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En los días que siguieron a la ceremonia de presentación, cada vez más chicas empezaron a ponerse faldas cortas.

Kazue fue una de las primeras. Pero los zapatos y la mochila que llevaba no pegaban en absoluto con la longitud de la falda, y la condenaban a seguir siendo una intrusa. Veréis, las alumnas veteranas no llevaban las mochilas habituales que suelen cargar las estudiantes: iban al colegio con unos finos bolsos de nailon colgando del hombro, o con unos elegantes bolsitos de noche que todavía era raro ver por entonces. Algunas usaban unas pequeñas mochilas importadas de América, mientras que otras preferían unos poco prácticos bolsos tipo Boston. ¿Qué si eran Louis Vuitton? Daba lo mismo, porque las chicas que los llevaban parecían inequívocamente universitarias de camino a clase. Para completar el conjunto, lucían mocasines marrones y unos calcetines azul marino de Ralph Lauren que les llegaban hasta las rodillas. Algunas utilizaban un reloj diferente todos los días. Otras dejaban entrever unas pulseras de plata —que sin duda les había regalado su novio— por debajo de la manga del uniforme. Luego estaban las que se sujetaban el pelo rizado con alfileres adornados y muy afilados y llevaban anillos de diamantes grandes y relucientes. Aunque se suponía que las alumnas no podían acicalarse con tanta libertad como hoy en día, se las apañaban para competir entre sí y ver de este modo quién estaba más a la moda.

Pero Kazue siempre llevó una mochila negra y las mismas zapatillas sin cordones, también negras. Los calcetines azul marino eran los típicos que llevaban todas las estudiantes, el tarjetero rojo donde guardaba el bono del tren era tremendamente infantil, y todo eso, unido a los clips negros con los que se sujetaba el pelo, hacía que su aspecto no fuera en absoluto guay. Se arrastraba por los pasillos de manera desgarbada intentando esconder sus piernas flacas, que sobresalían por debajo de la falda, mientras cargaba la mochila al hombro.

Su apariencia, a lo sumo, no superaba la de la media. El cabello espeso y negro se le pegaba a la cabeza como si de un casco se tratara, y lo llevaba tan corto que se le veían las orejas. Los pelos ásperos y sueltos que le quedaban en la nuca me hacían pensar en las plumas rebeldes de un polluelo. Tampoco es que tuviera el aspecto de ser especialmente aburrida. Tenía la frente ancha, un rostro inteligente, y sus ojos rebosaban de la misma confianza que tendría una estudiante del cuadro de honor, hija de una familia adinerada. Por esta razón yo me preguntaba cuándo y por qué habría empezado a mirar de reojo, con timidez, a cuantos la rodeaban.

Vi una foto de Kazue en una de esas revistas semanales poco después de su muerte. En ella aparecía junto a un hombre en un hotel del amor, y la imagen sugería muchas cosas. Kazue mostraba sin remilgos su cuerpo flaco y desnudo, mientras su enorme boca se abría en una sonrisa. Observé con atención la fotografía, intentando encontrar los rasgos de la Kazue que había conocido, pero todo cuanto pude distinguir fue lascivia, y no la clase de lascivia que se desprende de una lujuria excesiva, ni siquiera del sexo. Era el morbo de un monstruo.

Cuando empezamos a ir al Instituto Q para Chicas, yo no sabía el nombre de Kazue y tampoco tenía ningún interés en saberlo. Al principio, las nuevas se apiñaban en grupitos, y parecían tan apocadas y torpes que era imposible distinguir a una de otra. Para una estudiante que se ha esforzado tanto por ingresar en el Instituto Q y que espera ser reconocida por su inteligencia, aquello era bastante desalentador. Creo que ahora puedo entender cómo debió de sentirse Kazue. Llegó a la mayoría de edad sumida en la humillación, y eso debió de confundirla terriblemente.

¿Queréis saber cómo nos conocimos? Vale, pues os lo voy a contar. Fui consciente de la existencia de Kazue gracias a un incidente. Era un día lluvioso de mayo y estábamos en clase de gimnasia. Se suponía que nos tocaba jugar a tenis ese día, pero por culpa de la lluvia tuvimos que quedarnos en el gimnasio y practicar danza. Nos estábamos cambiando de ropa en el vestuario cuando una alumna levantó un calcetín en el aire.

—¿De quién es esto? ¿Quién ha perdido un calcetín? —preguntó.

Era un calcetín azul marino parecido a los que utilizábamos la mayoría, solo que ése tenía un logo rojo de Ralph Lauren en lo alto.

