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Veamos, ahora tengo treinta y nueve, así que debió de ocurrir hace veintisiete años. Pasamos las vacaciones de Año Nuevo en la cabaña de la montaña de Gunma; supongo que debería llamarla nuestra «casita de vacaciones». Era una casa normal, igual que las fincas que había alrededor, pero mi padre y mi madre siempre se referían a ella como la «cabaña de la montaña», de modo que yo también la llamaré así.

De pequeña, siempre me moría de ganas de ir allí a pasar las vacaciones pero, cuando empecé secundaria, se convirtió en un verdadero fastidio. Odiaba que la gente del lugar hablara de mí y de mi hermana, comparándonos veladamente. Sobre todo lo hacían los granjeros del lugar. Sin embargo, no podía quedarme sola en Tokio durante las vacaciones de Año Nuevo, así que iba a Gunma —de mala gana— en el coche que conducía mi padre. Era mi primer año en secundaria; Yuriko estaba en sexto.

La cabaña se encontraba en un pequeño enclave en el que había unas veinte casas de veraneo, de diferentes estilos y tamaños, apiñadas a los pies del monte Asama. Con la excepción de una familia japonesa de pura cepa, casi todas las casas eran propiedad de empresarios extranjeros cuyas esposas habían nacido en Japón. Aunque no estaba prohibido, era como si a la gente originaria del país no se le permitiera vivir allí. En suma, era un pueblecito donde los occidentales que estaban casados con japonesas podían tomarse un respiro de las agobiantes empresas de Japón. Seguro que en algún momento debía de haber habido algunos otros niños con padres extranjeros como mi hermana y yo, pero o bien ya eran mayores o bien ya no vivían allí, porque apenas veíamos a gente joven. Aquellas vacaciones de Año Nuevo éramos las únicas niñas, como de costumbre.

El día de Nochevieja fuimos a una montaña cercana para esquiar. En el camino de vuelta a casa paramos en un manantial de agua termal con unos baños en el exterior. Como siempre, fue idea de mi padre, que parecía disfrutar sorprendiendo a las personas con su aspecto extranjero.

Los baños exteriores se habían construido junto al río. La piscina del medio era mixta, pero había dos piscinas separadas a lado y lado para uso exclusivo de hombres o mujeres. La de las mujeres estaba cercada con cañas de bambú, de manera que no podía verse desde fuera. Tan pronto como empezamos a cambiarnos de ropa en el vestuario comencé a oír comentarios:

—Mira a esa niña.

—¡Caray, si parece una muñeca!

En el vestuario, en el pasillo que conducía a los baños e incluso a través del vapor de las aguas, las mujeres cuchicheaban entre sí. Las viejas miraban abiertamente a Yuriko sin ocultarlo, y las jóvenes ni siquiera intentaban disimular su sorpresa mientras se propinaban codazos unas a otras. Las niñas se acercaban a ella y, boquiabiertas la observaban desnuda. Siempre ocurría lo mismo.

Desde que era un bebé, Yuriko se había acostumbrado a que perfectos desconocidos la miraran descaradamente. Ella se desnudaba sin vacilar. Su cuerpo todavía no se había desarrollado, y parecía el de una niña porque aún no habían empezado a crecerle los pechos. A pesar de ello, con su carita y su tez blanca, era igual que una muñeca Barbie. A mí, sin embargo, me parecía como si llevara una máscara.

Mi plan era quitarme la ropa, doblarla cuidadosamente y luego bajar por el estrecho pasillo hasta los baños exteriores mientras todos los demás estaban absortos con Yuriko.

—¿Es ésa su hija? —le preguntó de repente a mi madre una mujer de mediana edad que estaba sentada en una silla. Debía de haberse remojado durante demasiado tiempo en el agua, ya que parecía tener calor allí sentada mientras se abanicaba la piel rosácea con una toalla húmeda.

Mi madre se estaba desvistiendo, y sus manos se detuvieron de repente en mitad de un movimiento.

—¿Su marido es extranjero?

