Acodado al balcón miro insaciable el oleaje,
oigo sus oscuras imprecaciones (…)
ya olvidados sus nombres, los amo en muchedumbres,
roncas y violentas como el mar, mi morada…
LUIS CERNUDA, Soliloquio del farero.
Un viento frío atiza la lluvia, que se clava al bies contra los cristales del coche. Pongo a la máxima velocidad los brazos metálicos limpiaparabrisas. Me divierto un rato, viendo la furiosa contradanza con que esos dos enanos mecánicos pretenden neutralizar el chaparrón, barrerlo, borrarlo, eliminarlo, echarlo fuera, arrojarlo a las tinieblas exteriores. No pueden. Es inútil. No me dejan ver nada, y además meten un estruendo del demonio. Aminoro la velocidad de esos dos chismes y los dejo oscilar lentamente, con la cadencia de un diapasón en allegro ma non troppo. Va y ven. Va y ven. Va y ven… Ése es el ritmo ahora. Con su obediente vaivén forman sobre el cristal dos abanicos satinados, dos hemisferios de calma y de lisura. Mejor. Así es mejor. Así, hasta el interior de mi pequeño Rover parece un regazo alojador, en medio de esta noche de lobos, 19 de enero y de aguacero, en el monte de El Pardo.
Desciendo por el asfalto marengo y brillante, como si el Rover y yo fuéramos una burbuja superviviente de vida solitaria. Alrededor, la nada negra. Pongo las luces largas, por ver más luz. Pero veo más noche y más lluvia. Y a mí, que no me gusta conducir de noche. Y a mí, que no me gusta conducir con lluvia. Y a mí, que no me gusta conducir. Conecto la radio. A palpas. Siempre llevo el dial en el 95.1 de FM, Intereconomía. Una emisora que mola demasié: sólo emiten boletines de cambio y bolsa y música para selectos, y sus locutores son un sugestivo y repelente cruce de yuppies capullos y de filósofos satinados, con fonética gangonasal de chicos bien. Como diría la reina, están dando un nocturno de Chopin, dentro de un «master sobre impresionismo». ¡Ni adrede! De pronto, va y me acuerdo de aquella cierva majestuosa que un día me salió por estas curvas. ¿Dónde se guarecerán los ciervos cuando llueve come piove questa sera?
He estado en La Zarzuela un par de ratos largos, en días casi seguidos[93]. Una de las veces, la reina venía, o iba, no sé, no lo pregunté, a la recepción que los reyes ofrecen todos los años al Cuerpo Diplomático, en el palacio Real. Al día siguiente, llegaba la reina Sirikit de Thailandia. Durante tres jornadas doña Sofía se ha dedicado a atender a su huésped. Ahora mismo se está vistiendo de gala para ir a un concierto en el que se interpretará música thailandesa compuesta por el propio rey Bhumibol. Ayer tuvieron una cena familiar en La Zarzuela. La reina me ha explicado: «Hice venir a mi hija Elena y a Jaime, su marido. Ellos estuvieron en Thailandia cuando el viaje de novios, y también conocen a la reina Sirikit. Es bueno que vengan y la cumplimenten, porque esta visita es un asunto de Estado: un negocio para España». Y mañana, aunque siga lloviendo como llueve ahora, las dos reinas viajarán juntas a Ferrol, para hacer la botadura de un portaaviones construido por nuestra empresa pública Bazán, y que vendemos a la armada thailandesa. «Sí, cuando hablo de “negocio para España” estoy queriendo decir que lo que nos traemos entre manos son muchos miles de millones. Sólo el buque cuesta más de 45 000 millones de pesetas. Además, nos han comprado otros bienes de equipo…»
Desconocía yo esta faceta de la reina. En broma, le dije: «No sabía que los reyes tuviesen comidas de negocios…» Me contestó rápida: «Pues, el rey don Juan Carlos si quisiera podría contarte muchas cosas… que los gobiernos a veces no pueden resolver; y discuten, y se atascan, y hay por medio el interés de no se sabe quién, en el otro país, que no deja prosperar una negociación, hasta que intervienen los jefes de Estado por arriba —y aún más fácil, si son reyes los dos—, y toda la dificultad desaparece en un momento».
En estas dos conversaciones, la reina me ha hablado de los sucesos que ocurrieron entre la jura del príncipe como sucesor a título de Rey, el 23 de julio de 1969, y la jura como rey, el 22 de noviembre de 1975. Es decir, del importante tracto como príncipes de España. También esta vez me interesaba la mirada femenina, la ponderación del detalle y del pormenor, el relato humano, intimista, de cómo se vivieron desde dentro esos seis años de espera… en la antesala del trono.
—Aquí, en el salón, entre mi marido, Mondéjar, Gamazo[94] y no sé si estaba también Armada, prepararon el discurso del príncipe ante las Cortes, aceptando la designación. Fue una escena muy sencilla, muy familiar, de trabajo, todos interesados, todos a lo mismo. Yo no me perdía una palabra. Recuerdo que los franquistas, y el propio Carrero, querían que él dijese que era «el heredero de la monarquía del 18 de Julio». Pero aquí se eliminó esa fórmula, y al final dijo: «Pertenezco por línea directa a la Casa Real española, y en mi familia se han unido las dos ramas. Congo en ser digno continuador de quienes me precedieron». Si acaso, buscamos luego el texto, para ponerlo exacto; es un discurso mucho más largo, pero ese trocito lo recuerdo bastante bien. Él mezcló el tema monárquico, y el dinástico, con el de la lealtad a las leyes de Franco, porque en ese mismo pleno de las Cortes tenía que jurar fidelidad a los principios del Movimiento Nacional y a las Leyes Fundamentales del Reino.
—Majestad, ¿a don Juan Carlos le preocupaba ese juramento?
—Mucho. Le preocupaba mucho. Tenía un problema fuerte de conciencia. No quería ser perjuro. ¡Ni que alguien le pudiera llamar perjuro!
—Perjuro, ¿porque tenía ya la intención de violar esas leyes de Franco? ¿O eso no estaba todavía en su mente?
—Sí, sí, él quería cambiar el sistema, él no pensaba ser un rey absoluto, sino el rey de una democracia, el rey de todos los españoles, fuesen del partido que fuesen. Y tenía esa preocupación dentro. Pero Torcuato Fernández-Miranda le explicó muy bien que la misma Ley Orgánica del Estado permitía cambiar el régimen desde el régimen mismo. Como él decía, «ir de la ley a la ley». Ésa fue la llave para pasar de una dictadura a una democracia, reformando las leyes que había, sin revolución y sin ruptura. Porque, claro, esta cuestión se le volvió a plantear, muerto Franco, al jurar como rey. También entonces juró fidelidad a los principios del Movimiento, etcétera, etcétera…
—Y el llamarse Príncipes de España, ¿a quién se le ocurrió? Al parecer, la idea tuvo varios padres y alguna madre: unos dicen que la propuso vuestra majestad; otros, que Carrero Blanco; otros, que fue Laureano López Rodó quien la sugirió…
—Sí, se dio una telepatía, una curiosa coincidencia. El mismo día, la misma mañana, estábamos todos dándole vueltas a la cuestión. Y es muy posible que, sin comunicarnos, se nos ocurriera la misma solución. Laureano no estaba aquí. [Al revés que aquel profesor de griego en Salem, que pronunciaba las dos vocales de cada diptongo, la reina los une, a veces, y dice Luriano.] Estaba en Presidencia del Gobierno. Él, por su cuenta se lo dijo a Carrero: «Hombre, pues podría llamarse Príncipe de España, que eso a los más derechistas les gustará, y al oír España dirán ¡viva!» Pero yo lo que sé es cómo ocurrieron las cosas aquí, en palacio. Mi marido decía: «No puedo ser Príncipe de Asturias, porque en nuestra Casa Real ése es el título del heredero; y supone decir que el rey es mi padre. Además, Franco no lo admitiría. ¿Príncipe de Borbón? Eso no es nada: Borbón no es un lugar, es un apellido…» Entonces es cuando expuse la experiencia de mi propia familia, de mi propia dinastía. El fundador, Jorge I, suprimió todos sus apellidos: Schleswig Holstein Sondenburg Glücksburg… Y, a partir de ahí, todos nos hemos llamado Grecia. Nuestros hijos se llaman Borbón y Grecia… Yo sugerí lo de Príncipe de España. Les pareció muy bien. Además, había unos precedentes, según explicó mi marido. Existía cierta tradición de uso: ese título, Príncipe de las Espanyas, lo había llevado Felipe II. Y la tradición es muy importante en las monarquías. Incluso Alfonso XIII quería cambiar el nombre de la Casa de Borbón, por el de Casa Real de España, igual que Casa de Grecia, Casa Real Británica, Casa de Dinamarca…
»Gamazo, que era un enlace de toda confianza entre Carrero y el príncipe, habló con Carrero y se lo dijo: “Han pensado tal…” Por lo visto, también Laureano habló con Carrero ese día y le dio la misma idea. O sea, que funcionó la telepatía. Y no hay más.
—Señora, yo supongo que el príncipe era consciente de que esa larga espera como sucesor… del caudillo le gastaba, le quemaba la imagen. ¿O acaso pretendía reinar viviendo Franco?
