The royal crown cures not the headache.[107]
GEORGE HERBERT, Jacula Prudentum
—¿Te has enterado de la tragedia? ¡Qué horror! ¡No lo puedo creer!… Por lo visto, era uno solo el que entró hasta el despacho… ¡Qué pena, qué pena, qué pena me da…! ¡Un hombre tan estupendo! El príncipe, mi hijo, se ha quedado consternado, muy golpeado… Es su profesor, era su profesor, de derecho constitucional. Le quería y le admiraba mucho… Precisamente, iba a venir a ver al rey dentro de unos días, porque le habían hecho miembro del Consejo de Estado…
Así, espasmódicamente, con la voz alterada, y todavía bajo el efecto de la primera impresión, la reina me está dando la noticia del atentado mortal contra Francisco Tomás y Valiente, ex presidente del Tribunal Constitucional. Estaba trabajando en su despacho de la universidad. Un terrorista de ETA ha entrado y le ha descerrajado un par de tiros a cañón tocante en la cabeza. Ha debido de ocurrir mientras yo recorría la carretera que sube de Somontes al palacio de La Zarzuela. Pero se ve que a las emisoras de radio todavía no había llegado la noticia. La reina lo acaba de saber. Hace unos minutos, y de primerísima mano: «El presidente Felipe González estaba aquí, con el rey, en su despacho semanal. Y les han informado a ellos. Creo que todavía siguen en el despacho… Pero todo está aún muy confuso. Lo único seguro, por desgracia, es que era él, y que lo han matado».
14 de febrero. 1996. Entiendo ahora el pasmo pálido en los rostros del personal auxiliar que me ha recibido en el zaguán. Y la expresión cejijunta, taciturna, del teniente coronel, ayudante militar. Y su pregunta, que por cierto no aguardaba respuesta: «Tanto remover lo del GAL ¿no le estará dando alas a ETA? ¿No se sentirán más legitimados para matar?»
La reina viste hoy un elegante traje de chaqueta entallada negra, con algún adorno de cadenillas y herrajes; falda amplia de capa, estilo amazona, en pata de gallo gigante blanco y negro; botas muy altas de ante negro. Tienen después, ella y el rey, un almuerzo privado en el restaurante El Bodegón, con el infante don Carlos y varios miembros directivos de Colegios del Mundo Unidos. Trae en la mano una carpetilla con los teletipos de la mañana. Va mirándolos, con rapidez, descartando uno tras otro los que no dicen nada del atentado. Se la ve humanamente afectada. Y políticamente preocupada. Al ayudante militar le ha dicho: «Por favor, que me tengan al tanto de lo que vaya habiendo…»
El teléfono interior suena cuatro o cinco veces, mientras yo estoy aquí. Ahora es la reina quien llama. Hago ademán de irme, pero la reina con gesto rápido extiende la mano, y casi casi me coge el brazo para detenerme. Pregunta a no sé quién «¿Qué se sabe de la capilla ardiente?». Después, ella misma va repitiendo lo que le dicen al otro lado: «Ah, claro, claro… esperar a la autopsia… ¿Dónde lo van a poner?… Sí, sí… en el Tribunal Constitucional… Y más o menos ¿cuándo se podrá ir ya?»
Cuelga el auricular. Y se dirige a mí: «Ante una cosa así ¿qué se puede hacer?… ¿A qué responde esto?» No sé qué contestarle. Ni siquiera sé si quiere que le conteste. Llevo viniendo aquí un montón de meses, mientras en la calle ciudadana caían chuzos de punta de todos los calibres: sucesos de corrupción económica, tráficos de influencia política, crisis internas en el partido socialista, crispación general en el país, nuevos escándalos sobre el uso espurio de fondos reservados, noticias escalofriantes de los asesinatos del GAL, escuchas del CESID aplicadas a teléfonos de very important persons, incluido el rey Juan Carlos, libros denunciando tremendos negocios de personajes que se escudaban en el nombre del rey, encarnizadas polémicas entre líderes políticos, encarcelamientos de generales y de ex altos cargos públicos… Pero jamás la reina me ha dicho una sola palabra sobre la situación. Se diría que, deliberadamente, su majestad quería indicarme así que, en estas conversaciones, la periodista de la columna política «Hilo Directo» debía dejar sus curiosidades e intereses por la parte de fuera de la puerta. O al menos, yo lo he entendido así. Sin embargo hoy, contra todo uso, es la propia reina quien me provoca a hablar del suceso caliente, a editorializar, a opinar.
—¿Qué se puede hacer? ¿Quién puede hacer algo?
—No sé… ¿Quizá una mediación del obispo Setién, o del propio Arzalluz?
—¡Quién sabe…! —Se lleva las manos a la cabeza: las apoya sobre ambas sienes, y cierra los ojos. Toma un despacho de teletipo, y lo lee en diagonal—. Fíjate, «el presunto autor, alias Karakas… de 25 años…». ¡Un muchacho! Y jugándose la vida como un kamikaze, porque ha tenido que entrar hasta el despacho, y salir de allí sin que le cogieran, corriendo un grave riesgo… O sea que esta ETA es una ETA dura, fanatizada, que no se va a parar en nada…
—Al parecer, hay un endurecimiento de la cúpula. Se ha dado un relevo generacional, y ahora la propia cúpula mata… Estos que matan no son mandados, son dirigentes…
—Pero ¿por qué? ¿Por qué un muchacho de veinticinco años se lo juega todo en un momento? ¿No les interesa vivir?
—No hay razones, majestad. Pero hay dinero detrás, mucho dinero. Por eso ETA es el cuento de nunca acabar. Siempre está «dando los últimos coletazos», y siempre hay algún «mecenas de la muerte» que la amamanta de nuevo.
—¿Para qué?
Se han cambiado los papeles. La reina interroga, y la periodista intenta responder. Sus preguntas son esencialistas: van a la médula de la causa original, el porqué; y al nervio de la causa final, el para qué.
—Supongo que para desestabilizar. Y ahí está el recrudecimiento de la violencia del IRA, que políticamente parecía ya resuelto. Y el contencioso entre Israel y Palestina. ¿Quién no quiere que eso se arregle? Ahí no hay ideologías, majestad. Hay matones adiestrados, y dinero. Dinero que todo lo compra.
—¿Dinero? Bien, pongamos que es por dinero. Le dan dinero al etarra que mata, y que arriesga su vida. Pero, pregunta siguiente: ¿Él para qué lo quiere? ¿Qué hace con ese dinero? ¿Irse a Hawai a tomar el sol? —Hace un gesto de desprecio, de asco, con la boca, con los ojos…—. Además, no se les ve ir a Hawai a tomar el sol. Nunca han detenido a un etarra en un hotel de lujo, o en una playa paradisíaca, o comprándose un yate… A mí lo que me deja desconcertada es la presencia del mal; de personas depravadas que viven para hacer el mal; de gente que, siendo tan joven, tiene ya la mente pervertida. Eso es lo que me rompe por dentro. Pero no es un fenómeno español, o irlandés, o fundamentalista… Está en el mundo entero: hay gente que piensa en términos de hacer el mal. Y hay que estar por encima. No debe influirnos. No puede alterar nuestra vida.
—Cuando el verano pasado ETA preparó un atentado contra el rey o algún miembro de la familia real, ¿tampoco eso alteró vuestra vida?