La mujer me miró. Yo bajé los ojos y no dije nada. La idea de quitarme la ropa interior me resultó de pronto perturbadora: yo no era como Yuriko. Estaba más que harta de ser el objeto de miradas curiosas. Si hubiera estado sola, no habría sido tan evidente. Pero, dado que estaba allí con el monstruo de Yuriko, yo no podía pasar desapercibida. La mujer insistió:

—Así que su marido no es japonés…

—Exacto.

—¡Bueno, eso lo explica todo! Nunca había visto a una niña tan guapa.

—Gracias —una oleada de orgullo cruzó el rostro de mi madre.

—Aunque debe de ser raro tener una hija que no se parece en nada a ti.

La mujer murmuró esto como quien no quiere la cosa, como si estuviera hablando sola, pero resultó evidente que a mi madre se le cayó el alma a los pies.

—Date prisa —me dijo al tiempo que me daba un empujoncito en la espalda. Cuando la miré, supe que las palabras de la mujer le habían dolido.

Afuera había caído la noche y se veían las estrellas. El aire se había vuelto frío y una nube de vapor blanco flotaba sobre los baños. No se podía ver el fondo de la piscina; parecía fantasmagórica, como un estanque negro, pero había algo blanco y resplandeciente en el centro.

Yuriko estaba flotando boca arriba en el agua vaporosa mientras miraba al cielo. Las mujeres y los niños, sumergidos en el agua hasta los hombros, la rodeaban observándola sin decir palabra. Miré la cara de Yuriko y me horroricé porque nunca antes la había visto tan hermosa: casi parecía una diosa. Fue la primera vez que sentí algo parecido. Tenía un aspecto más cercano al de una efigie que al de un ser humano, demasiado hermosa para ser una criatura de este mundo.

—¿Yuriko, eres tú? —dijo mamá.

—¿Madre?

La voz cristalina de mi hermana pequeña resonó en el agua. Todas las miradas se dirigieron entonces hacia nosotras, volvieron a Yuriko y de nuevo se dirigieron a mí: unas miradas que nos comparaban, desbordadas por la curiosidad. Sabía que no les iba a llevar mucho tiempo decidir cuál de nosotras era mejor y cuál peor. Yuriko quería que los que estaban a su alrededor vieran que no se parecía en nada ni a su madre ni a su hermana, y por esa razón había respondido cuando mamá la llamó. Así era mi hermana. Sí, tenéis razón, nunca he querido a Yuriko. Y sin duda mi madre tenía que luchar a menudo contra esa «rara sensación» que acababa de mencionar la mujer del vestuario.

Miré el rostro de Yuriko. El cabello castaño se le adhería a la frente excepcionalmente blanca. Las cejas se arqueaban como si hicieran una reverencia, y sus ojos oscuros eran ligeramente convexos. Aunque aún era una niña, el caballete de su nariz era recto y estaba perfectamente formado. Sus labios eran carnosos, como los de una muñeca. Incluso entre los hijos de padres extranjeros, un rostro proporcionado a la perfección como el de Yuriko era difícil de encontrar.

En lo que a mí respecta, tengo los ojos cóncavos y la nariz aguileña como la de mi padre. Para colmo, mi cuerpo es bajo y rechoncho como el de mi madre. ¿Por qué éramos tan diferentes? Nunca comprendí cómo Yuriko había podido heredar un rostro tan superior al de cualquiera de sus progenitores. Busqué como una loca cualquier rastro de ellos en los rasgos de mi hermana, pero no importaba cuánto me esforzara, pues al final sólo pude llegar a la conclusión de que era una especie de mutación.

Yuriko se volvió para mirarme.

—¿Qué pasa?

—¡Mamá, Yuriko tiene una cara espeluznante!

De repente me di cuenta de qué era lo que la hacía tan especial: sus ojos no brillaban. Incluso los ojos de una muñeca tienen un punto blanco pintado en el centro para sugerir brillo, ¿no?, lo que hace que su cara sea dulce y encantadora. Pero los ojos de Yuriko eran como dos lagunas negras. La razón por la que parecía tan hermosa al flotar en la piscina era que las estrellas se reflejaban en ellos.

—¡Ésa no es forma de hablar de tu hermana pequeña!

