5

Tomamos una de las líneas de ferrocarril y viajamos hasta las afueras del distrito de Setagaya. Era una estación tan pequeña que en ella sólo había una vía. Kazue dobló por una calle de un barrio residencial idéntica a como la había imaginado: silenciosa, tranquila y flanqueada por casas de tamaño medio. Aunque no se veían mansiones caras, tampoco había edificios de apartamentos baratos.

Una elegante placa adornaba la entrada de cada residencia, y más allá de las verjas podían verse pequeños jardines. Imaginaba que, el domingo, los padres de esas familias estarían en el jardín practicando sus swings de golf mientras de las ventanas del salón salían las notas de un piano. Me habían dicho que el padre de Kazue era un asalariado, y pensé que probablemente habría pedido una hipoteca a treinta años para pagar la casa. Kazue caminaba con torpeza delante de mí, como si le molestara que yo anduviera a su lado, pero al poco empezó a señalar todos los edificios importantes que había de camino a su casa.

—Éste es el colegio al que fui, es una escuela municipal —dijo con orgullo—. Y en aquella casa vieja de allí recibía clases de piano.

Aquella especie de visita guiada por la infancia de Kazue me estaba poniendo de los nervios.

Al llegar al final de la calle, hizo un gesto en dirección a una casa.

—Aquí es donde vivo —anunció triunfante.

Era una construcción grande de dos pisos, rodeada por un lúgubre muro gris de piedra de Otani. La fachada estaba pintada de color marrón y la remataban unas gruesas tejas, y en el jardín, más grande que los demás, se apiñaban árboles y arbustos.

—¡Menuda casa! ¿Es de alquiler?

A Kazue pareció sorprenderle mi pregunta. Luego sacó pecho y contestó:

—Alquilamos el terreno, pero la casa es nuestra. Vivo aquí desde que tenía seis años.

A lo largo de la pared de piedra se veía una fila de agujeros con forma de diamante. Miré a través de ellos hacia el jardín. En él había azaleas, hortensias y otras plantas comunes. Numerosos tiestos se desperdigaban por todos los rincones.

—¡Vaya, si también tienes bonsáis! —espeté sin pensar. Sin embargo, al observarlos más de cerca me di cuenta de que lo que había tomado por bonsáis no eran más que lo que mi abuelo llamaba las «macetas de un pobre hombre»: caléndulas, nomeolvides, margaritas y otras flores en pequeños tiestos que podían verse en el escaparate de cualquier floristería.

Una mujer con gafas se había agachado para cuidarlas, espantando a los mosquitos mientras arrancaba las flores marchitas.

—Mamá.

La mujer se volvió cuando Kazue la llamó, y yo observé su cara con curiosidad. Las gafas eran de montura plateada, y tenía el mismo cabello negro y áspero que Kazue, con un corte estilo bob, de modo que en cada mejilla le caía un mechón. Su rostro era estrecho y sus rasgos más simétricos que los de Kazue.

—¿Has venido con una amiga?

La mujer rió de forma mecánica y la montura de las gafas se elevó por encima de sus cejas. Tenía una sobremordida llamativa; ¿no existía un pez en alguna parte con esa misma cara? ¿Qué aspecto tendría el padre?, me pregunté. Me picó la curiosidad y decidí quedarme hasta que él llegara.

—Ésta es tu casa.

—Gracias.

La madre volvió con sus macetas. Su saludo no había sido especialmente cariñoso. Quizá estaba enfurruñada porque nos habíamos presentado justo a la hora de la cena, o quizá Kazue no le había dicho que llevaría a una amiga a casa, o tal vez ni siquiera era su cumpleaños. ¿Me habría mentido? Quería preguntárselo, pero antes de poder hacerlo, me puso la mano en la espalda y me empujó en dirección a la puerta de entrada.

—Entra.

La forma infantil de comportarse de Kazue me estaba sacando de quicio. Además, odiaba que me tocaran.

—¿Quieres que vayamos a mi habitación?

—Me da igual.

Apenas había luces encendidas en el salón. No percibí ningún olor que indicara que la cena estaba lista, y todo estaba sumido en un silencio sepulcral; ni siquiera se oía una televisión o una radio. Una vez que mis ojos se acostumbraron a la penumbra vi que, aunque la casa era impresionante por fuera, los materiales usados en el interior eran de baja calidad. Aun así, todo estaba muy ordenado. No vi una mota de polvo en ningún lugar, ni en el vestíbulo ni en la escalera, y en toda la casa flotaba un olor a austeridad. Al vivir con el abuelo, había aprendido a gastar el dinero con cuentagotas, de modo que percibía la austeridad tan sólo con el olor. En aquella casa, cada rincón apestaba a eso pero, al mismo tiempo, una sensación de lascivia se filtraba desde alguna parte; de hecho, era la propia devoción por la austeridad mezclada con la lascivia, como si cada esfuerzo hecho con el objeto de ahorrar fuera vicioso.

Kazue empezó a subir la escalera delante de mí. Crujía. En el segundo piso había dos habitaciones. El dormitorio grande que estaba sobre el vestíbulo era el suyo, y en él no había ni televisión ni equipo de música. Era una habitación espartana, como la de una residencia de estudiantes. Aquí y allá, había prendas de ropa desperdigadas, y la cama estaba deshecha y cubierta por un edredón arrugado.

Los libros de texto y los de consulta estaba apilados de cualquier manera en la estantería, y en una balda enorme y vacía descansaba el equipo de gimnasia. La habitación, caótica y atestada de cosas, era lo opuesto al resto de la casa y el jardín, tan pulcramente ordenados y cuidados. Encajaba a la perfección con el modo de ser de Kazue.

Sin prestarme la más mínima atención mientras yo miraba estupefacta a mi alrededor, se quitó los zapatos y se sentó frente al escritorio. Vi que había notas con lemas colgadas en la pared. Las leí en voz alta:

—«¡La victoria es posible sólo gracias a tu propio esfuerzo! ¡Confía en ti misma! ¡Fíjate metas! ¡Sé una estudiante Q!».

