Caminé con paso decidido bajo el chaparrón hasta la parada de autobús. El agua descendía formando un torrente por la carretera asfaltada. Un paso en falso podía hacer que me empapara hasta las rodillas. Oí el autobús que siempre cogía subiendo por la calle detrás de mí y luego vi cómo pasaba de largo con las ventanas empañadas por el vaho de los pasajeros. Podía imaginarme la desagradable sensación de humedad en el interior.
¿A qué hora pasaba el siguiente autobús? ¿Llegaría al instituto a tiempo para la clase? De todos modos, en ese momento ya no me importaba. Oía la voz de Yuriko retumbando una y otra vez en mi cabeza: «¿Qué voy a hacer? ¿Qué puedo hacer?». Eso era todo lo que podía pensar.
Si Yuriko volvía a Japón sin ningún otro lugar al que poder ir, tendríamos que vivir juntas de nuevo como hermanas. No teníamos ningún otro pariente al que recurrir, así que el diminuto apartamento del abuelo era el único sitio donde podía alojarse. Sólo de pensar en Yuriko viviendo allí hacía que se me pusiera la carne de gallina. Tan pronto como abriera los ojos por la mañana, allí estaría, en el futón junto al mío, mirándome con sus ojos oscuros, y luego tendría que tomar té y tostadas con ella y el abuelo… ¡Mierda!
Yuriko odiaría el olor de la gomina barata del abuelo, le irritaría que los bonsáis ocuparan tanto espacio, y consideraría que ayudar a los vecinos era un fastidio. Además, tan pronto como empezara a dejarse ver por allí, sin duda todos en el bloque e incluso en la galería comercial se morirían por saber más de ella. El equilibrio del que disfrutábamos mi abuelo y yo se haría pedazos. Puede que incluso el abuelo volviera a las andadas y decidiera delinquir de nuevo.
No obstante, lo que más odiaba era la idea de que el monstruo de Yuriko volviera a mirarme, de percibir su presencia. De ninguna manera iba a sentirme segura. De repente, pensé en mi madre y en su suicidio.
«Supongo que no pueden aceptar que una oriental desaliñada como yo haya dado a luz a una belleza como Yuriko, y sólo pensarlo los pone de los nervios». La razón por la que mi madre había decidido suicidarse no era porque no pudiera soportar la soledad, y tampoco porque mi padre la estuviera engañando. Sin duda lo había hecho por Yuriko, por su sola existencia. Cuando supe que mi hermana volvía a Japón, una ira inexplicable empezó a nublar mi mente. Le guardaba rencor a mi madre por haberse suicidado y odiaba a mi padre por haber sido infiel; luego, también de repente, comencé a sentir pena por mi madre, e incluso una especie de afinidad con ella. Los ojos se me empezaron a llenar de lágrimas. Allí fuera, bajo la lluvia, podía llorar la muerte de mi madre por primera vez. Quizá os resulte difícil de creer, pero sólo tenía dieciséis años. Incluso yo tenía momentos sentimentales.
Oí el rumor de un coche que se acercaba por detrás, cortando el agua. Para evitar que me empapara, me resguardé bajo el toldo de una tienda de colchones hasta que hubiera pasado. Era un vehículo grande y negro, del mismo tipo que podría utilizar un oficial del gobierno y que casi nunca se veían en un barrio como ése. Se detuvo justo delante de mí y vi cómo bajaba una ventanilla.
—¿Quieres que te llevemos? —Mitsuru hizo una mueca porque la lluvia le golpeaba en la cara. La miré con incredulidad y ella me apremió a subir con un gesto—. Vamos, date prisa.
Cerré el paraguas y subí al coche. Dentro hacía frío y olía a perfume barato, que supuse que era de la mujer que iba al volante. Era de mediana edad y llevaba el pelo despeinado. Se volvió para mirarme.
—¿Eres la chica que vive en los pisos de protección oficial del distrito P?
Tenía una voz tan grave y ronca que parecía que le hubiesen frotado la garganta con papel de lija.
—Sí.
—Mamá, esa pregunta ha sido un poco indiscreta, ¿no crees?