—Puse todo mi empeño en no consentir que esa amenaza enturbiase las vacaciones: que ni nos inquietase, ni afectara a la tranquilidad de la familia y de los invitados que teníamos allí, en Marivent. Los reyes no estamos hechos de distinta pasta que los demás mortales; pero no estaría bien que a los reyes nos «aterrorizaran» los terroristas. ¡Se habrían salido con la suya, viéndonos acobardados! ¡Nada, nada! Las autoridades de Interior nos dijeron dónde estaban los de ETA, con el rifle y el visor telescópico, esperando la ocasión para disparar. ¡Hombre!, sí, estábamos precavidos, pero sin miedo ninguno. Y había una protección policial muy fuerte, muy estrecha. Ésa era nuestra seguridad… Pero el pobre Tomás y Valiente, ¡vaya «heroicidad» la de ETA! ¡Era tan fácil matarle, como a cualquier españolito que va por la calle! ¿Pretenden demostrar con eso que son un «ejército invencible»? Pues no: el terrorismo es un proceso de maldad. Y no más.
Pasarnos a hablar de otras cosas. La reina me cuenta que acaba de estar en París en una exposición de trabajos textiles hechos por mujeres de Bangladesh: «Dos millones de mujeres han hecho tejidos para un millón de familias… ¿Conoces el Grameen Bank?» Le digo que no sé qué es eso.
«Pues es una gran idea muy sencilla, de esas buenas ideas que vale la pena alentar. Un día, estando yo en Bélgica en un almuerzo, después de una reunión de mujeres rurales, conocí al profesor Muhamad Yunus, de Bangladesh, que estaba sentado junto a mí. Este catedrático de economía es el promotor de la idea del Grameen Bank: mientras los bancos normalmente prestan mucho dinero a muy poca gente, Yunus se propuso prestar poquito dinero a muchas personas: facilitar unos créditos muy cortos, de un dólar, dos, cinco; máximo, veinte dólares. Cantidades irrisorias, sí, pero hay millones de personas, campesinos la mayoría, pobres, muy pobres, que tienen los productos de su pequeña cosecha, o la leche de una cabra, pero no disponen de dinero en metálico para comprar unos zapatos, o unas simientes, o una azada, y saldrían de un apuro con tres dólares, con cinco, ¡o con uno! Y sin embargo, es curioso, no hay bancos que se molesten en prestar un dólar. Cuando un dólar puede ser, y es, la apremiante necesidad de muchísimas pobres gentes. Yunus difundió la idea del Grameen Bank. El vicepresidente del Banco Mundial, Seregueldin, estaba entusiasmado. Pronto habrá muchos bancos de ese estilo. Ahora, el objetivo es poder atender a un millón de prestatarios».
Hoy, por primera vez, en todos estos meses salpicados de encuentros con la reina, nos interrumpirán en varias ocasiones a causa del suceso terrorista: unas veces es el ayudante militar, trayendo algún papel; otras, por el teléfono interior, el vizconde del Castillo de Almansa, jefe de la Casa de Su Majestad el Rey; o Asunción Valdés, responsable de la información de La Zarzuela, que hace llegar una carpetilla con despachos de agencias. Hay un laborioso trajín, un incesante flujo de noticias puntuales sobre el desarrollo de los hechos: la llegada del juez Baltasar Garzón, a quien ha correspondido el caso por hallarse de guardia; el levantamiento del cadáver; las primeras diligencias policiales; las declaraciones inmediatas de otros profesores del claustro universitario; testimonios de alumnos que se cruzaron por los pasillos con el asesino; reacción de la esposa, de los hijos, del portero que le despidió esa misma mañana al salir de casa… Y todo ello hace deslavazada, y como a tiro de mata, nuestra conversación.
Le he preguntado sobre la concesión de condecoraciones y de títulos nobiliarios de nuevo troquel: a falta de guerreros tomadores de segorbes, alziras y granadas, de navegantes ultramarinos, y de conquistadores de islas isabelas, hoy la Casa Real acrecienta la cabaña noble con los neopróceres de la cultura y el arte, los neohidalgos de la política, y los infanzones añosos del viejo republicanismo monarquizado. Me dice la reina que eso siempre ha sido así. Que «los títulos los dan los reyes para premiar, cara a la Historia, algo que se ha hecho en bien del país». Menciona a Ramón María del Valle-Inclán, a Salvador Dalí, a Andrés Segovia, a Carlos Arias Navarro, a Adolfo Suárez, a Josep Tarradellas, al teniente general Gutiérrez Mellado, a José Manuel Lara, a Sabino Fernández Campo, y al marqués de Mondéjar y a Torcuato Fernández-Miranda, condecorados ambos con el toisón.
La reina está mucho más conmovida y afectada por el asesinato de Tomás y Valiente de lo que quiere aparentar. Intento distraerla, sembrando nombres, por si le sugieren algo; pero sin forzar una conversación de más enjundia.
«Tarradellas era republicano. Fue ministro… ¿consejer? ¿conseller? de la Generalitat, durante la República. Pero aceptó el título de marqués, ¡y muy honrado! Era un estadista, un hombre grande, de esos que en un país salen sólo dos o tres en un siglo. Fue muy importante que él quisiera regresar del largo exilio de cuarenta años entrando por Madrid. Eso era tanto como reconocer la unidad de España, y dónde estaba la capital del reino. Aquí, en palacio, le recibió Mondéjar que, como era mallorquín, supo saludarle en catalán. El rey y él se hablaron claramente: “Yo soy republicano de toda la vida”. “Ah, pues yo también soy monárquico de toda la vida”, contestó el rey. Se entendieron enseguida, congeniaron. El factor humano en la política es muy interesante. Tarradellas no renunció ni a su republicanismo, ni a su catalanismo; pero hizo una política muy sensata, de unidad, en un momento decisivo, cuando el Estatuto y la Constitución. ¡Admirable!
»Gutiérrez Mellado no quería aceptar el título. Pero no porque lo despreciara, sino porque era un hombre tan humilde, tan sencillo, que no se sentía digno de llevar un título de nobleza».
—Hay quien se pregunta por qué el ducado y el toisón a Fernández-Miranda, y a Adolfo Suárez sólo el ducado.
—Fernández-Miranda ayudó mucho a mi marido. Primero, como príncipe, en su formación política, cuando le decía «No tenéis que aprender en los libros, sino escuchando y mirando alrededor». Y tenía razón: no había libros donde el príncipe pudiera leer lo que a él le iba a tocar hacer. Después, como rey, le dio las líneas maestras para hacer la reforma. En cierto momento, cambió la camisa azul de falangista por la blanca. Renunció a ser presidente del Gobierno (el rey se lo ofreció) porque desde las Cortes y desde el Consejo del Reino podía ayudar más. Hizo la terna donde el rey pudo elegir a Suárez…[108] De modo que ese toisón estaba muy bien otorgado.
—Majestad, ¿hubo al final una ruptura, un enfriamiento, entre Torcuato y el rey?
—No, no hubo ninguna ruptura. Torcuato era seco, serio, con una ironía muy especial. Un asturiano profundo, inteligente, culto. Y con una visión de futuro sorprendentemente luminosa. Veía el futuro muy claro.
—En cierta ocasión, en su casa de la calle del General Oráa, aquí en Madrid, hablando de esa distancia, de ese frío en sus relaciones con el rey, me soltó una cita de las Escrituras «no exasperéis a los jóvenes»[109]. ¿A qué se podía referir?
—No lo sé… Se le había dado el ducado y se le había dado el toisón.
—Estoy pensando…
—¿Qué?
