Tú, mi compañero,
triste de acontecer,
tú, que como yo mismo ansías lo que ignoras y tienes lo que acaso no sabes,
dame la mano (…)
oh dame
la mano porque falta muy poco para saltar al regocijo,
muy poco para el absoluto reír y el descanso,
muy poco para la amistad sempiterna.
CARLOS BOUSOÑO, Oda en la ceniza.
El rey, avellanado y rubio, se parece cada vez más a sí mismo. Pero no se lo cultiva, ni se lo estudia, sino que él es así, y con los años ha ido cogiéndole las vueltas a su cuerpo juncal, a sus andares de marinero en tierra, a sus desorbitados gestos. Sus gestos campechanos, guasones, de complicidad desconcertante para el interlocutor. Recuerdo que Santiago Carrillo, in illo tempore, me comentó, después de visitar un día al rey en La Zarzuela: «Cómo se nota que Juan Carlos —Carrillo llamaba al rey, Juan Carlos, a secas; y supongo que a Kennedy lo llamaría John— se ha pasado toda su vida bajo la bota de Franco. Como persona hecha a vivir entre micrófonos ocultos, sabiendo que le espían, se ha acostumbrado ya a hablar con la mímica de los ojos, de las cejas, con los gestos de las manos, moviendo mucho los labios, pero sin emitir la voz…» Bueno, algo de eso hay. Y también, que el rey tiene un pelín de dureza de oído. Y luego, que es Borbón y Borbón, y un acróbata en lances difíciles, y un perito en el clic de la comunicación.
Eso de parecerse más y más a sí mismo nada tiene que ver con las horas de espejo, ni con el manierismo de la autoimitación. Es cuestión de errehache: de llevar acuñada en los genes su efigie, de frente y de perfil.
Traje gris. Corbata lila de seda natural. Quel charme! Oh lá lá!
En el despacho, todo esto, que me acuerde, después de una mirada en derredor: las paredes de madera clara, el gran Atleta cósmico de Dalí, un Alfonso XIII abocetado por Lazlo, la chimenea que no alberga fuegos, el repostero con el escudo de armas de Felipe V, la mesa de despacho —reproducción de un diseño Robert Adam del XVIII—. De la parte de allá, el asiento del rey. De la parte de acá, un sillón y dos sillas. Se ve que el rey despacha de tres en tres. Por las altas almenas de las estanterías, libros, retratos, soldaditos, chismes, cosas, y una nutrida colección de carabelas —reproducción de… ¿de plata?, ¿o de metal?
Me invita el rey a sentarme en el ambiente de las visitas, cerca de la chimenea, del Lazlo, del Dalí y del ventanal corrido desde el que intuyo el campo-jardín de La Zarzuela, ya anochecido porque es 5 de noviembre, y son las seis.
Son las seis, y entrando yo comienzan a sonar los carillones. Sobre esto quiero decir algo. No sé si es uno, que se deja oír cada cuarto de hora, o si son tres o varios, que suenan a menos veinte, a y veinte, y a la media. El caso es que yo nunca había tenido tal sensación de tempus fugit como hoy. Incluso he pensado mal: me he maliciado que si sería un artilugio perverso puesto en acción para recordar al visitante, cada pocos minutos, que no se puede hacer perder al rey su tiempo en vano.
¿Que por qué vengo a ver al rey?
Habrá mujeres que piensen que esto de abrochar y epilogar un libro so la capa del rey es un deje machista. Pues ni eso ni todo lo contrario: parece razonable que, durante hora y media, me hable el rey de la reina, ya que —sin querer o queriendo— la reina se ha pasado año y medio hablándome del rey.
Se sienta el rey. Me siento yo. Cruza las piernas. Él. Yo no. Pero en cierto momento se me caen los folios, y el rey se agacha bajo la mesa sin dejar que me incline a recogerlos. Si no fuese el rey, yo diría que es «todo un caballero».
—Bueno, ¿y de qué quieres que hablemos?
—De la reina, majestad.
—Mira, yo… empezaría por decirte que, nada más casarnos, ya tuvimos que compartir problemas. Porque, claro, yo quería volverme a España. Y ella también. Queríamos hacer nuestra vida aquí, pensando en servir a España, y en trabajar por la causa de la monarquía…
—Lograr la Corona…
—Yo me había pasado toda mi vida aquí, desde que era un niño, separado de mi familia (¡que eso se dice pronto, pero es muy gordo!), y no veía la razón para cambiar los planes, y tirarlo todo por la borda por el hecho de haberme casado. Por una parte, mi familia, mi padre, quería que viviéramos en Estoril. Y entonces, la familia de mi mujer decía que para qué íbamos a vivir como exiliados, siendo ellos los reyes de Grecia: que nos alojásemos en la casa de Psychico, en Atenas.
»Después del viaje de novios fuimos a Grecia. Y, mira por dónde, una apendicitis de Sofía nos vino de pretexto providencial para alargar nuestra estancia en Atenas. Ni ella ni yo queríamos vivir en Portugal… Esto fue en octubre o noviembre de 1962. Estiramos la convalecencia todo lo que pudimos. Y ya en enero o en febrero de 1963, le dije a mi suegro, el rey Pablo: “Oye, tío (yo a él le llamaba ‘tío’, y a la reina Federica, `tía Freddy’)… oye tío, tienes que ayudarme con mi padre, hablar con él, o escribirle, para que entienda que tú también ves claro que mi sitio y mi futuro está en España. Franco me ha tenido y mantenido allí, mientras yo hacía el bachillerato, mientras yo iba a las academias militares, mientras yo estudiaba en la universidad, y no puedo decirle ahora: `Mi general, adiós, y quede usted con Dios.’ Ése era el arreglo entre mi padre y Franco. ¿Por qué no lo vamos a seguir?” El rey Pablo escribió una carta a mi padre. Y así fue como nos vinimos a vivir aquí, a La Zarzuela.
»Bueno… Pilar, no sé si esto es lo que tú quieres que yo…
—Yo quiero que me hable de la reina.