—¡No! Hubiera sido nefasto, fatal, que Juanito fuese rey en vida de Franco. Los franquistas lo proponían: un Rey del Movimiento… o algo así. Pero el príncipe no quería ni oír hablar. De ese modo, no se llegaba a una democracia. Pero si, muerto Franco, Arias con los del búnker nos querían llevar a «la democracia del 12 de febrero», ¡y se quedaban tan a gusto!
»El príncipe tenía muy claro que quería la democracia. Pero sabía que no se podía romper de modo tajante, ¡zas!, con todo lo anterior. Iba a ser necesario lo que entonces decían de “ir por pasos contados”. Y eso a unos les parecería muy poco y a otros demasiado; pero sólo así se evitarían los enfrentamientos y las revanchas.
»Durante ese tiempo (fueron muchos años) mi marido y yo hablábamos de política como lo más normal: ésa era nuestra vida.
23 de julio de 1969. Por la mañana, en La Zarzuela, y actuando como notario mayor del Reino el ministro de Justicia, Antonio María de Oriol, el príncipe acepta suceder a Franco. Por la tarde, en sesión plenaria de las Cortes, con la prosopopeya y el boato de solemnidad que Franco impone para los actos presididos por él, el capitán don Juan Carlos de Borbón y Borbón jura todo lo jurable y es proclamado Príncipe de España. Al día siguiente será ascendido al generalato de tierra, mar y aire. Porque, taimado y cauteloso, por gallego, Franco no ha querido darle los entorchados de general hasta haber amarrado el juramento.
El deseo de Franco es que en el acto de la aceptación esté presente «el mayor número de miembros de la familia real». Pero don Juan de Borbón, como jefe de la Casa Real, impone su criterio: prohíbe asistir a las infantas Pilar y Margarita, y al resto de su familia. Don Carlos de Borbón Dos Sicilias, duque de Calabria, declina la invitación, porque el protocolo franquista, ignorando la verdadera prelación dinástica, le ha situado detrás de don Alfonso y don Gonzalo de Borbón Dampierre. Al fin, sólo estarán estos dos, junto a la princesa Sofía y sus tres hijos. Y don Luis Alfonso de Baviera que, por ser general, debe obedecer antes a Franco que a don Juan.
«Es cierto —me dice la reina—, la familia no vino ni a la jura ante las Cortes ni al acto de aceptación en La Zarzuela. Los Borbón, porque don Juan lo prohibió. Y mi madre y mis hermanos, por no eclipsar: eran reyes, y hubiesen acaparado atenciones y protagonismo».
Ese día, don Juan, almirante de infortunios, sale temprano de casa. Feroz y roto, no dice adiós siquiera. Con sus albardas de furia y de dolor, galopa la mar atlántica en su barquito insuficiente. Insuficiente para tanto coraje y tan amargo. Navega, Portugal costa arriba, deja a estribor el cabo Carvoeiro, llega a Figueira da Foz, y por ese costurón verde del río Mondego se adentra hasta Coimbra[95]. Amarra el barco. Entra en un bar que él sabe. Saluda sin palabras, meneando hacia arriba la testa. Mira allá, junto al techo, el televisor colmeneado de moscas a esa hora de la siesta. Elige una mesa. Arrima una silla. Se sienta frente a frente. Pide una botella de whisky, un vaso, sin cubitos, gracias, y que me conectéis el chisme ese con televisión española. Quiere ver «lo de la jura». Quiere verlo con sus propios ojos. Y que ningún lacayo intelectual, ¡consejeros de mierda!, venga luego a contárselo. Lo de que «mi Juanito ha leído muy bien»[96] lo dijo, ¡claro que lo dijo! Pemán no se lo inventó. Más bien, cándido él, se quedó corto. No vio la puya de don Juan: que a su Juanito ya lo habían puesto de lector de los textos de otros.
Se produce la crisis entre el padre y el hijo. Van a estar tres, cuatro, cinco meses sin hablarse. O en un puro reproche. «Esto no es lo nuestro, de manera que venga la placa», dicen que dijo. Pedro Sainz Rodríguez pone esas palabras, así de arremangadas, en boca de don Juan, reclamándole al príncipe la Cruz de la Victoria del Principado de Asturias[97]. Años más tarde, después de renunciar a sus derechos como jefe de la Casa Real española, don Juan la entregará a su nieto Felipe. Pero, hasta entonces, de uno y otro lado hubo que tragar mucha quina.
«No quiero ni acordarme de aquellos meses. Sufrimos todos —evoca la reina, aún con mal sabor—. Luego, llegaron las Navidades y pensarnos que era mejor ir y aclarar las cosas cara a cara, que seguir con esa tensión horrible. Yo no sé qué ocurrió entre ellos: se reencontraron. Algo así como cuando dos personas, que siempre han estado juntas, de pronto, va un día y… se descubren».
Laureano López Rodó, que en esos años, y antes y después, trató mucho y con leal confianza a don Juan Carlos, me dijo —en referencia a aquellos sucesos— que «el enfrentamiento entre el padre y el hijo era tan duro, como sólo se da entre dos rivales que ambicionan la misma pieza de conquista». Mis notas de cuaderno, con lo que oí entonces al uno y al otro, tal y como las escribí en su momento, las he puesto dentro de un sobre lacrado para que no se lean hasta que llegue la hora de contar, de verdad, cómo fue la Historia. Mejor dicho, no es un sobre: son dos. En el segundo va lo que Franco decía de don Juan. Los argumentos ad hominem, de condiciones morales y de conducta personal, sobre los que justificaba birlarle el trono, y saltarse el orden dinástico. He indicado que esos sobres no se abran hasta el año 2025».
Naturalmente, le insté a que me aclarase algo más eso de «contar, de verdad, cómo fue la Historia». Se quedó un rato pensativo, en silencio, como escogiendo en el disco duro de su portentosa memoria algún dato de valor incontestable. Después comentó: «El sentimiento de un hijo hacia su padre no se borra; mucho menos, el de un padre hacia su hijo. Y eso, gracias a Dios, prevaleció sobre toda otra cosa. Don Juan supo ceder. ¡Mejor! Porque don Juan Carlos no hubiese cedido. Todo aquello de “hago las maletas, tomo a Sofi y a los niños y me voy” era hablar por hablar… Si, llegado el momento de aceptar la sucesión a título de Rey, don Juan le hubiese ordenado “dile a Franco que no”, don Juan Carlos no le habría obedecido. Y esto lo digo porque, más que certeza moral, tengo constancia de que el príncipe no se habría marchado de España.
»Don Juan Carlos era rey desde 1975, aunque su padre no le cediera los derechos. Pero, dinásticamente, ahí se había producido un gap, un salto que sólo se legitimaba con la renuncia expresa y formal de don Juan. Pues bien, ese acto, que convertía la instauración en restauración, y que entrañaba no poca grandeza de alma por parte de don Juan, se quiso minimizar, se hizo con sordina; como si, en vez de una pieza histórica clave, fuese un asuntillo sentimental de familia.
»Me pareció muy bien que a don Juan le rindieran honores y exequias funerarias y enterramiento de rey. Sí, fue de muy buen gusto ese maquillaje final, ese toque póstumo de grandiosidad, ese happy end. No quedó mal, pero… no era histórico»[98].
La reina me asegura que ella entendió desde el primer momento que «entre el padre y el hijo había un acuerdo en el aire, no dicho, por el que el trono iba a ser de quien pudiera llegar a él… Para mí estaba claro que el príncipe quería que su padre reinara primero. Ese acuerdo en el aire se sobreentendía: él, Juanito, hubiese sido más feliz recibiendo la corona de su padre que de Franco. ¡Era lógico, ¿no?, que quisiera la continuidad dinástica! Pero fue Franco quien excluyó a don Juan radicalmente. No había más que abrir los ojos. Sin embargo, nadie en Estoril parecía querer verlo. Vivían con sus ideas… creyéndose lo que les contaban los del pequeño círculo de juanistas devotos, que les daban una versión irreal de España. Mi marido discutía mucho con mi suegro por esto. Le decía: “Papá, esa España de la que tú hablas ya no existe. Te están contando una España ficticia. Las cosas y las personas han cambiado, el nivel de vida, la cultura, las ideas, los intereses…” Nosotros viajábamos a Portugal con frecuencia. A veces salíamos juntos, toda la familia. Doña María conducía el coche por Estoril. Mi marido y yo nos íbamos solos de vez en cuando, y hacíamos lo que queríamos: a la playa con amigos, a montar a caballo, a hacer vela, de noche a discotecas y restaurantes… Y podíamos hacer todo eso, como cualquier turista, porque don Juan y doña María estaban muy apartados de la sociedad portuguesa. Y si eso era así en Portugal, donde vivían, es fácil imaginar el desconocimiento que tendrían de la realidad de España, donde no vivían desde 1931».
A continuación, como para equilibrar la balanza, agrega:
—Pero don Juan era el hijo del rey, el heredero legítimo: tenía que haber sido rey. Y es justo decir, y yo lo digo con toda mi alma, que sin su sacrificio hubiese sido todo mucho más difícil.