—Las puse ahí después de superar el examen de ingreso. Conseguí entrar en el instituto y son un testimonio de mis logros —dijo Kazue.

—Realmente tienes aspecto de vencedora, sí —repuse, dejando que se filtrara un leve tono cínico en mi voz.

Pero ella me contestó con desdén.

—Trabajé muy duro, ¿sabes?

—Yo no escribí lemas vitalistas para infundirme ánimos.

—Bueno, eso es porque tú eres rara. —Kazue me clavó los ojos mirándome con dureza.

—¿Por qué soy rara?

—Siempre vas a tu aire —articuló cada palabra con precisión y no continuó.

Yo quería marcharme y volver a casa tan pronto como pudiera. Estaba preocupada por mi abuelo y por cómo podría haberle afectado la muerte de mi madre. ¿Por qué diablos había ido a casa de Kazue? Ya me estaba arrepintiendo.

Oí unos pasos quedos que se acercaban, como si fuera un gato subiendo la escalera. Desde el otro lado de la puerta se oyó la voz de la madre de Kazue.

—Cariño, ¿podría hablar un momento contigo?

Kazue salió de la habitación y hablaron en el pasillo. Apoyé la oreja contra la puerta para escuchar.

—¿Qué quieres hacer con la cena? —preguntó la madre—. No esperaba que vinieran invitados y no hay suficiente comida.

—Pero papá dijo que hoy llegaría pronto y que podía traer a una amiga.

—Ah, ya veo. ¿Es la que quedó primera en los exámenes?

—No.

—Entonces, ¿en qué posición está?

Bajaron tanto la voz que ya no pude entender lo que decían. ¿Acaso la historia de su cumpleaños era sólo una artimaña? ¿Acaso quería tan sólo que su padre viera a Mitsuru? ¿Me había utilizado como cebo para atraerla a ella? Al parecer, yo no tenía ningún interés para esa familia, ya que no era una estudiante especialmente aplicada. La madre de Kazue bajó de puntillas la escalera. Era como si temiera despertar a alguien.

—Disculpa —dijo Kazue al entrar de nuevo en la habitación. Se apoyó en la puerta para cerrarla y añadió—: Te quedarás a cenar, ¿verdad?

Asentí de inmediato. Después de la charla que habían mantenido, sentía curiosidad por ver qué tipo de comida prepararían para una invitada tan inoportuna como yo. Kazue empezó a hojear un libro de consulta con aire molesto. Tenía las páginas marcadas y con tantas manchas de tinta que casi eran negras.

—¿Eres hija única?

Kazue hizo un gesto de negación con la mano.

—No, tengo una hermana pequeña. Ahora está estudiando para los exámenes de ingreso en el instituto.

—¿También va a ir al Instituto Q?

Se encogió de hombros.

—No es lo bastante lista, pero le pone muchas ganas. Es una pena que no sea tan brillante como yo. Mi madre siempre dice que es porque ha salido a ella, pero ella se licenció en la universidad, así que únicamente dice esas cosas por culpa de mi padre. Ella fue a una universidad para mujeres muy buena. Aun así, tengo suerte de haber salido a mi padre, porque él se licenció en la Universidad de Tokio, la mejor de Japón. ¿Qué hizo tu padre? ¿A qué universidad fue?

—No creo que fuera a ninguna.

Kazue me miró estupefacta, tal y como yo esperaba.

—Bueno, ¿pues a qué instituto fue?

—No sé. —No tenía ni idea de qué tipo de educación había recibido mi padre en Suiza.

—Vale, y, ¿qué hay de tu abuelo, con el que vives?

—Ni siquiera fue al instituto.

—¿Y tu madre?

—Creo que sólo llegó a secundaria.

—Entonces tú eres toda su esperanza.

—¿Toda su qué?

¿Por qué debíamos tener esperanza? Ladeé la cabeza. Kazue me observó como si de repente me hubiera transformado en una alienígena. Llegadas a ese punto, estoy segura de que pensaba que compartíamos los mismos deseos, aunque ella no era el tipo de persona que se preocupara por el hecho de que los demás pudieran tener ideas diferentes.

—Bueno, debes hacerlo lo mejor posible, ¿no? Si de verdad lo intentas, lo conseguirás.

—¿Lo conseguiré? ¿Conseguir qué?

—Pues el éxito. —Kazue miró confusa los lemas que cubrían la pared—. Desde primaria, estaba decidida a ingresar en el Instituto Q para Chicas. Es una escuela perfecta. Si te esfuerzas y provienes de una buena familia, puedes entrar en el Instituto Q y luego seguir en la Universidad Q. Es casi automático. Y si acabo entre las diez mejores de la clase, entraré en la Facultad de Economía de la Universidad Q. Sacaré un montón de excelentes y luego, cuando me licencie, podré tener un trabajo en una buena empresa.

—Y, una vez que hayas entrado en esa buena empresa, ¿qué?

—¿Qué? Bueno, pues trabajaré allí, por supuesto. Es perfecto, ¿no crees? Hoy en día las mujeres pueden trabajar en lo que deseen. Mi madre creció en un tiempo en el que eso no era posible, y quiere que yo consiga lo que ella no pudo conseguir.

Su madre la llamó entonces desde el pie de la escalera. Kazue salió de la habitación, y entonces percibí el aroma punzante de la salsa para fideos soba. Minutos más tarde, Kazue volvió con una bandeja con la pintura desconchada, del tipo que utilizan los restaurantes de comida para llevar. En ella había unos platos de bambú con fideos soba y dos cuencos pequeños con salsa.

—Puesto que te has tomado la molestia de venir, queríamos que hubiese algo bueno de comer. Mamá ha pedido soba para nosotras dos; podemos cenar aquí.