—De la reina, claro. Cuando llegamos aquí, aunque entre ella y yo hablábamos en inglés, la reina, como es inteligente y tesonera, y tenía muchísimo interés, ya había cogido el español, el castellano. Conocía giros, palabras de argot… Entenderlo, lo entendía divinamente. Y hablarlo, lo hablaba bastante bien. Y sin acentos extraños. Ahora lo habla perfecto. Y hasta castizo. Ella, desde el momento en que nos comprometimos, quiso españolizarse, y se españolizó al cien por cien. Además, se fijaba… ¡ufff, cómo se fijaba! Y se ponía la peineta, y la mantilla. ¡Todo, quiso aprenderlo todo! Desde que salimos casados de la iglesia, ella se hizo a la idea de que su patria iba a ser España. Y rara vez me ha hablado de nostalgias…
—Doy fe, majestad: en las conversaciones que he tenido con la reina, jamás se ha referido a Grecia como «mi tierra», o «mi país», o «mi gente»…
—Se volcó en hacerse a España y en ayudar a que calara en los españoles la causa de la monarquía. Se metió ahí con una ilusión y una energía bárbaras. Y eso no fue una arrancada del primer momento, sino que iba a más, y a más, y a más… ¡Y ahí la tienes!
—«Soy española fetén», dicen que dice…
—Pues lo dice con razón. —Suelta una carcajada—. De recién casados se venía conmigo a los pueblos y a las fábricas. Y muchas veces eso no era nada fácil. No sé si ella te lo habrá contado, pero en Medina del Campo nos tiraron patatas. Y en otros pueblos nos tiraban cosas más blandas, pero que manchaban: huevos. Una vez, en Llodio, rodearon el coche nuestro en plan de gresca dura. Conducía yo. Entonces apareció una chica joven que vociferaba delante del coche. La princesa bajó la ventanilla, sacó la cabeza y le dijo: «¿Qué quieres? Ven, acércate, y dinos lo que quieres, pero no grites». Bueno, la descuajeringó… ¡la desarmó! Total, que yo veía que tenía al lado a una mujer valiente, que se interesaba por las cosas de la política española, y por mi situación, y que me animaba en mi porvenir.
El rey ve que no estoy tomando notas. Y, listo él, enseguida me dice:
—¿Por qué no me preguntas tú?
—¿Cuándo se enamoró de la reina?
—Yo me enamoré en el año 1961, en la boda de los duques de Kent.
—¿Por qué se enamoró? ¿Qué le atrajo de ella?
—Hummmm… Me enamoré del conjunto. De todo lo que ella es. No de esto o de aquello. A ella le gustaba yo. Y eso, como hombre, me halagaba. A mí también me gustaba ella.
—¿Se enamoró apasionadamente? ¿O se dejó llevar por la conveniencia?
—¡Hombreeeee…, mujer! ¿Apasionadamente? Yo no soy un hombre que se enamore apasionadamente, perdidamente. —El rey hace una imitación burlona de un romeo de ojos en blanco y ohohoh—. Aparte de que, entre ella y yo, hablábamos en inglés. En inglés, oye, y a mí el inglés no es precisamente lo que más me… Vamos, que no es un idioma que me inspire y me apasione… Le dije: «Oye, Sofi, por qué no salimos un poco más y así vamos conociéndonos…» Entonces mi suegra la reina Federica debió de verme a mí bastante interesado, porque yo, la verdad, iba muy detrás de ella, y pensó «¡éste no se me escapa!». Y nos organizó unas vacaciones a mis padres, a mis hermanas y a mí, en Corfú, en Mon Repos. «Os mando un avión, y os venís todos», dijo. Y allí estuvimos con toda la familia de ella. Luego, como los padres de la princesa Sofía tenían que ir a Suiza entre el 11 y 13 de septiembre, nosotros dijimos: «Pues vamos todos, y allí nos hacemos novios de un modo oficial». Así aprovechábamos para que fuese en presencia de mi abuela Gangan, la reina Victoria Eugenia, que vivía en Lausana. Pero va mi suegra y dice: «No, no. Ahora. Os hacéis novios aquí y ahora. Y la boda en octubre. No quiero que sea más tarde». Nosotros nos negamos los dos de común acuerdo. Fue muy duro para mí, porque parecía que me echaba atrás… Y no me echaba atrás, pero no quería que me organizaran la vida. «Tenéis que fiaros de mí —les dije—. Tenéis mi palabra de caballero. Pero prefiero tomar cierta distancia, pensarlo bien, y que estemos más seguros de lo que hacemos». Además, mis padres se habían ido ya de Corfú. Entonces mi suegra insistió en que había que oficializarlo ya, enviarles una nota, y que regresaran, para anunciar el compromiso inmediatamente. Quiso forzarlo tanto que, chica, estuvimos a punto de que todo se rompiera.
—Y luego, un buen día, se descolgó vuestra majestad con un anillo de pedida, sin avisar, ¿no?
—¡Ah, sí! ¿Te ha contado la reina lo del anillo… que se lo tiré por el aire? Un día, en el hotel Beau Rivage de Lausana, estaba mi suegro allí medio dormido, y le dije: «Tío, que vengo a pedirte la mano de tu hija». «¿Qué dices?» «Pues, eso». Y a la reina le tiré la cajita con el anillo dentro, «¡Cógelo, Sofi, que es para ti!», y tuvo que cazarlo al vuelo. Se sorprendió, claro, pero… yo es que soy así. Ellos querían hacerlo a su manera, y nosotros a la nuestra. Así que lo hicimos cuando nos pareció bien.
—También hubo sus más y sus menos antes de la boda, por la cuestión religiosa. Eso ¿qué?
—No fue para tanto, porque a ella no le importaba: en realidad no tenía que convertirse ni bautizarse, sólo era la adhesión al Papa, que lo hizo firmando un documento, en el barco aquel, el Eros, cuando ya estábamos casados. Era la misma religión, pero lo politizaron mucho, aquí en España, y también los griegos. Al final, quien lo arregló todo fue el papa Juan XXIII. Mi padre y yo fuimos a explicarle el problema, y nos permitió que hubiera dos ceremonias.
—Un miembro del Consejo de don Juan llegó a llamarla hereje…
—Es verdad. ¡Qué cerrazón! A ella le dolió muchísimo.
—¿A quién se parece más doña Sofía, al rey Pablo o a la reina Federica?