—Moralmente, quizá. Políticamente, no. La frase atribuida a don Juan «no levantaré bandera contra mi hijo» es muy hermosa, pero ¿cuál es su valor real, cuando no se tienen ejércitos detrás?
—Aquella renuncia de sus derechos, y aquel «majestad, por España, todo por España, ¡viva España! ¡viva el rey!», dicho por el padre, firme, cuadrándose, inclinando la cabeza ante el hijo… fue un gesto grande, fue algo admirable que no hay que olvidar, y que conviene recordar. Esas actitudes sólo se tienen si hay casta de rey. Y don Juan tenía toda la casta de un rey.
»Aquel mismo julio de 1969 —continúa—, después del nombramiento como sucesor, los Franco nos invitaron a pasar cuatro o cinco días en el Pazo de Meirás. Era la primera vez que íbamos a convivir con ellos. Del trato protocolario, cuando les visitábamos en El Pardo, a estar allí juntos, desayunando, comiendo y durmiendo, conviviendo con informalidad, había una gran diferencia. Era una cosa nueva. Sinceramente, me interesaba. Le dije al príncipe: “Ahora tendremos la oportunidad de oír en una dimensión más íntima las opiniones de Franco; que nos cuente experiencias suyas, de asuntos nacionales, de asuntos internacionales; que nos explique cosas de presente, de futuro; saber, desde su punto de vista, quién es quién… Será una experiencia importante”. Pero ocurrió que, durante la comida, o la cena, Franco estaba callado. Hablaban los nietos, la hija, el yerno, doña Carmen, nosotros… pero él observaba, pensaba, comía, y no decía ni media palabra. Pensábamos: “Será después, a la hora del café”. Pero ¡qué va! Nos metían frente al televisor. Y todos allí, a ver al locutor y a escuchar en silencio. Luego él se iba a trabajar, o a echarse un rato, o a hacer deporte, y ya no volvíamos a verle.
»La primera noche en el Pazo de Meirás ocurrió que, al ir a acostarse mi marido, ¡pumba!, se rompió la cama. Él se cayó al suelo. Se armó un ruido terrible, y un jaleo con los barrotes, el colchón, el somier… ¡Yo creí morir! Le dije: “Por lo que más quieras, no lo cuentes”. Pero ¡ja!, al día siguiente le faltó tiempo para soltarlo nada más llegar al desayuno. Todos se rieron muchísimo. Incluso Franco.
»Hacíamos más vida con los Villaverde y sus hijos que con él. Pero es que, aunque parezca increíble, Franco no hablaba nada. Se quedaba como aparte, y escuchaba. A mí me produjo una gran decepción porque yo esperaba que nos contase cosas de interés. Posiblemente, sin los Villaverde hubiéramos oído más a Franco. Sus hijos esto no lo entendieron, y pensaron que tenían que volcarse con nosotros, y sacarnos a navegar, a cenar, a tomar el aperitivo, a jugar al tenis, a charlar en el jardín. Eran muy amables, pero yo lo sentí mucho, porque nosotros no íbamos al Pazo para divertirnos. Vivir en familia, con naturalidad, con unas personas a las que no estás ligada, no era muy fácil.
Sugiero a la reina que quizá hubiese algún trasfondo de celos. Y me responde rápida:
«Tal vez. Franco veía a Juan Carlos como el hijo que no había tenido. Y eso se notaba a simple vista. El hecho es que, por un exceso de cortesía, los Villaverde no nos dejaban a solas con Franco, ni con Franco y su mujer. ¿Para que no hiciéramos planes de futuro? Pues… no digo que no».
Esto no ocurrió sólo ese año: todos los veranos, mientras fueron príncipes de España, pasaron unos días de agosto en Meirás. También embarcaron con los Franco en el Azor.
Doña Sofía insiste en la dificultad de tratar con el caudillo:
—Era muy reservado, muy silencioso: un hombre hermético.
—¿Distante? ¿Imponente? ¿Enigmático?
—No. Distante, imponente, no; era un anciano pequeño, bajito, y sencillo. ¿Enigmático? Tampoco. Franco era obvio. Todo lo que Franco decía era obvio, elemental. Lo hubiese podido decir cualquiera… Lo que pasaba era que, como apenas abría la boca, cuando decía algo todos se ponían a interpretar qué habría querido decir, y le daban mil vueltas.
—¿Influía en Franco el marqués de Villaverde?
—Influía en la familia. Pero en Franco no. En la familia, mucho. No movían un dedo sin contar con él. Y eso nosotros lo vivimos de cerca, durante las dos enfermedades del caudillo. Y cuando reasumió los poderes, sin previo aviso…
Aunque la reina me ha dicho, categóricamente, que don Juan Carlos no quería reinar mientras Franco viviese, es innegable que hubo ciertos intentos, altos intentos, para persuadir a Franco de la conveniencia de retirarse en vida, cediendo sus poderes al joven rey. Un interesante personaje, el almirante lord Earl Mountbatten, comandante en jefe de las fuerzas navales de la OTAN en el Mediterráneo, habló personalmente con el presidente Richard Nixon y con don Juan de Borbón, tratando de adelantar los acontecimientos.
Lord Mountbatten, hermano de la princesa Alicia de Battenberg, tío del duque Felipe de Edimburgo y de la reina Isabel de Inglaterra, y tío abuelo de doña Sofía por la rama de Grecia, y de don Juan Carlos por la rama inglesa de la reina Victoria Eugenia de Battenberg, era un hombre magníficamente relacionado, con franquicia en las altas esferas de la realeza y del poder político internacional. Y, según me comentó el rey Constantino, que le había conocido y tratado con gran confianza, «disfrutaba asumiendo misiones delicadas, yendo a unos y a otros con embajadas interesantes». Pues bien, lord Mountbatten, familiarmente Dicky, asiduo huésped de los reyes Pablo y Federica en Tatoi y en Corfú, realizó al menos un par de audaces gestiones de mediación. Una, en 1969, ante don Juan para que renunciara al trono o diera un «instrumento de abdicación», que don Juan Carlos debería hacer público «la noche antes de que os convirtáis en rey, de modo que todo el mundo pueda ver que sois el rey legítimo, por derecho propio, y no el títere de un dictador»[99]. Así consta en una carta de Mountbatten al príncipe Juan Carlos, escrita en ese mismo año 1969.
También habló en varias ocasiones con el presidente Nixon, encomiando a los jóvenes herederos Constantino de Grecia y Juan Carlos de España, «a quienes Estados Unidos deberían ayudar en sus planes de futuro»[100]; o instando al mandatario americano para que convenciera a Franco de que debía «testar» en vida, y dejar asentado en el trono al príncipe sucesor. Esto lo confirma Vernon Walters, que entonces era subdirector de la CIA, y que recibió del presidente Nixon la encomienda —si no secreta, discreta— de desplazarse a Madrid y tantear al general Franco sobre ese delicado tema. Mountbatten le habría dicho a Nixon: «Sólo usted, señor presidente, es lo suficientemente poderoso como para decir eso a Franco». Esto ocurría en 1971. La respuesta de Franco a Walters fue, de una parte: «El príncipe Juan Carlos es la única alternativa»; y de otra: «La sucesión se hará con orden: dígale al presidente Nixon que el orden y la estabilidad en España quedarán garantizados por las medidas oportunas y ordenadas que estoy adoptando»[101].
Una «obviedad» de las de Franco, que no llevaba a ningún nuevo paisaje.
Recuerda ahora la reina Sofía su primer viaje oficial a Estados Unidos, en enero de 1971. Nixon debió de comentar al príncipe, en tono elogioso pero informal, que no se gastara haciendo gestos públicos para desmarcarse del régimen de Franco, porque bastaba ver su juventud, su simpatía y su dinamismo, para transmitir la idea de que con él las cosas serían muy distintas. Pese al consejo de Nixon, el príncipe hizo lo que pensaba que convenía hacer: aprovechar la megafonía mundial de los mass media norteamericanos.
«Jesús Hermida, que era el corresponsal de TVE —me dice la reina—, consiguió que mi marido estuviese en Cabo Cañaveral durante el lanzamiento de uno de los Apolo. Neil Armstrong era el comentarista. Charlaron el príncipe y él. Y, de pronto, ¡plas!, los focos y las cámaras, enchufando a mi marido, que empieza a hablar en inglés, en directo… ¡para quinientos millones de telespectadores de todo el mundo! La gente alucinaba, al ver que el futuro rey de España estaba con la última tecnología, hablando inglés…»
Además, despachó algunas declaraciones en prensa escrita.
—Fueron muy importantes —comenta la reina— las que hizo en The Chicago Tribune. Decir entonces que la gente en España quería más libertades era muy atrevido. Pero él lo dijo. Y habló de apertura y de democracia. De regreso ya aquí, en Madrid, vino un día Castañón de Mena, muy alarmado: «Alteza, Franco tiene sobre su mesa esas declaraciones». Y mi marido dijo: «Ah, ¿sí? Pues muy bien: voy a leérselas en castellano yo mismo». Cogió la hoja del periódico, se la metió en el bolsillo, y se fue a verle a El Pardo. Nada más llegar, le dijo: «Mi general, he hecho estas declaraciones en Chicago». Franco no estaba molesto. Sonrió y le dijo: «Sí, alteza, hay cosas que se pueden decir allí, y no pasa nada; en cambio, aquí no se pueden decir porque sí que pasa… No sería apropiado repetir aquí lo que se dice fuera. Y, a veces, sería mejor que fuera no se supiera lo que se dice aquí». En opinión de Franco, España no estaba preparada para una democracia «a la americana, o a la francesa, o a la inglesa…». Eso lo repetía muchas veces.