Mientras reprendía a la mujer, Mitsuru iba secando mi uniforme mojado con un pañuelo. Su madre se concentró en el semáforo que tenía delante sin añadir nada, sin disculparse ni tampoco reírse. ¿Así que ésa era la madre de Mitsuru? Me fascinaban de forma natural las relaciones entre las personas y las transferencias hereditarias, así que la observé con atención buscando el parecido con mi amiga.
Tenía el cabello alborotado, se había hecho la permanente no hacía mucho, y en su piel morena no había rastros de maquillaje. Llevaba una especie de jersey gris bastante largo que difícilmente podía llamarse vestido, ya que era más parecido a un camisón. No podía ver sus pies, pero estaba segura de que llevaba unas sandalias con unos calcetines debajo o unas zapatillas mugrientas.
¿De verdad ésa era la madre de Mitsuru? ¡Su aspecto era incluso peor que el de la mía! Desanimada, comparé su rostro con el de su hija. Mitsuru se dio cuenta y se volvió para mirarme. Nos mantuvimos la mirada. Ella asintió, como si estuviera resignada. La madre de Mitsuru sonrió y dejó al descubierto una hilera de pequeños dientes que no sólo no se parecían en nada a los de Mitsuru, sino que además quedaban fatal en su cara.
—Es extraño, ¿no es cierto?, que alguien que vive aquí vaya a ese instituto…
La madre de Mitsuru era una persona que había abandonado algo; tal vez su reputación y su dignidad social. En la ceremonia de matriculación eché algún que otro vistazo a los padres de las demás estudiantes. En general eran todos ricos que se empeñaban en intentar disimular su riqueza. O quizá debería decir que preferían presentar su riqueza ocultándola. Lo mirases como lo mirases, la palabra clave era «riqueza».
Pero la madre de Mitsuru era por completo indiferente a aquella actitud respecto de la riqueza. Quizá se había comportado del mismo modo al principio y luego había abandonado esa actitud, se había alejado de ella totalmente. Los padres de los niños ricos se mostraban orgullosos de la inteligencia de su prole. Incluso los trabajadores asalariados evitaban la ostentación. Mitsuru me había dicho que su madre le había pedido que no contara a nadie que vivía en el distrito P, así que ver a la mujer tan desaliñada me había cogido por sorpresa. Daba por supuesto que sería de la clase de madres que arman un escándalo por cómo viste su hija.
—¿Has estado llorando? —me preguntó Mitsuru.
La miré sin responder. Sus ojos desprendían un mal humor que nunca le había visto. Era su demonio. En ese momento, en un instante fugaz, la había agarrado la cola de su demonio. ¿Se sentía avergonzada? Apartó la mirada.
—Me han llamado hace un rato —dije—. Mi madre ha muerto.
Su rostro se ensombreció y se retorció el labio con los dedos como si fuera a arrancárselo. Yo me preguntaba cuándo iba a empezar a darse golpecitos con las uñas en los incisivos como solía hacer. Sentí como si estuviera librando una batalla secreta contra mí, pero entonces de pronto mi amiga se derrumbó.
—Lo siento —dijo.
—De modo que… ¿tu madre ha muerto? —La madre de Mitsuru se volvió para mirarme desde el asiento del conductor y habló con una voz que era poco más que un chirrido. Su forma de expresarse era basta. Se parecía a las personas que frecuentaba mi abuelo: francos, abiertos, y más preocupados por el contenido que por la forma.
—Sí.
—¿Qué edad tenía?
—Unos cincuenta, creo. No, todavía no los había cumplido. —No sabía la edad exacta de mi madre.
—Más o menos como yo. ¿Cómo ha muerto?
—Se ha suicidado.
—¿Por qué? ¿Ha sido por el cambio de vida?
—No lo sé.
—Una madre que se suicida sin duda deja a sus hijos en una posición difícil. No deberías ir al instituto. ¿Por qué has salido de casa? —dijo.
—Es cierto. Pero es que mi madre ha muerto en el extranjero, así que no sirve de mucho que me quede sentada en casa.
—Pero tampoco tienes ninguna razón para ir al colegio, menos aún lloviendo a cántaros.
La madre de Mitsuru me observaba por el espejo retrovisor, sus ojos severos y hundidos mirándome de arriba abajo, escrutando centímetro a centímetro.
—Hoy necesito ir a clase.