—Al rey Pablo. Ella sintió mucho que el rey Pablo no nos viera siendo ya reyes, porque él murió once años antes. Era una gran persona, una gran figura. Pero quien tuvo una enorme influencia en mi mujer fue la reina Federica. Podía parecer extravagante, estrambótica. Y no, no lo era. Ni entrometida ni mandona. No. Daba esa imagen, pero no… Tenía un carácter fuerte y un corazón de oro.
—¿Qué tal yerno era vuestra majestad?
—¿Respecto a mi suegra? Pues, mira, ya que me lo preguntas te lo voy a decir. Tuvimos nuestras agarradas. ¡Ya lo creo! Pero nos llevábamos muy bien, precisamente por eso: porque nos cantábamos las cuarenta. Ella a mí y yo a ella. Yo le decía las cosas muy claras… ¡Y, ojo!, ¡nos teníamos un respeto enorme!
—¿Para la reina Federica, su hija Sofía hacía una buena boda, o… un brindis al sol?
—En vísperas de casarme tuve una bronca con mi suegra, porque yo necesitaba retrasar mi llegada a Atenas veinticuatro horas, a petición del entorno de Franco. No tenía importancia. Pero ella se subió a la parra y empezó a decirme: «Pero tú ¿qué te has creído? Tú no eres más que un chico, un chico de nada, que se casa con la hija de unos reyes…» Y ya se me hincharon las narices, y le dije: «¡Un momento…! No se trata de andar aquí sacando los padres y los abuelos a relucir. Pero si te pones así tendré que recordarte, querida tía Freddy, que, aunque mis padres no estén reinando, soy nieto de reyes, y con bastantes expectativas de llegar a ser el rey de España…» Le dije que yo no era un don nadie. Que yo era alguien. Que yo era el príncipe de Asturias. «Además, políticamente —le dije a mi suegra—, mi vida está orientada a la causa monárquica en España, y debo moverme ahora con este sistema político. Sé lo que tengo que hacer. Y una de las cosas que tengo que hacer es aplazar mi viaje un día. Y no hay más que hablar».
—Majestad, imagine por un momento que se ha muerto…
—¿Quién? ¿Yo? —El rey suelta una gran carcajada, muy divertido, y hace como que tiene clavada una espada en el pecho—. ¿Muerto yo?
—¡No, no…! Imagine que se ha muerto ella, la reina. Quiero que diga qué le ha dado la reina, qué ha aportado en su vida…
—¿Y para eso tengo que imaginar que se ha muerto? ¡Si te oye…!
—Es que de los muertos se hacen mejores alabanzas…
—Cuando dos personas se casan, y unen sus vidas, ambas cambian. Cada uno influye en el otro. Ella, sobre todo al principio, me dio mucho. Aparte, que estaba la ilusión de todo lo que es nuevo, el intercambio de ideas distintas, la aventura de empezar una vida juntos. Yo creo que nos hemos aportado mutuamente. Ella conmigo ha aprendido unas formas de vida; yo con ella he aprendido otras. Mira, me viene ahora a la mente: mi abuela Gangan quería que la reina tuviera damas de compañía. Pero eso ya estaba más que trasnochado. Y ella dijo que no. Que esa dama de compañía podía ser, en un momento dado, una prima, la mujer de un ministro, o la de un gobernador, o una alcaldesa… Así que dijo que no. Y estuvo a la altura de los tiempos.
»Lo que más le costó fue salir de aquí, de palacio: hacer vida de ciudadana normal. ¡Fíjate tú, en cambio, mis hijas ahora…! Pero ella estaba acostumbrada a una vida de hija del rey; y además en una monarquía muy protocolaria como la griega. Allí, una princesa no podía tutear ni a los amigos de su hermano. Y tenían corte. Y lo que quisieran comprar, se lo llevaban a palacio. Por eso, al principio, le costó tener que ir a un restaurante como va cualquiera; y al cine, sacando las entradas; y a las tiendas y al dentista y a la peluquería… Luego le gustó mucho. Y enseguida quiso demostrar que se había adaptado, y empezó también ella a ir a clase a la universidad; y tuvo los hijos en una clínica, no en palacio; y, conduciendo su coche, llevaba a los niños al colegio. Entonces éramos príncipes, ni siquiera de España todavía, sin un estatus claro, y con muy poca seguridad policial. Pero la verdad es que se desenvolvió bien enseguida.
—Pero, majestad, mi pregunta era…
—Sí, voy a tu pregunta. Es que eso tuvo su mérito, y creo que debo subrayarlo. La reina no sólo ha sido siempre la compañera fiel, la, la… la esposa leal, y la persona que ha permanecido a mi lado: es que ella ha estado siempre de mi parte. En todas mis luchas. En todas mis dificultades. Y, como decimos entre nosotros, «cuando aquí no éramos nadie». O en las tensiones muy fuertes que yo tuve con mi padre: ella ha estado, ¡siempre!, de mi parte. Es muy duro, ¡du-rí-si-mo!, estar seis meses sin hablarse padre e hijo. Y así estuvimos don Juan y yo.
—Por cierto, ¿cómo superaron esa tensión? La reina me ha dicho que «un buen día, se encontraron padre e hijo, como dos personas que se descubren de nuevas». Pero no me ha explicado qué pasó, ni dónde ocurrió…
—¿No te lo ha contado ella?
—No, señor. Ni yo lo he leído en ninguna parte.
—Porque no está escrito.
—Pues sea maravilloso, majestad, y déme la primicia…
—Pero esto nos saca de la vida de la reina…
—Ah, no: ella dice «mi vida es la vida del rey».
—¿Dice eso? ¿Te lo ha dicho a ti?
El rey descruza las piernas, y las vuelve a cruzar en sentido contrario. Ahora ha puesto la derecha a horcajadas de la izquierda. Está mirando al fondo de la estancia: al repostero de armas. Aprovecho para averiguar de qué color son sus ojos. Felipe González, antes de conocerle bien, decía que azules. Y él, don Juan Carlos, un día le tomó por el brazo y le dijo: «Mírame a los ojos. ¿Cómo son? Azules, no. Verdes. Color uva». El rey derrama su mirada por los anaqueles de la librería. Quizá esas alturas le ayuden en la evocación.