No hubo ninguna reacción. A nadie, excepto a mí, le preocupaba perder algo, ya que siempre podían comprarlo de nuevo. Por eso me pareció raro que aquella chica estuviera armando tanto alboroto por un miserable calcetín. Lo levantó más para que lo vieran sus amigas y exclamó:

¡Eh, mirad!

Empezaron a oírse risas. Otras chicas se acercaron para ver el calcetín y rodearon a la que lo sostenía.

¡Vaya, si casi ha logrado copiarlo a la perfección!

—¡Una obra maestra!

La propietaria había cogido un calcetín normal y había tratado de imitar el logotipo de Ralph Lauren bordándolo con hilo rojo en la parte superior

La chica que lo sujetaba en el aire no buscaba a la dueña para devolvérselo caritativamente, sino que sólo quería saber a quién pertenecía; ésa era la razón por la que gritaba tanto. Pero nadie lo reclamó. Las nuevas se cambiaron de ropa en silencio y las veteranas tampoco abrieron la boca. Aun así, sus rostros delataban la satisfacción por la escena que sin lugar a dudas tendría lugar cuando comenzara la siguiente clase.

Después de gimnasia teníamos inglés. La mayoría de las alumnas se apresuraron a cambiarse de nuevo de ropa y luego se dirigieron al aula con aire despreocupado. En ese tipo de situaciones, no importaba si eras nueva o veterana: cuando se trataba de reírse de alguien, todas éramos iguales.

Sólo tres alumnas permanecimos más tiempo en el vestuario: una veterana menuda, Kazue y yo. Kazue se estaba entreteniendo más que de costumbre, y fue entonces cuando me di cuenta de que era ella quien había cosido el logotipo al calcetín, la veterana le dio a Kazue un par nuevo.

—Toma, los necesitarás —le dijo.

Eran unos calcetines azul marino sin estrenar. Kazue se mordió el labio y compuso una expresión de preocupación. Supongo que se dio cuenta de que no tenía más opción que aceptarlos.

—Gracias —dijo en un tono apenas audible.

Cuando las tres entramos en el aula, nuestras compañeras hicieron como si no pasara nada. Quizá la identidad de la propietaria del calcetín no se descubriría nunca, pero había sido divertido. Y todavía podía serlo más, porque incluso un pequeño incidente como ése se engrandecía y rodaba por el instituto como una bola de nieve, hasta que se convertía en una grosería incontrolable.

Una vez superado el aprieto, Kazue adoptó una expresión indiferente. Ese día, como de costumbre, alzó la mano y la profesora le pidió que se levantara para leer el libro de texto en voz alta. Había alumnas que habían vivido en el extranjero, y muchas otras en la clase que eran buenas en inglés, pero eso no apocaba a Kazue. Segura de sí misma, levantaba la mano sin pensarlo dos veces. Miré a la chica que le había prestado los calcetines. Parecía adormilada frente al libro, con la barbilla apoyada en la mano. No sabía su nombre, pero era una chica mona con unos incisivos algo prominentes. ¿Por qué habría ayudado a Kazue? Sentía curiosidad. No es que a mí me pareciera especialmente bien la burla o la crueldad para con las compañeras, y tampoco odiaba a Kazue; sólo era que la encontraba un poco molesta. Había hecho algo estúpido y, aun así, allí estaba, como si nada. Se comportaba de una forma muy audaz. ¿Era inteligente? ¿Se hacía la interesante? No lo sabía.

Después de la clase, mientras sacaba el libro de literatura clásica, Kazue se me acercó.

—Con respecto a lo que ha pasado antes…

—¿A qué te refieres?

Cuando fingí no saber de lo que me estaba hablando, el rostro de Kazue enrojeció de ira. «Sabes exactamente a qué me refiero», debía de estar pensando.

—Supongo que pensarás que mi familia es pobre.

—En realidad no es algo que me importe.

—Lo dudo. Pero es sólo que odio tener que escuchar toda esa mierda acerca de si tus calcetines tienen o no un logotipo estúpido.

Comprendí que el motivo por el que Kazue había bordado sus calcetines no era porque su familia no tuviera dinero para comprarle unos auténticos, sino más bien por una cuestión práctica. Sin embargo, pensé que el sentido práctico de Kazue, que intentaba adaptarse a la estética de las demás chicas, era ridículo. Poseía un sentimiento de inferioridad muy arraigado en ella, y ésa era la razón por la que no me gustaba.

—Eso es todo —añadió, y volvió a su asiento.

