VIII

… Alma a quien todo un dios prisión ha sido,

venas que humor a tanto fuego han dado,

médulas que han gloriosamente ardido,

su cuerpo dejará, no su cuidado;

serán ceniza, mas tendrá sentido;

polvo serán, mas polvo enamorado.

FRANCISCO DE QUEVEDO, Soneto.

El último día que estuve aquí, al despedirme de su majestad le dije que, en esta línea de relato que seguimos, ciñéndonos al acontecer del tiempo, no habíamos contemplado dos sucesos importantes que, sin duda, mellaron su vida con la muesca del dolor: la muerte de su padre, el rey Pablo; y el exilio de su hermano, el rey Constantino, después del «golpe de los coroneles». La reina me escuchó, y no me dijo nada. O quizá, un simple «ah, sí» que no supe interpretar.

Hoy, 30 de noviembre de 1995, trae en la mano un envoltorio, plano y pequeño, que deja sobre la mesa baja de cristal. Pienso si será algún obsequio, porque acaba de tener varias audiencias: el equipo femenino campeón de jockey, la viuda del arabista Emilio García Gómez, un grupo de Damas de las Armas y Cuerpos de los Ejércitos… que en la vida de una reina ha de haber de todo, como en botica.

En estas conversaciones, por lo que vengo observando, la reina deja siempre que tome yo la iniciativa. Y esa gentileza suya es un arma de doble filo, porque lo que gano en libertad puedo perderlo en inoportunidad. ¿Cómo saber si la reina está o no está hoy «motivada» para hablar de tal tema? Aunque, también por lo que vengo observando, me atrevería a asegurar que la apetencia y la inapetencia, las ganas y las desganas, el estar de mejor o de peor humor… son pretextos blandos que esta mujer, esta señora, no ha debido de consentirse nunca en su vida. Así pues, como otros días, sin más peto veniam que un «si os parece bien, majestad…» le pido que me hable de la muerte de su padre.

«El príncipe Juan Carlos y yo estábamos en Saint-Moritz, de paso para Atenas, con Elena, que sólo tenía ocho semanas. Esto era en febrero de 1964. Nos avisaron por teléfono: “Papá no está bien, y los médicos dicen que hay que operar cuanto antes”. Nos presentamos en Atenas inmediatamente. Y una vez allí, nos dijeron que era cáncer. Yo sabía que mi padre tenía mal el estómago, pero lo del cáncer fue una sorpresa tremenda, inesperada. Un mazazo. Dentro de la pena, el único pequeño consuelo era que, antes de morirse, pudiera conocer a nuestra hija Elena.

»Nos quedamos en Atenas, viviendo en el palacio de Tatoi. En momentos como ésos, los que se quieren necesitan estar juntos. Y allí, en Tatoi mismo, montaron un quirófano, llevaron el equipo clínico y se hizo la operación. Durante la primera semana nos hicimos ilusiones, porque respondía muy bien. Pero enseguida empezó a complicarse todo. Se agravaba de hora en hora.

»Mi madre y mi hermano Constantino, que había asumido la regencia, pidieron a los monjes del monasterio de Tinos un icono de la Virgen María, una virgen muy milagrosa que veneran allí. La trajo un buque de la Armada Real, y Tino fue al puerto del Pireo en coche, a recibirla y trasladarla hasta Tatoi. Entró con el icono de la Virgen en el dormitorio de mi padre. Lo colocamos apoyado en uno de los barrotes de la cama, mirando hacia él, para que él pudiera ver a la Virgen. Mi padre era profundamente religioso. Tenía una gran vida interior. Y estaba especialmente dotado para la contemplación, para la meditación, para la oración recogida y silenciosa. Encendimos una lámpara votiva…»

«Traje esa imagen de la Virgen María con mucha emoción —me relató en otra ocasión el propio rey Constantino—, sabiendo que ésta era la segunda vez en la historia que el icono salía del monasterio. La otra fue en 1915, también para mi familia: cuando estaba enfermo mi abuelo, Constantino I.

