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Permitid que me avance un momento. Durante este último año he trabajado para la oficina del distrito P, al este de la ciudad. La prefectura de Chiba está al otro lado del ancho río.

Hay cuarenta y ocho guarderías autorizadas en el distrito P y, puesto que la mayoría tienen todas las plazas ocupadas, hay listas de espera para los nuevos ingresos. Mi trabajo en la sección de guardería de la división de Bienestar Social consiste en evaluar a los candidatos de las listas de espera. «¿Necesita esta familia enviar a sus hijos al jardín de infancia?». Ésa es la clase de preguntas que debo responder con mis investigaciones.

En el mundo en el que vivimos hay muchas madres increíbles. Si bien existen aquellas que no tienen ningún reparo en enviar a sus hijos a las guarderías sólo porque quieren salir y pasarlo bien, también hay quienes están tan acostumbradas a depender de los demás que no confían suficientemente en sí mismas para pensar que son buenas madres y prefieren solicitar una plaza de guardería para sus hijos. También hay familias tacañas que no quieren pagar por los jardines de infancia —aunque abonan las tarifas de las escuelas normales—, porque insisten en que es responsabilidad del sistema de bienestar social. ¿Cómo es que las mujeres de hoy en día se han vuelto tan depravadas? Esta pregunta me causa una angustia considerable.

«¿Por qué una mujer tan atractiva como tú tiene un trabajo tan convencional?», me preguntan a menudo. En realidad, no soy tan guapa. Como ya he dicho, soy medio europea y medio asiática pero, aun así, mi rostro es mucho más asiático que europeo y, por tanto, mucho más cercano. No poseo los rasgos propios de una modelo de Yuriko, ni soy tan escultural. Ahora sólo soy una mujer regordeta de mediana edad. En la oficina incluso tengo que llevar uno de esos uniformes azul marino que no son en absoluto favorecedores. Aun así, al parecer hay, alguien que se interesa por mí, y la verdad es que está empezando a fastidiarme.

Hace más o menos una semana que un hombre llamado Nonaka se me acercó y se dirigió a mí. El señor Nonaka tiene alrededor de cincuenta años y trabaja en la división de Sanidad. Por lo general, está en el edificio gubernamental número uno, pero de vez en cuando busca una excusa para venir a la sección de guardería en el anexo —a la que todo el mundo llama la «oficina de avanzadilla»— y bromear un poco con el jefe de sección de mi departamento. Siempre que pasa por allí, aprovecha la oportunidad para mirarme de reojo.

Creo que él y el jefe están en el mismo equipo de béisbol. El jefe juega de campocorto y el señor Nonaka en la segunda base, o algo así. No me importa mucho lo que hagan, sólo es que me molesta que alguien de otra oficina venga aquí en horas de trabajo con la sola intención de charlar. «¡El señor Nonaka te ha echado el ojo!», me dice una compañera, la señorita Mizusawa, que es ocho años más joven que yo. Ha empezado a bromear al respecto, lo que me indigna todavía más.

Nonaka siempre lleva una cazadora, tiene la tez tostada y la piel seca, seguramente debido a la cantidad de cigarrillos que fuma. Sus ojos tienen un brillo gris y, siempre que me mira, tengo la impresión de que un fuego me atraviesa, como si me estamparan una marca ardiente en la piel. Hace que me sienta mareada.

—Cuando usted habla, su voz es aguda, pero cuando ríe es grave. «Jo, jo, jo», así suena su risa —me dijo. Y luego añadió—: Puede que por fuera parezca usted recatada, pero estoy convencido de que interiormente es una mujer muy fogosa, ¿me equivoco?

Me cogió completamente desprevenida. ¿Quién le había dado a ese completo extraño el derecho a venir y decirme cosas como ésa? Estoy segura de que la consternación debió de reflejarse en mi rostro. El señor Nonaka miró al jefe algo confuso y luego se fueron juntos a alguna parte.

—Lo que me ha dicho el señor Nonaka me ha parecido acoso sexual —me quejé más tarde al jefe de sección.

Él me miró con expresión avergonzada. «¡Vaya, ya veo! —me dije—. Sólo porque por mis venas corre sangre extranjera piensan que soy más problemática que una japonesa normal. Dejemos que la occidental ponga una demanda, ¿no?».

—Estoy de acuerdo en que no es apropiado decir lo que dijo a una compañera de trabajo —repuso el jefe de sección después de pensarlo un poco, haciendo que sonara como si no fuera un motivo de preocupación. Luego comenzó a revolver los papeles que tenía sobre el escritorio, fingiendo ordenarlos.

Yo no quería empezar una discusión, así que no dije nada más. Si lo hubiera hecho, él simplemente se habría enfadado conmigo.