—Que el rey, a sus amigos, a sus amigos de verdad, no les paga los servicios con títulos… Por ejemplo, Miguel Primo de Rivera. Recuerdo cómo batalló para que las viejas Cortes de Franco se hicieran el harakiri y dieran paso a lo nuevo. Y después, en el Senado, le vi pelear como un león para que al rey no le desplumaran de competencias…
—Miguel Primo de Rivera y mi marido eran amigos desde pequeños. Jugó un papel muy interesante en la época de la transición, y cuando se debatía la Constitución, porque él estaba rodeado de hombres del viejo búnker, mayores, muy pegados a Franco; en cambio, él era joven, de la misma generación que el rey, y demócrata, y monárquico. Su apellido, muy ligado a la Falange y al régimen anterior, no inspiraba recelos entre la vieja guardia. Pero en el tema de despojar al rey de facultades en la Constitución, eso lo querían así Torcuato y Adolfo Suárez, y el propio rey lo veía conveniente. En ningún momento discutió que quisiera tener más competencias. Veníamos de un sistema de poder absoluto, y era necesario que el jefe del Estado soltara poderes. Mi marido eso lo tuvo siempre muy claro. Mi padre, por ejemplo, podía disolver el parlamento. Mi marido, no. Pero no le despojaron a la fuerza: fue él quien quiso ser despojado. Reina pero no gobierna[110]: como el rey Balduino, o como la reina Isabel de Inglaterra. Y con lo que tiene… ¡ya tiene bastante!
Ha vuelto a entrar el teniente coronel, precedido por unos golpecitos muy suaves en la puerta blanca. La reina recoge el nuevo dossier de cartulina verde claro que le entrega. Contiene textos de teletipo. Los lee por encima, y comenta: «Son declaraciones de los políticos, condenando el asesinato… Ah, aquí dice que pueden ser los mismos que atentaron contra Aznar… Que había un coche rojo y una mujer…»
Cuando llamó el ayudante militar, habíamos empezado a hablar de la dimisión de Adolfo Suárez como presidente del Gobierno, en 1981. Yo había expuesto, quizá un poco pedantemente, una batería de razones: «Las derechas que le votaron, desconfiaban de él. No era capaz de ganarse el voto de centro-izquierda, que ése lo tenía Felipe González. Se sentía aborrecido por los “poderes tácticos”: la banca, los empresarios, los militares… Los barones de su partido le criticaban y conspiraban para moverle la silla. Además, quería ocuparse más de su familia, a la que tenía muy desatendida. Y tal vez percibió que el propio rey se había cansado de él…»
La reina me ha escuchado hasta el final. Si está de acuerdo o no, no me lo dice. No entra a discutir conmigo. Eso sí, añade un argumento nuevo. Y muy acertado:
—Lo decisivo fue que Adolfo se dio cuenta de que, en una democracia, un líder necesita tener detrás una base fuerte popular, y un partido sólido. Él no lo tenía. Él había sido puesto desde arriba, nombrado por el rey. La UCD no era «su» partido, sino el de unos cuantos políticos que discutían entre sí… Y entendió que le había llegado la hora de empezar desde abajo. Bueno, él siempre había empezado desde abajo.
—Es verdad: le gustaba decir que era un chusquero de la política, porque había tenido que ir subiendo toda la escalera, peldaño a peldaño: procurador, gobernador civil, director general, ministro, presidente.
—Por eso, su empeño en crear el CDS. Y hacerlo él solo, sin contar con ninguno de los de antes.
»Ahora bien, lo que el rey no entendía, ni yo tampoco, era que su dimisión tuviese que ser tan de repente, y tan drástica: “Señor, que me voy… Y que me voy…” ¡Y que se fue! Dimitió un 29 de enero, ¿no?, y a los cinco días teníamos nosotros aquel viaje tan delicado al País Vasco. Hubo que organizarlo todo en cuestión de horas. Ah, porque, en medio, claro, el rey tuvo que empezar la ronda de las consultas con los líderes… Hicimos ese viaje sin presidente de Gobierno, con un presidente que ya se había despedido del país por televisión. ¡En fin…! Pero eso no quita para que me alegre mucho que ahora los españoles le reconozcan a Suárez todo lo que hizo en la transición.
La reina hace una pausa. Me mira como si, de pronto, se encontrara con alguien de su misma galaxia generacional. Y me dice cálidamente, confianzudamente:
—¡Cuántas cosas hemos vivido en tan poco tiempo!, ¿verdad? ¡Parece mentira! ¡Menos mal que no las llevamos a cuestas! Los jóvenes no saben nada de todo esto… Son como batallitas de abuelos… A veces pienso: “¡Dios mío, qué viejos nos hemos hecho, sin casi darnos cuenta!” Suárez es una gran persona, un caballero, cada vez más entrañable, más bondadoso, más amigo leal… Nosotros a Suárez y a Calvo-Sotelo los conocemos de mucho tiempo atrás: ¡de «cuando no éramos nadie»! Calvo-Sotelo es un hombre muy culto, muy agradable. Tiene un sentido del humor gallego, un poco seco. Pero es muy correcto. A Felipe González le hemos tratado más asiduamente siendo ya presidente del Gobierno.
»De los presidentes del Gobierno que ha habido, ya en democracia, Felipe es el que tiene un carácter más abierto, quizá por ser andaluz. Es listo. ¡Muy listo! Y, con tanto tiempo en el poder, ha llegado a ser un auténtico estadista.
»No le gustaba ponerse frac. Me decía: “¡Qué incómodo es esto!” Tenía razón: es más llevadero el chaqué. El frac es un engorro. A mi marido y a mi hijo les fastidia mucho. En las comidas y cenas de gala, en palacio Real, como más o menos tenemos ya cada uno nuestro sitio, aunque puede variar un poco según que vaya o no vaya la esposa de tal o cual mandatario, Felipe me comentaba: “Mi recuerdo de este palacio es siempre el mismo: sea quien sea el invitado, yo me paso la comida o la cena viendo un pavo… Y siempre el mismo pavo”. ¡Es cierto! Le toca ver enfrente uno de los tapices flamencos[111] de ese comedor de gala, que tiene justamente un pavo real. Pero él lo decía con cara de mucha guasa, y a mí me hacía reír…
Estamos así, hablando, cuando de pronto suenan, ¡pam, pam, pam!, unos golpes muy fuertes, como si alguien aporrease la puerta. Doy un respingo. Me pongo en guardia. Y miro, desconcertada, a la reina y a la puerta. La reina dice: «¿Sí?» Pero no le veo la cara, porque se ha vuelto hacia la puerta. Nadie abre por el lado de allá. Vuelven a sonar los golpes, contra la madera blanca. Doña Sofía se yergue y, sin moverse del sillón blanco donde está, gira la cintura y todo el torso hacia ese ángulo de la sala, como esperando, rubiamente retadora, la entrada de un minotauro. Con voz bien alta, ordena: «¡Adelante!» Sin embargo, los golpes persisten, ¡pam, pam, pam! No sé qué puede estar ocurriendo. En un segundo-láser, por el internet de mi imaginación han desfilado todos los peligros y malas sorpresas posibles: un Tejero golpista, un Karakas terrorista, un loco incontrolado… Lo que me extraña es que el rostro de la reina no denota ni asombro, ni temor, ni contrariedad… Ahora, en tono fuerte, y un poco burlón, casi grita: «¡¡Que pase el fantasma!!»
Se abre la puerta, y aparece el rey. La reina suelta una carcajada. Y él, con dos zancadas, se planta en medio de la habitación, gesticulando y diciendo: «¡Venga ya, tardonas! ¡Reina, date prisa, no te enrolles más con ésta, que llegamos tarde a comer! ¡Venga, vaaaa!»
Es la primera vez que el rey ha aparecido en escena durante estas conversaciones. Y, rebobinando el episodio, me parece que la reina sabía que se trataba de él, desde el primer ¡pam, pam, pam!