»Él apreciaba de verdad al príncipe. Yo notaba en su cara que se alegraba de verle, de tenerle cerca.
»Un día le preguntó: “Mi general, ¿cuándo me va a llevar a un Consejo de Ministros?” Y Franco le contestó: “¿Para qué? ¿De qué le va a servir? Vuestra alteza no podrá hacer lo que hago yo. Vuestra alteza tendrá que hacer cosas distintas, y hacerlas de otra manera”.
—Majestad, ¿en aquellos años, como príncipes de España, se sentían vigilados a distancia por los servicios de información, o ya Franco se fiaba de don Juan Carlos?
—Franco se fiaba, sí; pero una cosa era Franco, y otra cosa todo el sistema del régimen. ¿Que si nos sentíamos vigilados a distancia…? ¡Nada de a distancia! ¡Aquí, dentro de nuestra casa, delante de nuestras narices, nos espiaban! Todas las personas que pasaban por aquí, quedaban «fichadas». Había un conserje que todos los días enviaba a El Pardo una nota poniendo quiénes habían venido, a qué hora entraron, a qué hora salieron… Muchas veces sorprendimos al personal de servicio escuchando detrás de las puertas. Ah, y cuando quisimos aclararlo, nos enteramos de que lo hacían porque se lo habían mandado de arriba, y tenían que cumplir su deber. Vimos que ellos lo hacían porque tenían que hacerlo. Pero ¿qué ibas a hacer? Vivías con ello. Viajábamos mucho, salíamos mucho…
—¿Estaban, si se me permite decirlo así, en una especie de campaña de márketing, anunciando un «producto» nuevo…?
—Bueno… había que dar la imagen de que lo que vendría sería muy diferente de lo que había. Pero no lo podíamos decir con discursos, ni con declaraciones. Teníamos que salir, estar en la calle, ir por las ciudades, dejarnos ver, hablar con todos…
»Estábamos muy alerta, para que no se hicieran cercos de gente alrededor nuestro: capillitas, cortes, que nos alejasen de la vida. No queríamos “círculos de íntimos”, con los que uno está muy cómodo, muy halagado, sin oír nada molesto, pero que acaban aislándote de la realidad. Eso lo veíamos por todas partes, cuando viajábamos y teníamos contactos con otras personas de la realeza. Es frecuente: cuando estás arriba, crees que ves la realidad del mundo y de la vida, y los problemas de los hombres; pero no lo ves. Siempre hay ayudantes oficiosos que te lo impiden, con la mejor buena fe. El contacto directo humano es la llave. La mejor información, relacionarte con la gente: oír lo que ellos te quieren decir. Los palacios son trampas, ahogan, ciegan al que reina, al que gobierna: tienes tú que salir a la calle y abrir las puertas de tu casa para que entren los demás.
—Majestad, ¿eso es una utopía, o se puede conseguir?
—Si estás muy en ello, lo consigues. Mira, el otro día me comentaba el rey que, aparte los contactos que se producen en los viajes, en el último año ha tenido, aquí, en La Zarzuela, quinientos despachos, quinientas conversaciones a solas con distintas personas, y ha recibido a otras tres mil personas más en audiencias. La gente eso no lo ve, pero es un esfuerzo grande por estar siempre informado en directo. Eso es reinar con las puertas abiertas.
En todos estos encuentros con la reina, observo en ella una tendencia, que casi parece innata, a hablar del rey, a contar la vida del rey… Noto que se hace violencia para hablar de sí misma, como si le diera grima o repelús cualquier autorreferencia. Es una virtud de modestia natural, extraña en un mundo donde todos vamos cantando nuestros méritos, anunciando nuestras ventajas, alardeando de nuestro currículum, y exhibiendo nuestras condecoraciones o nuestras cicatrices. Mi esfuerzo, con la reina, es lograr que hable de sí misma.
Ahora me cuenta de sus estudios en la Universidad Autónoma de Madrid, de 1973 a 1977. Empezó, pues, como princesa de España, y siguió dos cursos más siendo ya reina:
«La idea se le ocurrió al marqués de Mondéjar. El profesor era José Solas. Me abrió muchísimo el horizonte mental. Yo iba a la universidad los sábados, y recibía clases durante dos o tres horas. Cuatro años seguidos. Era un conjunto de asignaturas: historia, filosofía, política, literatura, geografía, estadística, estructuralismo, arte, antropología, sociología… Un grupo variado de más de cien alumnos. Lo pasé muy bien. La relación era cordial, sencilla, muy natural. A mitad de la mañana, me iba con unos o con otros a tomar algo al bar. Luego, me llevaba tarea y temas para estudiar en casa. Para mí supuso un enriquecimiento personal y cultural muy valioso. Todavía vivo de rentas de lo que aprendí entonces. Me sirvió mucho, mucho.
»Más tarde, María Eugenia Rincón, que había sido alumna de este grupo de la Autónoma, organizó en el Instituto de España el seminario de conferencias “Pensamiento y Ciencia contemporáneos”. Sigo yendo… y sigo aprendiendo. Por ahí dicen que soy “una mujer culta”. Y yo cada día me veo más ignorante. Quizá lo que me salva un poco es que casi todo me interesa, sé que no sé, y voy por la vida aprendiendo.
»Pero lo que te iba a contar, siguiendo lo que hablábamos del contacto con la gente, es que a mí me gusta estar entre los demás. Me hacía ilusión que llegaran aquellos sábados. Sinceramente, por mi propia timidez, yo tenía que superarme para estar natural, y tomar la iniciativa de hablar a ésta o a aquél, pedir unos apuntes… Además, intentaba olvidar que yo era quien era, para parecer una más. Tenía cierto complejo de avestruz. En cambio, a mis hijas, las infantas, no les cuesta. Son más naturales, más espontáneas, en el trato con los demás, en el tú a tú. Ellas lo hacen mejor que lo hacía yo: nunca se olvidan de que son infantas de España; sin que eso les impida un trato informal de “¡Hola, chico!, ¿qué tal?”, o reunirse en casa de uno a merendar, sentados por el suelo…
»A todo esto, viene la muerte de Carrero; la enfermedad de Franco; mi marido, jefe del Estado en funciones; la muerte de Franco; la jura como rey… Y yo seguía yendo a la universidad. Había tomado la decisión de ir a clase al día siguiente mismo de la jura del rey, para romper el hielo, y que no se enfriase la relación, ni se creasen barreras. Yo tenía un gran interés en que no hubiera un corte seco entre antes y después. Pero, lo repito, soy tímida y esas cosas… me cuestan a morir. La noche después de haber jurado el rey, pensando que a la mañana siguiente iría a clase como si nada, me decía a mí misma “¡Tierra, trágame!” No me había dado vergüenza ninguna estar allá arriba en las Cortes, o saludar a la gente por las calles de pie en el coche descubierto, o entrar bajo palio en los Jerónimos… Y yo creo que nadie en el mundo se pudo imaginar que, esa noche, la reina Sofía se la pasó pensando “¿cómo me recibirán mañana en clase?”.
»¿Y sabes cómo me recibieron? Pues ni aplausos ni “vivas”, que así, en el plano corto, me hubiesen hecho ponerme como un tomate. Sino que me esperaban en el pasillo, junto al aula. Y una de mis compañeras me ofreció unas flores en nombre de todos… Me pareció encantador».
Entro ahora por otra vereda: las relaciones con el primo hermano del rey, don Alfonso de Borbón Dampierre. Le pido que me explique la verdadera historia del toisón dado a Franco.
—Del toisón, lo que yo sé es que Laureano López Rodó, y quizá alguien más, pensaron que sería oportuno que don Juan se lo concediese a Franco. Pero mi suegro preguntó: «¿Están seguros de que Franco quiere el toisón?» Y no se lo dio. Quien sí se lo dio, y sin tener potestad para hacerlo porque no era el jefe de la Casa Real española, fue don Jaime. Desde hacía unos años, él y su hijo jugaban a confundir. A que pareciese que aquí había dos príncipes, dos pretendientes, dos alternativas… Cuando llegó la boda entre Alfonso y Carmencita, mi marido le pidió a Franco que no se pusiera el toisón para la ceremonia. Pedirle eso fue un trago fuerte para el príncipe. Y Franco tuvo el buen sentido de no ponérselo ni entonces ni nunca.
—¿Pidió don Alfonso que vuestra majestad fuese madrina de esa boda?
—Sí. Pero le contesté sobre la marcha, sin tener que pensarlo dos veces: «No es que yo quiera o deje de querer, es que mi moral no me lo permite. Viviendo tu madre, ¿yo cómo voy a suplantarla? La madrina ha de ser tu madre».