»Mi padre comenzó a remontar. Pero era una mejoría transitoria. A los dos o tres días murió. Aunque, quizá, la presencia del icono le ayudó a tener una muerte serenísima, llena de amor, llena de luz. Cuando estaba ya muy mal, muy venido abajo, me acerqué a su cama y le dije: “Todo el mundo piensa en ti, papá. Todos quieren que te cures. Las iglesias están llenas de gente que pide por tu salud”. Me miró muy fijamente y me dijo: “Diles a los griegos que les quiero y que les agradezco todo y que les digo adiós”. Eran sus últimas palabras para mí, como rey y como padre. —Aquí, aunque en el momento en que hablábamos habían transcurrido más de treinta años desde la muerte de Pablo I, al rey Constantino se le quebró la voz y los ojos se le anegaron de lágrimas. Tuvimos que dejar la conversación por un rato. Y sólo después de haber hablado de otros temas, pudo él continuar su evocación—. La lámpara votiva, que estaba en aquella habitación cuando se moría mi padre, había pertenecido a mi bisabuela, la reina Olga Constantinowna. Era una lámpara de aceite, y también se iba extinguiendo su pequeña llama, al tiempo que mi padre moría. La lámpara ardía junto al icono de la Virgen María. Todavía ahora puedo oír el jadeo de la respiración de mi padre agonizando, y el chisporroteo de la llama apagándose. Por una sorprendente coincidencia, la luz de esa lámpara se apagó en el mismo instante en que mi padre exhaló su último aliento».

Por su parte, la reina Federica ha dejado escritas las últimas confidencias de aquel rey —«el rey feliz», «el rey bueno», «el rey sonriente», «el rey sabio» lo llamaban sus con-nacionales—, moribundo pero lúcido, que rechazó las drogas paliativas del dolor, porque «las inyecciones y el gota a gota nos separarán a ti y a mí… y yo quiero estar consciente cuando nos marchemos». Dos días antes de morir, había intuido o vislumbrado el otro lado de la raya definitiva:

«La tarde del miércoles 4 de marzo de 1964 —cuenta Federica de Grecia—, entré en su alcoba y lo encontré tendido en la cama, con una expresión radiante en su rostro:

»—¿Cómo te encuentras?

»—Creí que me había ido ya… Todavía me siento muy lejos. Cuesta acostumbrarse… Debo de haber estado totalmente al otro lado…

»—¿Cómo es?

»—¡Increíble! He visto un camino largo, largo y oscuro, al final del cual brillaba una luz esplendorosa. ¡Qué maravilla! ¡Qué sensación de paz, de bienestar, de alegría! Es una gran elevación espiritual, como acercarse mucho al Cielo. Ésa, ésa es la verdadera Sagrada Comunión […].

»Al llegar la noche, me dijo:

»—Quédate conmigo, para que hablemos.

»Todos los demás se salieron del dormitorio, y nos quedamos solos él y yo. Pasamos toda la noche hablando. Estaba animado y feliz […] Al atardecer del jueves 5, volvimos a quedarnos solos. Me dijo:

»—Quiero llevarte a una tierra muy lejana a la que yo tengo muchas ganas de ir. Veo el camino que lleva allá…

»—Desde luego que iremos juntos. ¿Dónde está?

»—Donde aquella luz bellísima. Allí no habrá más problemas; sólo felicidad. Una vez allí, donde la Luz… donde la Luz, todo se arregla por sí solo. Allí seremos de verdad libres. ¡Vámonos ya!

»—¿Y los chicos?

»—También encontrarán el camino y nos seguirán más tarde.

»Al día siguiente, viernes 6, Palo [Pablo] me insistió:

»—Cuando hayas encontrado el camino al otro lado no querrás seguir luchando en éste. Anda, ven… ¡vámonos! Hemos terminado lo que teníamos que hacer aquí. No nos llevemos el mundo con nosotros. ¡Siempre estaremos juntos tú y yo!»