Todo cuanto yo podía ver eran sus calcetines nuevos cubriéndole las pantorrillas. Ése era el símbolo de la riqueza, el símbolo del Instituto Q para Chicas: un logotipo rojo. Me preguntaba qué era lo que Kazue planeaba hacer después. La chica que le había prestado los calcetines estaba riéndose con sus amigas, pero cuando la miré bajó la vista como si la hubiera sorprendido haciendo algo vergonzante.

Empecé a hablar con ella de vez en cuando. Me enteré de que se llamaba Mitsuru y de que había ingresado en el sistema Q en secundaria

Así, tanto las nuevas como las veteranas, empezamos el año escolar sin ceder en nuestra polaridad. Las veteranas siempre estaban juntas en clase, pintándose las uñas y riendo a carcajadas. Cuando llegaba la hora del almuerzo, iban todas a algún restaurante fuera el recinto y disfrutaban de una libertad fabulosa. Al término de las clases, los alumnos del Instituto Q para Chicos las esperaban en la puerta. Las que tenían novios universitarios desaparecían montadas en BMW, Porches o cualquier otro coche caro de importación. Los chicos se comportaban igual que ellas: vestían con estilo y exudaban una seguridad que respaldaba la riqueza. Eran un grupo licencioso.

Un mes después de que empezaron las clases, tuvimos nuestro primer examen. Las nuevas estaban decididas a no dejarse superar en los estudios, y sufrían bastante a causa de la constante presión a la que las sometían las veteranas. Las más aplicadas —que se dedicaban sin descanso a las tareas del colegio, ya que ansiaban superar a las veteranas— le ponían un empeño especial, pero no eran las únicas. Todas las nuevas se habían esforzado mucho para prepararse los exámenes. Además, la determinación de aprobar fue todavía más acuciante cuando oímos que el nombre de las diez primeras se colgaría en el tablón de anuncios. Las nuevas vieron esto como una oportunidad de redimir su honor y de tener el derecho de reivindicar un lugar entre las más inteligentes.

Desde el principio yo había decidido que no valía la pena esforzarse por eso, ya que todavía estaba saboreando mi reciente liberación de Yuriko y, por tanto, no me preocupaba mucho lo que ocurriera en el colegio. Mientras no quedara la última, no me inquietaba el examen, y por esa razón no estudié mucho. De hecho, ni siquiera me importaba quedar la última si no me echaban por ello de la escuela; eso era lo único que me importaba. Así que seguí con mi vida de antes —de la misma manera que hacían las veteranas—, sin preocuparme mucho por el examen.

El domingo antes de la prueba, las veteranas fueron a la casa de verano de una de ellas para contrastar sus apuntes, o al menos eso fue lo que se rumoreó. De nuevo, la clase quedó dividida en dos grupos por completo diferentes.

Una semana después colgaron las notas del examen en el tablón de anuncios. La mayor parte de las diez mejores, como ya habían imaginado las nuevas, pertenecían a su propio grupo. Lo extraño fue que, entre las tres primeras, había una que había ingresado en el primer ciclo de secundaria, el quinto lugar fue para una estudiante que llevaba en el sistema Q desde primaria, y la nota más alta la obtuvo Mitsuru. Este orden en la lista causó una profunda impresión en las nuevas porque, aunque habitualmente sus resultados eran mejores que los de las estudiantes que estaban en el sistema desde la escuela elemental, ¿a qué se debía que no pudieran superar a las que habían entrado en el primer ciclo de secundaria? Las alumnas más guays eran las que estudiaban en el centro desde primaria. Las que tendían a mantenerse en un segundo plano, y que al mismo tiempo eran las mejores estudiantes, habían ingresado en el primer ciclo de secundaria, y las peor preparadas eran las que habían empezado en el ciclo superior del instituto. Pero la lista no cuadraba con las expectativas de este último grupo de alumnas, que se miraban entre sí con expresiones de reproche.

—¿No juegas al tenis? —me preguntó Mitsuru en la siguiente clase de gimnasia.

Durante el primer mes, pocas veteranas me habían dirigido la palabra. Cuando llegaba la clase de tenis, las que estaban en el equipo del colegio se ponían en medio de la pista como si ésta fuera de su propiedad. A las que no les gustaba el tenis, o no querían quemarse con el sol, holgazaneaban en los bancos y charlaban. Y aquellas alumnas que, como yo, no querían mezclarse con el grupo de los bancos, vagábamos junto a la valla, fingiendo esperar nuestro turno para jugar. ¿Qué hacía Kazue, me preguntáis? Peloteaba a un lado de la pista con otras de las chicas nuevas. Odiaba perder, y tenía una determinación obstinada en no dar por perdida ninguna pelota, de modo que corría de un lado a otro soltando gruñidos y gemidos. La chicas que estaban repantigadas en los bancos se entretenían haciendo comentarios burlones acerca de ella.

