Siempre que conozco a un hombre me asalta la pregunta de cómo serían nuestros hijos si los tuviéramos. Es casi como un acto reflejo. Ya sea un hombre guapo o feo, viejo o joven, la imagen de nuestros hijos cruza mi mente como un relámpago. Tengo el pelo de color castaño claro y fino como las plumas y, si el suyo es negro azabache y grueso, entonces preveo que el de nuestro hijo tendrá la textura y el color perfectos. ¿O no? Al principio imaginaba un futuro maravilloso para esos niños, pero desde hace poco tengo visiones horrorosas que auspician todo lo contrario.
¿Y si implantaran sus desaliñadas cejas encima de mis ojos de doble párpado? ¿Y si injertaran sus aletas nasales al final de mi fina nariz? ¿Sus rótulas huesudas en mis piernas curvadas y robustas, sus uñas cuadradas en mi pie arqueado? Mientras esto pasa por mi cabeza, lo atravieso con la mirada, de modo que él piensa que me gusta. Varias veces estas situaciones han acabado en embarazosos malentendidos pero, aun así, la curiosidad siempre me puede.
Cuando se unen un espermatozoide y un óvulo, surge una célula única y empieza una nueva vida. Estos seres recién llegados al mundo tienen todo tipo de formas y tamaños. Pero ¿qué ocurre si, cuando el espermatozoide y el óvulo se unen, sienten una profunda animadversión el uno por el otro? ¿Acaso la criatura no sería contraria a lo que se espera, no sería anormal? En cambio, si tienen una gran afinidad mutua, su descendencia será incluso más espléndida que ellos mismos. De eso no hay duda. Pero ¿quién puede saber cuáles son las intenciones de un espermatozoide y un óvulo cuando se encuentran?
Es en momentos como ése que el gráfico de mis hijos hipotéticos cruza mi mente. Ya sabéis a qué clase de gráfico me refiero, a esos que salen en los libros de texto de biología y ciencias naturales. Los recordáis, ¿verdad? Esos que reconstruyen la forma y las características hipotéticas de un animal extinto a partir de los fósiles que se han desenterrado. Casi siempre incluyen ilustraciones a todo color de plantas y animales, ya sea en el mar o con el cielo de fondo. De hecho, desde que era una niña me aterrorizaban esas ilustraciones porque hacían que lo imaginario pareciera real. Odiaba abrir esa clase de libros pero, aun así, a menudo buscaba la página donde estaban los gráficos y los examinaba con atención. Quizá ésa sea la prueba de que nos atrae aquello que nos horroriza.
Todavía recuerdo la representación de la fauna del esquisto de Burgess, un gráfico lleno de animales ridículos nadando en el mar hecho a partir de los fósiles cámbricos que se descubrieron en las montañas Rocosas de Canadá. La Hallucigenia se arrastra sobre los sedimentos del suelo oceánico; las púas que le sobresalen del dorso hacen que casi se confunda con un peine. Luego está un animal con cinco ojos llamado Opabinia, que se desplaza serpenteando y retorciéndose entre las rocas y los peñascos. Y el Anomalocaris, que posee unas patas delanteras parecidas a garfios gigantes y que merodea por las aguas profundas en busca de presas. Mi propio gráfico fantástico es parecido a ése. Muestra a niños flotando en el agua, unos niños extraños que han surgido a causa de mis uniones ilusorias con los hombres.
No sé por qué nunca pienso en el acto en sí que hace que los hombres y las mujeres engendren a los niños. Cuando era joven mis compañeras de clase se burlaban de los chicos que no les gustaban diciendo cosas como: «¡Sólo pensar en tocarlo hace que se me ponga la carne de gallina!». Pero yo nunca pensé en ello, ya que me saltaba la parte del acto sexual e iba directamente hacia los niños y al aspecto que éstos tendrían. Quizá pueda decirse que respecto a eso soy un poco extraña.
Si os fijáis, os daréis cuenta de que soy mestiza. Mi padre es de nacionalidad suiza y ascendencia polaca. Dicen que su abuelo era un ministro que huyó a Suiza para escapar de los nazis y que luego murió allí. Mi padre se dedicaba al comercio y era importador de productos occidentales. Puede que suene atractivo, pero en realidad los productos que importaba eran galletas y chocolates de baja calidad, nada más que tentempiés baratos. Tal vez se lo conociera por esos dulces de estilo occidental, pero mientras fui niña no me dejó comer ni uno solo.