Ya en los últimos momentos, con su voz grave rota, gastada, craquelada, aún sacó fuerzas para decir:

«—Sigo viendo la Luz… Ahora es más grande. Y la paz, más y más intensa cada vez… ¡Ya podemos irnos!»[86]

«Como si la lamparilla fuese algo de su ser —recuerda la reina Sofía—, parpadeó y se apagó, justo cuando mi padre expiró. Yo también me fijé. Estábamos allí todos, alrededor de su cama. Rezábamos en griego. Poníamos en el tocadiscos música de Bach, La Pasión según san Mateo, que le gustaba y le ayudaba en esos momentos. “¡Es lo más grande que se ha escrito! ¡No quiero oír nada más que eso!”, nos había dicho dos o tres días antes».

Continúa hablando la reina. Pero me desconcierta porque, de pronto, parece haber cambiado bruscamente de conversación:

«Cuando alguien me pregunta por qué soy vegetariana, o qué tipo de vegetariana soy, sé que podríamos estar discutiendo hasta el año 2000. ¿Es por respetar la vida de los otros seres? Bueno… sí. Pero un pescado es un animal. Y estaba vivo cuando era un pez en libertad. También las verduras tienen vida».

Escucho, tanto más atenta cuanto perpleja, porque no sé a qué viene hablar ahora de este tema: «Un auténtico vegetariano —sigue diciendo—, una persona que no quiere matar a un ser vivo para alimentarse, tendría que comer sólo el producto final, el fruto: manzanas, aceitunas, leche, nueces, avellanas, vino, café… Pero ¿adónde voy yo, siendo reina, y tomando sólo manzanas, aceitunas, nueces y leche…? Con sinceridad, no es una conversación que me interese demasiado, porque yo no soy vegetariana por ninguna razón naturalista, ni estética, ni dietética. Yo soy vegetariana porque, cuando murió mi padre, y por eso te lo cuento ahora, pensé: “¿Qué puedo darle? ¿Qué puedo hacer por él? ¿Qué puedo ofrecer?” Y en ese momento decidí ofrecer por él algo que pudiera costarme: no comer carne en toda mi vida. Y ése es el motivo, el único motivo, por el que soy vegetariana».

¡Bueno…! Pues es un dato inédito, desconocido, interesante: la razón, no sé si ascética, o de sufragio religioso, o de homenaje filial, de su abstinencia de carne.

«He querido mucho, muchísimo, a mi padre —dice la reina—. En mi vida y en mi forma de ser hay más influencia de él que de mi madre. Teníamos caracteres más afines. La verdad es que yo le había idealizado. Los ratos que pasaba con él eran breves, pero muy intensos. Yo disfrutaba con él… y él conmigo. Era un hombre muy estudioso, muy profundo en su pensamiento, muy religioso. Tenía una gran sensibilidad para el bien y para la belleza. Sabía escuchar, aconsejar… Y además de todo eso, leía muy bien los textos literarios, y tocaba el piano.

»El rey Pablo me dejó un gran vacío. Pero, más que notar la orfandad, noté la ausencia del buen compañero, del amigo seguro y leal que siempre te aconseja lo mejor. ¡Tantas veces habría acudido a él…! Le echo de menos.

»Sin embargo, fue a mi madre a quien su muerte partió en dos. Como si le hubiera caído un rayo encima. Sin el rey Pablo, ella era media mujer. Se apartó de la vida social durante mucho tiempo. Quizá demasiado tiempo. Mi cuñada Ana María tenía sólo dieciocho años cuando, ese mismo 1964, el 18 de septiembre, se casó con mi hermano Tino y empezó a ser reina. Eran los reyes más jóvenes del mundo… La reina Federica hubiese podido ayudarla con su experiencia. Pero quiso quedarse en un segundo plano. Incluso se trasladó con sus cosas a Psychico, la casa donde vivieron ella y mi padre de recién casados, donde yo nací, y donde vivíamos cuando mi padre fue llamado a reinar, al morir Jorge II».