Ésa no era exactamente la idea que yo tenía de una buena comida para los invitados, pero no dije nada. Supongo que cada hogar tiene un concepto diferente de la hospitalidad. Recordé la sensación que había tenido al entrar en la casa y percibir la mezquindad que emanaba de ella.

Kazue salió de la habitación y volvió con una silla que tenía un cojín rosa sujeto al asiento, el tipo de silla que combina con el escritorio de una estudiante. Con toda probabilidad, era la de su hermana pequeña. Kazue me dijo que tomara asiento, nos colocamos una al lado de la otra frente a su escritorio y empezamos a sorber los fideos.

De repente, la puerta se abrió de un golpe.

—¿Qué estás haciendo con mi silla?

Su hermana, al ver que yo estaba allí, bajó la cabeza con timidez. Dirigió la mirada hacia los platos de soba y puso cara de resentimiento al darse cuenta de que no iba a haber para ella. Su rostro y su cuerpo eran una versión reducida de los de Kazue, pero llevaba el cabello largo y le caía por la espalda.

—Ha venido una amiga. Necesito que me la prestes un rato. No te preocupes, cuando acabemos de comer te la devuelvo.

—Y, ¿cómo se supone que debo hacer mis deberes?

—Te he dicho que te la llevaré cuando acabemos de cenar.

—¡Podríais comer de pie!

Discutían sin ni siquiera mirarme. Cuando la hermana se fue, le pregunté a Kazue:

—¿Te llevas bien con ella?

—No mucho. —Kazue pescó torpemente los pegajosos fideos con los palillos, los levantó y los dejó caer de nuevo—. Sabe que no es tan inteligente como yo y está celosa. Sé que, cuando aprobé el examen de ingreso, ella esperaba que suspendiera. Y ahora, si ella suspende, ¡seguro que me culpará a mí por haber cogido su silla! Es de esa clase de mocosas.

Kazue acabó los fideos antes que yo y luego sorbió lo que quedaba de la salsa negra. Por entonces, yo había perdido por completo el apetito y me distraía metiendo de nuevo los palillos desechables en el envoltorio de papel en el que venían. Comer fideos soba en el dormitorio desordenado de Kazue de repente me pareció increíblemente patético. La habitación estaba llena de polvo, no la había limpiado desde quién sabía cuándo, y olía como una madriguera. Pensé otra vez en la llamada que Yuriko había hecho por la mañana y en cómo me había descrito el comportamiento de mamá de los últimos días.

Mi madre, sentada con los ojos abiertos como platos, encerrada en una habitación a oscuras. Los nervios a flor de piel… Me pregunto si habré heredado su forma de ser. Habría sido una bendición que Yuriko hubiera salido a ella, pero, en comparación conmigo, mi hermana era una persona muy simple. Había sido yo la que había salido a mi madre.

Kazue se volvió entonces hacia mí y me preguntó:

—¿Tienes hermanos o hermanas?

—Tengo una hermana pequeña —respondí con resentimiento. El mero hecho de pensar en Yuriko me hacía sentir amargura. Kazue tragó saliva. Parecía que iba a seguir haciendo preguntas, pero yo me adelanté a ella:

—Esta noche no teníais previsto cenar soba. ¿Qué habríais cenado si yo no hubiese venido?

—¿Eh? —Kazue echó la cabeza hacia atrás, como diciendo: «¿Por qué me haces esas preguntas tan raras?».

—Por curiosidad.

Me interesaba saber qué tipo de comida habrían preparado Kazue y su madre. ¿Habrían hecho pastelitos de judías con barro, puré de hojas de hortensia y una ensalada de hojas verdes de dientes de león? La madre de Kazue parecía el tipo de mujer a la que le gustaba jugar a papás y mamás. Daba la sensación de estar alejada del mundo real al desempeñar las tareas del hogar, más parecida a un robot que a una persona de carne y hueso.

—Mi padre, tú y yo somos los únicos que cenamos soba esta noche. Mi madre me ha dicho que ella y mi hermana comerán sobras. Casi nunca pedimos que nos traigan comida; por un poco de soba te cobran trescientos yenes. Es un derroche estúpido, sólo los hemos pedido porque has venido tú.

Observé las lámparas del techo y me di cuenta de que la oscuridad de la tarde estaba invadiendo lentamente la habitación. En el techo enchapado y amarillento se veía la misma luz fluorescente y descarnada que suele haber en los edificios de oficinas. Cuando Kazue la encendió, se oyó un leve zumbido, como el sonido de un insecto volador batiendo las alas, y la luz imprimió al perfil de Kazue un contorno oscuro. Incapaz de resistirme, pregunté:

—Y, ¿por qué sólo hay soba para ti, para tu padre y para mí?

Sus diminutos ojos echaron chispas.

—Porque en nuestra casa hay un orden para las cosas. Como en aquella prueba que se hace con los perros, ¿sabes? Todos los miembros de la familia se ponen en fila y se le muestra al animal quién va primero. Y el primero es el jefe. Pues esto es lo mismo. Todo el mundo sabe de manera automática el orden de las cosas, es decir, quién tiene más prestigio y autoridad, y se acepta ese orden como corresponde. No hay necesidad de explicarlo, pero todo el mundo lo sigue. Todo se decide según ese orden, como quién tiene el derecho de tomar un baño primero o de comer la mejor comida. Mi padre siempre es el primero, pero eso es natural, ¿no? Luego voy yo. Mi madre solía ser la segunda, pero cuando conseguí quedar entre las mejores en la clasificación académica nacional, automáticamente pasé a ser la segunda aquí. De modo que ahora mi padre va primero, yo soy la segunda, luego va mi madre y, por último, mi hermana. Pero si mi madre no se anda con cuidado, mi hermana pronto la adelantará.

—¿Decidís el orden jerárquico de los miembros de vuestra familia según las notas académicas?