He pedido a la reina que me hable de los personajes del búnker, de aquella resistencia extrema derecha a la democracia:
«No nos querían, pero no nos lo demostraban. Siempre fueron muy correctos con nosotros. Solís, incluso, simpático. Quizá lo hacían por respeto a Franco… Girón, que era como el jefe moral de todos ellos, vino aquí a palacio, después de jurar mi marido como rey, a cumplimentarle, y se trajo a los excombatientes y a la vieja guardia falangista. Ese gesto (¡y esa foto!) tenía su importancia en aquel momento. No hay que olvidar que lo único que existía, con estructuras, con organización, era el Movimiento, el régimen de Franco. Y que tendrían que ser las viejas Cortes de Franco las que dieran paso a lo nuevo. No se puede escribir la historia de la transición sin quitarse el sombrero ante ciertas personas, muchas, que pensando completamente distinto de lo que el rey quería para España, se estuvieron quietos y callados: le dejaron hacer y deshacer, y se fueron a sus casas. Eso no lo encuentras por ahí. Era muy importante, sí, muy inquietante, saber cómo se portarían los socialistas y los comunistas; pero los que tenían el poder en este país no eran ellos, sino los franquistas y los falangistas. Esas personas supieron dar paso a la nueva situación. Y ellos se quedaron fuera, en la cuneta… Yo creo que hay que recordarlo, con agradecimiento.
»Mira, el otro día, al salir de un concierto en el Auditorio, allá al fondo del hall, entre la gente, vi una cara de mujer que me resultaba conocida, lejanamente conocida… Yo estaba saludando a otras personas, y pensaba “¿Quién es ésta?… yo la conozco mucho, pero ¿de qué?”. No tengo la memoria de elefante que tiene mi marido. Soy fatal, negada, para los nombres. Me acuerdo perfectísimamente de lo que le pasó a tal y a cual, pero no me preguntes cómo se llaman. Y en éstas, de pronto, clic, ¡se hace la luz! Y casi doy un grito: “¡Eh, Belén! ¿Qué es de tu vida, mujer? ¿Qué haces? ¡Qué alegría volver a verte!” Era Belén Landaburu. Una mujer muy política, muy inteligente y muy valiosa del Movimiento, procuradora en Cortes… Me acerqué para darle un abrazo. Entonces era joven, pero todos le tenían un gran respeto. Bueno, pues, como ella, tantas personas de gran valor que se retiraron sin armar ruido. El mismo Federico Silva Muñoz, o Gonzalo Fernández de la Mora. Éstos querían la apertura, sin embargo, se quedaron marginados, y considerados como ultras».
Este discurso de rehabilitación civil de los vencedores vencidos es tan infrecuente, que en el momento primicial de escuchárselo a la reina me sorprende, no me cae bien, se me atraviesa. Y lo archivo en mi libretilla, como extrañezas. La reina sigue hablando, pero ahora se ha pasado al otro hemisferio. Me cuenta de las arriesgadas «diplomacias bajo cuerda» desplegadas por el príncipe para captarse a las izquierdas, «porque aquí había dos Españas, pero él quería ser el rey de los unos y de los otros».
Le he preguntado si recibieron a algún socialista, de modo clandestino, en tiempos de Franco. «Recuerdo —dice— que Fernando Morán vino con nosotros a uno o a dos viajes, porque trabajaba como diplomático en Asuntos Exteriores. Y el príncipe hablaba con él. No es cierto, aunque se ha dicho, que Enrique Tierno viniera aquí a La Zarzuela. Quizá fuera a Estoril… El que sí vino fue Luis Solana, camuflado con su moto y su casco.
»En la celebración del milenio del Imperio persa, en aquella fiesta fastuosa que ofreció el sha Reza Pahlevi, en Persépolis, tratamos con muchísimos “grandes” del planeta. Entre otros, conocimos a Ceaucescu, el presidente rumano, que tenía su “tienda” al lado de la nuestra. Entonces no se conocían los horrendos crímenes ordenados o consentidos por este hombre. Y él y Tito eran, de los dirigentes comunistas, los más aceptados en las democracias de Occidente. El príncipe Juan Carlos se interesó por las posiciones políticas que adoptaría Santiago Carrillo cara a una democracia con una monarquía. Ceaucescu se ofreció para “cuando llegue el momento en que yo pueda serle útil”, porque Carrillo iba los veranos a Rumanía, invitado por Ceaucescu. Pasado el tiempo, siendo ya rey mi marido, al tener que buscar un contacto seguro con Carrillo, para tantear las intenciones del Partido Comunista, se acordó enseguida de Ceaucescu, y envió a Bucarest a una persona de su confianza[102]. Al rey le preocupaban más los comunistas que los socialistas, porque eran los adversarios más duros del régimen anterior, y porque podía haber una confrontación entre los comunistas y los militares y los elementos más de derechas».
Pero es después, cuando las abejas faeneras liban el jugo inteligente en el panal de mi memoria; es después, cuando el pianista de los nocturnos de Chopin deja de darle zarpazos al teclado y se hace un poco de silencio en el interior del coche; es después, ahora mismo, cuando el monótono vaivén de los limpiaparabrisas me muestra cada cuatro segundos esos dos hemisferios simétricos de cristal desempañado, cuando caigo en la cuenta de lo que significa eso que vengo viendo desde hace media hora: dos hemisferios simétricos. Dos hemisferios: dos mitades. No dos españas: dos medias españas. La de Girón y Solis y Belén Landaburu, y la de Carrillo y Morán y Solana. Podríamos decir: dos medias españas… «con la terrible simetría del tigre»[103]. Y, entre las dos, un rey funambular, haciendo inverosímiles equilibrios sobre el alambre enjabonado, «porque quiere ser el rey de los unos y de los otros».
Me cuenta la reina cómo vivió ella la muerte del almirante Luis Carrero Blanco, presidente del Gobierno, ocurrida el 20 de diciembre de 1973:
—Esa mañana, yo iba en el coche a llevar a los niños al colegio de Rosales. En el asiento de delante, el conductor y un policía. Detrás, los niños y yo. Llevábamos la radio de los policías conectada. De pronto, empezamos a escuchar voces que decían: «Aquí hay mucho humo… mucho jaleo… es como si se hubiera abierto el suelo… ¡¡Atención!! ¡No sabemos qué pasa! ¿Me oís?… ¿Me oís? Ha desaparecido el coche del presidente Carrero… Parece que ha sido una explosión. El coche del presidente lo hemos perdido de vista. Enviad otro de escolta, porque este mío está hundido…» Lo estábamos oyendo en directo. Pero los policías que hablaban no sabían lo que estaba ocurriendo. Creían que el coche de Carrero había seguido su ruta, sin que le alcanzara la explosión. No lo veían. ¿Cómo iban a imaginarse que había saltado por los aires? Dejé a los niños en el colegio. Volví aquí, a palacio. Nada más entrar en el recinto de La Zarzuela, pregunté: «¿Ha ocurrido algo al presidente del Gobierno?» Tenían noticias confusas.
»Cuando se confirmó la muerte, y que era un atentado, me quedé un poco groggy… conmocionada. Era demasiado fuerte. Aquí, en palacio, estaba todo el mundo como noqueado por la sorpresa. Pesaba casi, casi la podías tocar en el ambiente, una incógnita de… ¿de mal augurio? ¿Cómo se llaman los pajarracos esos…?
—¿De mal agüero?
—¡De mal agüero! Una incógnita muy negra sobre el futuro. Y ahora, ¿qué? ¿Qué puede ocurrir? ¿Qué reacción va a haber? ¿Esto va a cerrar y crispar más a los que no quieren cambio ni apertura?
—¿Y no se preguntaban «quién lo ha hecho»?
—Esa pregunta vino después.
—¿Vuestra majestad la tiene resuelta?
—No. Yo nunca he visto que la goma-dos o el amonal ese con que «trabaja» ETA haga subir un coche por encima de una iglesia. La goma-dos deja los coches achicharrados, pero en el suelo, donde estaban. Esto fue todo muy raro…
—El día anterior, Carrero había hablado largo rato con Kissinger sobre su concepción del futuro de España. Ahí Carrero dejó claro que él garantizaba «continuismo franquista por muchos años». López Rodó estuvo presente en esa conversación. Pasados muchos años, y mientras me enseñaba una fotografía de la escena en la que se les veía a Kissinger, al almirante y a él, yo le pregunté si con esa declaración de intenciones no se habría cavado Carrero su propia tumba.
—¿Y qué te contestó?
—La verdad, yo esperaba que me contestara, «¡no, por Dios!», o «¿por qué dice usted eso?», o un incomprometido «no lo sé». Pero su respuesta fue enigmática: «Todo es posible en Granada».
Recordando el entierro de Carrero Blanco, y la imagen del príncipe, vestido de marino, solo por el centro de la Castellana, siguiendo el armón con el féretro, y todo el país estremecido por el magnicidio, la reina me confiesa que ella estuvo muy preocupada:
—Por el riesgo que corría mi marido. Era como aquello de «solo ante el peligro». No sabíamos si los que habían asesinado a Carrero querrían llevarse a alguien más por delante. Él, que no es muy fumador, ese día se fumó ¡sesenta pitillos! Pero, para el país, que estaba traumatizado, fue muy bueno ver allí a un hombre valiente, fuerte, joven, que daba la cara… Los ultras no gritaban contra él, sino contra el pobre Tarancón. La tomaron con «Tarancón al paredón». Y Franco se quedó fuera de juego. Sin reacción. Su reacción fue no tener reacción. A partir de ahí… —con la mano extendida, simula un avión que desciende en picado— ya no levantó cabeza, ya no remontó. Fue un mazazo muy terrible para él.