Pasa a recordar el entierro del rey Pablo: «Es uso de las familias reales del centro y norte de Europa el negro riguroso de luto cuando hay una muerte en la familia. Y me acuerdo muy bien de los entierros de mis abuelos maternos, Ernesto Augusto de Hannover y Victoria Luisa de Prusia; o el de la reina Victoria Eugenia; o, más cercano, el de don Juan de Borbón: también ahí se vio a la familia real y a la familia del rey[87], todos vestidos de negro, y sin alhajas ni adornos, de arriba abajo. Antes, las mujeres iban en coche y los hombres a pie. Yo esto lo he vivido, con ocho años, cuando el entierro del rey Jorge II, el hermano de mi padre. En cambio, para las exequias del rey Pablo todos íbamos a pie. Eso sí, las mujeres casadas con un velo de gasa negra por la cara. El funeral se celebró en la catedral ortodoxa de Atenas. En el mismo lugar donde yo me casé. Fue una misa de corpore insepulto. Luego, el entierro en el cementerio familiar de Tatoi. Ahí ya nos trasladamos en coches, por la distancia.

»En Grecia no hay ceremonia de coronación. Mi hermano había jurado como rey en el momento mismo de morir mi padre, y ya presidía el duelo con rango real.

»Se construyeron en Tatoi dos tumbas, juntas, para mis padres. Ellos lo deseaban así. No están dentro de la pequeña ermita ortodoxa, sino fuera, a la intemperie y bajo los árboles, entre los pinos centenarios, los cedros, los cipreses… Allí están enterrados Jorge I y su esposa, Olga Constantinowna; Constantino I y su mujer, Sofía de Prusia; Alejandro I; Jorge II; mi padre…

»En 1981 volvimos, para enterrar a mi madre. Antes de morir, el rey Pablo le había dicho, como una despedida que no quería ser despedida: “Te llevo en mi corazón para la eternidad. Siempre estaremos juntos. No hay separación. No hay más que un camino que tú y yo conocemos”.

»Por eso, porque sabíamos que el deseo de los dos era descansar juntos en Tatoi, al morir la reina Federica, en febrero de 1981, tuvimos que luchar “diplomáticamente” con las autoridades republicanas griegas para que nos dejasen llevar allí su cuerpo, y decirle el último adiós. Fue tremendo aquello. Estuvieron, ufff, más que cerrados, ¡cerriles! A mi hermano Tino sólo le permitieron permanecer en territorio griego cuatro horas… ¡como si fuese un enemigo de su país, o un delincuente político! Y nos mordimos el orgullo, porque queríamos cumplir su voluntad de ser enterrada con mi padre en Tatoi».

Eso también tiene su pequeña historia. Durante un viaje oficial a la India, los reyes Pablo y Federica visitaron en plan informal el Taj Mahal. Iban del brazo y descalzos. En cierto momento, ella le preguntó, bromeando:

—¿Serías capaz de levantar un monumento como éste, el día que yo me muera?

—¡Por supuesto que no! Por hermoso que esto sea, yo prefiero que descansemos bajo el cielo abierto de Tatoi, y que los ciervos pasen por encima de nosotros, y que broten flores silvestres cerca de nuestras tumbas, cada primavera[88].

Y así es. Sobre la piedra del sepulcro de Pablo de Grecia, la reina Federica hizo labrar a realce en caracteres griegos —tal como se redactó el texto original del cuarto Evangelio— dos fragmentos de san Juan, que gustaban de modo especial al rey:

El Hijo, Cristo, habla al Padre, pidiendo por los hombres: «Yo te he glorificado en la tierra: he terminado la obra que Tú me encomendaste que hiciera (Ioh 17,4). Yo ya no estoy en el mundo, pero ellos están en el mundo, mientras yo voy a Ti. Padre Santo, guarda en tu nombre a estos que me has dado, para que sean uno como nosotros» (Ioh 17,11).

Se ha hecho un silencio, suave y denso, como un copo de niebla, o de humo, o de pensamientos muy cuajados. Pregunto a la reina una nonada: si se trajo de Grecia algún objeto personal, un cachivache, algo que utilizara a diario su padre. Me dice que sí, que «una pitillera de plata que tiene forma de elefante»; y una pequeña cruz de oro, montada sobre una peana: «Es muy pequeña, muy sencilla. Se la había regalado mamá. Él la tenía sobre su mesa de trabajo. Así que… la miró muchas veces». Y es en este momento cuando recuerda el paquete plano y pequeño que al llegar había dejado encima de la mesa de cristal. Lo desenvuelve. Es una vieja fotografía de color, poco menos que de tamaño postal, con un escueto marco de mediacaña de plata. Me la deja ver. Una foto casera, que empieza a decolorarse por el paso del tiempo. La escena debió de ser tomada en alguna sala de estar, en Tatoi. Interior, y con flash. No resulta fácil distinguir las figuras, porque las ropas y los muebles se han ido poniendo de un extraño color azul-verdoso, y en contraste, las caras y las manos han empalidecido hacia el amarillo marfil. Fijándome bien, veo al rey Pablo, con pullóver, sentado en una butaca, sonriendo. Detrás de él, de pie, la reina Federica. En primer plano, un bulto sobre el que la reina Sofía está poniendo ahora la yema de su dedo índice:

—Ésta es Elena, recostada en las rodillas de mi padre.

—Y esto otro que hay entre el cristal y la foto, ¿qué es? Parecen ramillas y flores secas…

—¡Son, son…! De mi ramo de novia.

No le gusta a doña Sofía exhibir sus sentimientos. Tiene un fino sentido del pudor del alma. Así que, cambiando el tono intimista por otro más exultante, desdramatiza, declamando, con una sonrisa diáfana que le ilumina la cara:

—El rey Pablo, el rey Juan Carlos, el rey Constantino, el príncipe Felipe… Mi padre, mi marido, mi hermano y mi hijo: ¡¡ésos son mis hombres!! ¡Ja, ja, ja!

—¿Lo dice en serio vuestra majestad?

—¡Claro que sí! No está nada mal, ¿verdad?

Sin transición, como si pasásemos la página de un libro, vamos ya al otro suceso de importancia: el golpe de Estado, manu militari, ocurrido en Grecia el 21 de abril de 1967, cuando el rey Constantino llevaba tan sólo tres años en el trono.

Comento a su majestad que, a fecha de hoy, sigo sin tener claro lo ocurrido, y ella me responde que está deseando leer algún buen libro, o algún informe neutral, internacional, que arroje luz sobre aquellos hechos, «porque, con los años que han pasado, para mí al menos, todavía… remain puzzling: es un rompecabezas al que le faltan piezas para poder entenderlo».

«Nosotros estábamos esos días en Grecia —dice la reina—, en la casa de Psychico. Habíamos ido a pasar el 50 cumpleaños de mi madre, que era el 18 de abril. Mi marido se volvió a Madrid, y yo me quedé allí un poco más. La reina Federica no levantaba cabeza, desde la muerte de mi padre: estaba hecha polvo. Los reyes, Constantino y Ana María, vivían en el palacio de Tatoi. Ya tenían a Alexia, y mi cuñada estaba embarazada de ocho meses. Mi madre y mi hermana Irene se habían instalado en Psychico, en la casa de siempre. Donde antes estuvieron las escuelitas Arsakion, habían construido una zona para huéspedes, separada, pero cerca, de la casa de mi madre. Todo en el mismo recinto. Y ahí nos alojábamos nosotros. Yo tenía conmigo a las dos niñas, Elena y Cristina.

»Por cierto, aquellos días estaban también en Atenas Yehudi Menuhin y su mujer. A ella la habían hospitalizado, no recuerdo por qué. Y les tocó vivir todo lo del golpe militar.

»El 21 de abril nos habíamos quedado a cenar en Tatoi. Luego daban cine. Mi madre e Irene se marcharon a Psychico después de la primera película. Yo me quedé con Tino y Ana María, y vimos también la segunda. Al terminar, mi hermano me dijo: “¿Quieres que te acompañe a casa?” Le contesté que no hacía falta. Yo iba en coche y con protección. A eso de la una llegué a Psychico. En el camino no vi nada raro, ningún movimiento extraño que me llamara la atención. Todo tranquilo y normal, como una noche cualquiera en una ciudad dormida. Me despedí de los somatofilakas, los escoltas de la policía griega. Pasé un momento a ver a mis hijas. Me acosté y me dormí.

»Entre las tres y las cuatro de la madrugada, nos despertó mi madre: “¡Eh, levantaos, que está ocurriendo algo importante… y no sé qué es!” En efecto, la casa estaba rodeada de gente con uniforme de soldado. Pusimos la radio: daban marchas militares. Y, de pronto, dijeron que tres jefes, el brigadier Pattakos y los coroneles Makarezos y Papadopoulos, se habían sublevado en nombre del rey.