El rey está simpático y bromista conmigo: me coge por el cuello, me saluda sin protocolos, se mete con mi maletita negra —una especie de cabás negro brillante, estilo Mary Poppins, donde guardo mis útiles de escritora—, y me pregunta:
—¿Ahí qué llevas? ¿Las joyas de la corona? ¡Ja, ja, ja! Y a renglón seguido:
—Que no te veo nada, que ya nada, que te has echao otras amistades…
—Es verdad, señor: hacía mucho tiempo que no le veía cara a cara.
—¿Y cómo me encuentras? ¿Qué aspecto tengo?
—Está muy bien, majestad: moreno de tez, y sanote…
—Pues dilo por ahí. Porque el último bulo que me acaban de sacar es que estoy fatal… Es que el otro día, en Granada, en los Juegos de Invierno, por la televisión se me veía con cara de muerto. Y era un cañón de foco, de esos de mucho voltaje, que me lo habían plantado encima. Me daba de lleno en toda la cara y, chica, ¡me estaba matando!
Sin transición, pasa al gran tema del día: el atentado. Cuenta que conoció la noticia cuando despachaba con el presidente González. Es interesante que lo recuerde, porque a continuación percibo en él una reacción que me parece inducida:
—¡Es una canallada! Tomás y Valiente, fuera del partido que fuera, era un estadista. Como Gregorio Peces-Barba. Son hombres de Estado. Están por encima de si socialista o no socialista…
24 de abril. 1996. Hoy la cita es a las cinco de la tarde. Me advierten que «Su majestad se retrasará unos minutos, porque los reyes están viniendo del palacio de Oriente». Mientras aguardo en la salita de espera, repaso algunas notas de mi libretilla.
Estuve aquí el 26 de marzo, un día muy luminoso de primavera. La reina llevaba un traje de chaqueta azul pastel. Por la mañana, acompañando al rey, presidió en la Real Academia de Ciencias Exactas la presentación del Diccionario Científico y Técnico. Por la tarde, también con el rey, recibió en audiencia a los embajadores de El Salvador y de Corea, que venían a despedirse.
Volví a La Zarzuela el 17 de abril. Esa tarde la reina no iba a salir de casa, y vestía informalmente: blusa camisera azul celeste y falda acampanada tobillera azul marino. A última hora tenía una reunión de trabajo con el rey, y quizá con el príncipe de Asturias. En esas sesiones de trabajo programan la agenda de actividades de la semana o de la quincena. Suelen estar presentes el jefe de la Casa del Rey, Fernando Almansa y el secretario de la Casa, Rafael Spottorno.
De esos dos encuentros, como cosas de interés, apunté: Conflicto con la Casa Real británica, en 1981, por el viaje de novios de los príncipes de Gales, Carlos y Diana, que se empeñaron en iniciarlo zarpando en el yate real Britannia, justamente desde Gibraltar.
«Nosotros íbamos a ir a su boda —me dijo la reina Sofía—. Teníamos los trajes preparados. Nos hacía ilusión ir: sabíamos que iba a ser preciosa. Y allí nos hubiésemos encontrado con mucha gente conocida y querida. Pero… por una torpeza innecesaria hubo que suspender la asistencia. Al saber este plan de que los novios empezaban por Gibraltar, mi marido telefoneó a Buckingham y habló con la reina: “¡Pero Lilibeth, ¿por qué no van antes a Cádiz, o a Algeciras, o a Málaga… o a Canarias, a cualquier sitio de España, y nosotros acudimos y les recibimos ahí?! Y luego, que vayan a Gibraltar, o a donde quieran”. Pero el gobierno británico se había empeñado en darle ese… “toque político” al viaje. La reina Isabel estaba muy apenada, muy disgustada. No le agradaba ese gesto de provocación que no venía a cuento. Y también le entristecía nuestra ausencia en la boda. Iba a ser un borrón. Pero ella entendía que era lo menos que podíamos hacer. Ah, y como reina constitucional, no podía cambiar nada. En eso mandaba el gobierno. El ministro de Exteriores era David Hume, aunque en esos días él estaba fuera, de viaje. Nunca supimos quién estuvo detrás de ese gesto tan desafortunado, y tan poco racional. ¿Margaret Thatcher? La verdad, no lo sé. Aquí el presidente era Calvo-Sotelo. Por cierto, como nos quedaron esos días de verano descolgados de la agenda, nos fuimos a verle a Ribadeo en el yate Fortuna. Aprovechamos y dimos una vuelta a España».
Siguen mis notas: Me habla la reina del papel que pueden jugar los reyes, «de alta diplomacia, por arriba y sin meterse en las políticas de los gobiernos: de rey a rey, de jefe a jefe». Cita un par de ejemplos: mediación de don Juan Carlos en el conflicto de las Malvinas, y para conseguir más cuotas de crudo de los países árabes para España. Subraya que «la Corona está precisamente para eso: sobrevolando la política de abajo, los intereses y luchas de los partidos, obtener beneficios para el pueblo soberano».
Le he preguntado si sobre esos temas hablan y cambian puntos de vista el rey y la reina. Me contesta con expresión de asombro y de extrañeza: «¿Cómo no vamos a hablarlo, si ése es nuestro trabajo? Y casi siempre, delante del príncipe».
En las páginas siguientes de mi libreta, en notas tomadas a vuela pluma, hay una amplia miscelánea de peculiaridades y rarezas de todos esos personajes del gran mundo con quienes los reyes alternan. De Nicolae Ceaucescu, el dictador rumano, la reina me hizo este comentario:
«Difícilmente digo yo de alguien que es un ser odioso; sin embargo, este señor Ceaucescu a mí me resultó odioso. Y además, grosero. Estaba alojado, huésped nuestro, en el palacio de Aranjuez. Con todos los honores. Pero el mayordomo le servía a la mesa, y él dejaba la comida íntegra en el plato. Delante de nosotros. ¡No comió nada! ¡No se dignó probar nada! ¿Temía que le envenenáramos? Su mujer y su hija hicieron lo mismo.
»El rey Hassan II tiene sus manías, porque cuando viaja se hace llevar su cocinero, sus legumbres, sus especias, sus carnes… todo. Aquí vino una vez invitado, con toda su gente, y se trajo un cargamento de viandas. Yo le dije: “Pero, Hassan, ¿cómo te traes la comida, si vas a estar en mi casa?” Y me contestó muy rápido: “¡Son las verduras de El Pardo!” Pero en él eso no es una ofensa, no es una desconfianza hacia nosotros: es su forma de ser y de vivir, se lo tienen que condimentar como a él le gusta. Luego hay también alimentos y bebidas que su religión le prohíbe tomar…
»De Yassir Arafat, me da la reina un apunte elogioso: «Estuvieron él e Isaac Rabin almorzando aquí, en La Zarzuela. Arafat es muy expresivo, y muy reflexivo. Un hombre magnífico, que sólo vive para la causa de su pueblo… Y Rabin, tan introvertido, al tratarle más te encontrabas con un hombre muy sensible».
Y de Mijaíl Gorbachov, un calificativo sorprendente, aplicado a un ciudadano soviético: «A mí me pareció un verdadero demócrata». Después me explicó: «Él estaba muy seguro de sí mismo. Pero, así como la perestroika era deseable y creíble en Occidente, Gorbachov en Rusia chocaba. Recelaban de su jovialidad, de su sentido del humor, de su talante abierto, de su vida familiar… En una palabra, desconfiaban de su normalidad. Sin duda, porque era una “normalidad occidental”. Y eso en el establishment de la URSS todavía no podían entenderlo. Cuando el golpe de Estado soviético, al rey se le ocurrió invitarle para que viniese a Canarias. Tenemos una casa en Lanzarote: nos la regaló el rey Hussein de Jordania, y nosotros la cedimos al Patrimonio Nacional. Es demasiado caro mantener ese tipo de casas; y, encima, pagar impuestos; y, el día de mañana, los impuestos de transmisión para regalársela a los hijos… Es preferible, cuando llegue el momento, comprarles una casa a cada uno. Pero, en lo que estaba de Gorbachov, al cabo de año y medio (en diciembre del noventa y tres), coincidimos en Hannover, en la misma mesa, durante la celebración del vigésimo quinto aniversario del Club de Roma, y no paró de agradecer lo que habíamos hecho por él y por su familia a raíz del golpe».