—Majestad, ¿qué opinaba Carrero de la monarquía?
—Carrero era muy… lo que dijera Franco. Sobre monarquía yo nunca le oí opinar. Pero pienso que si hubiese muerto Franco antes que Carrero, que era lo natural, es muy posible que Carrero no hubiese dado paso al rey. Y quizá tú y yo no estaríamos aquí ahora hablando.
Debo de haber puesto cara de asombro, porque inmediatamente doña Sofía hace un movimiento de ojos, quizá apenas un parpadeo, como expresando un «bueno… vamos… es un decir…». Quiere mitigar el impacto de lo que ha dicho, quitar hierro. Está pensando. Por las bóvedas de su conciencia, libra una rápida batalla dialéctica entre la sinceridad y la prudencia. Yo la observo con atención. Es interesante ver cómo lo resuelve. En cuestión de décimas de segundo, con instinto largamente adiestrado —no es otra cosa la educación de reinas y de reyes— reaparecen en su rostro las lumbres de esa mirada azul apacible y superior. Ha encontrado la fórmula. No se va a desdecir. No va a mentir. No va a dejar estar la cosa vagamente en el aire. Pero algo en su rostro, o en su respiración más honda, tomando una ración larga de aire, me advierte que va a matizar.
—Carrero quería seguir con el régimen franquista, y sin democracia. ¿Qué hubiese ocurrido, de no haber sido asesinado? No lo sabemos. Ni lo sabremos nunca. Claro que… la gente cambia, la gente evoluciona. Decir lo que yo he dicho de que quizá no hubiésemos llegado a reinar, es lo que de verdad pienso, pero es una especulación. Y yo no tengo derecho a juzgar y condenar a Carrero por lo que él no tuvo tiempo de hacer. Ahora bien, su línea de pensamiento político era ésa: una monarquía instaurada, de nuevo cuño, que tomase su legitimidad y su naturaleza del 18 de Julio de 1936, del Movimiento. Y eso ya ¡ni siquiera lo pensaba Franco! Franco, por ejemplo, había aceptado a los ministros tecnócratas, que no eran falangistas ni nada de eso: López Bravo, López Rodó, López de Letona… y a Torcuato Fernández-Miranda, que sí era falangista, pero evolucionó y se puso camisa blanca[104].
»Las personas evolucionan… Mira, cuando yo era una jovencita y vivía en Grecia, el compositor griego Mikis Theodorakis era un tabú para nosotros, porque era comunista, y no podíamos ir a sus conciertos. Y yo me vine a España sin haberle visto ni oído en persona. Mis hermanos tampoco. Sin embargo, nos gustaba su música y deseábamos verle, oírle en algún recital. Un día, no hace mucho, vino a España, a poner en escena el Canto General de Neruda, que también aquí había estado prohibido todo el tiempo del franquismo. Lo leí en el ABC. Y mi hermana Irene y yo dijimos, «¡qué ilusión, ojalá podamos ir!» Actuaba en una sola sesión, en Bilbao. Le consulté al rey, para ver si era procedente o no…
—Perdonad que os interrumpa, majestad, ¿le pregunta siempre si algo es o no procedente? ¿Por qué lo hizo ese día? ¿Por ser él griego? ¿Por ser comunista?
—¡Noooo! Por ser en el País Vasco. Ir allí, sin previo aviso, podía crear problemas de seguridad. Pero siempre me gusta informar al rey de lo que quiero hacer. Ese día le dije: «Oye, que Irene y yo quisiéramos ir…, ¿qué te parece?» Él lo organizó. Era en el teatro Arriaga, de Bilbao. El lehendakari Ardanza salió a recibirnos. Y recuerdo que dijo: «Señora, ¿cómo es que viene a ver a un republicano?» Yo le contesté: «No he venido a ver a un republicano: he venido a ver a un genio musical». Después de la actuación, fuimos al camerino. Theodorakis, grande como una torre, nos esperaba de pie, con los brazos abiertos, con un gesto muy amplio. Sonreía. Nosotras también. «¿Qué tal? ¡Qué alegría verlas! ¡Qué detalle tan gentil haber venido!» Y a renglón seguido: «¿Cómo está su hermano, el rey? ¡Lástima que no haya podido venir!» O sea, como si fuéramos amiguísimos de siempre.
»Pasado algún tiempo, cuando en Grecia ganaron las derechas, Mitsotakis nombró a Theodorakis ministro de Cultura, sin cartera. Y un buen día vino a Madrid, para ver a su colega Semprún. Además de ser los dos ministros de Cultura, habían hecho juntos la película Zeta, de Costa Gavras. El rey y yo le recibimos aquí, en palacio. Y nos decía Theodorakis, con aspavientos de enorme perplejidad: “¡No entiendo nada! Me reciben los reyes de España. Me reciben los socialistas franceses. Pero mi amigo Semprún, colega y socialista, dice que si la agenda, que si tal, que… no tiene tiempo para recibirme. ¿Por qué? ¡Yo soy el de siempre, yo soy el mismo, yo no he cambiado! ¡Los que han cambiado son los demás!” Ah, eso creía él; pero claro que había cambiado: había sido un republicano de izquierdas, y ahora estaba de ministro en un gobierno de derechas.
»Esto viene a cuento de lo de Carrero. Él, cuando le mataron, pensaba como te he dicho. Pero… en la vida se cambia. Y yo no puedo juzgar a un hombre por unos hechos que no tuvo tiempo de realizar.
Esta argumentación de la reina no es una finta diplomática, ni una cabriola retórica para quedarse incomprometidamente por encima del agua, flotando como el aceite. Más bien revela en ella un cañamazo de recia urdimbre moral.
—Una pregunta muy personal…
—¡Ja, ja, ja! Todas las preguntas que me haces son muy personales…
—Pues ésta que viene aún lo es un poco más. ¿Puedo?
—¡Venga!
—¿Vuestra majestad ha tenido, o tiene, inquietudes religiosas?
—¿Inquietudes…? No, nunca he tenido dudas religiosas. Gracias a Dios, desde muy pequeña he tenido muy arraigada la fe y la moral cristiana. Lo he visto en mi casa, en mis padres. Y nunca he dudado.
—Pregunté por «inquietudes», no por «dudas».
—¿Qué quieres saber?
—El valor de la religión en vuestra vida, y si tenéis vida interior. Por eso os anuncié que era una pregunta muy personal…
—Vida interior creo que tengo mucha… Sin necesidad de ser una monja, intento vivir como una buena cristiana. Gracias a mis padres, he podido… ¿engarzar?, engarzar siempre la fe y la moral cristiana. No cada cosa por su lado. Si, de verdad crees, la fe te exige una conducta moral. Si no crees en nada, ¿para qué te vas a exigir? Y con el amor al prójimo, lo mismo: si no amas a los demás, ¿en qué Dios dices que crees? Vemos alrededor una pérdida brutal de los valores morales, pero eso tiene una causa. Antes se ha perdido la fe. Es la gran tragedia del mundo de hoy.
Seguimos hablando del escenario político creado a la muerte de Carrero:
«Que Franco, en vez de nombrar jefe del Gobierno a Fernández-Miranda, o a Nieto Antúnez, como él quería, nombrase a Arias Navarro, responsable en definitiva de no haber impedido el atentado, fue porque doña Carmen Polo jugó su influencia. Ahí, sí, ella pudo influir. No era intrigante, pero componía situaciones. A doña Carmen le gustaba Arias. Y se salió con la suya. Pero, igual que digo esto, digo que doña Carmen nunca estuvo en contra del príncipe. Jamás. Y siempre nos saludó con reverencias y con cariño».
Hasta este momento, la reina no se ha manifestado sobre Arias. Ahora, por primera vez dice algo. Y algo sólido como un pan de plomo:
«Era un hombre duro y oscuro. No había entendido lo que era la democracia. ¡No quería la democracia! A mi marido le presentó una dimisión inoportuna, muy peligrosa, con Franco agonizando, y… con todo en el aire. Fue un pulso, para tener doblegado al príncipe… ¡Eso no se hace!» Esta vez, no hay matización piadosa que valga. Salvo un «Luz, su mujer, era encantadora».
Aludiendo a las dos fases de la enfermedad final de Franco, y a la asunción por don Juan Carlos de las funciones de jefe del Estado, utilizo el argot político de la época y pregunto a la reina por «las dos interinidades del príncipe». Reacciona con nervio, con cintura:
«¡Nada de dos! ¡Una, y no más! La segunda vez aceptó con la condición de que sería definitiva, y después de hablar con los médicos y saber que la situación del caudillo era irreversible. Él mismo fue junto a la cama de Franco, y le dijo: “Mi general, ni usted ni yo tenemos prisa… Vamos a esperar a ver cómo evoluciona la enfermedad. A lo mejor, si Dios quiere, usted se recupera, como la otra vez. Y eso a mí me alegraría humanamente, pero me desgastaría y me dejaría en una situación imposible para sucederle en su día como Rey”[105]. Y era así: con el recurso a cosas interinas, se desprestigiaba el futuro rey de España. Esto lo hablamos entre los dos, y vimos que era quemar la salida monárquica. ¿Suplir a Franco? Una vez, pero no más. La segunda fue con carácter irreversible, pero no sólo porque Franco se murió: aunque no se hubiese muerto, mi marido puso esa condición».