—No son muy buenas, la verdad —dije.

—Yo tampoco —repuso Mitsuru.

Tenía unas facciones delicadas pero las mejillas demasiado redondas y, a causa de sus grandes incisivos, su cara recordaba a la de un roedor. Los rizos ralos de su cabello castaño le caían sobre los hombros. Su cara, salpicada de pecas, era adorable. Mitsuru tenía un montón de amigos.

—¿En qué eres buena?

—En nada —respondí.

—Entonces, igual que yo. —Rasgó las cuerdas de la raqueta con sus finos dedos.

—Pero tú eres buena en los estudios. Has sacado la mejor nota en el examen, ¿no?

—Eso no quiere decir nada —repuso con indiferencia—. Para mí es como un pasatiempo. Me estoy preparando para ser doctora. —Se volvió para mirar a Kazue, que llevaba unas bermudas y los calcetines azul marino.

—¿Por qué le dejaste los calcetines? —inquirí.

—Yo también me lo pregunto. —Mitsuru ladeó la cabeza—. Supongo que no me gusta que humillen a la gente.

—¿Aquello fue una humillación?

Me acordé de lo tranquila que parecía Kazue cuando entró en la siguiente clase. Dudo que ella tuviera la más remota idea de que Mitsuru la hubiera salvado de una humillación por el mero hecho de dejarle un par de calcetines. Para nada. Incluso si todo el mundo hubiera sabido que los calcetines eran suyos, los habría mirado con la misma seriedad profunda y gesto desafiante. Después de todo, no eran más que unos calcetines.

La brisa agitaba ligeramente el cabello suave de Mitsuru, que despedía un leve perfume a champú.

—Por supuesto que fue una humillación. Esas chicas se ríen de las alumnas que no tienen dinero —repuso.

—Pero tendrás que admitir que hay que ser bastante estúpida para bordar un logo en unos calcetines —objeté, malhumorada; quería comprobar su reacción.

—Cierto. Pero ¿es que no puedes entender cómo se sentía? A nadie le gusta ser el hazmerreír de un grupito de niñas bien.

Al no estar muy segura de cómo rebatirme, Mitsuru empezó a escarbar en la tierra seca con la punta de su zapatilla. La alumna más lista de mi clase del Instituto Q para Chicas parecía preocupada por lo que acababa de decirle. Por un momento me sentí feliz, al tiempo, que comenzaba a percibir un creciente afecto por ella.

—Sí, lo que dices es verdad —proseguí—, pero no sabía que a ella le preocupara especialmente. Además, ¡de lo que todas se reían en el vestuario era de la idiotez de bordar un logo en un calcetín! No creo que hubiera ninguna intención malvada en ello.

—Cuando un grupo de personas se unen por un sobrentendido tácito y deciden actuar, eso pasa a ser una humillación.

—Sí, pero ¿por qué son siempre las que llevan más tiempo en el colegio las que confabulan contra las nuevas? ¿Por qué todo el mundo lo ignora? Y, al fin y al cabo, ¿no eres tú también una de ellas?

Mitsuru exhaló un largo suspiro.

—En eso tienes razón —asintió—. Me pregunto por qué todo el mundo se limita a ignorarlo.

Tamborileó los dedos contra sus dientes mientras reflexionaba sobre el asunto. Más tarde observé que siempre que Mitsuru hacía eso, es que estaba valorando si decir o no algo. Finalmente alzó la cabeza con una mirada decidida.

—No es tan sencillo, ¿sabes? Se debe a que sus respectivas circunstancias son diferentes; proceden de ambientes muy distintos y sus actitudes con respecto al valor de las cosas son completamente diferentes.

—Claro, eso es obvio —afirmé mirando a las chicas del club de tenis pasarse la brillante pelota amarilla de un lado a otro de la red. Las raquetas, la ropa, las zapatillas: todo lo habían comprado con su propio dinero, no era el equipamiento propio del colegio. Y era mucho más caro que cualquier cosa que yo hubiera tenido nunca.

—He aquí la sociedad de clases en todo su repugnante esplendor —continuó Mitsuru—. Debe de ser peor aquí que en cualquier otro lugar de Japón. La apariencia es lo primero. Por esta razón, las personas del círculo íntimo y las que orbitan alrededor nunca se mezclan.

—¿El círculo íntimo? ¿Qué es eso?

—Aquellas que empezaron en la escuela en primaria son las auténticas princesas azules, las hijas de los propietarios de grandes cárteles. No tendrán que trabajar ni un solo día de su vida. De hecho, tener un empleo sería vergonzante para ellas.