No me había llevado el almuerzo, así que decidí ir a la cafetería del edificio número uno, que está a dos pasos. No me gustan las aglomeraciones, por lo que no voy allí a menudo. Pero el edificio es nuevo y alberga un comedor muy agradable para los empleados. Un cuenco de ramen sólo cuesta 240 yenes, y puedes pedir el almuerzo especial por 480. Se supone que la comida es buena.

Estaba echando pimienta molida sobre el cuenco de ramen que tenía en la bandeja cuando el jefe de sección se me acercó.

—Estará demasiado picante con toda esa pimienta, ¿no?

Él llevaba el almuerzo especial en la bandeja: pescado frito y col cocida. Los copos de atún seco que habían espolvoreado sobre la col parecían virutas de metal, y la col me recordó al bigos. Escenas de mi infancia empezaron a pasar por mi cabeza: la mesa del comedor en la cabaña de la montaña, un silencio sepulcral, mi madre triste, mi padre comiendo con entusiasmo, sin decir palabra. Me dejé absorber por los recuerdos, tal vez durante un minuto, pero mi jefe de sección no pareció darse cuenta.

—¿Nos sentamos por allí? —me preguntó, muy risueño.

Tiene cuarenta y dos años y, puesto que juega al béisbol durante la pausa del almuerzo, viene a trabajar todos los días con ropa de deporte y unas zapatillas que chirrían. Es la clase de hombre que vive permanentemente preocupado por su físico. Siempre bronceado, está tan lleno de vigor que resulta deprimente. En general no me llevo bien con ese tipo de hombres, pero vuelvo a caer en mi costumbre: ¿cómo serían nuestros hijos si los tuviéramos?

Si fuera una niña, tendría mi piel blanca. Su rostro, una mezcla de la barbilla angulosa del jefe de sección y mi rostro ovalado, tendría una redondez atractiva. Tendría la nariz algo respingona de él, mis ojos castaños y sus hombros caídos. Los brazos y las piernas serían robustos para una chica pero, dada su vitalidad, serían bastante bonitos. No está mal.

Seguí al jefe hasta la mesa. Las voces de los empleados y el estrépito de los camareros ajetreados con bandejas y otros utensilios llenaban la cafetería, pero yo me sentía como si todo el mundo me mirara. Después de lo ocurrido a Yuriko y a Kazue, la gente está enterada de todo, y no puedo evitar pensar que todo el mundo me mira.

El jefe clavó sus ojos en mí.

—Respecto a lo que ha sucedido antes —empezó—, el señor Nonaka sólo estaba bromeando. Sólo quería caerle simpático, supongo. Si eso es acoso… —se interrumpió un instante—, entonces la mitad de lo que dice cualquier hombre lo sería, ¿no cree?

Me estaba sonriendo. Tiene los dientes pequeños, como los de los dinosaurios herbívoros, o al menos eso fue lo que pensé al mirarle la boca. Recordé las ilustraciones del período cretácico. Nuestra hija con toda probabilidad tendría una hilera de dientes como ésa. Si así fuera, la forma de su boca no sería muy bonita. Sus dedos y sus nudillos resaltarían por ser cortos y gruesos y, en sus manos grandes, serían demasiado angulares para una chica. La hija que el jefe de sección y yo íbamos a tener antes era mona, pero ahora se había convertido en algo por completo diferente. Y yo me estaba enfadando por momentos.

—En mi opinión, vejar a una persona como él lo ha hecho también es acoso sexual.

Mi respuesta había sido directa, pero el jefe de sección replicó con un tono moderado.

—El señor Nonaka no la estaba vejando. Lo único que ha hecho ha sido constatar que su tono al hablar y al reír es diferente, nada más. Está claro que no es apropiado bromear de esa manera, así que permítame que me disculpe en su nombre. Y ahora, por favor, ¿podría dejarlo usted correr?

—De acuerdo.

Cedí porque pensé que no había motivo para continuar con la discusión. Hay personas perspicaces y personas imbéciles. El jefe de sección pertenece a esta última categoría.

Masticaba el pescado frito con sus dientes pequeños y cortos, la gruesa capa de rebozado cayendo en el plato con un sonido crujiente y sordo. Me hizo algunas preguntas inocentes y superficiales acerca de la cantidad de trabajo que tenía en mi media jornada, a las que yo respondí de manera escueta. Luego, de repente, me dijo con un tono de voz más grave:

—Me he enterado de lo que le ocurrió a su hermana pequeña; debió de ser terrible.

Eso fue lo que dijo, pero lo que quería decir en realidad era que, a causa de Yuriko, yo debía de ser especialmente sensible a lo que los otros decían o hacían. He conocido a muchos hombres de ese tipo, la clase de hombres que piensan que pueden salir airosos fingiendo saber cómo te sientes. Hice a un lado las cebollas blancas que flotaban en mi sopa con los palillos y no dije nada. Odio el olor a cebolla.

