3

Una mañana lluviosa de julio, temprano, sonó el teléfono y supimos que mi madre había muerto. Yo había acabado de preparar el almuerzo, me disponía a ir al colegio y estaba empezando a prepararme el desayuno. Tostadas con mermelada y té. Todas las mañanas desayunaba lo mismo.

Mi abuelo, por su parte, estaba en la galería hablando con sus bonsáis, como de costumbre. En plena estación lluviosa, los bonsáis tendían a atraer hongos e insectos, de modo que había que prestarles una atención especial. El abuelo estaba tan ocupado cuidándolos —sin hacer caso de la lluvia— que no oyó el teléfono.

Cuando la mantequilla se hubo fundido en la tostada, empecé a untar la mermelada de fresa. Intentaba hacerlo de forma que las semillas negras se distribuyeran por igual, y con cuidado de que no rebosara por los lados. Era importante respetar el proceso. También era esencial que introdujera dos veces la bolsita de té Lipton en la taza y luego la sacara. Como estaba muy ocupada con todo esto, le grité a mi abuelo cuando el teléfono empezó a sonar:

—¿Es que no vas a responder?

Él se volvió para mirarme por encima del hombro. Le señalé el aparato.

—Coge el teléfono. Si es mamá, dile que ya me he ido al colegio.

Afuera, el cielo se veía gris y llovía tanto que no podían distinguirse los últimos pisos del bloque que había enfrente; la niebla lo ocultaba. Como estaba tan oscuro, teníamos las luces encendidas desde que nos habíamos levantado. El ambiente, entre el día y la noche, era espeluznante. No se me ocurrió preguntarme por qué iba mi madre a llamarme a esa hora. La diferencia horaria con Suiza era de siete horas; debía de ser medianoche allí. Puesto que mi familia nunca llamaba a esa hora tan temprana pensé que quizá Yuriko había muerto, y mi corazón se aceleró ante aquella posibilidad.

El abuelo descolgó.

—Sí, yo mismo… Ah, hola, cuánto tiempo. Gracias por todo lo que habéis hecho últimamente.

El abuelo parecía no saber qué decir. Al verlo tan cohibido supuse que la llamada era del instituto. Saqué con rapidez la bolsita de té y la dejé en el platillo, aunque me había precipitado, ya que el té aún era muy suave. El abuelo me dijo entonces que me pusiera al teléfono con una mirada desconcertada.

—Es tu padre. Quiere hablar contigo. No entiendo ni una palabra de lo que dice; es un galimatías. Pero al parecer hay algo importante que no puede decirme a mí.

Nunca antes me había llamado mi padre. Temí que me dijera que no podía enviarme más dinero para los gastos de escolarización, y me preparé para una discusión.

—Lo que vas a oír seguramente supondrá un duro golpe para ti, pero debes saberlo. Es algo terrible, pero tenemos que superar esta… esta tragedia para nuestra familia.

Mi padre siguió y siguió con su preámbulo. Solía ser muy escrupuloso en decir las cosas en el orden adecuado para que sus palabras tuvieran el efecto deseado en su interlocutor. Pero quizá porque llevaba tiempo fuera de Japón y ahora estaba acostumbrado a hablar en su propia lengua, su japonés había empeorado. Al final, exasperada, lo interrumpí:

—¿Qué quieres decirme?

—Tu madre ha muerto.

Hasta ese momento su voz había sonado melancólica, pero al decir eso la levantó, revelando la confusión que sentía. Luego todo quedó en una calma profunda al otro lado de la línea. No se oía la voz de Yuriko de fondo ni nada en absoluto.

—¿Cómo ha ocurrido? —le pregunté con tranquilidad.

—Se ha suicidado. Cuando he llegado a casa hace un rato, tu madre ya estaba durmiendo. Se había acostado ya. Me ha parecido extraño que no se despertara cuando he entrado en la habitación, pero tampoco era la primera vez. No hablaba mucho últimamente. Al acercarme he visto que no respiraba. Ya estaba muerta. El doctor cree que se ha tomado una gran cantidad de somníferos esta tarde y que ha muerto hacia las siete, sola en casa. Es tan triste que apenas puedo soportar pensar en ello. —Mi padre balbuceó esto último en japonés antes de echarse a sollozar—. No puedo creer que se haya suicidado. Ha sido por mi culpa. Debe de haberlo hecho por despacho.

Con «despacho», mi padre quería decir «despecho».

—Sí, ha sido culpa tuya —repuse con frialdad—. Tú la oblígate a mudarse a Suiza.

Estas palabras enfurecieron a mi padre.

—¿Me estás culpando porque tú y yo no nos llevamos bien? ¿Estás diciendo que el problema soy yo?