La reina hace desfilar por su memoria, y a paso rápido, a los presidentes de Estados Unidos a quienes ha conocido en persona y de cerca. A Dwight Eisenhower lo conoció como huésped de sus padres, en Atenas: «Era muy general, muy militar. Y, sobre todo, un hombre idealista y honrado». De Harry S. Truman recuerda que le vio en Grecia, asistiendo al funeral del rey Pablo. «Después del almuerzo, salió un momento para saludar a mi familia. Y el pobre hombre no estuvo ahí muy afortunado: en vez de darle el pésame a mi madre, no se le ocurrió otra cosa que decirle sonriendo de oreja a oreja: “Señora, muchísimas gracias por la maravillosa fiesta que nos ha ofrecido”.
»John F. Kennedy nos recibió en la Casa Blanca, yendo nosotros como “particulares” en nuestro viaje de novios. Era otro tipo humano y otro talante político, muy distinto de lo habitual. Tenía un carisma presidencial propio, nuevo en América y nuevo en el mundo. Nos gustó. Como nosotros también éramos jóvenes, conectamos enseguida. Nos dijo que por qué no íbamos a verle a su casa privada de Hyannis Port…
»A Lyndon B. Johnson le conocimos muy de pasada. Y con Richard Nixon, que vino a España, no conectamos apenas. Gerald Ford se mostró muy distante con nosotros: estaba totalmente absorbido por el tema de la entrada de España en la OTAN, que es lo que le interesaba conseguir. Sin embargo, yo sé que luego hacía seguir de cerca las primeras actuaciones de mi marido como rey[112]. Esa escultura que parece una hélice, la que está en el rellano de la escalera, nos la regaló él. Pero no tuvimos apenas relación personal. Jimmy Carter fue más cordial. Pero trató mal al sha Reza Pahlevi, le negó el asilo… Eso es inadmisible, y choca de frente con la defensa de los derechos humanos.
»Ronald Reagan era actor de cine antes de ser presidente… y seguía siéndolo después. Estuvimos con él y con Nancy, su mujer, allí y aquí. Reagan hablaba un poco de política y mucho de Hollywood. A la primera de cambio, se distraía y se ponía a contar batallitas, más o menos divertidas, de su época de actor.
»A George Bush le conocimos en Houston cuando no era todavía presidente. Luego vino a Madrid en 1991, cuando nosotros fuimos anfitriones de la Conferencia de Paz de Oriente Medio. Mi marido y él establecieron una buena relación. Bush declaró después que el rey de España le había ayudado “como catalizador” en sus propias relaciones con Gorbachov. Era serio, un poco soso, inexpresivo… Todos estos presidentes americanos son muy conscientes de ser el hombre número uno de la gran potencia número uno… Después, cuando dejan el cargo, te encuentras al hombre real, tal cual es. Bush vino a España, en visita privada, invitado por nosotros. En Mallorca, fuimos a su barco, y él estuvo en Marivent. Ahí, ya más relajado, era otro ser: un hombre normal y corriente. Nos invitó y fuimos a Camp David, que es precioso. Con el cochecito de golf lo recorrimos todo.
»A Bill Clinton le conocí en Baden-Baden, en 1991, cuando él era gobernador de Arkansas, durante los tres días del Foro Bilderberg. “¿Qué tal, cómo está…?” Nos vimos también con la reina Beatriz de Holanda, y con Henry Kissinger y David Rockefeller.
En mi libretilla hay una raya vigorosa, separando lo escrito hasta ahí y lo que viene a continuación, y un asterisco entre paréntesis —(*)— para interesar mi propia atención cuando repase esas notas. En efecto, desde hacía tiempo quería yo que doña Sofía me hablase de su pertenencia a ese foro, cuyo nombre original en holandés es Bilderbergconferentie. Ciertos opinadores de extrema derecha, especialmente dotados para columbrar sociedades secretas, arrimos masónicos y prácticas de esoterismo por todas partes, no han dudado en afirmar que «la reina Sofía es miembro activo de una logia masónica internacional, que sólo celebra una reunión al año, y a la que también pertenecen Clinton, Kissinger, Rockefeller…». Al comentarme ella misma esa reunión de Baden-Baden, me pareció que estábamos sobre el asunto de marras. De modo que, sin más rodeos, le pregunté qué cosa era ese Foro Bilderberg. Y me dio una larga explicación, que en mi libreta resumo así:
Encuentro internacional de vips. Toma su nombre del hotel Bilderberg de Amsterdam, donde se reunieron por primera vez, en 1954, a iniciativa del príncipe Bernardo de Holanda. La idea era —en un escenario de recelos y tensiones, en plenos efectos de la Segunda Guerra Mundial— favorecer las relaciones entre estadistas, políticos, financieros, pensadores, científicos, editores, líderes sindicales, etc., para relanzar la cooperación atlántica. Pertenecen a ese foro, o asisten como invitados, personajes de la vida pública de Europa, Estados Unidos y Canadá. Es decir, países con costas atlánticas. La cita es anual y dura tres días: comienza un jueves por la tarde y finaliza el domingo a mediodía. Los temas y los debates son estrictamente confidenciales: no se informa de ellos, no se publican. (La sospecha de «secretismo» arranca sin duda de esa confidencialidad. Y la etiqueta sectaria, de su elitismo restringido y discriminador).
Uno de los miembros, Jaime de Carvajal y Urquijo, se encargó de organizar la cita de 1989 en la isla de La Toja, y en esa ocasión inauguraron el foro los reyes Juan Carlos y Sofía. La reina ha asistido desde entonces a todas las reuniones —excepto las de 1993 y 1994, celebradas en Suiza y en Grecia—: Nueva York, en 1990; Baden-Baden, en 1991; Evian, en 1992; Helsinki, en 1995; y Toronto, en 1996.
En este punto, otra gruesa raya hace frontera con el relato de doña Sofía, rememorando su reencuentro con Clinton, ya presidente de Estados Unidos: «Dos años después, en abril de 1993, fuimos el rey y yo a ver a nuestro hijo Felipe, en Georgetown. Le llevé su perro Puschkin, un schnauzer enano. Allí estuvimos con Clinton. La anécdota fue que él, con una gran sonrisa y alzando mucho la voz, al verme dijo: “How nice to see you again!”, (¡qué agradable verla otra vez!) Entonces, los periodistas se pusieron nerviosos, muy mosqueados por lo de again, venga a preguntar “pero ¿cuándo se han visto antes?”. Y es que él se acordaba de las jornadas en Baden-Baden»
«Hillary Clinton —dice la reina en otro momento— es una persona muy valiosa, de una gran calidad humana, con muchas inquietudes sociales, y preocupada por ayudar a los demás. Me gusta. Me llevo muy bien con ella. No es la típica esposa de… Es una abogada de prestigio, que vale por sí misma. Tal vez, en un principio, no supo cuál era el límite de su actuación; quizá incluso se equivocó en la política sanitaria… pero no creo que sea esa mujer ambiciosa que dice la prensa… Y debe de haber sufrido lo indecible con esas críticas tan injustas. Hay periodistas que se han… ¿enzañado? ¿encebado?… ¡Que se han ensañado con ella! Yo no creo en absoluto que Hillary use el puesto de su marido para su propio. —Por primera vez veo a la reina, sin llegar a acalorarse, pero vehemente y fervorosa, defendiendo a una persona por quien son contadísimos los que se atreven a sacar la cara en estos momentos. Después, como sorprendida por su propio énfasis, mitiga el tono, aunque sin retirar ni una palabra—. Bueno… es mi opinión. Los Clinton son gente que les ves en un lugar y, pasado el tiempo, los recuerdas. Y ellos te recuerdan a ti. Te dejan algo. No sé: una palabra, una sonrisa, una impresión humana… ¡Algo! No son apariciones protocolarias oficiales, como tantos que te dan unas palmaditas en la espalda, o te besan la mano, y muchas sonrisitas y fotos y flores; pero, después, ¡si te he visto no me acuerdo! Puede parecer una boutade, pero yo no veo en los Clinton sólo su peso político: veo, por encima de eso, su peso humano. Además, y creo que no me equivoco, tienen buena intención».