—¿Eso no te parece un poco antiguo? —Resoplé con desdén, pero Mitsuru continuó con mucha seriedad.

—Sí, estoy de acuerdo. Pero ésa es la actitud del círculo íntimo a la hora de valorar las cosas. Puede que no tengan los pies en la tierra, pero su posición es firme y arrastran a todas las demás consigo.

—Bueno, ¿y qué hay de las que están alrededor?

—Son hijas de hombres asalariados —contestó Mitsuru con un tono triste—. La hija de alguien que trabaja por un sueldo nunca podrá formar parte del círculo íntimo. Podrás ser lista o tener un talento considerable, pero eso no cambiará nada. Ni siquiera se le prestará atención. Si intenta mezclarse con ellas, será motivo de burla. Es más, aunque sea muy inteligente, si no es guay y además es fea, no es mucho más que basura en este lugar.

¿«Basura»? ¿Qué palabra era ésa? Yo no pertenecía a las clases altas que describía Mitsuru. Ni siquiera era la hija de un asalariado, cuya posición al menos estaba asegurada. Estaba claro que yo no formaba parte del círculo íntimo, pero tampoco podía identificarme con las que estaban en la órbita. Ni siquiera estaba segura de si encajaba en la categoría de nueva. Entonces, ¿era algo incluso inferior a la basura? ¿Mi destino en la vida era estar siempre al borde del cielo mirando el remolino deslumbrante de cuerpos celestiales al otro lado? Me sentía como si hubiera descubierto un placer nuevo e íntimo. Si reflexionaba sobre ello, probablemente descubriera que ése era mi destino.

—Hay una forma de entrar en el círculo íntimo, pero sólo una. —Mitsuru golpeteó nuevamente sus dientes con las uñas.

—Y, ¿cuál es?

—Si eres una belleza sin igual, entonces puede hacerse una excepción.

¿Podéis imaginaros lo que pensé en ese momento? Por supuesto. Pensé en Yuriko. ¿Qué pasaría si Yuriko fuera a ese instituto? Con su belleza monstruosa, ¿quién podría compararse a ella?

Mientras pensaba en mi hermana, Mitsuru me susurró al oído:

—He oído que vives en el distrito P. ¿Es eso cierto?

—Sí, vengo en tren desde la estación K.

—No hay ninguna otra alumna en el instituto que viva en el distrito P. Hace un par de años, sin embargo, me dijeron que había una que venía de uno de los barrios vecinos.

El lugar donde vivo pertenecía antes al mar. Es una zona maravillosa con las calles bien arregladas en la que vive gente vieja y extraña. Pero no se puede decir que sea un lugar muy conveniente en el que vivir, sobre todo para una estudiante que debía acudir a un instituto en el que se daba tanta importancia a la posición social.

—Vivo con mi abuelo en un bloque de pisos de protección oficial —le dije a Mitsuru, más que nada para provocarla—. Él es pensionista, ¿sabes?, y ha de trabajar haciendo chapuzas para llegar a fin de mes.

No añadí que estaba en libertad condicional, porque Mitsuru ya parecía bastante sorprendida. Se agachó para subirse los calcetines y murmuró con poca convicción:

—No me imaginaba que podía haber alguien así aquí.

—¿Ni siquiera entre las de fuera?

—¿Las de fuera? Tú eres como un alienígena, ¿sabes? Nadie se ríe de ti ni intenta molestarte. Haces tu vida sin preocuparte de todo lo demás.

—Bueno, me alivia oír eso.

Mitsuru me dirigió una amplia sonrisa mostrándome sus grandes incisivos.

—Vale, te diré la verdad, pero sólo voy a contártela a ti. La verdad es que mi casa también está en el distrito P —confesó—. Mi madre me prohibió que se lo dijera a nadie, y tiene alquilado un apartamento en el distrito de Minato únicamente para mí. Por descontado, fingimos que es nuestro. Mi madre va allí a diario para limpiar, cocinarme algo y hacer la colada.

—¿Por qué hacéis eso?

—Porque, de lo contrario, las demás me dejarían de lado.

—Entonces eres igual que ellas, atrapada en tu propia mentira.

Mitsuru pareció avergonzada.

—Tienes razón. Lo odio, y me odio a mí misma por seguir con esta farsa. Y también odio a mi madre por ello. Pero aquí, si no les sigues la corriente, acabas dando la nota, así que no hay elección.