—Pues sí, fue así. Esto ocurrió en Lausana. Habíamos ido para una reunión de familia, después de la muerte de mi abuela. Era, me parece, un asunto de testamentaría o algo así. Diciembre de 1969 o enero de 1970. Mi padre y yo no nos hablábamos. Desde que Franco me había designado «sucesor a título de Rey». De pronto, don Juan me dice: «Oye, vámonos a tomar el té tú y yo solos». Y nos fuimos. A una cafetería de la plaza de Saint-François. Nos sentamos. Y hablamos. Yo le dije: «Mira, papá, desde que tenía ocho años yo he sido un mandado. Un mandado tuyo. Sólo he hecho lo que tú has querido. Tú quisiste que fuera a estudiar a España. Y estudié en España. Luego, porque te enfadaste con Franco, quisiste que me retirara de España. Y me retiré de España. Reanudasteis las relaciones. Y yo volví otra vez… Entre Franco y tú organizasteis el plan de mi vida como quisisteis. A mí no se me preguntaba ¿quieres?, ¿no quieres? Se me daba ya decidido. Y yo, a obedecer. No he hecho otra cosa que obedecerte…»
»Porque, claro, Pilar, eso era así, incluso, en planes de adulto: don Juan quería que yo fuese primero a la Universidad de Bolonia, y sólo después, a las academias militares. Franco (con muy buen sentido, me parece a mí) dijo que primero tenía que ir a las academias, y aprender la disciplina militar, y pasar luego a la universidad. Y esa experiencia es la que yo quise más tarde para mi hijo Felipe. El gobierno, que entonces era el socialista, prefería que el príncipe fuese antes a la universidad. Y yo les decía: “¿Pero qué sentido tiene que un hombre, con su carrera ya terminada y el título universitario en el bolsillo, se meta a vivir entre cadetes, atendiendo al toque de diana, y a hacer marchas…? ¡No lo aguanta, coge el portante y se larga!”.
»Así que le dije a mi padre: “En todo he hecho lo que tú me has dicho. Tú me has ayudado a formarme. De ti he aprendido a trabajar para España y para la restauración de la monarquía. El haber sido nombrado ‘sucesor a título de Rey’ es una consecuencia de haber estado en España, porque tú me pusiste ahí. Yo no te lo pedí. Tú lo decidiste por mí. Y es lógico, de cajón, que haya ocurrido lo que ha ocurrido. Pero, tú, papá, no lo ves… porque tienes unos consejeros que no te dejan verlo. De todos modos, si tú crees otra cosa, dímela, papá, yo te oigo”. Y entonces llegamos al meollo.
—¿Don Juan se sentía traicionado?
—Mi padre creía que yo no había jugado limpio: que yo le había engañado. En junio, en vísperas de San Juan, la princesa Sofía, los niños y yo habíamos estado en Estoril. Del 22 de junio al 12 de julio[126]. Como a los pocos días Franco hizo mi nombramiento, a mi padre no le quitaba nadie de la cabeza el convencimiento de que yo esos días de Estoril ya lo sabía, y me había callado.
—Bueno… algo sabía, ¿no, majestad?
—¡Nada!
—Pero, cuando se iba a Estoril, Franco le dio una pista, con aquello de «al volver, venga a verme, alteza».
—Pilar, yo no lo sabía. Y así se lo dije a mi padre. Te juro por mi madre, te juro por mi mujer, te juro por mis hijos, que yo no lo sabía. Franco no me había dicho nada. Mi padre, en Estoril, intentó sonsacarme, porque rumores sí que había, muchos rumores: «Tú sabes algo y me lo ocultas. ¿No me lo quieres decir?» «¡Papá, yo no sé nada!» Y era verdad. Franco me había preguntado que cuánto tiempo iba a estar allí, y que cuándo iba a volver. Me dijo que tenía que verme a mi vuelta. Y cuando fui a El Pardo y me soltó lo de la designación, lo primero que le dije fue precisamente: «Mi general, ¿por qué no me lo dijo usted antes de marcharme a Estoril? Ahora mi padre no va a creer que yo no lo supiera». Y entonces Franco me contestó: «Yo no podía pedirle a vuestra alteza que estuviera allí con ese peso en la conciencia, junto a su padre, y callando. En cambio, ahora que no están ustedes juntos, sí puedo pedirle que no diga nada. Ya seré yo quien se lo comunique a don Juan». A pesar de lo cual, lo primero que hice, nada más llegar de El Pardo, fue, bueno, decírselo a la princesa y, enseguida, coger el teléfono y llamar a mi madre. «Mamá, hay esto: Franco me ha anunciado que me va a nombrar “sucesor”… Y le he dicho que sí. No me ha dejado ni un día para pensármelo». Ah, a quien también llamé para decírselo fue a Torcuato Fernández-Miranda.
»La reacción de mi padre fue… tremenda, tremenda. Hasta había llegado a escribir una carta a todas las familias reales, manifestándoles su disconformidad con mi designación. Esto hubiese sido un varapalo muy duro. Y la tuvo escrita, eh, pero no llegó a enviarla, porque José María Pemán y otros intercedieron en ese sentido.
»Así que, aquella tarde, tomando el té en la plaza de Saint-François, le dije: “Papá, lo mío es consecuencia de tu decisión. Yo he sido siempre un mandado. Objetivamente, yo tengo más probabilidades de reinar que tú. Pero no estoy seguro. Franco puede cambiar de actitud. Lo que sí te puedo decir es que nos necesitamos los dos. Yo desde dentro, y tú desde fuera. Porque yo, dentro, estoy completamente rodeado y vigilado, y no puedo tener contactos con la oposición. Y tú, fuera, sí puedes. Y sólo de esta manera podré hacer una monarquía democrática, para todos los españoles, piensen de una manera o piensen de otra”.
»Mi padre me escuchó muy callado. Luego me dijo: “Me cuesta creerte”. Y así estuvimos un rato: él diciendo que yo lo sabía, y que le había engañado; y yo negándolo. Hasta que al final: “Venga, prefiero creerte… ¡Dame un abrazo!” Y allí echamos nuestras lágrimas los dos, y nos dimos nuestras palmadas en los hombros.
»A partir de ahí, fue mi mejor consejero y apoyo. Y mi mujer, encantada. Porque eso era algo que estaba nublando mi vida. Y, por tanto, la suya.
—Por lo que acaba de decir, ¿vuestra majestad, en 1969, ya pensaba hacer una democracia?