—Sea como sea, no eres del todo inocente.

Después de un momento de silencio, el enojo de mi padre se desinfló poco a poco y la tristeza pareció embargarlo.

—Hemos compartido dieciocho años de nuestra vida. No me puedo creer que ella haya muerto primero.

—Sin duda es un duro golpe.

—No obstante, tú no pareces triste porque tu madre haya muerto —dijo de repente, sorprendiéndome.

No estaba triste. Es raro, pero sentía que había perdido a mi madre hacía mucho tiempo. Ya había guardado luto cuando era pequeña, de modo que no me había sentido especialmente triste o sola cuando en marzo se había ido a Suiza. Cuando me enteré de su muerte, yo ya sentía que se había ido a un lugar muy lejano, así que no estaba realmente triste. Sin embargo, lo raro era que mi padre me lo hiciera notar.

—Claro que estoy triste.

Esto pareció satisfacerle. De repente su voz perdió fuerza.

—Estoy destrozado. Yuriko también. Acaba de llegar a casa. Está muy afectada. Creo que ahora está en su habitación llorando.

—Y, ¿cómo es que Yuriko vuelve a casa tan tarde? —pregunté sin pensar. Si hubiera estado en casa antes, quizá habría encontrado a nuestra madre a tiempo.

—Tenía una cita con un amigo del hijo de Karl. Yo he asistido a una reunión de trabajo que ha durado más de lo que esperaba y de la que no he podido escaparme.

Mi padre empezó a poner excusas, las palabras tropezando unas con otras. Yo sabía que él nunca había hablado sinceramente con mi madre. Seguramente se sentía sola, pero ése era su problema, porque si alguien no puede soportar estar solo, la única opción que le queda es morir.

—Celebraremos el funeral en Berna, te enviaremos un billete. Pero no voy a pagarle uno a tu abuelo. Quiero que se lo expliques.

—Lo siento, pero pronto tengo los exámenes trimestrales y no puedo irme así como así. ¿Por qué no va el abuelo en mi lugar?

—¿No quieres despedirte de tu propia madre?

Yo ya me había despedido de ella: hacía mucho tiempo, cuando era una niña.

—No, no especialmente. Espera. Te paso con el abuelo.

Él, que ya imaginaba de qué estábamos hablando, se puso al teléfono con una mirada afligida. Empezaron a hablar de todas las cosas de las que tenían que hacerse cargo. El abuelo rechazó asistir al funeral. Le di un bocado a la tostada —que ya estaba fría— y bebí un sorbo del insípido té. Mientras preparaba el almuerzo con las sobras de la noche anterior y lo metía en la mochila, el abuelo entró en la cocina. Tenía la tez pálida y contraída por la ira y la tristeza.

—¡El muy cabrón la ha matado!

—¿Quién?

—¡Tu padre! Me gustaría ir al funeral pero no puedo; esto me parte el corazón. Ni siquiera puedo asistir al funeral de mi propia hija.

—Ve si quieres.

—No puedo. Estoy en libertad condicional. Ahora estoy solo en el mundo. —El abuelo se sentó en el suelo de la cocina y rompió a llorar—. Primero murió mi mujer y ahora también mi hija. Qué asco de vida…

Le puse las manos sobre los hombros y lo mecí con suavidad. Sabía que más tarde mis manos olerían a gomina, pero no me importaba. Sentía algo parecido al amor por mi abuelo. Él siempre me dejaba hacer lo que quería.

—Pobre abuelito. Todavía te quedan tus bonsáis.

Se volvió para mirarme.

—Tienes razón. Siempre pareces tranquila. Eres realmente fuerte. Yo estoy desolado, pero sé que puedo contar contigo.

Hacía ya un tiempo que había comprendido eso. En los cuatro meses que hacía que vivía con él, había empezado a contar conmigo para las tareas de la casa, para las chapuzas que hacía, e incluso para relacionarse con los demás vecinos del bloque. El abuelo contaba conmigo para todo. Se había olvidado de sí mismo por completo y sólo quería preocuparse de sus bonsáis. Lo deseaba con tanta fuerza que apenas podía soportarlo.

Mientras tanto, mi mente trabajaba a toda velocidad. Intentaba pensar cómo nos las íbamos a arreglar con el dinero que teníamos. ¿Y si mi padre me pedía que fuera a Suiza? O si decidía volver a Japón con Yuriko para reanudar nuestra antigua vida aquí. ¿Qué iba a hacer entonces?

Sin embargo, ninguna de esas posibilidades parecía verosímil. Supuse que él y Yuriko se quedarían en Berna aunque mi madre no estuviera. Sin duda él no querría que me mudara allá sabiendo lo mal que me llevaba con Yuriko. Por la última carta de mi madre, era evidente que se había sentido sola en Berna por ser la única asiática de la familia. Cómo me alegraba de no haber ido a Suiza con ellos. Suspiré aliviada.