Estaba convencida de que Mitsuru se equivocaba, pero no por seguir la corriente: si quería llegar hasta ese punto, ¿quién iba a decirle que no lo hiciera? Lo que quiero decir es que se equivocaba con respecto a lo que había dicho antes de Kazue. De hecho no puedo explicarlo, pero era algo parecido a lo que ocurre con el aceite y el agua. Kazue nunca se mezclaría con el círculo íntimo, pero no se daba cuenta de ello. Si las demás se metían con ella lo hacían porque no podían encasillarla. No se reían de ella por dónde hubiera nacido, o por cómo vivía o por sus valores. Por eso, lo que hacían no podía llamarse humillación, ¿no es cierto?

Mitsuru había sufrido esa clase de abusos, por eso los temía tanto. Alquilaba un apartamento en el distrito de clase alta de Minato y ocultaba el hecho de que su familia provenía del distrito P, por lo que era cómplice de las veteranas. Y entre ellas, Mitsuru era la que estaba más cerca de las alumnas del círculo íntimo.

—Y, ¿a qué se debe que seas tan buena estudiante?

—Pues —Mitsuru arrugó la frente como si estuviera cargando un gran peso— es cierto que al principio estaba decidida a no dejarme superar, pero al final llegué a disfrutar de los estudios. Y de hecho no había nada más que quisiera hacer. Nunca me han preocupado la moda y la estética como a las demás, y tampoco me interesan los chicos. No pertenezco a ningún club. Y tampoco tenía una intención especial en llegar a ser doctora, pero oí que el club de estudios médicos preliminares era al que iban los estudiantes más listos, así que imaginé que tal vez encontraría algo allí que satisficiera mis deseos.

Mitsuru era sincera. Al menos, hasta el momento yo no había conocido a nadie tan sincero como ella.

—Y esos deseos… ¿en qué consisten exactamente? —le pregunté.

Ella se estremeció y me clavó la mirada. Sus ojos, de color negro azabache, brillaban como los de una criatura indefensa.

—Quizá sea algo que siento en mi interior, como una especie de demonio.

¿Un demonio? Claro, todos tenemos nuestros propios demonios, supongo. Yo, en sus mismas circunstancias, tal vez habría vivido una vida bastante plena y tranquila sin notar que me acompaña ningún demonio en particular. Pero el hecho de haber crecido junto a Yuriko ha hecho que mi demonio haya alcanzado un tamaño considerable. Entendí por qué en mí vivía un demonio. Pero ¿en el caso de Mitsuru? ¿Cómo había llegado a albergar a uno en su interior?

—¿Me estás diciendo que tienes motivos siniestros o es sólo que no te gusta perder?

A Mitsuru pareció sorprenderle la pregunta.

—Pues no lo sé… —Confundida, miró al cielo.

—Eres la persona más decidida que conozco —le dije.

—¿De veras? —repuso, ruborizándose.

Decidí cambiar de tema.

—¿Tu padre es un asalariado? Quiero decir, ¿tú eres una de las que están en la órbita?

—Sí —asintió—. Se dedica al alquiler de inmuebles.

—Debe de ser un negocio bastante lucrativo.

—Recibió una buena cantidad de dinero en compensación por su negocio de pesca, así que creó una nueva empresa. Por entonces era el capitán, pero murió cuando yo era pequeña.

Aunque procedía de una familia de marineros, Mitsuru había aprendido a arrastrarse por la tierra como un pez pulmonado, capaz de respirar aire. Súbitamente, empecé a imaginarme a Mitsuru —su cuerpo blanco y delgado— arrastrándose por el barro viscoso. De repente quise que fuéramos buenas amigas, y decidí invitarla a mi casa.

—¿Te gustaría venir a visitarme alguna vez?

—¡Claro! —Mitsuru aceptó la invitación de buena gana—. ¿El domingo te va bien? Normalmente, todos los días después de clase voy a una sesión preliminar de medicina. Intento entrar en la Facultad de Medicina de Tokio.

¡La Universidad de Tokio! Acababa de aprender a reptar por el suelo y ya quería escalar una montaña. Y, por eso, dentro de mí nació el deseo de hacer de Mitsuru el objeto de todos mis estudios. Ella era una criatura que no podía haber sido creada por ese colegio, una criatura con una bondad que la hacía diferente del resto de nosotras. Y, aun así, en su corazón ocultaba un demonio más grande que el de todas las demás.

—¡Estoy segura de que lo conseguirás!

—Eso espero. Pero, aunque lo consiga, ¿luego, qué? Todavía quedarán muchas batallas que librar.

Mitsuru se disponía a añadir algo cuando una de las chicas que jugaban a tenis se volvió y la llamó:

—¡Mitsuru! ¿Quieres jugar por mí? Estoy cansada.