No quería mencionar a Kazue ni su protesta por discriminación, así que no dije nada más. La madre de Mitsuru pareció perder entonces el interés por la necesidad de respetar el duelo.
—Espera, ¿uno de tus padres es extranjero?
—¡Mamá! ¿Qué puede cambiar eso? —Al final Mitsuru se metió el dedo entre los labios y empecé a oír cómo tamborileaba nerviosa la uña contra los dientes—. Su madre acaba de morir. ¡Deja de hacerle tantas preguntas!
Pero la mujer no estaba dispuesta a guardar silencio.
—Vives con tu abuelo, ¿verdad?
—Sí.
—Y, ¿tu abuelo es japonés?
—Sí.
—Y tu madre es japonesa, así que, ¿de dónde es tu padre?
¿Por qué sentía tanta curiosidad? En cualquier caso, me gustaba ese interrogatorio. Todo el mundo quería hacerme siempre esas preguntas, pero no se atrevían.
—Suizo.
—¡Vaya! ¡Qué pareja tan mona!
Lo dijo con una sonrisa, pero me di cuenta de que no era sincera. Mitsuru me susurró al oído:
—Lo siento, mi madre es tan bruta… No dejes que siga presionándote.
—No lo haré.
La mujer se volvió para mirarnos de nuevo.
—Pareces una chica fuerte. Mitsuru, en cambio, es un ratón de biblioteca. Es ridículo. «Quiero ir a la Facultad de Medicina de Tokio», dice. Es tan tozuda. No quiere perder contra nadie, y de ningún modo quiere que se rían de ella. Eso es lo único que le preocupa. Por eso decidió que no iba a vivir más aquí y alquiló su propio apartamento. En secundaria tuvo que soportar numerosas burlas, de modo que ha aprendido a protegerse. Ojalá le hubiera permitido dejar esa horrible escuela entonces.
—¿Por qué se burlaban de ti? —le pregunté a Mitsuru con indiferencia.
Pero la mujer no le dio la oportunidad de responder.
—¡Porque su madre regenta un bar, por eso!
Detuvo el coche justo delante de la puerta del instituto, para hacerse notar y atraer las miradas curiosas de los estudiantes que entraban. Estaba empeñada en molestar a Mitsuru. Cuando le di las gracias por haberme llevado, me dijo:
—No olvides decirle a tu abuelo que venga al bar la próxima vez que salga. Le haré un buen precio. Es el Blue River, justo delante de la estación.
No estaba segura, pero sospechaba que el bar pertenecía a una cadena de cabarets.
—¿Hay bonsáis allí?
—¿Por qué?
—Porque mi abuelo prefiere los bonsáis a las mujeres, por eso.
La madre de Mitsuru no supo muy bien cómo interpretar mi broma. Volvió la cabeza para decirme algo, pero fuera lo que fuese no lo oí, puesto que por entonces Mitsuru ya había cerrado de un portazo. Sostuvo su paraguas sobre mí mientras yo abría el mío.
—Mi madre es bastante bruta. Pero no es mala, sólo interpreta ese papel. No puedo soportarlo. Alguien que para llamar la atención tiene que decir cosas odiosas como ésas es realmente cobarde, ¿no te parece?
Mitsuru hablaba en un tono frío y comedido. Asentí para hacerle saber que la entendía. Su madre no estaba a la altura de su ideal, y a mí me sucedía lo mismo con la mía. Los hijos no pueden escoger a sus madres.
—¿Estás bien? —preguntó Mitsuru mirándome con preocupación.
—Sí. Sólo es que siento como si mi madre y yo nos hubiéramos separado hace ya mucho tiempo.
—Sé a lo que te refieres. Yo también siento como si le hubiera dicho adiós a mi madre hace mucho. Ahora sólo la utilizo, ya sabes, para que me lleve y eso.
—Entiendo.
—Eres una chica rara. —Mitsuru me miró al decir eso, pero luego reparó en una compañera que la estaba saludando—. Tengo que irme.
—Espera un momento. —La agarré de la blusa y se volvió para mirarme—. Tu madre ha dicho que cuando te humillaban finalmente te defendiste. ¿Cómo?