»A partir de ahí empezó la confusión. Los golpistas hicieron creer, a los oficiales de rango inferior y a las tropas, que ellos actuaban en defensa del rey, y que se trataba de sofocar una revolución de extrema izquierda comunista.

»Llegó a Psychico un oficial diciéndonos: “El rey está bien… está a salvo… le hemos salvado”.

»A mí aquello no me gustaba nada. La política griega era entonces muy inestable: en menos de un año habían tenido cinco gobiernos, todos minoritarios. Pero mi madre parecía encantada de la vida: ella no pensó en un golpe de Estado, en una toma del poder político, sino en una maniobra militar de protección, en un despliegue de fuerzas para prevenir algún movimiento comunista. Sin embargo, al poco rato teníamos junto a la casa unos tanques que, en lugar de mirar hacia el agresor de fuera, apuntaban hacia nuestra residencia. Un capitán, de las fuerzas que estaban “protegiendo” la casa, habló con la reina Federica en tono seco, cortante, autoritario: “¡Yo cumplo órdenes, y de aquí no sale nadie!” Mi madre seguía pensando que nos querían resguardar de algún ataque… Hasta que vio que, por la línea de teléfono normal, no podía contactar con su hijo: al rey le habían cortado la comunicación telefónica. Entonces se fue al jardín, al coche de escolta, que estaba allí aparcado, y utilizó el radioteléfono para llamar a Tatoi. Habló con Tino. Eran las siete de la mañana…»

El relato de la reina Sofía se complementa con el que, en otra ocasión, le escuché a la princesa Irene:

«Mi hermano estaba tan tenso por la situación que su voz, de tesitura grave normalmente, emitía una octava más alta. Le dijo a mi madre con toda energía y con toda claridad: “Yo no tengo nada que ver con esto. No sé de qué se trata. No actúan obedeciendo órdenes mías. Ni me han salvado de nada… Voy ahora mismo hacia el Pentágono[89] a poner orden”. Era un golpe de ultraderecha. Preguntó a los generales: “¿Quién está con la Constitución? ¿Quién está conmigo?” Uno tras otro, todos levantaron la mano… pero no tenían ni un arma, ni un cuerpo de ejército con que responder a los golpistas. Además, mi hermano no quería un enfrentamiento entre militares, no quería sangre.

»Los golpistas le habían ido cortando las líneas telefónicas, y la que le dejaron libre estaba pinchada. Cuando hablaba por teléfono con el ministro de Defensa (que era un civil), hubo un cruce, una interferencia, y pudo oír otra conversación en argot entre militares. Decían “ése” para referirse al rey; “los viejos”, para hablar de los generales; y “los cachorros”, que eran los coroneles. Al intervenir él por el auricular preguntando “¿Quién habla? ¿Qué significa eso que dicen?”, le cortaron la comunicación con el ministro, y le dejaron aislado con el exterior.

»No podíamos esperar eso de los militares. El ejército griego era para nosotros una institución muy querida, muy respetada. Ellos habían defendido al país de la invasión italiana, de la alemana y de los ataques soviéticos. Es más, la paz de cada día en Grecia, con conflictos continuos en las fronteras de Turquía, de Bulgaria, de Albania, se la debíamos todos al ejército.

»Mi hermano Constantino —continuó la princesa Irene—, en cuanto reaccionó de la sorpresa, se propuso seguir una política de “resistencia pasiva”: ganar tiempo para evitar una división del ejército, una guerra civil, un derramamiento de sangre. Lo dijo públicamente: “Mi trono no vale el precio de la sangre de los griegos”. Esto ocurría en abril. Meses más tarde, el 13 de diciembre de 1967, cuando intentó un “contragolpe” con militares demócratas que estuviesen en favor de la Constitución y que quisieran derrocar la dictadura impuesta por la Junta Militar, él supo que contaba con la aviación y con la marina para oponerse al ejército de tierra, que es donde estaban los golpistas. Pero no quiso dividir y enfrentar a unos militares griegos contra otros militares griegos; se negó a entrar en la atrocidad de una guerra entre hermanos. Y por eso, al final, se fue del país».