Unos minutos después recibimos otra llamada, esta vez de Yuriko.

—¿Hola? ¿Eres tú, hermana?

Era la primera vez en meses que oía su voz. Sonaba más ronca, más mayor, quizá porque hablaba en susurros, como si estuviera preocupada de que alguien la oyera. Yo no tenía tiempo para eso.

—Tengo que irme al colegio y no tengo tiempo de hablar. ¿Qué quieres?

—Mamá acaba de morir, ¿y te vas al colegio? Eso es un poco frío, ¿no te parece? Me han dicho que tampoco vas a venir al funeral. ¿Es eso cierto?

—¿Por qué? ¿Te parece raro?

—¡Pues sí, muy raro! Tenemos que estar de luto, es lo que dice papá. Yo no voy a ir al colegio durante un tiempo y, por supuesto, debo ir al funeral.

—Haz lo que quieras. Yo me voy al colegio.

—Pero es triste por mamá.

El tono de Yuriko era de reproche, pero mi interés por ir al colegio tenía poco que ver con ella o con mi madre. Tenía prisa porque estaba previsto que Kazue hablara de la discriminación que había sufrido cuando intentó unirse al equipo de animadoras. Dudo de que nunca hubiera habido nadie en el Instituto Q para Chicas que hubiese propuesto un tema como ése. Iba a ser algo único y no podía perdérmelo.

No era que pensase que un evento escolar fuera más importante que la muerte de mi madre. No se trataba de eso. Pero yo era la que había plantado la semilla y quería ver con mis propios ojos cómo Kazue manejaba la situación. La muerte de mi madre era un asunto pasado y acabado. Aunque no fuera al colegio ella no iba a resucitar. No obstante, le pregunté a Yuriko cómo había visto a mamá últimamente.

—¿La veías cambiada? —pregunté.

—Sí, parecía estar sufriendo algún tipo de neurosis —respondió entre sollozos—. A pesar de que se quejaba de que el arroz era muy caro, cocinaba una olla entera todos los días, mucho más de lo que podíamos comer. Sabía que eso ponía de los nervios a papá, y por eso mismo lo hacía. Dejó de preparar bigos. «Es comida para cerdos», gruñía. Luego dejó de salir. Se quedaba en casa sentada con las luces apagadas. Cuando yo llegaba pensaba que no había nadie y, al encender las luces, la encontraba sentada a la mesa con unos ojos como platos. Daba realmente miedo. Me miraba y decía cosas como: «¿De quién eres tú hija?». La verdad es que papá y yo empezábamos a sentir que se nos escapaba de las manos.

—Me envió algunas cartas y me parecieron extrañas, por eso te lo he preguntado.

—¿Te escribió? ¿Qué decían esas cartas? —La curiosidad encendía a Yuriko.

—Nada importante. ¿Por qué has llamado?

—Quería hablarte de algo.

Eso era raro, pensé, y de inmediato me puse en guardia. No podía evitar esperarme lo peor. Afuera, el cielo se había oscurecido y la lluvia había arreciado. Iba a quedar empapada incluso antes de llegar a la estación. Ya llegaba tarde a clase, así que me resigné y me senté en el suelo de tatami. El abuelo había esparcido unos periódicos por la habitación para traer los bonsáis desde la galería. Había dejado la puerta abierta, y el ruido de la lluvia llenaba la habitación. Alcé la voz:

—¿Oyes eso? Está lloviendo a cántaros.

—No, no lo oigo. ¿Oyes tú llorar a papá? Él también está armando un buen escándalo.

—No lo oigo.

—Ahora que mamá ha muerto, no puedo quedarme aquí —dijo Yuriko.

—¿Por qué? —grité.

—Bueno, seguro que papá se casará de nuevo. Lo sé todo. Se estaba viendo con una mujer más joven de la fábrica, una chica turca. Él está convencido de que nadie sabe nada, pero Karl y Henri, y todo el mundo lo sabe. Fue Henri quien me lo contó, así que ya ves. Dice que la chica está embarazada, y estoy segura de que papá se casará con ella tan pronto como pueda. Por eso no puedo quedarme aquí y vuelvo a Japón.

Me puse de pie con horror. ¿Yuriko volvía? ¡Ahora que acababa de librarme de ella! Sólo habían sido cuatro meses.

—¿Dónde piensas vivir?

—¿Qué tal con vosotros? —me suplicó.

Miré al abuelo, que estaba metiendo un bonsái a rastras en la habitación, con los hombros mojados por la lluvia, y repliqué:

—De ninguna manera.