Vivíamos frugalmente. La comida que comprábamos, la ropa e incluso el material escolar estaban hechos en Japón. No fui a un colegio internacional, sino que acudí a escuelas japonesas públicas. Mi padre controlaba escrupulosamente mi asignación mensual, e incluso el dinero para los gastos de la casa era menos de lo que mi madre consideraba correcto.
No es que mi padre quisiera pasar el resto de su vida en Japón conmigo y con mi madre, pero era demasiado tacaño para hacer otra cosa. Evitaba gastar un solo céntimo de forma innecesaria. Y era él, por descontando, quien decidía lo que era y lo que no era necesario.
Os pondré un ejemplo: mi padre tenía una cabaña en la montaña en la prefectura de Gunma, donde pasaba los fines de semana. Le gustaba pescar y relajarse mientras estaba allí. Para cenar solíamos comer bigos, cocinado como a él le gustaba. El bigos es un estofado campestre polaco hecho con chucrut, verduras y carne. Mi madre odiaba prepararlo, de eso no cabe duda. Cuando los negocios de mi padre se fueron a pique y se llevó la familia a Suiza, me contaron que mi madre cocinaba arroz hervido al estilo japonés todas las noches, y que mi padre fruncía el ceño cada vez que lo ponía sobre la mesa. Yo me quedé en Japón por mi cuenta, así que no lo sé con seguridad, pero sospecho que ésa fue la venganza de mi madre por sus bigos o, pensándolo bien, por su egoísmo mezquino.
Mi madre me contó que una vez trabajó para la empresa de mi padre, y yo me deleitaba imaginándome las escenas románticas de un amor tierno floreciendo entre el joven propietario extranjero de una empresa pequeña y la chica nativa que trabajaba para él. Pero, de hecho, la verdad es que mi madre se había casado antes y, como el matrimonio fracasó, volvió a su casa en la prefectura de Ibaraki. Trabajó como criada en casa de mi padre y así fue cómo se conocieron.
Me habría gustado preguntárselo al padre de mi madre para que me diera más detalles, pero ahora ya es demasiado tarde porque está senil y lo ha olvidado todo. En la mente de mi abuelo, mi madre todavía vive y sigue siendo una hermosa colegiala; mi padre, mi hermana pequeña y yo ni siquiera existimos.
Mi padre es caucásico, y supongo que se podría decir que es de complexión pequeña. No es particularmente atractivo, pero tampoco es feo. Eso sí, a cualquier japonés le costaría distinguirlo de la multitud en una calle europea porque, de la misma forma que los asiáticos parecen todos iguales para los blancos, para un asiático mi padre sólo era el típico hombre blanco.
¿Es necesario que describa sus rasgos? Tiene la piel blanca con un tono rojizo y sus ojos destacan por el color azul desvaído y triste, pero hay momentos en que pueden brillar con una intensidad cruel. Desde un punto de vista físico, el rasgo más atractivo es su cabello castaño, con un luminoso lustre dorado. Ahora ha encanecido, supongo, y en la coronilla le está clareando. Suele llevar trajes de tonos sombríos. Si alguna vez veis a un hombre blanco de mediana edad con un impermeable beige abrochado hasta arriba incluso al final del invierno, podría ser mi padre.
El japonés hablado de mi padre es bueno para mantener una conversación media. Hubo un tiempo en que amó a mi madre. Cuando era pequeña, siempre me decía: «Cuando tu padre vino a Japón tenía planeado volver a su país cuanto antes, pero lo alcanzó un relámpago que lo paralizó por completo y le impidió volver. Ese relámpago era tu madre, ¿sabes?».
Creo que es la verdad. Bueno, creo que era la verdad. Mi padre y mi madre nos alimentaron a mi hermana y a mí con una dieta de sueños románticos igual que si nos estuvieran dando caramelos. Poco a poco, los sueños se fueron difuminando, hasta que al final quedaron en nada. Contaré esta historia a su debido momento.