Mi madre me pellizcó con fuerza el brazo bajo el agua, y el dolor me hizo gritar otra vez, incluso más fuerte.

—Si eso es lo que piensas —dijo con un odio palpable—, la espeluznante eres tú.

Mi madre estaba enfadada. Se había convertido en la esclava de Yuriko: adoraba a su hermosa niña porque estaba terriblemente asustada de que el destino le hubiera concedido a una hija tan encantadora. Si mi madre hubiese admitido que Yuriko era espeluznante, no sé si la habría creído. Pero, en todo caso, ella no pensaba así, de modo que yo no tenía ni un solo aliado en la familia. De este modo veía yo las cosas cuando estaba en secundaria.

Aquella noche se celebraba una gran fiesta de fin de año en la cabaña de los Johnson. Por regla general, a nosotras no nos dejaban acudir a las fiestas de los adultos pero, puesto que éramos las únicas niñas aquella noche en la urbanización, nos dejaron ir. Yuriko, mis padres y yo caminamos por el sendero oscuro que conducía a la casa de nuestros vecinos. Había empezado a nevar un poco. El recorrido nos llevó algunos minutos, y Yuriko, a quien le encantaban las fiestas, se pasó todo el camino brincando y jugando alegremente con la nieve.

El señor Johnson era un empresario estadounidense que tenía la cabaña desde hacía poco tiempo. Su cara estaba hermosamente cincelada y su cabello era de un castaño dorado. Era el tipo de hombre al que le sientan bien unos simples pantalones vaqueros, como al actor Jude Law, pero había oído que le faltaba algún tornillo.

Así, por ejemplo, un día cogió un hacha y taló todos los arbolillos que habían plantado frente a la ventana del dormitorio porque, según decía, no le dejaban ver el monte Asama. Luego arrancó unos tallos pequeños de bambú y los sembró en el lugar donde habían estado los arbolillos, sin preocuparse siquiera por plantarlos bien. El paisajista de la comunidad se puso como una furia. Johnson, por supuesto, estaba encantado por cómo habían quedado los bambúes. Recuerdo que oí a mi padre decir con mofa: «¡Sólo un norteamericano puede contentarse con los remedios a corto plazo!».

La esposa del señor Johnson era una japonesa que respondía al nombre de Masami y, al parecer, se habían conocido en un avión, ya que ella era azafata. Era una mujer hermosa y efervescente, pero aun así tenía tiempo para ser amable con Yuriko y conmigo. Siempre iba impecablemente maquillada y en una mano llevaba un enorme anillo de diamantes, incluso cuando salía a pasear por las montañas. Lo llevaba como si de una armadura se tratara, lo que a mí me parecía un comportamiento verdaderamente extraño.

Cuando llegamos a la fiesta observé que las mujeres japonesas, en vez de estar en el salón, se hallaban apelotonadas en la diminuta cocina, algo que me pareció bastante raro. Una a una se jactaban de su destreza en los fogones, y casi daba la impresión de que se pelearan entre sí.

A veces, alguna mujer extranjera visitaba a una de las familias de la urbanización. Cuando lo hacían, se sentaban en el sofá del salón y conversaban con distinción, mientras los hombres occidentales se quedaban de pie frente a la chimenea y hablaban en inglés. Era raro ver que cada grupo formaba una esfera completamente separada de la otra. Sólo una de las mujeres había conseguido entrar en el círculo de los hombres que reían: Masami. Se quedaba al lado de Johnson y, a veces, se oía el trino empalagoso de su voz aguda romper el monótono murmullo de los hombres.

Al llegar, mi madre se dirigió de inmediato a la cocina, como si tuviera ganas de reservarse un lugar. Los hombres llamaron a mi padre para que acudiera con ellos frente a la chimenea y le dieron un vaso con licor. Yo no sabía qué se suponía que debía hacer, así que seguí a mi madre hasta la cocina, abriéndome paso entre las mujeres que se apiñaban allí.

