voluntad propia. Tras mudarnos a Suiza, se sentía acomplejada por el hecho de ser japonesa. A diario preparaba caros platos japoneses y, luego, como nadie podía acabárselos, los guardaba en la nevera, donde pronto se abarrotaban Tupperwares llenos de hijiki hervido, estofado de nikujaga o lonchas de raíz de bardana. Aquellos recipientes me transmitían la tristeza de mi madre y dejaban en mí una sensación siniestra.
—Tío Karl, ¿odias a mi padre?
—Lo desprecio profundamente. No se lo digas a nadie, pero debes saber que tiene una amante turca. Lo sé todo de él. Siente debilidad por el cabello negro y los ojos oscuros.
La mujer era una trabajadora inmigrante que provenía de Alemania. Incapaces de mantener su pasión en secreto, mi padre y su amante se pasaban el día intercambiando miradas insinuantes.
—¿Qué crees que haría mamá si lo supiera?
Karl compuso una mueca de dolor. Sin duda le preocupaba en igual medida lo que haría si supiera lo nuestro. Karl y yo; mi padre y su amante turca… Parecía que teníamos muchos secretos que ocultarle a mamá. Pero no había nadie allí dispuesto a contárselos. Había perdido a todos sus amigos al trasladarse a Suiza, y era incapaz de aprender alemán, de modo que se encerró cada vez más en sí misma y rechazó salir de su caparazón.
—Lo mejor es que no lo sepa —dijo Karl.
—Pero ¿está bien que lo sepa yo?
Karl me miró sorprendido. Yo aparté la mirada y la dirigí arriba, hacia el techo oscuro de la cabaña.
Mi madre me odiaba. Cuando dio a luz a una niña que se parecía tan poco a ella, había caído en un pozo del que nunca había podido salir. Todavía estaba conmocionada. Cuando crecí, todo empeoró, y en el momento en que decidimos mudarnos a Suiza, ella se convirtió en el único miembro asiático de la familia. Por consiguiente, empezó a sentirse más cerca de mi hermana mayor, que todavía estaba en Japón y era más asiática que yo, o al menos eso pensaba mi madre. Le preocupaba su bienestar. Continuamente decía:
—Me preocupa esa niña. ¿Crees que piensa que la he abandonado?
Pero a mi hermana eso no le preocupaba en absoluto. Si mi madre había abandonado a alguien, era a mí. Yo no me parecía a nadie de la familia. Me habían soltado de la mano para que me las arreglara sola, y las únicas personas que me prestaban atención eran los hombres que me deseaban. De niña me di cuenta de que mi existencia tenía un propósito cuando fui consciente de que los hombres me codiciaban. Y ésta es la razón por la que yo los desearé a ellos siempre. Incluso antes de que empezara a preocuparme por los deberes o cualquier cosa del colegio, comencé a tener lazos secretos con los hombres. Y son ellos quienes me dan la prueba que necesito para sentirme viva.
Una noche llegué tarde a casa. Karl me había dejado en un callejón cercano, por miedo a que lo vieran si detenía el coche delante de nuestro bloque de apartamentos. Caminé a solas hasta casa en la oscuridad. Cuando llegué a nuestro apartamento, abrí la puerta y fui directa a mi habitación. Sólo eran las diez, pero el piso estaba a oscuras, lo que me extraño. Eché un vistazo en la cocina y no vi rastro de comida. No había pasado ni un día sin que mi madre preparara algún plato típico japonés. Como me pareció raro, fui a su habitación y asomé la cabeza por la puerta entreabierta. Allí pude verla a media luz; parecía estar durmiendo, así que cerré la puerta en silencio sin decir nada.
Media hora después, cuando papá volvió, yo estaba en la bañera lavándome tras haber pasado la tarde con Karl. Llamó a la puerta con violencia. ¡Nos habían descubierto! Ése fue el primer pensamiento que se me pasó por la cabeza. Pero no era eso. Papá había venido para decirme que a mamá le ocurría algo. Lo vi muy afligido y cuando corrí hacia su habitación, ya sabía que ella había muerto.
En Japón, mi madre y mi hermana nunca se habían unido para enfrentarse al malhumor de mi padre pero, una vez en Suiza, mamá únicamente pensaba en mi hermana. Yo despreciaba la falta de carácter de mi madre y odiaba su indolencia.
Esto es lo que ocurrió una vez. Invité a varios compañeros de clase a casa para pasar el rato. Mi madre se negó a salir de la cocina.
—Me gustaría presentártelos —supliqué mientras le tiraba de la mano.
Pero ella se zafó y me dio la espalda.
—Diles que soy la sirvienta. Tú no te pareces en absoluto a mí, e intentar explicárselo a la gente es un fastidio.
Un fastidio. Ésa era la palabra favorita de mamá. Aprender alemán era un fastidio. Hacer algo nuevo era un fastidio. Se había adaptado tan poco a Berna que cuando se aventuraba a salir por la ciudad se perdía fácilmente. No pasó mucho tiempo, por tanto, hasta que su personalidad sufrió una especie de colapso, aunque aún no entiendo qué la llevó a desear quitarse la vida. Por entonces, estaba tan desesperada que incluso una tontería era suficiente para llevarla al límite. ¿Había sido el arroz al vapor que no cocinó bien el otro día? ¿El elevado precio de la soja fermentada? ¿O acaso era la amante turca de mi padre? ¿Quizá mi lío con Karl? La verdad es que no me preocupaba en absoluto; para entonces ya no sentía interés alguno por mi madre.
Tanto papá como Karl sintieron un breve momento de alivio al morir mamá pero, luego, a ambos empezó a preocuparles que hubiera sido el conocimiento de los crímenes que ellos habían cometido lo que la hubiera llevado al suicidio. Tuvieron que vivir el resto de sus vidas luchando contra sus sentimientos de culpa.
Para mí, en cambio, no fue igual, ya que su muerte me proporcionó una comprensión clara de las consecuencias del egoísmo de los adultos. No era culpa mía que mis padres hubiesen engendrado una especie de milagro, una niña con mi belleza. Aun así, intentaron forzarme para que llevara esa carga, pero yo ya había tenido suficiente. Sin duda no quería que me endilgaran la responsabilidad de la muerte de mi madre. De modo que cuando mi padre trajo a su amante turca al apartamento, me sentí aliviada, puesto que eso me proporcionaba una excusa para regresar a Japón. No importaba si no veía a mi hermana mayor. De todos modos, ella me odiaba. Además, Johnson había terminado con sus negocios en Hong Kong y me estaba esperando. ¿Por qué no me quedaba con él? Ya no era virgen, y quería comprobar cómo sería el sexo con Johnson. Tenía tantas ganas que casi no podía esperar.