—Pues… —Mitsuru le hizo una seña a su amiga para que siguiera sin ella y poder quedarse así a hablar conmigo—. Comencé a prestarles mis apuntes de clase.
—Pero entonces… estás dejando que te utilicen, ¿no es así?
¿Cómo puedes ser amable con las mismas chicas que se metían contigo?
Mitsuru se dio unos golpecitos con los dedos en los dientes.
—Esto ha de quedar entre tú y yo, ¿de acuerdo? Los que les presto no son mis verdaderos apuntes.
—¿Qué quieres decir?
—Tengo dos juegos de apuntes. Los míos son mucho más rigurosos y detallados que los que les dejo a ellas. Éstos contienen algunos de los temas importantes para que no se den cuenta, pero el resto es falso.
Mitsuru estaba susurrando, como si estuviéramos hablando de algo vergonzoso. Aun así, su tono de voz era eufórico; apenas podía ocultar el regocijo que le producía.
—Su actitud me repugna. Tienen la costumbre de intimidar a las demás chicas, por lo que también ven normal el hecho de tomar siempre prestados mis apuntes. La única forma de protegerse de su desfachatez es ser positiva y llegar a un acuerdo con ellas. Yo les permito copiar mis apuntes y ellas dejan de humillarme: ése es nuestro acuerdo. Son listas, y enseguida se dieron cuenta de que yo era algo más que una pobre niña de la que pudieran abusar. Podía serles útil, de modo que pasaron a acosar a otra compañera. —Mitsuru sonrió levemente y se encogió de hombros—. No sabes lo mal que lo pasé en el primer ciclo de secundaria. Fue terrible. Durante un año entero ninguna de ellas me dirigió una sola palabra. Las únicas que hablaban conmigo eran las profesoras y las empleadas de la tienda del colegio. Nadie más. Incluso las chicas que habían entrado en la escuela el mismo año que yo me ignoraban. Pensaban que humillar a una nueva las haría aceptables a los ojos de las demás.
En ese instante sonó la primera sirena. La clase iba a dar comienzo de un momento a otro, así que nos apresuramos. Por más que quisiera, no podía imaginar por qué motivo alguien quería humillar a una chica tan mona como Mitsuru.
—Me resulta imposible entender por qué la tomaron contigo.
—Porque mi madre vino a ver cómo iban a las clases del período de orientación y, delante de la asociación de padres, se presentó diciendo: «Estoy muy contenta de que mi hija sea por fin una alumna de la escuela Q. Hace mucho, mucho tiempo que se había propuesto ingresar aquí. Esperaba que pudiera entrar en primaria, pero como no fue posible, deseaba que lo hiciera en el primer ciclo de secundaria. He visto que ha estudiado mucho y ha valido la pena. ¡Ahora espero que todas os llevéis bien con mi pequeña y os hagáis muy amigas!».
»Sólo era su forma habitual de saludar, pero ya desde el primer día me convertí en el centro de todas las burlas. Aquella mañana apareció un dibujo de mi madre pintado en la pizarra. Llevaba un vestido de color rojo vivo y un enorme anillo de diamantes. Junto a la caricatura podía leerse: «¡Por fin, una alumna Q!». Pero lo que de verdad significaba era que, ya hubiera ingresado en primaria o en secundaria, yo jamás sería una de ellas.
—Entiendo.
—¿Qué crees que entiendes?
—Lo de tu madre.
Quería añadir que ella se avergonzaba de su madre, pero Mitsuru frunció el ceño:
—Lo siento…, quiero decir, por lo de tu madre… Que haya muerto hoy y todo eso.
—No te preocupes. De todos modos, nos habríamos distanciado tarde o temprano.
—Eres realmente guay, ¿sabes?
Mitsuru rió con alegría. Ambas entendimos que en ese momento algo había pasado entre nosotras, y que sólo nosotras podíamos apreciarlo. Desde ese día sentí un amor delicado por Mitsuru.
Entré en la clase y de inmediato busqué a Kazue. Estaba mirando fijamente a la pizarra, con la cara pálida y gesto ten so. Al verme, se levantó y se dirigió hacia mi pupitre con su torpe manera de andar.
—Estoy pensando en sacar el tema ahora.
—Ah, pues buena suerte.
—¿Tú también dirás algo?