Yuriko, en cambio, se pegó a Johnson y se sentó en sus rodillas cuando el hombre tomó asiento frente a la chimenea. Hacía todo cuanto podía para adularlo. El anillo de Masami destelló a causa del resplandor del fuego y algunos rayos de luz llegaron hasta las mejillas de Yuriko. En ese momento se me ocurrió una posibilidad descabellada. ¿Y si Yuriko en verdad no era mi hermana? ¿Y si de hecho era la hija de Johnson y Masami? Los dos eran tan guapos. No puedo explicarlo claramente pero, si hubiera sido así, entonces podría haberla aceptado. Incluso su belleza monstruosa habría adquirido una dimensión más humana. ¿Qué quiero decir con «humana»? Es una buena pregunta. Supongo que lo que intento decir es que eso la habría hecho más normal, como si fuera sólo una niña pesada y taimada, como un topo o algo así.

Pero, por desgracia, Yuriko era hija de mis padres mediocres. ¿Acaso no era ésa precisamente la razón de que se hubiera convertido en un monstruo por su belleza demasiado perfecta? Yuriko me miró con aire de autocomplacencia. «¡No me mires, engendro!», pensé. Tenía un mal presentimiento. Cuando bajé la cabeza y dejé escapar un suspiro mi madre me lanzó una mirada severa. Imaginé que, desde lo más profundo del corazón, me decía: «¡No te pareces en absoluto a ella!».

Sin razón alguna, empecé a reírme como una histérica. Como no podía parar, las mujeres reunidas en la cocina se volvieron para mirarme, escandalizadas. «El problema no es que no me parezca a ella, sino que ella no se parezca a mí, ¿verdad?». Esta reacción, estaba segura, era la réplica perfecta a lo que había dicho mi madre. La existencia de Yuriko nos había forzado a mamá y a mí a ser enemigas. Me reí al darme cuenta de eso. (No tengo ni idea de si mi risa en secundaria era la misa risa grave a la que se refirió el señor Nonaka de la división de Sanidad o no).

Después de que dieron las doce y de que todo el mundo brindó por el nuevo año, mi padre nos dijo a Yuriko y a mí que volviéramos a casa por nuestra cuenta. Mi madre todavía estaba en la cocina y no dio muestras de querer mover un dedo. Tenía un aspecto tan estúpido que no cabía duda de que, si la clavaban en el suelo, sería capaz de vivir para siempre allí mismo. Me acordé de una tortuga que teníamos en clase cuando iba a la escuela de primaria. Siempre estiraba las patas acartonadas en el agua pantanosa del acuario, levantaba la cabeza y respiraba el aire polvoriento del aula, con una expresión idiota y las aletas de la nariz temblándole.

El aburridísimo programa de televisión «Year Out / Year In» empezó mientras estaba buscando mis botas enfangadas entre el montón de zapatos que habían dejado desperdigados por el amplio vestíbulo de entrada. Al deshacerse la nieve, las carreteras de las montañas se llenan de fango, e incluso los extranjeros siguen la costumbre japonesa de quitarse los zapatos cuando entran en casa de alguien. Mis viejas botas rojas de goma estaban frías como el hielo cuando metí los pies en ellas. Yuriko empezó a quejarse.

—A nuestra cabaña no se la puede llamar cabaña. Es una maldita casa vieja y vulgar. Ojalá tuviéramos una chimenea como los Johnson. Sería genial.

—¿A qué viene eso?

—Masami ha sugerido que el año que viene podríamos celebrar la fiesta en nuestra casa.

—No lo creo, papá es muy tacaño, ya lo sabes.

—Esto ha sorprendido al señor Johnson… No se podía creer que fuéramos a una escuela japonesa. ¿Por qué tenemos que vivir como los japoneses cuando tenemos una apariencia tan diferente de los demás? Johnson tiene razón. Siempre se burlan de mí, me llaman gaijin y me preguntan si hablo japonés y otras cosas por el estilo.

—Vale, pero ¿a mí qué me cuentas?