—Sí. Yo pensaba que el franquismo no podría continuar después de Franco. De ninguna manera. Por eso, cuando juré lealtad a las leyes del franquismo y a los Principios del Movimiento, tenía la preocupación de incurrir en perjurio. La misma tarde de la jura telefoneé a Fernández-Miranda y le pregunté: «Torcuato, ¿esto se puede jurar y luego cambiarlo… sin ser perjuro, ni que puedan llamarme perjuro?» Y él me contestó: «Sí. Con toda normalidad. Una ley, del mismo modo que se hace, luego se deshace. Además, esa Ley Orgánica del Estado contiene en sí misma el principio de su propia transformación. El franquismo legal se puede cambiar desde dentro». Y me repitió lo de «ir de la ley a la ley».
»Pero eso, que yo no iba a continuar el franquismo, el mismo Franco lo sabía. Recuerdo las veces que acompañaba al caudillo, al Valle de los Caídos, por ejemplo, y él me decía: “Alteza, no tiene por qué acompañarme. Esto es un asunto mío, no suyo. No tiene por qué venir”. Franco no decía más, pero “a buen entendedor, pocas palabras bastan”. Él sabía que yo no iba a ser “el rey del Movimiento”, como algunos pretendían.
—¿Cuál fue la actitud de la reina, la princesa Sofía entonces, cuando vuestra majestad decide ir a pie detrás del armón con el féretro de Carrero? ¿Intentó disuadirle? Ella me ha dicho que la reacción de Franco fue «quedarse sin reacción».
—Pues te lo ha dicho tal como fue: Franco se quedó groggy, fuera de juego. Todo el mundo estaba consternado y sin iniciativa. La verdad, lo de ir a pie, jugándomela, detrás del armón fue un trago, eh…
Recuerdo que cuando la reina me contó este episodio, se llevaba las manos a la cabeza porque «Juanito, en esas veinticuatro horas, se fumó ¡sesenta pitillos!». Agarró una intoxicación terrible, y dejó de fumar durante muchos años.
—Había mucha gente que me decía que no debía ir. Y yo insistí en que tenía que hacerlo. «Si yo ahora me arrugo —les decía yo—, la gente va a pensar que no tengo… lo que hay que tener». En ese momento, lo que hacía falta era que alguien le plantara cara al miedo. Y, también, que dentro y fuera de España se percibiera la imagen de un futuro nuevo, distinto. A la princesa, al principio le costaba que yo me arriesgara. Pero en ella hay muchos siglos de educación en el valor, en el servicio, en la disciplina… Y me animó. ¿Ves? Otra vez que estuvo a mi lado.
—¿Y cuando lo de la marcha verde y vuestro viaje a El Aaiún?
—Eso fue, precisamente, el día del cumpleaños de la princesa Sofía: el 2 de noviembre de 1975. Reuní aquí, en La Zarzuela, al presidente Arias, al ministro del Ejército, Coloma Gallegos, a los altos mandos militares, al ministro de Exteriores, que era Cortina Mauri… Y les dije: «Voy a ir». Yo quería demostrar a las tropas que estaba con ellas y al frente de ellas. Y hacer un gesto, para que Hassan tuviera salida de plata y retirara su marcha verde. Antes de la reunión política, yo lo había hablado con la princesa, con Mondéjar, con Armada, y con Cortina en el salón… Y ella, lo recuerdo bien, me dijo que tenía que ir, que le parecía formidable y que en aquel momento mi sitio era ése. No, a la reina siempre le sale la mujer brava y valiente que lleva dentro.
—Hablando con la reina, me ha llamado la atención su exquisita referencia a la hija de Franco, siempre que la mencionaba.
—Es que con nosotros, conmigo, en las dificilísimas horas de suceder a Franco, Carmen se portó muy bien: como una señora, y como una amiga leal. Ella sacó el documento del testamento, en el que Franco pedía que se pusieran todos a mi lado.
—¡Menudo salvoconducto, en ese momento!
—¡Pues, sí! Y podía no haberlo sacado, porque nadie sabía que ese testamento existiera. «Esto me lo dictó mi padre», dijo. Ése fue un gesto que ni la reina ni yo podemos olvidar nunca.
—¿Vuestra majestad no tiene mal recuerdo de Franco?
—No. Él a mí me tenía cariño. Eso uno lo nota. La princesa también lo notó enseguida. «Franco se alegra cuando te ve —me decía—. Le gusta tenerte cerca». Y la familia de Franco, con nosotros, se portaron muy bien. Franco podía no haber dado paso a un rey. Y, chica…
Arquea las cejas, rubísimas cejas, frunce los labios y pone cara de decir ¿qué más quieres? ¡…ya ves yo dónde estoy!
Me entra risa. Y el rey se anima a narrar una batallita graciosa.
—No sé si te lo habrá contado ella, pero cuando fuimos al Pazo de Mairás, la primera vez… ¿lo sabes ya?
—Quizá, pero no en «versión rey».
—La primera noche que dormimos allí, nos pusieron dos camas. A la hora de acostarme, voy y me siento en la mía, para quitarme los zapatos, y ¡zas, plas! se rompe todo, se vienen abajo los barrotes, la cabecera, el somier… ¡Bueno, no veas la que se armó en un minuto! Y ella me decía: «¿Qué vas a hacer?» Y yo: «¿Que qué voy a hacer? ¡Pues dormir!» Yo duermo en el pincho de una bayoneta. Me tumbé con el colchón en el suelo, y dormí como un lirón, toda la noche.
Hace rato que, de vez en cuando, miro de soslayo una fotografía en color que hay en una de las estanterías. No la veo bien. No la identifico. Parece una chica joven y guapa. El rey sigue la dirección de mi mirada. Sonríe. Se levanta. Va junto a la librería, alcanza la foto enmarcada, y me la acerca. Es la infanta Cristina. Me lee la dedicatoria: «Al mejor padre del mundo, con todo el cariño del mundo». Y me guiña un ojo, con picardía. La deja donde estaba. Exactamente donde estaba. Ya me habían dicho que el rey era un hombre muy ordenado. Aprovecha el viaje, y vuelve con otra fotografía. Color, apaisada y tamaño postal. Jaime de Marichalar y la infanta Elena, con ropa deportiva, en algún paisaje trópico. Esta vez, el rey no me lee la dedicatoria: me la recita de memoria, sin mirarla: «Una foto muy “especial” de un viaje muy “especial” para un doble padre muy “especial”. Elena y Jaime».