La manera como veía a mi madre cuando era pequeña y la manera como la veo ahora son completamente diferentes. De pequeña estaba convencida de que no había en el mundo una mujer más bella que ella. Ahora que soy mayor, sin embargo, me he dado cuenta de que era una mujer corriente, sin un atractivo especial ni siquiera para una japonesa. Tenía la cabeza grande y las piernas cortas, el rostro chato y un físico endeble. Los ojos y la nariz eran desproporcionados en su cara, tenía los incisivos prominentes y un carácter débil. Nunca se oponía a mi padre.
Él la controlaba por completo. Si alguna vez mi madre le respondía, mi padre la emprendía a gritos con ella. Por otra parte, no es que mi madre fuera muy inteligente; de hecho, era una perdedora nata. ¿Eh? ¿Creéis que soy muy crítica? Nunca se me había ocurrido. ¿Por qué soy tan implacable en lo que respecta a mi madre? No perdamos esta cuestión de vista mientras seguimos, ¿de acuerdo?
Aun así, de quien quiero hablar en realidad es de mi hermana. Tenía una hermana un año más pequeña que yo. Se llamaba Yuriko. No sé cómo describirla de la mejor manera, pero si tuviera que hacerlo con una sola palabra, ésta sería «monstruo». Era terriblemente bella. Tal vez dudéis de que una persona pueda ser tan bella que llegue a ser monstruosa. Ser hermosa es preferible a ser fea, al fin y al cabo…, al menos ésa es la opinión general. Ojalá la gente que piensa así pudiera ver por un instante a Yuriko.
Al principio, quienes veían a Yuriko se quedaban abrumados por su belleza pero, poco a poco, esa belleza absoluta se convertía en un lastre, y no pasaba mucho tiempo antes de que encontraban su sola presencia —con sus rasgos perfectos— irritante. Si creéis que estoy exagerando, la próxima vez os traigo una foto. Yo he sentido eso mismo por ella durante toda mi vida, aunque sea su hermana mayor, y estoy segura de que, si la vierais, estaríais de acuerdo conmigo.
En ocasiones, he pensado: ¿acaso mi madre murió por dar a luz al monstruo de Yuriko? ¿Qué puede ser más espantoso que dos personas normales engendren una belleza inimaginable? Hay un cuento popular japonés que habla de un milano que pare a un halcón. Pero Yuriko no era un halcón; no tenía la sabiduría ni la valentía que simboliza esa ave. No era muy lista, y tampoco era malvada. Sin embargo, su rostro era diabólicamente bello. No cabe duda de que este simple hecho fue un verdadero quebradero de cabeza para mi madre, sobre todo porque ella tenía unos rasgos asiáticos normales. Sí, es cierto, a mí también me molestaba.
Para bien o para mal, mi aspecto evidencia de inmediato mi sangre asiática. Quizá por eso a la gente le gusta mi cara. Tiene lo suficiente de extranjero para que los japoneses la encuentren interesante, y es lo bastante «oriental» para que cautive a los occidentales. O, al menos, eso es lo que yo me digo. La gente es extraña. Dicen que los rostros imperfectos tienen un carácter y un encanto humano, pero el rostro de Yuriko inspiraba terror y provocaba las mismas reacciones ya estuviera en Japón o en el extranjero. Yuriko era la niña que siempre destacaba en la multitud, aunque fuéramos hermanas y nos lleváramos un año de diferencia. ¿No es extraño cómo se transmiten los genes al azar? ¿Acaso era ella una mutación? Quizá por esta razón, siempre que miro a un hombre me imagino a nuestros hijos hipotéticos.
Seguramente ya lo sabéis, pero hace unos dos años que murió Yuriko. La asesinaron. Encontraron su cuerpo medio desnudo en un apartamento barato del barrio de Shinjuku, en Tokio. Al principio no supieron quién había sido el asesino. A mi padre no le afectó lo más mínimo cuando se lo dijeron, y ni siquiera volvió a Japón desde Suiza. Me avergüenza decir que, cuando su pequeña y bella Yuriko se hizo mayor, se rebajó a practicar la prostitución. Se convirtió en una puta barata.
Quizá penséis que la muerte de Yuriko me horrorizó, pero no fue así. ¿Odiaba al asesino? No. Al igual que mi padre, no me preocupé mucho por saber la verdad. Durante toda su vida Yuriko había sido un monstruo: era lógico que su muerte fuera inusual. Yo, en cambio, soy absolutamente normal. El camino que ella siguió fue muy diferente del mío.