En el verano de 1974, durante la primera enfermedad de Franco, el príncipe Juan Carlos zarandea la atención de los españoles. Les sorprende con un gesto inesperado, impredecible, imaginativo. El pueblo está acostumbrado a un jefe del Estado, más que físico, metafísico, que sólo sale de El Pardo para asomarse a una altísima tribuna, o para navegar en el inaccesible Azor, sin ser visto por nadie. De repente, el príncipe toma un avión y se planta en El Aaiún, en el Sáhara, allí donde está el zafarrancho, hundiendo los zapatos en la arena del desierto. Sobre el terreno, y casi cuerpo a cuerpo, templa y arenga a las tropas de la legión, que andan desconcertadas con la marcha verde, civil, que les ha montado Hassan II, y que está ya al alcance de sus fusiles, como esa gente dé un paso más.
La reina me comenta: «El príncipe, la noche antes preguntó si Franco estaba lúcido, para consultárselo a él. Pero como no podía ser, esa decisión se tomó aquí, en La Zarzuela. Primero, en plan “doméstico”, nos reunimos en el salón: mi marido, Mondéjar, Armada, Pedro Cortina, que era ministro de Exteriores, y yo. Y lo vimos muy positivo. Después el príncipe hizo venir a Arias Navarro, al ministro del Ejército, que era Coloma Gallegos, al jefe del Estado Mayor del Ejército, Fernández Vallespín. Cortina era el único que ponía pegas y decía “¡No puede ir allí, es una locura!” Pero los militares le respaldaban. Y además, quien tenía que tomar la decisión era él. Y él estaba lanzado. Porque, como militar, sabía que lo que las tropas necesitaban era ver al gran jefe al frente de ellos. Y, como hombre con olfato, adivinó que a Hassan le agradaría ese gesto, y disolvería la marcha verde, que era una peligrosa provocación para nuestros soldados.
»A mí me parecía natural, lógico y estupendo que fuese a estar con las tropas. Además, Hassan II no tenía intención de atacar. Es más, después felicitó al príncipe por haber hecho ese viaje, por haber estado allí. Le telefoneó “¡Felicidades por tu gesto! Ahora podremos discutir sobre el Sáhara con más serenidad”. El rey Hassan necesitaba eso, un gesto, para que su gente lo viera, y él pudiera darles la orden de volver a casa, sin que pareciera que se retiraban. Y nuestros soldados podían salir del Sáhara, sin violencia. Notamos enseguida que en la opinión pública, dentro y fuera de España, ese viaje había caído bien. Fue un acierto».
Llegamos al relato de la muerte de Franco. La reina sabe que es un tema sobre el que está casi todo escrito, y espiga entre sus recuerdos aquellos apuntes, más de puertas adentro: «Murió de madrugada: a las tres y veinte. Aquí llamó primero un médico de La Paz. Mi marido le había indicado que lo hiciese en cuanto Franco falleciera. Después telefoneó un ayudante. Pero Carlos Arias, que es quien debía haber dado “novedades” al jefe del Estado, no lo hizo. Nos habían advertido que no se haría pública la noticia hasta dos horas después, para poner en marcha la Operación Lucero, de seguridad. Y que luego empezarían los preparativos de embalsamamiento, mortaja, ataúd… Como no podíamos hacer nada, seguimos durmiendo. Yo le dije: “Juanito, tú descansa, que te esperan muchas horas de no pegar ojo”.
»En Exteriores ya tenían a punto un dossier de protocolos funerarios, que lo había mandado preparar López Rodó, con gran antelación, cuando era ministro… ¡y por orden de Carrero! Ironías de la vida…
»¿Mis sentimientos, mis sensaciones? Yo pensaba: “Bueno, ya ha ocurrido”. Era un desenlace largamente esperado. Nuestra vida iba a cambiar poco. Ni siquiera cambiaríamos de casa. Sólo el título, y el tratamiento: de excelencia, a majestad. Nada más. Mi marido ya venía siendo el jefe del Estado. Es curioso, pero no pensaba en nosotros. Pensaba en los Franco. Para ellos sí que iba a ser todo diferente. Tenían que salir del palacio de El Pardo, tenían que perder su estatus de ser la familia más importante y más poderosa de España, tenían que dejar de mandar. Por fuerza, les sería costoso. Yo me ponía más en su piel que en la mía. Incluso recordé, aunque la situación era muy distinta, cuando nosotros, siendo yo pequeña, salimos del palacio de Atenas hacia el exilio… Y me propuse tener con ellos las máximas atenciones, y darles todas las facilidades del mundo que estuvieran en mi mano.
»Gracias a la hija, a Carmencita, se pudo obtener el testamento de Franco, aquel que leyó Arias. En aquellos momentos fue muy importante, porque en uno de los párrafos decía que los españoles debían ponerse al lado del nuevo rey[106]. Arias lo leyó por televisión, y jugó un gran papel. Ese documento se lo había dictado Franco a Carmencita. Ella lo escribió a máquina, y lo guardó por encargo de su padre. Podía no haberlo sacado, pero es una mujer muy noble y muy inteligente. Y no sólo no estorbó, sino que facilitó las cosas. El título de duquesa de Franco, que le concedió el rey, se lo tiene ¡más que ganado!»
Recuerdo que, charlando con la princesa Irene, ella deslizó esta expresivísima frase: «Ellos tenían que inaugurar una situación tan nueva, que no había telarañas. Pero tampoco había experiencia, ni modelo en que inspirarse, ni manual de protocolo que seguir… ¡ni nadie a quien consultar!»
—Arrancábamos el reinado —evoca doña Sofía— muy solos, y a nuestro aire. ¡Ése sí que era un desafío…! Pero ser reyes no se improvisa. El reinado empieza en tal o en cual momento; sin embargo, uno viene siendo rey desde antes de nacer: desde que lo concibe su madre. Y ya se inicia toda una educación, todo un depósito de tradición, toda una exigencia, toda una forma de entender que estás en la vida para los demás. Eso, día tras día, va formando como una segunda naturaleza. Y precisamente porque es una segunda naturaleza, cuando llega el momento, salen resueltos los gestos de la realeza, sin que nadie los inspire. Y así salieron, a la muerte de Franco, sin necesidad de ensayar ni de estudiar un manual de ceremonias.
»Todo iba a ser distinto. Todo tenía que ser distinto. Y éramos nosotros, el rey y yo, quienes teníamos que hacerlo. Y además queríamos que se notara desde el primer momento. No había a quien consultar. Cierto. Ni yo tenía a mi padre, ni mi madre estaba cerca. Tampoco él tenía a don Juan. El luto oficial por Franco iba a durar varios días. Para el acto de la jura del rey en las Cortes, se levantaba el luto. Pero enseguida volvía a regir, y nosotros teníamos que acudir a la capilla ardiente, en el palacio Real, con luto. Yo me preguntaba, “¿qué me pongo? ¿de largo y de negro? ¿de color y de largo? ¿de corto, negro? ¿de corto, color? ¿con condecoraciones, o sin ellas? El luto quita la gala. Pero la gala quita el luto…” Con todas estas dudas, pensé que los españoles tenían que ver que algo había cambiado, que las cosas iban a ser diferentes. Y decidí que mi traje para la jura fuese rojo, ¡por ahí salí! Rojo fucsia, como el revés del capote de un torero. Y luego, para tenerlo en el coche y ponérmelo encima al salir, un abrigo de terciopelo negro, largo hasta los pies. Así, yo podría ir en el coche descubierto, que es cuando me iba a ver la gente por las calles, vestida de rojo. Y, en cambio, entrar en la capilla ardiente, de negro. Ese abrigo largo lo cosieron aquí mismo, la noche del 21 al 22, las hermanas Molinero, que son modistas. Y ayudamos a quitar hilvanes y a sobrehilar todas: mi hermana Irene, mi cuñada Ana María, y yo, por supuesto. Fue la noche más larga de mi vida.
»Al mismo tiempo, íbamos y veníamos del aeropuerto recibiendo invitados. Mi marido estaba con su discurso de la jura. No voy a negar que algún esquema ya tenía elaborado de tiempo atrás. Ah, otra cosa importante en aquel momento: el escenario de las Cortes. El estrado. Hubo que desmontarlo a toda prisa, buscando carpinteros de no sé dónde, porque el príncipe dijo: “No, no. Nada de un solo sillón, o dos sillones, para el rey y la reina: ahí arriba tiene que estar la familia real. La institución monárquica, la Corona, no es únicamente el rey. Por tanto, la familia real ha de estar al completo, todos a la misma altura, y nunca por debajo de ninguno de los presentes”.