—Bueno, digamos que el orden depende del esfuerzo de cada uno.

—Pero, puesto que tu madre nunca va a volver a hacer ningún otro examen de ingreso, ¿no lo tiene un poco negro?

La madre y las hijas debían competir entre sí. Todo aquello me parecía muy absurdo, pero Kazue hablaba completamente en serio.

—Es lo que hay. Al casarse con mi padre, mi madre salió perdiendo; no hay nadie en la familia que pueda superarlo. He estudiado tanto como he podido desde que tengo memoria, y mi mayor motivo de felicidad en la vida es mejorar mis notas. Hace mucho tiempo me propuse superar a mi madre. ¿Sabes?, ella siempre dice que nunca ha tenido aspiraciones profesionales, pero yo creo que cuando era joven quería ser médico. Su padre no se lo permitió y, además, no era lo bastante inteligente para ingresar en la facultad de medicina. Sin embargo, siempre se ha arrepentido de ello. Que te eduquen para ser una mujer es patético, ¿no crees? Eso es lo que ella siempre dice. Utiliza la excusa de que es una mujer para no avanzar en la vida, pero yo creo que si de verdad lo intentas con todas tus fuerzas, puedes alcanzar el éxito independientemente de tus circunstancias personales.

—¿Estás diciendo que lo único que tienes que hacer es intentarlo con todas tus fuerzas y entonces tendrás éxito?

—Pues claro. Si lo intentas de verdad, al final obtendrás tu recompensa.

«¿Ah, sí? Pues ahora estás en el mundo del Instituto Q para Chicas, querida, y por mucho que lo intentes, ¡nunca obtendrás tu recompensa! Vivimos en un mundo en el que casi cualquier cosa que intentes conseguir está destinada al fracaso. ¿O acaso me equivoco?».

Me entraban ganas de decirle eso a Kazue. Además, quería darle una lección. Si alguna vez tuviera que competir con alguien como Yuriko y su belleza monstruosamente perfecta, los esfuerzos de Kazue —no importa lo prodigiosos que fueran— serían irrisorios por completo. Sin embargo, ella seguía observando los lemas que colgaban de la pared con profunda determinación.

—¿Crees que es cierto sólo porque lo dice tu padre?

—Es como si fuera el código de nuestra familia. Mi madre también cree en ello. Y los profesores del instituto te dirán lo mismo. Simplemente es la verdad.

Kazue me miró sorprendida, sus pequeños ojos mofándose de mí.

—Hablando de madres, ¿sabes lo que me ha pasado hoy?

Parecía el momento oportuno para soltárselo. Miré el reloj con la idea de irme a casa. Ya eran más de las siete.

—Todo lo que sé es que ha sido el cumpleaños de Hana-chan —repuso Kazue con una sonrisa y, luego, como si recordara lo que había sucedido en clase, arrugó la cara.

—Mi madre ha muerto —dije.

Se levantó de la silla de un brinco.

—¿Tu madre ha muerto? ¿Hoy?

—Sí. Bueno, técnicamente, fue ayer.

—Y, ¿no tienes que irte a casa?

—No debería tardar mucho. ¿Me dejas hacer una llamada?

Sin decir palabra, Kazue señaló hacia afuera. Bajé lenta y silenciosamente la escalera oscura caminando en dirección al tenue haz de luz que salía por debajo de una puerta cerrada. Se podía oír una televisión. Llamé a la puerta.

Respondió la voz de un hombre irritado.

—¿Qué? —Su padre.

Abrí la puerta. La única característica destacable en la pequeña sala de estar eran las paredes revestidas con tablones de madera. La hermana de Kazue, la madre y un hombre de mediana edad estaban sentados en el sofá delante de la televisión, y se volvieron a la vez para mirarme. La vajilla en la estantería del fondo era como las que podían comprarse en el supermercado. La mesa, el sofá y las sillas eran baratos, del tipo que debe montar uno mismo. Si supieran eso en el instituto Q, harían su agosto, pensé. ¡Se cargarían a Kazue!

—¿Podría llamar por teléfono?

—Claro.

La madre de Kazue señaló en dirección a la cocina a oscuras. Allí, junto a la puerta, había un teléfono negro de disco pasado de moda y, al lado, una pequeña caja de fabricación casera en la que podía leerse: «Diez yenes». Los padres de Kazue permanecieron sentados donde estaban mientras me miraban con expectación. No se molestaron en decirme que no me preocupara por el coste de la llamada, así que rebusqué en los bolsillos de la falda de mi uniforme escolar y al final encontré una moneda de diez yenes que introduje en la caja. La moneda hizo un sonido seco al caer. Al parecer, tenían pocos invitados en esa casa. Cobrar por el teléfono era una broma de mal gusto, pensé mientras marcaba los números en el dial rígido y observaba con atención a la familia.

La hermana pequeña de Kazue —a la que habían privado de su silla por mi culpa— estaba ahora sentada a la mesa del comedor, muy ocupada escribiendo en un cuaderno que tenía abierto delante de ella. Mirándola por encima del hombro, su madre le comentó algo en voz baja. Ambas alzaron la vista para controlarme y luego volvieron a mirar el cuaderno con atención. El padre estaba viendo una especie de concurso en la tele y parecía bastante relajado, vestido con una camiseta interior y unos pantalones de pijama. No obstante, me resultó evidente que acababa de cambiar de canal para ver ese programa en particular y, aunque estaba mirando la pantalla, realmente no le estaba prestando atención al concurso. Movió las piernas arriba y abajo con nerviosismo. Parecía rondar los cincuenta. Era bajo, de tez rubicunda, y su cabello, muy corto, empezaba a clarear. A primera vista parecía un paleto regordete y pequeño. Me sentí estafada. El único hombre japonés que conocía era mi abuelo, por lo que tenía curiosidad por saber cómo eran los padres japoneses. Además, me moría de ganas de ver qué clase de persona era el padre de Kazue, más aún sabiendo que dominaba a su mujer y a sus hijas desde su destacada posición de Número Uno en la clasificación familiar. No obstante, allí estaba, un tipo deprimente de mediana edad. Menudo chasco.