La observé mientras iba hacia la pista. Tenía una figura menuda y unas caderas altas, lo que confería a su cuerpo una simetría atractiva. Mientras agarraba la raqueta como si pesara mucho, intercambió algunas palabras con su amiga. Sus brazos y sus piernas eran tan blancos y esbeltos que parecía que nunca les hubiera dado el sol. Al sacar, la pelota botó en la misma línea de banda del campo de su oponente, y ésta la devolvió con un sonido seco y agradable. Aunque mi valoración no tenía ningún fundamento, pensé que Mitsuru era una jugadora incomparablemente buena. Era rápida con los pies y se movía bien en la pista. Seguro que cuando acabara el partido se sentiría avergonzada por el hecho de haber olvidado un poco su papel y haber mostrado, sin querer, algunas de sus habilidades. Mitsuru no era un bonsái. Su belleza no era la de un bonsái, que logra su propia gracia al desarrollarse en contra de las ataduras meticulosas que lo constriñen y lo oprimen. ¿Cómo describiría mi abuelo la belleza de Mitsuru?

Una ardilla. Me vino de repente a la cabeza: una ardilla lista que busca piñones en las ramas de los árboles y luego los entierra en el suelo para evitar el hambre en invierno. Una ardilla era exactamente lo que yo no era. Yo era un árbol. Un árbol yermo, de semillas desnudas, de ovarios carentes de semillas, una gimnosperma. Sería un pino, quizá, o un cedro. En cualquier caso, no sería el tipo de árbol florido que da la bienvenida a los pájaros y a los insectos para que se congreguen entre sus ramas como si de flores se tratara. Era un árbol que existía por sí mismo, solo. Era un árbol viejo, grueso y duro, y cuando el viento soplaba entre mis ramas el polen almacenado se esparcía motu proprio. Qué analogía tan apropiada. Al darme cuenta de eso, sonreí.

—¿Qué te divierte tanto?

Oí una voz enojada detrás de mí. Kazue estaba de pie al lado de la fuente, mirándome. Me di cuenta de que llevaba observándome desde hacía rato, y eso me molestó un poco. No pude evitar imaginármela como un árbol ralo.

—No tiene nada que ver contigo, sólo estaba recordando algo divertido.

Kazue se secó el sudor de la frente y dijo con una mirada triste:

—Estabas allí sentada hablando con esa tal Mitsuru, y todo el tiempo me mirabais y os reíais.

—Pero eso no quiere decir que nos riéramos de ti.

—No me importa si lo estabais haciendo. Es sólo que me enfurece que gente como vosotras se mofe de mí.

Kazue escupió estas últimas palabras con un veneno particular. Al darme cuenta de que se estaba burlando de mí, contesté con seriedad, ocultando hábilmente mis verdaderos sentimientos.

—No tengo ni la menor idea de qué estás hablando. No nos estábamos mofando de ti ni nada parecido.

—Es que me pone de los nervios. Son tan malvadas… ¡Unas niñatas, eso es lo que son!

—¿Acaso te han hecho algo?

—Creo que sería mejor si hubiera sido así.

Kazue golpeó la raqueta contra el suelo con una fuerza sorprendente y levantó una nube de polvo que le cubrió las zapatillas. Las chicas que estaban sentadas en el banco se volvieron para mirarla pero de inmediato bajaron los ojos al suelo. Presumiblemente no tenían ningún interés en la conversación de dos insulsas gimnospermas (Kazue también pertenecía a las especies sombrías del pino o el cedro, incapaz de producir flores). Después de que Kazue les clavó la mirada con una hostilidad contenida, me preguntó:

—¿Vas a ingresar en algún club? ¿Lo has decidido ya?

En silencio, negué con la cabeza. Había soñado con seguir las actividades de algún club, pero una vez que supe cómo funcionaban de verdad las cosas en el instituto, reconsideré la idea. No era que me importaran las exigencias mezquinas que las socias más antiguas pedían a las nuevas; eso era inevitable en cualquier club. Pero allí los clubes no eran sólo jerárquicos, sino que poseían una estructura interna complicada que también trazaba líneas verticales, ya que había clubes para estudiantes del círculo íntimo, clubes para las que estaban en la órbita y clubes para todas las demás.

—No, vivo con mi abuelo, de modo que no necesito participar en ninguno.

Sin haberlas pensado, éstas fueron las palabras que salieron de mi boca. Mi abuelo y sus amigos adquirieron el rol de hombres de clase alta, y ayudarlo en sus chapuzas se había convertido en mi actividad extraescolar.