—Volviendo a la reina, tengo que decir también que ha sido una madre sensacional. Pocos hijos en este mundo han podido tener la atención absolutamente volcada de una madre como la han tenido mis hijos. No los desatendía nunca. Y eso que venía conmigo a todos los viajes.
—Ah, a propósito, cuando le he preguntado por las relaciones afectivas entre el rey y la reina, me ha dicho «Soy su compañera, somos compañeros de viaje».
—Es verdad: es mi compañera de viaje.
—¿Sabe que la reina me ha dicho que ella es «cualquier cosa, menos una profesional»?
Don Juan Carlos pone cara de medio compungido. Saca los labios en morro. Mueve los ojos de un lado para otro… con una mímica simpática y la mar de expresiva.
—Pues…, chica, ¿qué quieres que te diga? Yo sigo pensando que es una gran profesional. Pero es que, además, tenemos que serlo: el rey, la reina, el príncipe Felipe. Yo a veces a mi hijo se lo digo: «Oye, no te creas que esto está ganado pa’siempre. Aquí hay que ganarse el sueldo día a día. Yo no puedo tumbarme a la bartola. Si nos tumbamos a la bartola, “nos botan”. Y no hay que mirar horarios, ni cansancios, ni apetencias…» Y hay que ir a lo que marca la tabla, y recibir a éste, y prepararse un discurso, y aguantar el acto tal… Porque ya te puedes imaginar que a muchísimas cosas a la reina, o a mí, o a nuestros hijos… no nos apetecería ir. Pero ni nos lo planteamos. Y en ese estar siempre en el tajo consiste, pienso yo, lo de ser profesional. Profesional, o… búscame otra palabra, ¡llámale hache! Y si no, no he dicho nada.
Hace el gesto de cerrarse los labios, de comisura a comisura, con una imaginaria cremallera.
Suena oportunísimamente el enésimo carillón de la tarde. Apagado el eco de las últimas campanadas, el rey toma de nuevo la cuestión; habla erguido, aplomado, resuelto:
—Si un rey te dice que hay que ser profesional, y ganárselo cada día, y que un príncipe no puede tumbarse a la bartola, te está diciendo mucho. Te está diciendo que un piernas no puede ser rey. Te está diciendo que la corona hay que trabajársela cada día de cada mes de cada año. Y te está diciendo que, si el pueblo le vuelve la espalda, tiene que liar los bártulos y marcharse a su casa. O sea…
Le hablo al rey de esa que yo llamo «fotografía de las lágrimas». Y veo que no necesito explicar a cuál me refiero.
—¡Ah, sí, es una foto preciosa! Una foto natural, espontánea, muy expresiva.
—¿Verdad que sí? Pues… no le gusta.
—¿Cómo que no le gusta? ¿A quién no le gusta?
—A la reina no le gusta.
—¡Qué me dices!
—Sí, a ella le parece horrible. Eso me dijo.
El rey se queda «parado». Sorprendido. Mayormente, extrañado.
—¿«Horrible» te dijo? ¿Por qué? ¡Pero si ella quería mucho a don Juan! Y esa foto es muy bonita, porque se la ve llorando por mi padre…
—No sólo por su padre, creo yo. También por la pena del rey.
—Sí, ella lloraba con mi pena, por mi pena. Esa foto… ¡ésa es la foto de la compañera! ¿No te ha explicado por qué no le gusta?
—A lo mejor tiene una explicación tan sencillamente presumida como que… a las mujeres no nos hace gracia que nos saquen llorando.
—Sí, eso puede ser…
—El pudor de las lágrimas.
Siento cargo de conciencia: ¿alevosamente le habré metido un perdigonazo al rey? Se ha quedado el hombre atónito, perplejo. La reina diría «mosqueado». Como si cayera del guindo de las complejidades y sutilezas del alma femenina. Ahora quiere salir del atasco. Y me lanza un discurso magnífico.
—La reina es una mujer con un gran universo de intereses: es una gran defensora de las bellas artes, de la música, de la filosofía, de muchas empresas humanitarias… Le preocupa, pero le preocupa de verdad, la violencia, la droga, la marginación de cualquier tipo, la crueldad en la televisión, el tercer mundo, las mujeres rurales… Tiene una vida muy rica. No sabe lo que es aburrirse porque está abierta a muchísimas inquietudes y aficiones. A ella lo que no le divierten nada son las cosas de la casa. —Se echa a reír con picardía—. Yo a veces se lo digo, para hacerla rabiar: «Mujer, ocúpate un poco de la casa». Y me contesta: «No me gusta». Lo que sí le gusta es ir de compras. Eso sí. Comprar cosas para la casa, para los hijos, para mí… Pero lo del coser o lo del guisar, eso, nada, no le gusta nada. Que las cosas estén bien hechas, bien servidas… eso sí. Por ejemplo, para la boda de mi hija Elena, se fue a Sevilla y lo supervisó todo, mirando las mesas y las copas y hasta la última cuchara. Lo que se iba a servir, lo que no se iba a servir…
»Pero, sobre todo, es una mujer muy de familia. Disfruta con las fiestas familiares, las celebraciones, los cumpleaños… Tenernos a todos juntos. Eso le pirra. Ahora ya no tanto, porque los chicos se van por su cuenta, a su aire; pero, cuando eran más pequeños, los guateques, las fiestas con baile, eso ella se lo organizaba todo aquí, para que no tuvieran que irse por ahí. No porque quisiera mangonear, pero sí para tenerles más a la vista. Siempre ha querido saber qué hacían sus hijos, dónde estaban sus hijos, si les faltaba algo de algo a sus hijos… Una madraza tremenda.
—En esto de la educación de los hijos, los reyes han tenido criterios enfrentados, ¿no?
—Sí, sí. Ése ha sido uno de los temas por los que hemos tenido más discusiones. Yo soy más liberal, más abierto. Y ella más exigente, y más protocolaria. Bueno, no exactamente, aunque sí es más cuidadosa de las formas, de los respetos tradicionales… Tenemos puntos de vista diferentes sobre cómo llevar la formación de los hijos. Porque empieza que si a dónde vas, que si con quién, que si por qué, y a ellos al final se les acaban los porqués. Yo le digo a ella: «¡Pero, mujer, déjales…!»