El teléfono sonó una y otra vez hasta que al final alguien descolgó al otro lado de la línea.

—¿Abuelo?

—¿Dónde te has metido?

La persona que hablaba no era mi abuelo. Era una vecina, la mujer que trabajaba vendiendo seguros.

—Tenemos un problema. A tu abuelo se le ha puesto la presión por las nubes y lo hemos metido en la cama. Parece que tu padre y tu hermana han discutido, han llamado un montón de veces y él se ha exaltado. Ya sabes que tu abuelo siempre ha sido un verdadero estúpido. Al final parece ser que lo han arreglado, pero luego tu abuelo ha empezado a sentirse mal y, para colmo, tú no volvías a casa, por lo que estaba muy preocupado.

—Lo siento. ¿El abuelo está bien?

—Sí. Le ha dicho al conserje que me avisara, y he venido enseguida. Le he ayudado a calmarse. Ahora duerme como un bebé. Es una pena lo que ha pasado con tu madre. Es en momentos como éste en los que se necesita un seguro, ¿sabes?

Tuve la impresión de que la charla iba a durar indefinidamente, así que me apresuré a replicar «Ahora mismo voy para allá». Pero llegar a casa desde Setagaya significaba cruzar todo Tokio. Me iba a llevar una eternidad.

—¿Cuánto vas a tardar?

—Al menos una hora y media.

—En ese caso, lo mejor será que llames a tu hermana antes de salir.

—¿A Yuriko? ¿Es urgente?

—Sí. Me comentó que tenían que ir a la funeraria. En cualquier caso, dijo que tenía que hablarte de un asunto.

—Pero es que ahora estoy en casa de otras personas.

—¿Y? Diles que les pagarás la llamada. No puede esperar a que llegues a casa.

—De acuerdo.

¿De qué diablos podían haber estado discutiendo mi padre y mi hermana? Lo único que se me ocurría es que había pasado algo terrible.

—Lo siento, pero debo hacer una llamada internacional a Suiza —le dije a la madre de Kazue—. Ha surgido una emergencia.

—¿Una emergencia?

La mujer me miró con recelo, entornando los ojos por detrás de la montura plateada de sus gafas.

—Mi madre murió anoche, y debo hablar con mi hermana pequeña.

La madre de Kazue se quedó de piedra, y se volvió para observar la reacción de su marido, que me miró abruptamente. Luego puso los ojos en blanco; parecía estar muy molesto, y yo tenía la impresión de que podía saltar en cualquier momento.

—Es terrible —dijo en un tono lúgubre y malicioso—. Quizá deberías hablar primero con la operadora, así podrá decirte el coste de la llamada cuando hayas acabado. Será lo mejor para todos.

Cuando la telefonista estableció la llamada, el primero en responder fue mi padre; todavía estaba conmocionado.

—Estamos muy confundidos, es terrible. —Esa última palabra la farfulló en inglés—. Ha venido la policía y han hecho todo tipo de preguntas; creen que es raro que tu madre muriera mientras yo no estaba en casa pero, en su situación, no es tan extraño, ¿no crees? Tu madre había perdido la cabeza, ¿sabes?, esto no tiene nada que ver conmigo. Me enfadé mucho y tuve que acabar discutiendo para protegerme a mí mismo. Fue una conversación horrible. Simplemente terrible. —De nuevo lo dijo en inglés—. Es muy triste y al mismo tiempo doloroso, muy doloroso. Resulta tan penoso estar bajo sospecha.

—Así que has tenido que discutir por tu propia inocencia…

—¿Inconsciencia? ¿Cómo?

—Olvídalo. ¿Por qué sospechan de ti?

—No quiero hablar de ello; no se habla de estas cosas con una hija. Han dicho que vendrá un inspector a las cuatro. Estoy verdaderamente furioso.

—¿Cómo van los preparativos del funeral?

—Lo celebraremos pasado mañana, a las tres.

Antes de que mi padre pudiera añadir nada más, Yuriko se puso al teléfono. Tuve la impresión de que se lo había arrancado de la mano; pude oírlo regañándola en alemán.

—Soy yo, Yuriko. Tan pronto como acabe el funeral volveré a Japón. Papá está imposible. Dice que esta situación puede provocarle un aborto a su novia turca, de modo qué la ha traído aquí…, ¡a esta casa! ¡Con mamá de cuerpo presente! Le he contado a la policía cosas sobre ella, y les he dicho que la amante de papá es la responsable de su muerte. Por eso va a venir el inspector. ¡A ver si les sirve de lección!

—Eso ha sido una estupidez, Yuriko. ¡Estás haciendo que esto parezca un culebrón!

—Quizá sí, pero es que esta vez se ha pasado.

Mi hermana rompió a llorar. Se había armado una buena desde que había hablado con ellos esa misma mañana.

—La muerte de mamá ha sido muy repentina; no es extraño que papá esté conmocionado. No importa cuántas mujeres lleve a casa, debes intentar animarlo. Al menos tiene a alguien para ayudarle a superarlo.

—¿De qué me estás hablando? ¿Es que te has vuelto loca? —Yuriko estaba indignada—. ¿Cómo puedes ser tan fría? ¡Mamá ha muerto! Tú no estás aquí y es imposible que entiendas lo que está pasando. Mamá se suicida y él va y trae a una mujer a casa. Dentro de pocos meses, tú y yo tendremos un hermanito o una hermanita. ¡Por supuesto que estoy furiosa! Puede que mamá se suicidara a causa del lío que papá tiene con la turca, ¿sabes? Es como si él mismo la hubiera matado, o como si lo hubiera hecho esa mujer. Es el colmo. ¡Voy a cortar mi relación con este hombre de una vez por todas!