En cuanto a presidentes franceses, conoció personalmente a Coty y a Pompidou; pero no guarda de ellos un recuerdo personal. «A Pompidou —me dice— le conocimos en 1970, siendo príncipes de España, cuando fuimos en visita oficial. Hasta entonces, como Franco no viajaba al extranjero, las relaciones entre Francia y España se mantenían entre embajadores o entre ministros. A nosotros se nos abrieron las puertas del Elíseo. A Giscard le habíamos tratado en sus tiempos de ministro de Finanzas: un hombre inteligente, sensitivo, y con poco sentido del humor, pero capaz de ser encantador. Después, se ve que El Elíseo estira y acartona a los presidentes. El poder les cambia, les transforma, les hace más envarados, más altivos… Siguen teniendo la misma cara y la misma voz, pero… ¡son otros!»
Le pregunto si es cierto que Giscard, para venir a la exaltación del rey, el 27 de noviembre de 1975, pedía que le dieran el toisón[113]. La reina no me dice ni sí ni no. Sonríe. Después comenta, y me parece percibir un divertido retintín: «El rey lo que le dio fue… un desayuno» […] «Con François Mitterrand se podía hablar en serio y en broma, reír o conversar sobre cuestiones interesantes. Dentro de lo que cabe, y del clima de grandeur que les crea El Elíseo, Mitterrand era algo más relajado y de trato más natural… un poco más bohemio. Por cierto, Mitterrand sabía mucho de la realeza europea: francesa, alemana, danesa, austriaca… ¡Mucho más que yo! Me enseñaba cuadros en el comedor de El Elíseo: “Éste es Fulano, que se casó con Mengana, y que patatín y que patatán”. Sabía más de nuestras familias que nosotros mismos. Elogiaba la labor del rey en España, de mi marido: el paso de la dictadura a la democracia, sin violencias y sin exclusiones. Decía que ya sólo por eso tenía su sitio en la Historia. Esto que cuento era cuando comenzamos a tener un contacto más estrecho con Francia, para que nos ayudasen tanto en la lucha contra el terrorismo como en la entrada en la Comunidad Europea…»
Mientras aguardo la llegada de la reina, agrego una nota en el trozo de la página que había quedado en blanco: En efecto, Mitterrand había venido a España en 1981, y los reyes no le devolvieron la visita oficial hasta 1985. En el ínterin, don Juan Carlos y doña Sofía vieron otra vez al líder socialista, en París —noviembre de 1983— al hilo de una reunión de la UNESCO. Pero fue Felipe González quien habló y negoció con el presidente francés, hasta lograr que modificase su actitud respecto al terrorismo y a nuestra adhesión comunitaria. Sin embargo, y a pesar de que uno de los factores influyentes en ese cambio de postura fue la desestabilización creada por el terrorismo de los GAL en el sur vascofrancés, no tendría sentido preguntar a González cuáles fueron los términos de aquel do ut des, toda vez que uno de los interlocutores ya no está en este bajo mundo para confirmar o desmentir sus palabras. Después de todo, una tiene la convicción de que el GAL —aquel GAL que «por error» mataba a tanto vasco y a tanto francés que no eran de ETA— no nació con la pretensión de acabar con la banda terrorista; pero sí con la de presionar a Francia hasta que se decidiera a liquidar el santuario y a mojarse policialmente. Y eso fue exactamente lo que ocurrió.
Un ayudante militar me anuncia que «ya ha llegado su majestad». Cierro la libreta. Y me pongo de pie. Doña Sofía entra muy risueña, excusándose por el retraso. Viste un traje de chaqueta precioso, de atrevido color azul pavo real, y blusa en tonos rojos, ocres y del mismo azul intenso. Mientras pasamos a su salita, comenta:
—Los socialistas están sabiendo salir —no dice «perder»— con serenidad, con elegancia. Y los otros, han sabido ganar también con sencillez, con humildad. Las dos cosas son muy buenas. Que la alternancia se hiciera bien era en cierto modo nuestro test pendiente. Es el juego limpio de las democracias: que cuando la gente se canse de unos, tenga dónde elegir, y pueda poner a otros. Eso es exigente. Eso es bueno. Nadie está fijo para siempre. Nadie puede dormirse en los laureles, pensando que es vitalicio.
—Vuestra majestad viene hoy guerrera…
—¡No, no! ¡No quiero guerras! A propósito de guerras, el otro día vi, no sé en qué periódico, creo que en El País, una foto maravillosa, increíble. Se conmemoraban los sesenta años de la guerra civil española. En la foto aparecían Santiago Carrillo y Ramón Serrano Suñer, dándose la mano con fuerza. Me encantó. ¡Me da tanto gusto que esa herida se cierre! Es grande y es bello tener sentido de Estado, estadismo. El rencor es cosa mezquina y torpe, de almas pequeñas, de mentes estrechas. Hay que superarlo. Y es para felicitarse que, a los sesenta años de la guerra civil, cuando todavía viven los de un bando y los del otro, aquí se haya hecho la paz de verdad.
»El rey y yo también fuimos en su día a México y pudimos saludar a la viuda de Azaña, María Dolores Rivas. Estuvo muy simpática, muy cordial con nosotros. Pero las circunstancias eran muy distintas. Ella a nosotros no nos había hecho nada malo, ni nosotros a ella tampoco. En cambio, Carrillo y Serrano Suñer, un comunista y un falangista saludándose sin rencor, ¡eso es formidable!
—Señora, yo hoy me había hecho la idea de oíros contar el 23-F tal como se vivió aquí, en esta casa…
—¡Tú sabes más que yo del 23-F! Tú tendrías que venir un día a contármelo a mí…
Se concentra unos instantes. No hace ninguna introducción. No da rodeo alguno sobre «su» versión del golpe. No se mete en dibujos de tramas civiles y militares, ni menciona «elefantes blancos», ni se pierde en conjeturas sobre si uno, o dos, o tres golpes. Una vez más, me sorprende su lozanía mental. Esta mujer tiene una inteligencia sana: todo lo contrario de esas mentes tortuosas, zigzagueantes, incapaces de pensar en línea recta, y que más que buscar la verdad parecen empeñadas en rehuirla. La reina va flechada al relato escueto de los hechos, de los hechos que ella vio y oyó.