Supongo que pensaréis que tengo una actitud muy fría al respecto. Pero ¿acaso no me he explicado bien? Yuriko era una niña que, desde el principio, estaba destinada a ser diferente. Puede que la fortuna resplandezca brillantemente para una mujer así, pero la sombra que proyecta es larga y oscura. Era inevitable que al final llegara la desgracia.
A mi antigua compañera de clase, Kazue Sato, la asesinaron menos de un año después que a Yuriko. Murió exactamente de la misma forma. La dejaron en un apartamento del barrio de Maruyama-cho, en Shibuya, con la ropa desgarrada. Dijeron que en ambos casos habían pasado diez días antes de que encontraran los cuerpos. No quiero ni imaginar en qué condiciones debían de estar por entonces.
Me contaron que Kazue trabajaba por el día en una empresa pero que por la noche se dedicaba a la prostitución, por lo que los chismorreos y los rumores no dejaron de circular durante semanas después de lo ocurrido. ¿Que si me horroricé cuando la policía anunció que el culpable era el mismo en ambos asesinatos? Bueno, si he de ser sincera, la muerte de Kazue me impactó mucho más que la de Yuriko. Habíamos sido compañeras de clase y, además, Kazue no era guapa. No era bella y, aun así, murió exactamente de la misma forma que mi hermana. Era imperdonable.
Supongo que se podría decir que yo fui el nexo de unión entre Kazue y Yuriko, lo que dio lugar a que se conocieran. De modo que, al fin y al cabo, yo también contribuí a su muerte. Quizá de alguna forma la mala suerte de Yuriko se apoderó de la vida de Kazue. ¿Por qué pienso esto? No lo sé, simplemente lo hago.
Yo conocía un poco a Kazue. Éramos compañeras de clase en el mismo prestigioso instituto privado para chicas. En aquella época, ella estaba tan flaca que era toda huesos, y se la conocía por su manera desgarbada de andar. No era en absoluto atractiva pero sí inteligente, y sacaba buenas notas. Hablaba sin contemplaciones frente a cualquier persona, y solía alardear de su inteligencia sólo para llamar la atención. Era altanera y tenía que ser la mejor en todo lo que hacía y, como sabía perfectamente que no era atractiva, daba mucha importancia a todas las otras cosas. Irradiaba una sensación siniestra, una energía negativa tan palpable que parecía que pudieras cogerla con la mano. Fue mi sensibilidad la que la atrajo. Confiaba en mí y hacía cualquier cosa para hablar conmigo. Incluso me invitó a su casa.
Después de que pasamos a la universidad asociada a nuestro instituto, el padre de Kazue murió repentinamente y ella cambió. Se dedicó a estudiar con ahínco y empezó a alejarse de mí. Ahora, cuando pienso en ello, me doy cuenta de que probablemente estaba más interesada en Yuriko que en mí porque mi bella hermana, un año más joven que yo, estaba en boca de todo el colegio.
Sea como sea, parece que algo ocurrió entre ellas. ¿Dos personas cuya vida era tan distinta, tan diametralmente opuestas en apariencia e inteligencia, habían acabado ejerciendo la prostitución y luego habían sido asesinadas por el mismo hombre? Cuanto más pienso en ello, más difícil me resulta encontrar una explicación. Lo que les ocurrió a Yuriko y a Kazue ha cambiado mi vida para siempre. Personas a las que nunca antes había visto se enteraron de la historia, metieron las narices en mis asuntos y me bombardearon con todo tipo de preguntas impertinentes sobre ellas. Indignada, me cerré en banda y rechacé hablar con nadie. No obstante, ahora mi vida personal ha vuelto a la normalidad. He empezado un nuevo trabajo y, de repente, me muero por hablar de Yuriko y Kazue. No puedo evitarlo. Seguramente seguiré hablando incluso si intentáis interrumpirme; con mi padre en Suiza y Yuriko muerta, estoy completamente sola. Siento que necesito alguien con quien hablar, o quizá sólo necesite pensar sobre este suceso extraño.
Tengo los diarios de Kazue y otras cosas de las que dar cuenta, y aunque posiblemente me llevará algún tiempo referir toda la historia, estoy decidida a seguir hasta que lo haya contado todo con pelos y señales.