Abrí la puerta de un golpe y empecé a caminar delante de Yuriko hacia la oscuridad. No sé por qué estaba tan enfadada. Sentía el aire frío y punzante en las mejillas. Había dejado de nevar y estaba todo oscuro. Las montañas a nuestro alrededor nos amenazaban, nos aprisionaban, aunque no pudiéramos verlas porque se confundían con la noche. Pensé que, sin más luz que una linterna, los ojos de Yuriko debían de haberse convertido en aquellas dos lagunas negras. No pude armarme de valor para mirarla y me horroricé al pensar que estaba caminando sola en la oscuridad junto a un monstruo. Agarré con fuerza la linterna y eché a correr.

—¡Espera! —gritó Yuriko—. ¡No te vayas!

Al final mi hermana dejó de gritar, pero yo tenía demasiado miedo para volverme a mirar. Me sentí como si caminara de espaldas a un lago fantasmagórico del que salía algo arrastrándose y empezaba a perseguirme. Yuriko comenzó a correr detrás de mí, enfadada porque la había dejado atrás. Observé con detenimiento los rasgos blancos y esculpidos de su cara, iluminados por los reflejos de la nieve. Lo único que no podía verle eran los ojos, y eso me asustó.

—¿Quién eres? —le espeté—. ¿Quién diablos eres?

—¿Por qué me preguntas eso?

—Eres un monstruo.

Eso la hizo enfurecer.

—¿Ah, sí? Pues tú eres una perra.

—Ojalá te mueras.

Y después de eso eché a andar de nuevo. Yuriko agarró la capucha de mi chaqueta y tiró con tanta fuerza que me hizo dar un paso atrás, pero pude arreglármelas para propinarle un buen empujón. Era más pequeña que yo, y la cogí con la guardia baja. Me dejó ir y retrocedió tambaleándose, agitó los brazos con frenesí y cayó en la nieve que había al borde del camino.

Corrí hacia casa sin mirar atrás ni una sola vez y, una vez dentro, eché el cerrojo. Después de unos minutos percibí un repiqueteo patético en la puerta, como si llamaran en una película de dibujos animados, y fingí no haberlo oído.

—¡Por favor, abre! ¡Hace frío aquí fuera! —Yuriko lloraba—. ¡Abre la puerta, por favor, tengo miedo!

—¡Tú eres la que da miedo! ¡Así aprenderás!

Me fui a mi habitación y me metí en la cama. Podía oír a mi hermana en la puerta, golpeándola con la fuerza suficiente como para echarla abajo, pero me enrollé la sábana alrededor de la cabeza. «¡Que se muera congelada!», fue lo que pensé. De verdad. Lo deseaba desde lo más profundo de mi corazón.

No tardé mucho en dormirme, pero me despertó un olor a licor avinagrado. ¿Qué hora era?, me pregunté. Mis padres estaban frente a la puerta de mi dormitorio, discutiendo. Mi padre estaba borracho. A contraluz, no podía discernir bien sus expresiones, pero él quería sacarme de la cama para castigarme, mientras que mi madre se oponía.

—Quería dejar que su hermana se congelara hasta morir —se quejaba él.

—No, no quería eso. Además, al final no ha pasado nada.

—Bueno, pero quiero saber por qué ha hecho algo así.

—Tiene un complejo de inferioridad respecto a su hermana, eso es todo —arguyó mi madre en tono grave. Al oírla decir eso maldije por haber nacido en esa familia, y rompí a llorar.

Quizá os preguntéis por qué no desmentí lo que había dicho madre, ¿no es así? Bueno, tal vez no pudiera negar que me sentía inferior. En ese momento no comprendía mis sentimientos, y quizá no quería admitir que de verdad odiaba a Yuriko. Quiero decir, era mi hermana pequeña, ¿no se suponía que debía quererla? Durante mucho tiempo me vi paralizada por ese sentido del deber, que me decía que tenía la obligación moral de querer a mi hermana.

Pero, luego, el espectáculo que contemplé aquella noche en los baños termales, y de nuevo en la fiesta, me liberó de la presión que había estado sintiendo. No podía cargar con ello durante más tiempo: tenía que decir lo que sentía.