La voz chillona de Yuriko recorrió los diez mil kilómetros que separan Suiza de Japón, escapó del auricular del teléfono negro y llegó a la lúgubre sala de estar de la casa de Kazue.

—Mamá murió a causa de sus propias circunstancias. —Me reí entre dientes—. Dices que vas a cortar toda relación con papá, pero no tienes dinero. Si vuelves a Japón no tendrás ningún lugar donde vivir y no podrás matricularte en la escuela.

Intentaba a toda costa evitar que Yuriko regresara. Pero ¿en qué demonios estaría pensando mi padre al llevar a su amante embarazada a casa el mismo día de la muerte de mamá? Incluso a mí me indignaba. Noté que la familia de Kazue estaba en el salón con la respiración contenida, sin quitarme los ojos de encima. Crucé mi mirada con el padre de Kazue y no la aparté. «¡No te da vergüenza mantener una conversación como ésa en mi casa!», parecía decirme con sus ojos acusadores. Me apresuré a terminar la llamada.

—Vale, ya hablaremos más tarde.

—No, debemos decidir esto ahora. La policía llegará en cualquier momento y tendré que ir con ellos cuando se lleven el cuerpo de mamá a la funeraria.

—Quítate de la cabeza lo de venir a Japón —le espeté—. ¡No hay nada más que hablar!

—Tú no puedes decirme lo que tengo que hacer, ¿sabes? Voy a volver.

—Y, ¿dónde te alojarás?

—No me importa. Si no puedo quedarme contigo, se lo pediré a los Johnson.

—Por mí, bien. Adelante.

—Únicamente piensas en ti misma, ¿no es así? —repuso ella.

El ridículo matrimonio Johnson: ¡eran perfectos para Yuriko! Sentí como si me quitaran un gran peso de encima ya que, mientras no tuviera que ver a mi hermana, no me importaba si volvía a Japón o se quedaba en Suiza. Todo cuanto quería era conservar la vida tranquila de que disfrutaba en compañía de mi abuelo.

—Llámame cuando vuelvas.

—No te importa un bledo. Nunca te ha importado.

Alterada, colgué el teléfono. Al parecer, habíamos hablado algo más de diez minutos. La familia de Kazue apartó la mirada. Esperé a que la operadora llamara para que me informara de los costes. Esperé, esperé y esperé. Se suponía que debía llamar enseguida. Cuando al fin sonó el teléfono, el padre de Kazue dio unas zancadas rápidas y ágiles y lo cogió antes de que yo pudiera hacerlo.

—Son diez mil ochocientos yenes. Si hubieras llamado después de las ocho, habría sido más barato.

—Lo lamento. No llevo tanto dinero encima. ¿Puedo dárselo mañana a su hija?

—Por favor, que no se te olvide.

El padre de Kazue hablaba en el tono propio de alguien que está haciendo negocios. Le di las gracias y salí del salón. Oí que la puerta se abría detrás de mí mientras estaba de pie en el recibidor en penumbra, mirando la escalera oscura. El padre de Kazue también había salido. Un haz de luz largo y estrecho, proveniente de la sala de estar, llegaba hasta el vestíbulo a través de la puerta abierta. No cruzamos ni una palabra. El salón estaba en completo silencio, como una cripta, como si las dos mujeres estuvieran conteniendo la respiración para intentar oír lo que iba a decirme el padre de Kazue. Era más bajo que yo, y me puso en la palma de la mano un pedacito de papel. Cuando lo miré vi que era un recordatorio de la cantidad que les debía por la llamada: «10.800 ¥», escrito de forma clara y simple.

—Hay algo de lo que quiero hablarte.

—¿Sí?

El brillo en los ojos del hombre era intenso, como si intentara doblegarme a su voluntad, lo que me hizo sentir un poco mareada. Luego me habló con voz monótona, como para tranquilizarme.

—Te han admitido en el Instituto Q para Chicas, así que imagino que eres una jovencita decente.

—Supongo.

—¿Estudiaste mucho para el examen de ingreso?

—No lo recuerdo.

—Kazue ha sido una estudiante muy aplicada desde primaria. Por suerte, es una chica inteligente y le encanta estudiar, de modo que es natural que haya llegado tan lejos. Pero yo no creo que sólo estudiar sea suficiente. Después de todo, es una señorita, y me gustaría que prestara más atención a su apariencia. Ésa es la razón por la que quise que fuera al Instituto Q para Chicas: quiero que aprenda a ser refinada. Al menos que lo intente, ¿sabes? Por su parte, ella hace todo lo que puede para cumplir mis expectativas, y la quiero mucho por eso. Pero al ser su padre no puedo valorarla con imparcialidad. Me preocupa que mis dos hijas sean tan sumisas, pero tú… tú eres diferente. En comparación con Kazue, pareces mucho más segura de ti misma. Trabajo para una compañía muy importante y soy bueno juzgando a las personas. Puedo oler la verdadera personalidad de alguien a un kilómetro de distancia. ¿A qué se dedica tu padre?

El hombre me miró como si ya supiera la respuesta a su pregunta. No intentaba ocultar el hecho de que me estaba evaluando. Yo estaba segura de que el trabajo de mi padre le parecería insignificante, así que mentí.

—Trabaja para un banco suizo.

—¿Qué banco? ¿El Swiss Union Bank? ¿O quizá el Swiss Credit?

—Me ha pedido que no revele esa información.

Estaba completamente confundida, pero intenté responder lo mejor que pude. El padre de Kazue dejó escapar un bufido corto y asintió. Una leve oleada de respeto cruzó por su rostro. ¿Acaso de alguna forma se sentía más humilde? Me sorprendió constatar que el encuentro había sido bastante agradable. Sí, reíros de mí si queréis, pero me vi diciendo exactamente lo mismo que mi abuelo, el estafador, decía del trabajo de mi padre. Me las había apañado para acomodarme a la escala de valores de aquel hombre. No conocía a nadie más que tuviera tan claro como él lo que valía la pena y lo que no, pero me aterraba que me impusiera esa lógica tendenciosa. Después de todo, yo sólo tenía dieciséis años.