—El 23-F, a las seis y veinte de la tarde, cuando Tejero entró en el Congreso, el rey estaba en su despacho. Iba a jugar a squash (ahora le gusta más el pádel, pero antes era el squash), y llevaba puesto un chándal. Yo estaba en mi cuarto leyendo. Entró la doncella y me dijo: «Señora, he oído tiros en el Congreso». Telefoneé a mi marido. Él también los había oído. Le noté alarmado. Hice que avisaran a mi hermana Irene, que estaba bañándose en la piscina. Enseguida nos reunimos todos aquí. Ella, los niños, yo… Y bajamos todos al despacho. Después, ellos se fueron al salón, para no estorbar al rey. Fuimos siguiendo los episodios por radio y por televisión, mientras se pudo. El rey se pasó todo el tiempo en su despacho hablando por teléfono con unos y con otros. Fue la larga noche de los teléfonos…
»Sabino estaba también trabajando en su despacho en el momento de producirse la entrada de Tejero. Yo entraba y salía, iba y venía, del salón al despacho del rey. Sacamos unas cosas de tomar, unos sándwiches, café… Vinieron mis cuñadas, Pilar y Margarita. Nos juntamos ahí la familia, las personas de la casa, Mondéjar, Valenzuela, Sabino, Manolo Prado y algún otro amigo de mi marido…
»El rey, en cuanto supo que no había habido sangre, pasó de la alarma a la calma. En las ocasiones difíciles él saca una sangre fría formidable. Yo le vi enseguida tranquilo, con mucho aplomo al teléfono. Era un poco como en el mar con el barco de vela: que tienes que tantear movimientos y hacer equilibrios, hasta dominar la situación.
»Por el televisor vimos en directo, en el momento en que ocurría, todo lo de Tejero en el hemiciclo, la zancadilla a Gutiérrez Mellado, la actitud de Suárez… Yo sentía una mezcla de consternación, de indignación, y de frustración. Habíamos estado años y años construyendo un precioso castillo de arena y, de pronto, ¡pías!, llega alguien, y te lo destroza de una patada.
—Se atribuye a vuestra majestad la frase «¡Ése es Armada!», dicha cuando el capitán Muñecas anunció a los diputados la llegada de «una autoridad, militar por supuesto».
—Bueno, pues ya tenía yo ganas de decir la verdad sobre eso: ni lo dije, ni lo supuse, ni me cruzó por la mente ese mal pensamiento, o esa corazonada… ni nada por el estilo. De verdad: no me pasó por la imaginación, ni por la conciencia, que Armada pudiese estar detrás o dentro del golpe. La llamada de Alfonso Armada aquí, ofreciéndose a venir a explicarle al rey lo que estaba pasando, me extrañó, sí; pero como me extrañaron tantas cosas esa tarde y esa noche, porque… casi nada estaba claro, y casi todo estaba confuso.
»Yo no dije, ni podía decir “¡Ése es Armada!”, porque no lo sabía. Mi idea de Armada es que era muy militar, que le gustaba mucho mandar tropas, regimientos… Y no me podía imaginar que estuviera mezclado en un complot político. Además, no me entraba en la cabeza asociar a Armada con Tejero.
—Pero, aunque no dijera esa frase, a partir de cierto momento, tanto el rey como la reina desconfiaban de Alfonso Armada…
—Cuando, después de ocurrir lo de Tejero, el general Juste, que estaba en El Pardo, al mando de la División Acorazada Brunete, llamó y habló con Sabino, preguntando si Armada estaba en palacio, entonces sí empecé a pensar que era raro que llamasen buscándole aquí, con todo lo que estaba ocurriendo, cuando él no trabajaba aquí desde hacía muchos años, y su puesto era en el palacio de Buenavista, con Gabeiras. Me chocó, sí. Pero no dije nada. Me callé. No se lo dije ni al rey. El rey estaba actuando y tenía datos suficientes en la cabeza, como para ir yo a decirle «Mira, Juanito, esto me da mala espina». En cambio, la verdad: al día siguiente, cuando ya el rey y Sabino me habían explicado lo que Armada pretendía, sí pensé: «Pues Armada hubiese podido estar aquí, con toda normalidad: hubiese podido venir a tomar café, ¿por qué no?, tenía confianza de sobra». Y si los golpistas esperaban encontrarle aquí, como señal de que el rey apoyaba el golpe, pues aquí le hubiesen encontrado… facilísimamente. Y habríamos corrido ese riesgo, sin saberlo, sin sospecharlo.
—Aquí arriba, ¿no se sentían perfectamente «sitiables»? A muchos nos extrañó que al rey no le cortasen las líneas del teléfono, y que aquí no viniera ninguna columna de la DAC Brunete a tomar posiciones, para forzar al rey. ¿Eso cómo se puede explicar?
—¡Ah, claro que se puede explicar! Los militares golpistas estaban convencidos de que el rey estaba con ellos, y que apoyaría el golpe. No se les ocurrió cortar la línea del rey, ni aislar al rey, ni interceptarle la televisión, porque contaban con que el rey, a través de esos medios, se comunicaría en favor del golpe. Por eso nosotros aquí estábamos seguros. No vendrían contra nosotros. Pero la cosa cambia, a peor para todos los que estamos aquí, en cuanto se emite el discurso del rey por televisión, oponiéndose al golpe. Entonces, cuando todo el mundo respira tranquilo, y se va a la cama a dormir, es cuando nosotros aquí empezamos a estar en peligro.
—¿Y cómo lograron que Jesús Picatoste y Pedro Erquizia llegaran hasta aquí con el equipo de grabación de TVE?
—Los que estaban en el golpe militar querían un mensaje del rey poniéndose al frente de la sublevación. No había riesgo de que interceptaran ese discurso en televisión, porque pensaban que sería de apoyo al levantamiento. Mondéjar envió un recado al capitán que había tomado Televisión Española[114], para que dejasen venir al equipo de grabación. Y debió de decir algo muy tranquilizador para ese oficial, porque el hecho es que no les pusieron ningún obstáculo. Eso sí, llegaron muy tarde, casi a las doce de la noche[115]. Recuerdo que, cuando iban a empezar a grabar, eran casi las doce y media. Y le indiqué a alguien del servicio que adelantasen las manecillas de todos los relojes: hay varios de carillón muy sonoros en el despacho del rey, y en el vestíbulo, y en la entrada. Eso lo hacemos casi siempre que graban el mensaje de Navidad. No estuve delante mientras el rey grababa. Pero lo vimos luego todos juntos en el salón, cuando se emitió. Me gustó: me pareció que hablaba claro, seguro, y enérgico.
—Para la mayoría de los españoles, lo que rompió el complot golpista fue el mensaje televisivo. Yo, en cambio, pienso que fue el teléfono: las sucesivas rondas telefónicas del rey con los jefes militares sublevados o sublevables… ¿Qué opina la reina?
—La televisión tuvo importancia, pero a esa hora el rey ya se había hecho con el mando de la situación. El golpe no se paró en seco, por tal orden en tal momento: el rey lo fue parando, a base de hablar una vez y otra vez con éste, con el otro… ¡con todos! Y eso lo hizo por teléfono, con varios teléfonos. Yo diría que el golpe lo rompió el rey con el teléfono y con su autoridad moral sobre los militares.
»Al rey nunca le inquietaron ni le preocuparon los militares. Eran para él algo natural, sus compañeros, sus amigos, gente que él conocía muy bien, con la que había vivido en las academias, y se habían divertido juntos, y habían venido muchas veces aquí a palacio, con toda confianza. Él no podía esperarse jamás lo del 23-F. Fue una sorpresa brutal, como lo fue para nosotros en Grecia el golpe de los coroneles. ¡Un chasco tremendo!