»Mira, para que te hagas una idea de cómo le ha preocupado, de siempre, el asunto de los hijos: el día de la jura como rey, cuando íbamos los dos en el coche descubierto, saludando a la gente, y yo, quieras que no, sobrecogido por la impresión y por la emoción de empezar un reinado, ¿qué piensas que le tenía a ella más en vilo en esos momentos? Pues que los niños iban en otro coche, y estaba preocupada por si ellos sabrían hacerlo bien, saludar, comportarse…
—¿Y eso es malo, majestad?
—¡No! ¡Qué va a ser malo! Si yo lo digo en elogio de ella. Pero también digo que es el colmo de preocupona.
»Eso sí, en política no se mete. No es una persona que quiera inmiscuirse en lo que son mis atribuciones. En absoluto. No oirás nunca a nadie diciendo que si la influencia de la reina, que si la reina teje y desteje, que si compone situaciones…
—He tenido la suerte, porque lo considero una suerte, de haber escuchado a la reina una larga y profunda explicación sobre su estatus de reina consorte. Y me parece, majestad, que tiene las ideas muy claras y muy en su sitio acerca de cuál es su papel. Y como he leído las memorias de la reina Federica, que, página sí, página también, está haciendo la crónica de sus injerencias y excursiones por territorios políticos, pienso que tiene un gran mérito «autodidacta» que nuestra reina haya captado tan requetebién las limitaciones de una monarquía parlamentaria. Y algo mucho más difícil: que haya asumido un rol de reina para quien todo son obligaciones, sin que pueda reclamar ningún derecho.
—Cuéntame, ¿qué te ha dicho de ser reina consorte?
—¡Huyyyy, majestad, eso es todo un capítulo de mi libro!
—¿Pero ella se llama a sí misma «reina consorte»?
—Por supuesto: «Soy reina porque estoy casada con el rey». «Mi estatus es consorte del rey». «Si no fuese la esposa del rey, su consorte, yo sería sólo lo que soy por mí misma: princesa de Grecia, y punto…» Claro que también agrega, y con razón: «Aunque se muera mi marido y reine mi hijo, y haya una reina nueva, yo ya seré reina Sofía hasta la muerte…»
—Sí, tú dices de la reina Federica… Pero es que hay ciertas diferencias entre la monarquía de Grecia, tal como la conoció mi mujer, en tiempos de su tío Jorge, y en tiempos del rey Pablo, y la monarquía que hay hoy en España. Allí, el primer ministro no podía hacer nada sin contar con el rey. Y el rey podía disolver el parlamento, y no firmar una ley, y encargar la formación de gobierno a quien de verdad él estimase conveniente, y tomar muchas otras medidas importantes.
—En algún momento, me dijo la reina: «Esta combinación de monarquía y democracia, nunca la hubo así en España. Esta nueva monarquía es un invento, un buen invento, de mi marido».
—¡Ah! ¿Eso dice? —Se ríe, halagadísimo, como un cóndor pavonado y con gorguera.
—Majestad, ¿cómo se nota la presencia de la reina, y cómo se nota su ausencia? ¿Se nota si está en casa, o si no está?
El rey comienza a entrecerrar los ojos, llenos de pestañas rubias, como si quisiera columbrar una respuesta fina, tenue, leve. Como si quisiera perseguir un milano. Busca así, entornado y a tientas, por las altas barandas de su imaginación…
—Se nota. No sé, no sé, no sé cómo se nota, pero se nota. Yo lo noto. No sabría explicarlo, pero sí que se nota. Yo entro aquí, en casa, y al muy poco rato sé si está o si no está.
—¿Por qué lo sabe? ¿Cómo lo percibe? ¿Apaga las luces?, ¿alza las ventanas?, ¿o es una esencia de mujer?
—No te creas tú que ella es de las que van apagando luces… Apago más luces yo. Ella lo guarda todo en cajas y cajitas… Pero soy más ordenado yo. Yo tengo un desorden ordenado. ¿Ves esa mesa? —Veo esa mesa—. Aunque no lo parezca, porque hay muchas cosas encima, yo en medio minuto te encuentro cualquier papelito.
—Así, a bote pronto, majestad, dígame una cosa, sólo una cosa, en la que sean como la noche y el día…
—¡Ufff, tantas! ¡En casi todo como la noche y el día!
—Eso en parejas es muy sano.
El rey no me ha oído.
—Yo soy, pues…, como soy yo: extrovertido, patalallana, descomplicado… La reina es introvertida. Le dices una cosa, y se le queda dentro, y la va pensando, la va pensando, la va pensando… —En cada «lavapensando», el rey va moviendo las manos, con ese ritmo, con esa cadencia, haciéndolas girar de fuera adentro, una en torno a la otra, como las palas de una amasadora de pan—. Y todo eso lo va madurando. A veces le dices algo, y le duele, y se le queda dentro…
—¿Es rencorosa?
—¡No! ¡Jamás guarda rencor! La reina no sabe lo que es el rencor. Si el verbo no fuese tan feo, te diría que rumia las cosas por dentro. Interioriza mucho. Y es lenta en sus reacciones, porque no le gusta improvisar, o no quiere, o no sabe. Eso también tiene sus ventajas: piensa más, decide mejor, va más segura a los asuntos, y… ¡pisa menos callos!
—Y esos núcleos de amistades que cultiva vuestra majestad: los compañeros de promoción de las academias militares, los de las facultades universitarias, el grupo antiguo de Las Jarillas, los del balandrismo… ¿le provocan celos a la reina?
—No. De todos modos es una cosa que yo me reservo; porque si entra la reina, enseguida cambia el trato. Y empiezan todos con «majestad» por arriba, «majestad» por abajo, y lo que era una reunión distendida se convierte de repente en algo protocolario. Sin ella querer. Pero ocurre así. Estos grupetes, yo me los reservo.
Calla el rey. Pasa un ángel, que dicen. Se ve que le ha sobrevenido una idea, un recuerdo, algo, no sé, que alegra su mirada.