—Kazue me dijo que fuiste tú quien la incitó a abrir un debate sobre los clubes. Mi hija suele tomárselo todo muy seriamente y, como resultado, pone todo su empeño en ello. Se dedicará de manera ingenua a hacer cualquier cosa de la que la convenza cualquier persona. Pero tú eso ya lo sabías, ¿verdad? Bien, pues quiero que sepas que soy yo quien controla a mi hija, ¿entiendes? Así mejor que no te metas.

Intenté enfrentarme a él.

—Señor, usted no sabe cómo son las cosas en el instituto, y también desconoce el grado de amistad que tengo con su hija. No entiendo por qué me dice eso…

—¿Así que hay amistad entre tú y Kazue?

—Sí.

—Creo que no eres una buena influencia. Es una pena lo de tu madre pero, por lo que he entendido, las circunstancias de su muerte no son precisamente normales. Escogí el Instituto Q para Chicas para Kazue porque sabía que con esa elección no podía equivocarme. Sabía que allí sería capaz de hacer buenas amigas. Kazue es una chica sana que pertenece a una familia normal.

Lo que el padre de Kazue quería decir en realidad era que mi familia no era normal. Yuriko y yo no éramos chicas sanas. Me pregunto qué habría dicho si me hubiese acompañado Mitsuru.

—Eso no me parece justo, yo…

—Basta. No me interesa lo que tengas que decir.

Podía notar la ira ardiendo en sus ojos diminutos, una ira dirigida contra mí, porque, al parecer, yo era una fuerza exterior que amenazaba a su hija.

—Por supuesto, ser amiga de una chica como tú le servirá a Kazue para aprender muchas cosas de la vida. Pero aún es demasiado pronto para ella. Además, también debo pensar en mi hija pequeña, así que lamento decirte esto, pero no quiero verte por aquí nunca más.

—Comprendo.

—Por favor, no me guardes rencor por lo que acabo de decirte.

—No lo haré.

Ésa era la primera vez que un adulto me rechazaba tan abiertamente. Era como si me hubiera dicho «No vales nada», lo cual me horrorizó.

Mi propio padre, por supuesto, había ejercido la autoridad paterna en casa pero, al pertenecer a una minoría en Japón, nunca fue capaz de transmitir realmente esa autoridad al mundo exterior. Mi abuelo era un ex presidiario sumiso que hacía todo lo que yo le pedía. En cualquier caso, era mi madre la que representaba a nuestra familia en sociedad, pero ella no tenía influencia alguna en casa y cedía en todo frente a mi padre. Así pues, cuando vi a una persona que usaba la rigidez y lo absurdo de las convenciones sociales tan firmemente como lo hacía el padre de Kazue, me sentí impresionada. ¿Por qué? Porque aquel hombre no creía de verdad en los valores sociales que representaba, sino que sabía sin lugar a dudas que únicamente los utilizaba para sobrevivir.

El padre de Kazue obviamente ignoraba por completo el funcionamiento interno del Instituto Q para Chicas. Le era del todo indiferente el impacto que eso pudiera tener en Kazue, o cuánto le haría sufrir. Era un egocéntrico hijo de puta. Entendí todo esto con una claridad diáfana a pesar de que tan sólo era una estudiante de bachillerato. En cambio, Kazue, su madre y su hermana pequeña vivían ajenas a los propósitos de aquel hombre. Así él podía apropiarse de las intenciones malévolas que teníamos Mitsuru y yo y utilizarlas para proteger a su familia, ya que proteger a su familia era sinónimo de protegerse a sí mismo. No pude evitar sentir envidia de Kazue al ver que tenía un padre tan fuerte. Protegida por la firme voluntad de él, Kazue confiaba implícitamente en la veracidad de sus valores. Cuando pienso ahora en ello, me doy cuenta de que el poder que ejercía sobre ella era muy parecido al control mental.

—Ve con cuidado de camino a casa.

Empecé a subir la escalera sintiendo como si el padre de Kazue me estuviera empujando por detrás. Después de observarme un momento, regresó a la sala de estar y cerró de un portazo. La oscuridad del vestíbulo se hizo más profunda.

—¡Has estado un buen rato!

Kazue estaba enfadada porque la había hecho esperar. Parecía que para intentar no aburrirse había estado garabateando en un cuaderno que tenía abierto sobre el escritorio, donde había esbozado la imagen de una animadora con una minifalda que levantaba un bastón. Cuando me vio mirar el dibujo, lo cubrió rápidamente con las manos, igual que una niña.

—Me ha dejado hacer una llamada internacional. —Le enseñé a Kazue el recibo que había escrito su padre—. Te daré el dinero mañana.

Kazue se fijó en la cantidad.

—¡Caray, qué caro! Oye, me estaba preguntando… ¿cómo murió tu madre?

—Se suicidó… en Suiza.

Kazue bajó la mirada mientras parecía buscar las palabras adecuadas. Luego alzó la vista de nuevo.

—Ya sé que suena terrible, pero de alguna forma te envidio.

—¿Por qué? ¿Te gustaría que tu madre también estuviera muerta?

La respuesta de Kazue fue poco más que un susurro:

—Odio a mi madre. Últimamente noto que actúa como si fuera la hija de mi padre en vez de su mujer. ¡Qué forma tan rara de comportarse para una madre! Él tiene puestas todas sus esperanzas en sus hijas, ¿sabes?, en nosotras…, así que tenerla a ella todo el tiempo revoloteando alrededor debe de ser bastante molesto.