Kazue me miró y sus ojos diminutos rodeados de pestañas negras me observaron con detenimiento. Al devolverle la mirada sentí que mi odio se multiplicaba. Era una completa estúpida. Cuanto más lo complicaba todo, más podía yo imaginarme una vida diferente para mí y para Mitsuru. ¿Creéis que mi actitud es ofensiva? Pues así era como funcionaban las cosas en mi mundo.
—Claro, te respaldaré —mentí.
Kazue pareció aliviada. Sus ojos brillaron.
—¡Genial! ¿Qué dirás?
—¿Qué te parece si confirmo que todo lo que dices es cierto?
—Vale. Cuando empiece, tú levantas la mano, ¿de acuerdo? —Kazue miraba con tristeza a su alrededor mientras hablaba.
Las nuevas estaban todas sentadas y en silencio, esperando a que llegara la profesora; las veteranas formaban un corrillo al fondo de la clase:
—¡Ya viene! —susurraron.
Kazue se fue hacia su silla, confiada. Luego la puerta del aula se abrió y la profesora entró alegremente. Era la encargada de enseñarnos los clásicos, y todas la llamábamos «Hana-chan». Era una mujer soltera y diría que rondaba los cuarenta. Siempre llevaba un traje azul marino o gris hecho a medida y una blusa de cuello blanco, así como un fino collar de perlas. Traía consigo una libreta de piel verde oscuro, y sus mejillas eran de un blanco pálido sin el menor rastro de maquillaje. Se había iniciado en el sistema Q en primaria y había seguido allí sus estudios hasta la universidad; estaba orgullosa de su educación.
Kazue, nerviosa, se apresuró a sentarse. Yo no la perdía de vista.
—¡Buenos días, chicas! —Hana-chan saludó a la clase con su voz trepidante y levemente nasal. Miró con languidez hacia la ventana. Todavía seguía lloviendo.
—Dicen que amainará por la tarde, pero no sé si realmente lo hará…
Kazue respiró profundamente y se puso en pie. La vi por el rabillo del ojo. Hana-chan la observó sorprendida. Miré la espalda de Kazue e intenté incitarla mediante la telepatía: «¡Hazlo! ¡Dilo!». Al fin, con una voz espesa por la flema, empezó a hablar:
—Eh… Hay algo que me gustaría que discutiéramos. Es sobre los clubes.
Kazue me miró con nerviosismo, pero yo fingí ignorar por qué me requería y permanecí con la barbilla apoyada en la mano. Justo en ese momento, las chicas del equipo de animadoras se levantaron y se dirigieron al frente del aula a paso rápido. Kazue las miró con incredulidad. Las chicas se colocaron en fila, con la espalda muy erguida, y empezaron a cantar Cumpleaños feliz. De inmediato todas las demás se les unieron. Las chicas que llevaban la voz cantante eran en su mayoría veteranas que habían empezado juntas desde primaria. Hana-chan estalló en carcajadas.
—¿Cómo sabíais que era mi cumpleaños?
Las animadoras empezaron a sacudir sus pompones y lanzaron unas serpentinas, y luego aplaudieron y ovacionaron a la profesora. Kazue se desplomó en su silla. Una alumna mona con el cabello rizado peinado hacia atrás sacó un ramo de rosas que ocultaba a la espalda y se lo entregó a Hana-chan.
—¡Oh, qué emoción!
—Queremos brindar por usted, ¡por sus cuarenta años!
¿Cuándo lo habían preparado todo?, me preguntaba. Allí estaban, sacando latas de refrescos de una bolsa de papel y repartiéndolas entre las compañeras de clase.
—¡Abrid las latas y brindemos por la profesora! ¡Feliz cumpleaños!
Algunas alumnas dudaban, preguntándose si estaba bien beber en el aula, pero como nadie quería ser la aguafiestas, todas fingieron pasárselo bien. Di un trago al refresco, sintiendo cómo burbujeaba en mi lengua y el azúcar se pegaba a mis dientes. Kazue hizo una mueca de humillación.
—¡Maestra, diga algo!
Dejándose llevar, las alumnas la apremiaban y le insistían.