»Y como eso, tantos y tantos detalles: traer la corona y el cetro del palacio Real, como atributos de la monarquía española. La marcha real, que debía sonar al salir de la jura. Y suprimir ya el Oriamendi de los requetés y el Cara al sol de los falangistas, que es lo que tocaban en los actos de Franco. Quitar el repostero con el escudo de España que usaba Franco, y poner el nuevo del rey…»
—¿Recuerda, majestad, qué impresión le produjo estar allí, aquel día, ante todos los procuradores de las Cortes, el gobierno…? Yo estaba en la tribuna de prensa…
—Ah, ¿tú estabas allí? Pues no es que lo recuerde, es que por más veces que he ido a otros actos, aquél no se me borra nunca de la memoria. No sé si por la importancia, o por la emoción, o porque yo era más joven y tenía la mente más libre de otras experiencias. Nosotros entramos por detrás, subiendo unas escaleritas prefabricadas para ese acto. Como si saliéramos a un escenario. Y, de pronto, ¡plas!: te encuentras con todas las caras de la nación pegadas a tu nariz. ¡Ja, ja, ja! Me quedé sobrecogida, porque me había imaginado que la gente estaría más lejos.
»Ese acto yo lo veía como una espectadora. ¿Te acuerdas del truco que te conté, para el día de mi boda? Pues, en la jura hice lo mismo: me relajé mucho, me distancié del suceso, lo viví en frío, como si ya hubiera ocurrido ayer y yo estuviese recordándolo. Al distanciarte, no te ligas, no estás atada ni aprisionada a lo que en ese instante ocurre. Te desapasionas. Sí, tienes un dominio total de tus emociones personales… Quizá por eso, a veces, se me pone una cara inexpresiva. Es difícil conseguir esa frialdad. Pero, aquel 22 de noviembre, fue el único modo de evitar las lágrimas, allí, delante de… ¡delante de toda la nación!
Lo cual, que a la joven reina le hubiese apetecido llorar. Pero, a fuerza de fuerzas, ella solita había aprendido, ¡je!, lo que cualquier cómico de la legua acaba sabiendo después de peinar canas y perder la virtud pateando trochas y caminos a lomos de mula vieja: había aprendido a… entrar en escena y salir de la pasión. A desvivir la vida. Y a desmorir la muerte. Le crecía por dentro el alma en piedra blanca de una catedral pagana, peloponésica y ática: una cariátide berroqueña, fuerte y esbelta, hecha a soles y a tormentas.
Una cariátide impávida, soportadora imperturbable del friso y del tímpano y de los cien mil hijos de san Luis. Una cariátide de veste inviolable y pechos de membrillo. Una cariátide, plisada, frontal y hermética, preliminar de la Gioconda, invento renacentista, amanerado y carmesí, de anteayer por la tarde. (La Gioconda, versión con fondo en paisaje, versión con fondo en lisura… Una frivolidad que no resiste el esmeril. Lo que se dice, un cuarto de hora de mala siesta de Leonardo da Vinci). La joven reina había aprendido, pues, ¡ay, Jesús, que pronto!, la sabia ambivalencia de las espléndidas matronas —hoy las llaman marujas— españolas, griegas, holandesas, y tal vez de Detroit: a hilar y guardar la casa, a desasirse del cuidado, y a tener las lágrimas para más fiera ocasión.
«Eché de menos a mi padre. Y a mi madre. La reina Federica estaba en la India, en Madrás. Se había marchado después de proclamarse la república en Grecia. ¿Por qué no vino? Nos llamó por teléfono desde allí. No quiso estar presente, para que no empezaran a hablar de su influencia sobre el yerno, el joven rey Juan Carlos, con la misma ignorante crueldad con que lo dijeron del hijo, de mi hermano Tino. Había, y no sólo en Grecia, sino esparcida por ahí, muy mala opinión de la reina Federica. Desde que murió el rey Pablo, empezó una campaña infame contra mi madre. Decían que le gustaban las intrigas, que manejaba los hilos por detrás… No era cierto. Mi madre tenía un carácter fuerte, era muy vivaz, muy inquieta… pero no mangoneaba en su hijo, no estaba detrás del rey Constantino. ¿Que era muy política? ¡Pues igual que yo! A mí me encanta la política. También lo podrían decir de mí, si tuviera la desgracia de quedarme viuda, y mi hijo Felipe reinase: “Mira, la mamá diciéndole al niño lo que tiene que hacer”. ¡Es tan fácil cargarle a uno el complejo de Edipo!»
La joven reina, revestida en fucsia, el torso erguido, la diadema apretando donde los dos solsticios de su frente, la sonrisa eutrapélica y ausente, mira allá abajo y ve un mar encrespado de chaquetas blancas y camisas mahones, de sotanas púrpuras, y de uniformes caquis. Ve a los girones, a los utrera molinas, a los iniesta canos, a los campano lópez, a las landaburus y a las mónica plazas, a los Jesús fueyos, a los monseñor guerra campos y a los fernández cuesta y de las jons. Se estremece. En las tribunas de invitados, el rey Hussein, que siempre les había apoyado moralmente, Imelda Marcos, Pinochet, los Grimaldi monegascos, los Villaverde, Nani incluida, en riguroso negro… Las infantas Margarita y Pilar, esposos, hijos… Don Juan no. Se ha marchado a París. Por entre esas almenas descubre a Tino. Por un instante cruzan las miradas. Y al rey depuesto se le aflora el llanto. Saca el pañuelo. Lo aguanta dentro del puño. Reabsorbe con el lacrimal. La nuez de Adán desciende en trago amargo. Ya está. Guarda el pañuelo. Yo lo vi. Lo escribí en la crónica urgente del momento. Y me lo ha confirmado hace dos días: «Es cierto, sí, me emocioné, lloré… ¿y usted me vio? No sé si fue sólo la alegría por lo de ellos, o también el desgarro por la patria mía».
La reina rememora el primer paseo por Madrid, como reyes, de pie, con marcha lenta y en coche descubierto —el Rolls Royce cuadradote de Franco—, al que le habían cambiado la chapa de matrícula por el guión azulón de la Casa Real. Van flanqueados por la guardia mora. Piafan los caballos. Destempladas e inarmónicas, vibran las cornetas. Huele a estiércol recental y crudo. La gente grita, rebulle, aplaude, mira, recela, no sabe ni qué hacer… Hay quien cree que «ese Juan Carlos tiene ya una bala con su nombre escrito». Y quien no abre la boca «porque Franco, el tío, es capaz, ¡quién sabe! de resucitar».
Narra la reina, testigo excepcional: «La gente gritaba. Eran muchos y gritaban muchísimo: en contra, o a favor. Les oíamos perfectamente: “¡Fran-cooo, Fran-cooo, Fran-cooo…!” Y también: “¡Abajo los Borbones!” Y “¡Viva el Rey! ¡Viva Sofía! ¡Viva Juan Carlos!”
»A los cinco días, enterrado Franco y acabado el luto oficial, cuando se celebró la misa del Espíritu Santo en los Jerónimos, el ambiente ya era otra cosa. A la gente le sorprendió y le gustó ver que venían a darnos su respaldo el vicepresidente de Estados Unidos, Nelson Rockefeller, Felipe de Edimburgo, Valéry Giscard d’Estaing, Walter Scheel, Hussein de Jordania, Rainiero y Gracia de Mónaco, Constantino y Ana María de Grecia, y los príncipes herederos de Bélgica, de Luxemburgo, de Marruecos, de Suecia, de Liechtenstein… Pero, sobre todo, se notaba más alegría, más ilusión por un cambio, por algo nuevo. En las calles había multitudes. Agitaban pañuelos, aplaudían, gritaban: “¡Viva el Rey!” Yo le decía a mi marido, mientras íbamos en el coche descubierto: “Ya han aprendido”.
»Después, al asomarnos al balcón de la plaza de la Armería en el palacio Real, se nos ponía la piel de gallina. Veíamos ahí abajo a una muchedumbre de personas que confiaban en nosotros, que esperaban cosas grandes de nosotros, que en unos pocos días se habían ilusionado con nosotros… El rey me comentó en un momento: “Es difícil y es fácil: la gente quiere cambio. Hay ilusión… Pero no basta con ponerse en la cresta de la ola, y dejarse llevar en la dirección que marca el pueblo. No se les puede defraudar. Tenemos que hacerlo bien”.
»Y yo a él: “Va a salirnos bien. Está casi todo por ganar, pero hay más ilusión que miedo”.»
Es tan agresiva la lluvia, y es tan negra la noche, que por primera vez en mi vida la lucecita de un control de policía militar —el pabellón de la Guardia Real, al salir de La Zarzuela—, me resulta acogedora, como la luz de un faro para un náufrago. Empalmo esa luz con la estampa del rey y de la reina asomados al balcón, y estos versos del Soliloquio del farero, que, mal que bien, recuerdo de memoria:
Acodado al balcón miro insaciable el oleaje,
oigo sus oscuras imprecaciones,
contemplo sus blancas caricias;
y erguido desde cuna vigilante
soy en la noche un diamante
que gira advirtiendo a los hombres,
por quienes vivo, aun cuando no los vea;
y así, lejos de ellos,
ya olvidados sus nombres, los amo en muchedumbres,
roncas y violentas como el mar, mi morada,
puras ante la espera de una revolución ardiente
o rendidas y dóciles, como el mar sabe serlo
cuando toca la hora de reposo que su fuerza conquista.