Kazue parecía exultante de pensar que ella era la única capaz de colmar las expectativas de su padre, porque ella era una «buena chica», una hija abnegada cuyo único objetivo en la vida era contentarlo a él.

—Sí, claro, supongo que no necesita a otra hija —dije.

—¡Claro! Y mi hermana pequeña también sobra, la verdad.

Sin querer, dejé escapar una risa compasiva. Mi propia familia estaba lejos de ser normal, un hecho que había entendido muy bien sin necesidad de que el padre de Kazue me lo hiciera notar, y me di cuenta de que precisamente eso era algo que una discípula obstinada como Kazue no entendería jamás.

Cuando salí de la casa y me adentré en la calle oscura, sentí que alguien me tocaba el hombro. El padre de Kazue me había seguido.

—Espera un momento —dijo—. Lo que has dicho antes no era cierto. Tu padre no trabaja para un banco suizo ni nada parecido, ¿verdad?

La luz de una farola se reflejaba levemente en sus pequeños ojos. Kazue debía de habérselo contado. Me quedé petrificada.

—No está bien mentir —prosiguió él—. Yo no he mentido ni una sola vez en mi vida. Las mentiras son el enemigo de la sociedad. Si no quieres que informe de esto al colegio, mantente alejada de Kazue.

—De acuerdo.

Pude notar cómo no me quitaba los ojos de encima hasta que doblé la esquina al final de la calle. Cuatro años después sufrió una hemorragia cerebral y murió en el acto, de modo que aquel encuentro casual con aquel hombre fue el primero y el último. Después de su muerte, la fortuna de la familia de Kazue se esfumó. Supongo que yo fui testigo entonces de la fragilidad de aquella familia, y pude verla sólo unos años antes de su drástica desaparición. Aun así, todavía puedo sentir cómo aquella noche la mirada rebosante de odio del padre de Kazue se clavaba en mi espalda como si de una bala se tratara.

Una semana después, mi padre me llamó para decirme que el funeral se había celebrado sin problemas. De Yuriko no dijo ni pío. Dado que me había convencido a mí misma de que no regresaría a Japón, los días siguientes transcurrieron tranquilamente. Luego, una noche no mucho más tarde, una noche tan calurosa que pensé que ya había llegado el verano, me telefoneó la última persona en el mundo que habría esperado que lo hiciera: Masami, la esposa del señor Johnson. Habían pasado tres años desde la última vez que nos habíamos visto en la cabaña de la montaña.

—¡Hooo-laa! ¿Eres la hermana de Yuriko? ¡Soy yooo, Masami Johnson!

Alargaba las vocales de manera desmesurada y pronunciaba las eses de su nombre igual que lo habría hecho un extranjero. Sólo de oír su voz se me puso la carne de gallina.

—Cuánto tiempo… —respondí.

—Oye, no sabía que vivías sola en Japón. Deberías habérmelo dicho. Me habría encantado ayudarte en lo que fuera. Qué tonta, no deberías ser tan reservada. Lo sentí mucho cuando me enteré de lo de tu madre. Qué tragedia.

—Gracias por preocuparse —farfullé.

—De hecho, te llamo por Yuriko-chan. ¿Te has enterado?

—¿Si me he enterado de qué?

—¡Yuriko va a venir a vivir con nosotros! Al menos mientras esté en el primer ciclo de secundaria. Tenemos una habitación libre y, desde pequeña, siempre nos hemos llevado fenomenal con ella. Claro que tiene que cambiar de colegio. Me dijo que quería ir a la escuela Q, donde estás tú. De modo que averigüé qué se necesitaba para que pudiera ingresar como hija de padres japoneses que residen en el extranjero, y han accedido a admitirla. Me lo acaban de decir hace un momento. ¿No es genial? ¡Tú y Yuriko iréis juntas al mismo colegio! Mi marido está muy contento por cómo han salido las cosas. Dice que la Q es una escuela muy buena, y no está muy lejos de donde vivimos.

¿Qué diablos estaba pasando? Me había dejado la piel estudiando con la esperanza de alejarme por fin de Yuriko, ¡y ahora se estaba filtrando de nuevo en mi vida como si de un gas tóxico se tratara! Suspiré desesperada. Yuriko era tonta de remate, pero su belleza siempre le permitiría recibir un tratamiento especial. En ese aspecto, la escuela Q no era diferente.

—¿Dónde está Yuriko ahora? —pregunté.

—Está aquí. Espera un momento, te la paso.

—Hola, hermana. ¿Eres tú?

Le había dicho a Yuriko que no volviera a Japón, pero allí estaba. Su voz despreocupada al otro lado del teléfono distaba mucho de la de la chica angustiada con la que había hablado horas después de la muerte de mamá. Era evidente que estaba acaparando toda la atención de los Johnson y que disfrutaba del lujo en la impresionante casa que poseían en el barrio exclusivo de Minato.

—¿Así que ingresarás en el primer ciclo de secundaria Q?

—Sí, a partir de septiembre. ¿No es fantástico? Iremos al mismo colegio.

—¿Cuándo has vuelto?

—Mmm, hace una semana, más o menos. Papá vuelve a casarse, ¿sabes?

Lo dijo con indiferencia, sin rastro de amargura, como si ahora que a ella las cosas le iban bien no hubiera ningún problema más en el mundo.

—¿Cómo está el abuelo?

Agarrando con fuerza el teléfono, me volví para mirarlo. Estaba absorto con sus bonsáis, ajeno por completo a la conversación que se desarrollaba justo a su lado. Últimamente parecía más calmado.

—Está bien.

—Mmm. —La respuesta de Yuriko, si es que se podía llamar así, reveló su completa impasibilidad—. Me alegro mucho de no haber ido a vivir contigo en el distrito P. Intentaré arreglármelas por mi cuenta aquí.

Sí, claro, como que iba a estar por su cuenta. Menuda farsa. Harta de aquella conversación, colgué, desalentada.