—Cuando cumplí los cincuenta años, ella me organizó una reunión sorpresa, formidable. Le gusta mucho sorprender… Y localizó y citó y convocó a un montón de amigos míos, portugueses, italianos, españoles, y algún francés, a los que hacía mucho tiempo que yo no veía. Cuando ella cumplió los cincuenta, yo hice lo mismo. Le traje familiares de media Europa. Pero la idea original había sido de la reina.
—Pero ¿la reina es celosa?
Me mira. ¿Se siente obligado a responder? Duda si contestar. Lo privado, lo público, lo regio… Inicia un leve balanceo de cabeza, a derecha, a izquierda, a derecha…
—Sí… Y no. Con esto de los celos, te sorprende. Yo diría que es celosa, pero de un modo elegante. Es celosa con dignidad.
—¿Alguna vez le ha hablado ella de dónde quiere que la entierren cuando muera?
—¡Oye, chica, te ha dado hoy por la muerte…!
—Majestad, cuando se escribe un libro hay que preverlo todo…
—No recuerdo yo… no… no creo que hayamos hablado de eso entre nosotros… Pero… me da que no le gusta El Escorial.
—Eso es lo que me ha dicho a mí: que «ya están llenos los cajones».
—A mí me dice que es un lugar tétrico. ¡Tampoco a los muertos se les lleva a los toros…!
—¿Dónde le gustaría a ella?
—Hummmmrn. —Se gira hacia el ventanal. Señala con el pulgar y arqueando mucho las cejas, con cara de horror, añade—. ¡Ahí…! Yo creo que ahí…
—¡¿En el jardín?!
—Sí, ahí, en el jardín de casa. Al estilo Tatoi. ¡Todos ahí…!
—¿Y nunca le ha dicho que querría que la incinerasen y esparciesen sus cenizas por el Mediterráneo y por el Egeo?
—Pues no, no me lo ha dicho nunca. Pero… es una idea que le va.
Ahora el rey se queda pensativo. Juguetea con el anillo que lleva siempre en el dedo meñique.
—Fíjate… Yo creí que eso quien me lo iba a pedir sería mi padre. Él, almirante, con su barco siempre en el mar… Y como no había llegado a ser rey, y a lo mejor pensaba que no tendría sitio en El Escorial… La verdad, sí pensé que mi padre me lo iba a pedir. —Le veo tragar saliva, para deshacer el nudo en su garganta—. Y me preparé por dentro, porque eso es un palo, ¡eh! Pero no me lo pidió. Y allí lo tenemos, en El Escorial.
—Una pregunta al rey, que ya se la hice a la reina: ¿aconsejaría al príncipe Felipe casarse atendiendo a la cabeza, o atendiendo al corazón?
Yo creo que, aunque suene mal, el príncipe Felipe ha de mirar que la persona le convenga. Su mujer tendrá que saber hacerlo bien; tendrá que estar a todo; y esta vida nuestra es de mucho tute y, no pocas veces, de mucha tensión.
»Yo lo tengo muy claro. De vez en cuando le dejo caer algo, así, un poco por elevación, como quien no dice nada: “Felipe, tú trata de conjugar el corazón y la razón”.
»Y sé bien lo que digo: ser rey no es fácil. Ser reina no es cómodo. Ella no se queja, pero ser reina no es cómodo.
—Majestad, lo último que le oí a la reina fue: «Yo soy la mujer que está al lado del rey».
—¡Y es verdad! Ella ha estado siempre a mi lado y de mi parte. Ella me ha ayudado siempre. Ella es… mi compañera. Como si lo sellara con lacre, repite:
—Mi compañera.
Y se queda quieto, rubio, avellanado, belfo y de perfil.
* * *
Al final, una recoge sus bártulos de oficio de escribir, y baja por la cuesta consabida. Las intuidas ciervas, quietas y esculturales, o fugitivas trémulas. Las encinas desnudas de noviembre. El cedro mutilado por un rayo. Los cardos cenicientos. Los jaramagos no sirven para nada. Pero son jaramagos, y ahí están. Los celajes de nubes en su viaje hacia ninguna parte. Los soldaditos jóvenes, azul y caqui, de la Guardia Real.
Todo fue un ejercicio: tantear cercanías. Una finta. Un intento de abrir la intimidad. Palpar la herida. Entrar. Mirar a quemarropa. Sorprender la palabra prohibida. Preguntar y robar la respuesta, la altanera o la impúdica o la torpe respuesta que no te van a dar. Los reyes miden mucho sus palabras.
Al cabo, treinta o cuarenta horas escuchando, mirándola de cerca, amasando —los gestos, las palabras, las risas repentinas, el color de la piel— un pan para la Historia. Para bajar la cuesta sabiendo que es muy poco lo que sabes. En la media distancia del respeto no te contarán más.
Los reyes y las reinas no airean sus secretos. Posan para los bronces, los libros, los retratos, los jueves por la tarde. Y sólo quieren salir favorecidos. Y que nunca se diga aquello que no debió decirse. Y que nunca se sepa aquello que no debió ocurrir. Una ya lo sabía: los reyes y las reinas se aman, se desaman, juegan al pádel, ríen, se insultan, lloran, piensan bien, piensan mal, engendran hijos, con grandes ceremonias los bautizan, los casan, o los quieren casar… pero todo lo hacen dentro de su hornacina de la Historia. Ni un paso más allá.
Así y con todo, en estas… romerías a la reina yo no vine a fisgar. Yo vine a dar respuesta a una sola pregunta. Y la llevo cabal y bien cabal.
Vista de cerca, ella es quien yo intuía: un soporte, un valor, un aval.
El ejercicio de la realeza no estriba sólo en ser: es, y de qué manera, una cuestión de estar. Estar. Hilar. Parir. Cuidar la casa. Estar. Estar y vigilar. Ah, cor meum vigilat (la esposa del Cantar). Sin siestas, ni evasiones, ni ausencias, ni trampillas ocultas, dobles fondos por donde escapar. Que en esto de los reyes —piénsenlo bien, a fondo—, se es sólo si se está.
Y a mi pregunta de ¿quién es la reina?, con sabio instinto de raíces viejas, ella responde yo soy… la que está.
Esta reina Sofía, porque sabe ser reina, nos cuida y garantiza muchas cosas… tan sólo con estar.
El Soto, 15 de noviembre de 1996