Cuando me levanté a la mañana siguiente no había ni rasan de Yuriko. Mamá estaba abajo llenando la estufa de queroseno con expresión de amargura. Mi padre estaba sentado a la mesa, desayunando, pero al verme se levantó y pude oler su aliento, que apestaba a café.

—¿Le dijiste a tu hermana «Ojalá te mueras»?

Como no respondí de inmediato, me soltó un bofetón. El sonido que produjo fue tan agudo que me pitaron los oídos. La mejilla me escocía. Me cubrí la cara con las manos para evitar más tortas, aunque por supuesto ya esperaba una reacción parecida. Mi padre me había pegado desde que era niña; primero me pegaba y luego me soltaba una retahíla de insultos. A menudo, los golpes eran lo bastante fuertes como para que luego tuviera que acudir al médico.

—¡Reflexiona sobre tus pecados! —me ordenó.

Siempre que mi padre castigaba a mi madre, a Yuriko o a mí, nos ordenaba que reflexionáramos sobre nuestros pecados. No creía en absoluto en las disculpas.

En el parvulario aprendí que, cuando hacías algo mal, tenías que decir «Lo siento», y la parte agraviada respondía: «Está bien, no pasa nada». Pero en mi casa no funcionaba así. Esas palabras ni siquiera existían para nosotros, de modo que el castigo que recibíamos siempre era peor que el anterior. Yuriko tenía un aspecto diabólico. ¿Por qué era yo quien debía «reflexionar sobre mis pecados»? Supongo que la indignación se me reflejaba en la cara, porque mi padre me abofeteó de nuevo con todas sus fuerzas. Al caer al suelo vi de reojo el perfil angustiado de mi madre, que ni siquiera intentó salir en mi defensa. En vez de eso, fingió estar concentrada llenando de queroseno la estufa sin salpicar una gota. Me puse de pie a duras penas, subí la escalera y me encerré en la habitación.

A última hora de la tarde, la casa se sumió en un profundo silencio. Parecía que mi padre se había ido a alguna parte, así que salí de puntillas de mi habitación. Tampoco vi a mi madre y, aprovechando la oportunidad, entré a hurtadillas en la cocina y me comí los restos de arroz directamente de la cacerola, con las manos. Saqué el zumo de naranja del frigorífico y me lo acabé de un trago. Luego reparé en la olla con bigos que había sobrado del día anterior. La grasa de la carne se había solidificado formando grumos blancos en la superficie. Escupí dentro. Mi escupitajo con mezcla de zumo de naranja se quedó adherido a los restos de col recocida. Me agradó la sensación. A mi padre le encantaban esos bigos.

Alcé la mirada al oír que la puerta de fuera se abría. Yuriko había vuelto. Llevaba la misma chaqueta que la noche anterior y una gorra de moer que nunca le había visto y que debía de pertenecer a Masami. Era un poco grande y le cubría la frente hasta casi taparle los ojos. El perfume de Masami llenó la habitación. Miré de nuevo a Yuriko para confirmar mi anterior descubrimiento: era una chica hermosa con unos ojos espeluznantes. Ella no hizo el menor ademán de hablar conmigo antes de subir a saltos la escalera. Encendí la televisión y me acomodé en el sofá. Estaba viendo un concurso de Año Nuevo cuando Yuriko entró en el salón con una mochila y su querido peluche de Snoopy.

—Me voy a casa de los Johnson. Les he contado lo que hiciste anoche y me han dicho que es demasiado peligroso que me quede aquí contigo y que debería irme a vivir con ellos.

—Fantástico. Entonces no vuelvas nunca más.

Me sentía aliviada. Al final, Yuriko pasó el resto de las vacaciones de Año Nuevo con los Johnson. Una vez me encontré con el señor Johnson y con Masami por el sendero. Ambos me saludaron con la mano y dijeron «Hola» con una mueca que parecía una sonrisa. Yo, a mi vez, les devolví el saludo sonriendo abiertamente. Sin embargo, en el fondo pensaba: «Eres un idiota, Johnson. Y tú, Masami, ¡menuda vaca estúpida!».

No me importaba lo más mínimo que Yuriko no volviera a casa. Por mí, podía convertirse en la hija idiota de los idiotas Johnson.