»Yo el 23-F vi, como pocas veces puedes verlo en tu vida, que en esos momentos el rey está totalmente solo. Y él tiene que decidir. A mi hermano Constantino le cortaron las comunicaciones y le pusieron entre la espada y la pared. En cambio mi marido tenía más opciones, y tenía libertad de acción. ¡Podía elegir! Pero estaba clarísimo que todas sus gestiones eran para mantener la Constitución, para hacer triunfar la democracia, y para reducir a los sublevados… sin que una parte del ejército se enfrentara a la otra.
El rey Constantino no sólo estuvo en la mente de la reina Sofía a lo largo de esa tarde y de esa noche, también estuvo físicamente al otro lado del hilo telefónico. «Llamó varias veces, muy inquieto, muy preocupado», me dice la reina. Y él mismo me lo contó:
«Telefoneé desde Londres. Hablé con el rey, con la reina y con mi hermana Irene. Llamé en distintos momentos. ¿Consejo? No les di ninguno, porque no me correspondía darlos. Lo único que hice fue describir al rey y a la reina la experiencia que yo había tenido años atrás, en 1967. No me hubiera atrevido a dar consejos. Es muy peligroso, en una situación abierta que se estaba desarrollando sobre la marcha, y de la que yo no tenía todos los datos. Sólo les recordé lo que a mí me había pasado, por si ellos podían utilizar algo de esa experiencia, aunque su situación era muy diferente.
«Impresionaba, aun visto desde lejos, que el rey no delegase en nadie ni su dedicación ni su responsabilidad: ejerció el mando todo el tiempo, hasta desmontar el complot pieza por pieza. Y me parece que mi hermana Sofía fue en todas esas horas un gran soporte moral, humano, una enorme ayuda. Yo la recuerdo muy templada, muy dueña de sí misma, muy calmada. Y pendiente totalmente de sostener el ánimo de su marido, y de crear un ambiente de serenidad alrededor del rey.
»En mi opinión, fue muy bueno que estuviese allí toda la familia, unida como una piña. Eso tuvo que estimularle mucho a mi cuñado. Incluso, la presencia del príncipe Felipe. Su padre quiso que estuviese en el despacho, para que le viese actuar. Hizo bien, porque, cuando se es un muchacho de doce años, esas escenas, esas actitudes de firmeza del padre, esa lucha por ganar para los españoles la libertad y la democracia, todo eso se graba en la conciencia, y es una lección inolvidable que sirve para siempre. Y, además, era importante que el príncipe estuviera allí, por el rey y la reina: su presencia les obligaba a estar enteros, a no venirse abajo, a darle ejemplo de valor, de aplomo, de dominio de la situación».
«El príncipe Felipe —prosigue la reina— estaba allí, y se enteraba de todo. Al final, se durmió en el sofá. Esa noche nadie se fue a la cama. Se ha escrito que Felipe dijo de pronto: “¡Jo, qué mes!” Pero es porque me había oído comentar a mí: “¡Vaya racha la de este mes: la dimisión de Suárez, lo de Gernika, la muerte de mamá… y ahora, el golpe de Estado!”»
Pregunto a la reina Sofía si hubo un avión preparado para que ella y sus hijos saliesen hacia Londres. También se especuló en su día con una oferta de «evasión» de emergencia, facilitada por el rey Hussein de Jordania.
—En ningún momento se nos pasó por la cabeza irnos. ¡Ni por asomo! ¡Nada! Nuestro sitio estaba aquí. El rey Hussein telefoneó, como tantos buenos amigos, y como tantos reyes y jefes de Estado. Pero no nos ofreció un avión… Sabía que nos habría ofendido. Aquí no hubo miedos, ni nervios, ni nadie necesitó tila ¡ni media pastilla! Había tanta actividad, tanta información y tanto trabajo… que no daba tiempo a tener miedo. Y yo, al día siguiente, llevé a mis hijos al colegio de Rosales.
Por su parte, la princesa Irene me contó: «Era todo intensísimo, y muy desconcertante. Las horas se nos pasaron sin sentir. No dormimos. Yo veía a mi hermana, dueña de sus nervios, serena, callada, observando al rey, yendo, viniendo… Un poco antes de amanecer, seguíamos en vela, y de pronto oímos ruido de motores. Yo pensé que serían tanques. Entonces sí que Sofía y yo nos miramos con susto, con miedo: las dos nos acordamos de los tanques en la casa de Psychico, cuando el golpe de los coroneles. Y aquí podía haberse desencadenado una reacción contra el rey, a raíz de su mensaje en la tele… Ella pensó lo mismo, porque luego me lo comentó. Pero era el aire acondicionado y los motores de los autobuses urbanos, los autobuses de línea, que se habían puesto en marcha para empezar su servicio como cada día, con toda normalidad. Lo que pasaba era que el viento soplaba hacia La Zarzuela y traía hacia acá el sonido. A veces, los nervios y el subconsciente traicionan. Empezó a amanecer, y el rey seguía detrás de su mesa. Todo se estaba arreglando. Y sin recibir a nadie, ni ir a ver a nadie, ni detener a nadie… El golpe se desbarató de un modo limpio: bastó la voz del rey, mandando».
Lo que quizá la reina no sepa es que, en un momento clave de la asonada militar, su nombre fue talismán para que el golpe no prosperara. Me lo contó una tarde, hace ya muchos años, el general José Juste, que el 23-F de 1981 estaba al frente de la DAC Brunete. Para el éxito de la intentona golpista era determinante que esa División Acorazada se movilizara secundando la sublevación de Tejero y de Milans del Bosch.
Juste se encontró con una extraña situación de hechos consumados: en su ausencia, y a sus espaldas, entre el coronel San Martín, el comandante Pardo Zancada, y el teniente general Torres Rojas —al que habían hecho venir desde La Coruña para asumir el mando de la DAC, si Juste se resistía—, habían distribuido órdenes de movilización y toma de objetivos entre los diversos regimientos que componían la división. Todo se había hecho, le informaron, «porque a las seis de la tarde, en el Congreso, se va a producir un hecho detonante de gran magnitud nacional; ello obligará a garantizar la seguridad; y Armada estará en La Zarzuela dando las órdenes, a partir de las seis… porque se cuenta con el beneplácito del rey y de la reina».
Al perplejo general Juste no le encajaban las piezas de ese puzzle. Pero, de todo cuanto estaba oyendo, había algo que bailaba por su mente como una lucecita tenue al fondo de un túnel. Repasaba frente adentro lo que habían dicho unos y otros. Sabía que todo podía ser o no ser, pero tenía la impresión de que alguien había cargado la mano soltando un argumento falso. Y si le habían mentido en algo, podían haberle mentido en todo.
Después de una cavilación silenciosa y ardua, logró fijar aquella lucecita que titilaba al fondo del túnel: «¡Ya lo tengo! ¡El beneplácito de la reina! ¡Es imposible!»
Y en un instante se le agolpó con fuerza y nitidez la escena de cuando, en 1967, siendo él agregado militar en la embajada de España en Roma, tuvo que ir al aeropuerto de Fiumicino para recibir y acompañar a la princesa Sofía, que regresaba a Madrid desde Atenas: «Venía tan afectada y tan consternada por el golpe de los coroneles griegos, que no había más que verla y oírla para saber, sin resquicio de duda, que ella jamás en su vida podría estar a favor de un golpe militar»[116].
Despejado ese dato, el jefe de la DAC telefoneó a Sabino Fernández Campo, que le desmintió el otro falso aval de la supuesta presencia de Armada en La Zarzuela. Y así fue como el mastodonte blindado de la DAC Brunete se quedó en su sitio, haciendo imposible una Operación Diana ya cursada, que en la práctica hubiera sido «la toma de Madrid».