—¿Qué quieres decir con eso? Explícate —dijo Kazue.

—No tiene importancia. Además, no te incumbe.

Ella me miró, furiosa.

—¿Me estás diciendo que estoy luchando por luchar? ¿Que me estoy partiendo los cuernos por nada?

Me encogí de hombros. Ya estaba harta de Kazue y de su manía persecutoria. Por otro lado, si ya había supuesto tantas cosas, ¿qué sentido tenía que me lo preguntara?

—Lo que intento decir es: ¿por qué la gente aquí tiene que ser tan injusta? ¡Es todo una gran farsa! Ya han escogido a la ganadora antes de que se haya jugado la partida.

—¿De qué estás hablando? —Me había llegado el momento de preguntar a mí.

—Quería entrar en el equipo de animadoras, así que entregué mi solicitud, pero la rechazaron sin ni siquiera mirarla. ¿No crees que es injusto?

Todo lo que podía hacer era mirar a Kazue estupefacta. Estaba tan perdida en lo que respectaba a ella y al instituto. Se cruzó de brazos con una expresión malhumorada y se quedó mirando la fuente. Un chorro de agua constante brotaba a trompicones de la espita.

—¡El grifo está abierto! —gritó enojada.

Pero era ella la que había olvidado cerrarlo.

Tuve que reprimir una carcajada. Aunque aún no éramos adultas, ya intentábamos protegernos de las heridas potenciales por medio del ataque. Sin embargo, era agotador ser un objetivo constante, y aquellos que se aferraban a sus heridas sin duda no estaban destinados a vivir mucho tiempo. De modo que yo me esforzaba por refinar mi maldad y Mitsuru se esforzaba en ser inteligente. Para bien o para mal, desde el principio Yuriko estaba imbuida de una belleza monstruosa. Pero Kazue…, ella no tenía nada a lo que aferrarse. No sentía ni la más mínima compasión por ella. ¿Cómo podría decirlo sin rodeos? Kazue era una persona ignorante, insensible, no estaba preparada, y no encajaba en absoluto en la brusca realidad a la que se enfrentaba. ¿Por qué diablos no se daba cuenta?

Seguro que de nuevo pensaréis que lo que afirmo es especialmente brutal, pero es cierto. Incluso si se tiene en cuenta que todavía era joven, en Kazue había una insensibilidad grande. Carecía de la habilidad para comunicarse de Mitsuru y tampoco poseía mi crueldad. En definitiva, había algo en ella que era terriblemente débil. Kazue no albergaba ningún demonio; en ese sentido era parecida a Yuriko. Ambas estaban a merced de cualquier cosa que se cruzara en su camino, lo que era tremendamente previsible. Lo que yo más quería en el mundo era sembrarles un demonio en el corazón.

—¿Por qué no presentas una queja? —le dije a Kazue—. ¿Por qué no lo comentas en clase de tutoría?

El tutor de clase no hacía más que pasar lista y repasar el horario de cada día. Apenas tenía sentido que hubiera clase de tutoría. Y no era nada guay que una alumna instigase un debate sobre cualquier asunto para intentar llegar a algún tipo de consenso. Sin embargo, Kazue aceptó mi sugerencia con prontitud.

—¡Claro! Qué buena idea. Te debo una.

Justo entonces oímos la sirena que indicaba el final de las clases. Kazue se fue sin decirme siquiera adiós.

Me alivió que se marchara, y me sentí afortunada de que hubiera pasado la clase de tenis sin tener que hacer nada más que hablar. Las clases de gimnasia y de economía doméstica eran bastante relajadas en el instituto, ya que los profesores sólo se preocupaban de aquellas que prestaban atención.

Ésa era la doctrina pedagógica de los docentes del Instituto Q para Chicas: «Independencia, respeto y confianza en una misma». Se animaba a las estudiantes a que hicieran lo que quisieran porque sólo ellas eran las responsables de su crecimiento personal. Las normas no eran muy estrictas y se confiaba en gran medida en la propia capacidad de las alumnas para decidir por sí mismas. En su mayoría, casi todos los profesores eran licenciados en Q. Al haber sido tutelados por la pureza prístina de aquel lugar, la doctrina pedagógica que predicaban era más bien abstracta. Nos inoculaban con cuidado la creencia de que todo era posible. Una lección maravillosa, ¿no creéis? Tanto Mitsuru como yo nos aferrábamos secretamente a esa enseñanza. Yo poseía mi maldad y Mitsuru su inteligencia. Juntos, nuestros talentos se expandían y crecían, y nosotras los alimentábamos y luchábamos por mantenernos firmes en ese mundo corrupto.