—¡Pues que estoy asombrada! —Hana-chan apretó contra el pecho el ramo de rosas—. ¡Muchas gracias a todas! ¡Hoy cumplo cuarenta! Seguro que os parezco viejísima. Ya sabéis que yo también estudié aquí. Mi tutora, en el primer año de bachillerato, tenía exactamente la misma edad que tengo yo ahora. Pensé que era muy mayor, así que supongo que yo también debo de parecéroslo a vosotras. ¡Qué tragedia!
—¡Usted no es en absoluto vieja! —gritó una de las chicas, y toda la clase estalló en carcajadas.
—¡Pues gracias! Es todo un privilegio teneros como alumnas. «Independencia, respeto y confianza en una misma» es un lema que os ayudará mucho en el futuro. Sois todas magníficas, y precisamente por eso podemos educaros para que tengáis confianza y os sintáis orgullosas de vosotras mismas. Así que, por favor, ¡estudiad mucho y seguid creciendo como personas!
¡Menuda retahíla de chorradas! Pero sus palabras fueron recibidas con aplausos y silbidos, tan fuertes que la profesora de la clase de al lado asomó la cabeza para ver qué sucedía. Sin embargo, yo sabía que ninguna de las chicas estaba conmovida realmente; sólo le seguían la corriente a Hana-chan.
Cuando me fijé en Mitsuru vi que estaba de brazos cruzados, mirando a la maestra con cara de felicidad. Al darse cuenta de que la observaba, se volvió hacia mí y arrugó la nariz, toda sonrisas. Me sentí feliz, como si Mitsuru y yo fuéramos cómplices de un crimen. Todo lo que Kazue podía hacer era quedarse allí mirando mientras las animadoras sepultaban todas sus esperanzas de resarcimiento.
Cuando finalizaron las clases ese día, recogí mis cosas y salí a la calle. Hasta donde podía ver, el cielo estaba azul, como si nunca hubiera existido la tormenta de aquella mañana. Me acordé de repente de que Yuriko pretendía volver a Japón, y me encaminé hacia la estación algo deprimida.
—¡Espera!
Me volví y vi a Kazue que avanzaba a trompicones hacia mí. Llevaba unas voluminosas botas de goma azul marino. Las chicas que caminaban detrás se daban de codazos y se burlaban de ella.
—Oye, hoy estás de un humor de perros, ¿no?
Era más exacto decir que estaba desilusionada, pero asentí sin añadir nada. Kazue me golpeó en el hombro.
—¿Tienes prisa por llegar a casa?
—No especialmente.
—Pues, si te digo la verdad, hoy también es mi cumpleaños.
Kazue había acercado su boca a mi oreja. Podía oler el aroma dulce y húmedo de su transpiración.
—Feliz cumpleaños.
—¿Quieres venir a mi casa?
—¿Para qué?
—Mi madre me ha dicho que hoy podía llevar a algunas amigas del colegio.
Tenía curiosidad por conocer a su madre. El mismo día que me había enterado de la muerte de mi madre había conocido a la madre de Mitsuru, y también tenía la oportunidad de conocer a la de Kazue.
—¡Ven, por favor! Sólo un rato. Es que no puedo decirle que no va a ir nadie.
Kazue compuso una expresión de dolor. A pesar de lo poco que había podido decir antes de que la interrumpieran, todas en el colegio ya sabían que había intentado sacar el tema de la discriminación en los clubes. Estaba a punto de convertirse en la nueva Mitsuru, en la nueva víctima de la tortura, aunque no tuviera ni idea de las experiencias humillantes que había vivido ella. Tan pronto como ese pensamiento cruzó por mi mente, oí a Kazue mencionar el nombre de Mitsuru.
—Eres amiga de esa chica llamada Mitsuru, ¿verdad? ¿Crees que podrías decirle que viniera también?
Estaba bastante segura de que Mitsuru tenía previsto pasarse la tarde estudiando. Se había ido tan deprisa como había podido.
—No, ya se ha marchado —repuse con brusquedad.
—Las estudiantes realmente inteligentes siempre están ocupadas, ¿eh? —dijo Kazue en un tono de decepción.
—Déjalo correr. Además, no le caes bien.
Mi mentira hizo que Kazue se callara.
—Tú tampoco estás obligada a venir si no quieres —dijo mirando al suelo.
—No, está bien. Iré.