—No sabía nada de lo ocurrido; madre mía, ¡me ha impresionado! El asesino, ¿no era el mismo que arrestaron el año pasado por el «Asesinato de la ejecutiva»?

Lo fulminé con la mirada. Las comisuras de sus ojos se inclinaron hacia abajo, llenos de curiosidad. Para entonces, la hija que hubiera tenido con el jefe de sección se había vuelto fea y ordinaria.

—Todavía lo están investigando. No han llegado a ninguna conclusión.

—Me han dicho que era su amiga, ¿es cierto?

—Era una compañera de clase.

¿Alguna vez habíamos llegado a ser amigas Kazue y yo? Habría necesitado más tiempo para sacar una conclusión.

—Me interesa mucho el «A. de la e.», como lo llaman. Supongo que mucha gente se lo dice, porque es para quedarse de piedra. ¿Qué llevaría a una mujer a hacer algo así? ¿Por qué tenía impulsos tan siniestros? Me refiero a que trabajaba en una especie de comité de expertos en una empresa dedicada a la construcción en Otemachi, una mujer licenciada en la Universidad Q, la primera de su promoción. ¿Por qué una profesional de éxito como ella se metería en la prostitución? Quizá usted tenga alguna idea…

¡Así que era eso! De pronto se había olvidado por completo de Yuriko. Si una mujer hermosa, sin ningún otro punto a su favor, vendía su cuerpo hasta que era vieja nadie le buscaba tres pies al gato. Pero que alguien como Kazue se dedicara a la prostitución intrigaba sobremanera a todo el mundo. Profesional de éxito de día, prostituta de noche. Los hombres se devanaban los sesos intentando comprenderlo. El hecho de que mi jefe de sección mostrara tan abiertamente su curiosidad me sorprendió de un modo particularmente ofensivo. Él debió de notarlo, porque de inmediato empezó a farfullar una disculpa:

—Vaya, lo siento, me estoy entrometiendo… —Y luego añadió, bromeando—: ¡No es acoso, se lo prometo! No se enfade, por favor.

Cambiamos de tema de conversación y hablamos de sus partidos de béisbol de los domingos. Cuando me invitó a que alguna vez acudiera a ver uno, yo asentí con educación y seguí comiendo mi ramen, esforzándome por parecer indiferente. Al final, lo entendí: no era yo quien le interesaba al señor Nonaka, sino el escándalo de Yuriko y Kazue. Vaya a donde vaya, ambos escándalos me persiguen.

Y justo cuando pensaba que había encontrado un trabajo que valía la pena. Me cansa esta preocupante sucesión de acontecimientos en la oficina, pero no estoy dispuesta a dimitir. No es sólo por el empleo, sino porque llevo un año allí y el horario de trabajo me resulta muy cómodo.

Después de licenciarme en la universidad y antes de conseguir el puesto en la oficina del distrito P, hice todo tipo de trabajos. Trabajé durante un tiempo en un pequeño supermercado y fui de puerta en puerta intentando vender suscripciones para una guía de estudios mensual. ¿Matrimonio? No. No lo he pensado ni por un momento. Estoy contenta de ser una mujer autónoma y soltera, de mediana edad, que trabaja a tiempo parcial.

Esa noche, antes de irme a la cama, fantaseé con el hijo que podría tener con el señor Nonaka. Incluso hice un dibujo de él en el dorso de un folleto publicitario. Era un niño con la piel muy seca. Tenía los labios gruesos y parlanchines del señor Nonaka, y unas piernas fornidas que lo hacían avanzar a duras penas cuando caminaba. De mí, le correspondieron los dientes blancos, grandes y relucientes, y las orejas estrechas. Me gustó ver que los rasgos le conferían un aspecto demoníaco. Luego pensé en lo que el señor Nonaka me había dicho: «Cuando usted habla, su voz es aguda, pero cuando ríe es grave. “Jo, jo, jo”, así suena su risa».

Su observación me había dejado desconcertada; nunca antes había prestado atención al sonido de mi risa. Así que traté de reír. Y probablemente no fue una sorpresa que la risa no sonara natural. Me pregunté de quién había heredado la risa, pero como no recuerdo haber oído reír nunca ni a mi padre ni a mi madre, no hay forma de saberlo. Ninguno de los dos reía mucho, la verdad. Yuriko tampoco tenía una risa sonora; sólo sonreía misteriosamente, quizá porque sabía que al sonreír su belleza se veía realzada. ¡Qué familia tan rara! De repente acudió a mi memoria un invierno de hacía algunos años.