«En cuanto pude —sigue recordando la reina Sofía—, telefoneé a Madrid, y hablé con mi marido, que estaba muy preocupado. A los dos días abrieron los aeropuertos. Tomé a las niñas y regresé. Pero volví poco después, en junio, para el bautizo de mi sobrino Pablo. Y, desde Grecia o desde España, fui siguiéndolo todo muy de cerca.

»En un primer momento, mi hermano Constantino no tuvo más remedio que aceptar la situación creada, y aquella Junta Militar. Exigió, al menos, un jefe de Gobierno civil. Llamó a un jurista muy prestigioso, Constantino Kollias. Y se negó a pronunciar por la radio un mensaje que le habían redactado los coroneles. Dijo que ¡ni hablar! Ese verano, en agosto, con el pretexto de participar en unas regatas de la American Cup, en Newport, fue a Estados Unidos, y se entrevistó con el presidente Lyndon B. Johnson y con los secretarios de Estado, Robert McNamara y Dean Rusk. Les pidió ayuda para restaurar la democracia en Grecia. Y me parece que se la prometieron. Su papel era muy extraño y muy delicado: él seguía siendo el jefe del Estado, sin embargo no estaba de acuerdo con la dictadura militar del “gobierno de los coroneles”. Así que, allí en Estados Unidos, dijo para que la prensa lo recogiera: “Éste no es mi gobierno”.»

Pero los golpistas griegos preparaban un texto constitucional por el que el juego de partidos quedaría muy limitado, y en el que se prohibía taxativamente la participación del comunismo en la cosa pública. Es bastante creíble que esa discriminación partidista —en plena guerra fría entre los dos bloques— ofreciera más garantías a la administración americana que una monarquía con un rey joven e inexperto, empeñado en abrir la baraja a todo el espectro político, aun a riesgo de tener gobiernos tambaleantes. Y no cabe ignorar el valor estratégico territorial y marítimo de Grecia, recién integrada en la OTAN. Lo cierto es que, llegado el momento, Washington no ayudó, más bien dejó patéticamente en la estacada a Constantino II.

«Mi hermano —continúa doña Sofía— siguió en Grecia, al frente del Estado, unos cuantos meses, de abril a diciembre, mientras preparaba su “contragolpe”. Los políticos y los periodistas de otros países le criticaron, le llamaron de todo, pensando que consentía, que colaboraba, que soportaba una humillación por “aferrarse al trono”. También lo decían del príncipe Juan Carlos y de mí: que tragábamos lo tragable y lo intragable, bajo la dictadura de Franco, sólo por ambición personal… Y durante muchos años nos miraron con desprecio.

»En el caso de mi hermano, resistía lo más posible para cumplir y hacer cumplir la Constitución de Ten, de 1952, que él mismo había jurado, y que definía al Estado griego como una “monarquía democrática”. No pensaba cambiarla, por mucho que presionaran unos militares. En griego, la expresión “monarquía democrática” parece contradictoria en sus términos, porque durante siglos, milenios, la monarquia se ha identificado con autarquía, con tiranía. El vasileus, el rey, fue siempre monarca absoluto. En cambio, la idea de república se unía a la de democracia. Lo que mi padre y luego mi hermano trataron de hacer posible era la basilevómeni-demokratía, la democracia reinante, la democracia monárquica… Lo que, diez años después, mi marido haría posible aquí, en España.

»El “contragolpe” del rey Constantino intentaba poner a los golpistas militares en su sitio, y hacer caer la Junta Militar, que era ilegal. Él quería volver a la normalidad, desde la legalidad. Y sólo podía hacerlo como jefe de las Fuerzas Armadas. Pero le falló un general. Esa fue la causa del fracaso».

«El 13 de diciembre de 1967, mi hermano salió en un avión hacia el norte del país, a Kavala, en Macedonia. Allí debía reunirse con los generales jefes del Tercer Cuerpo de Ejército. El plan era ocupar Salónica, y desde ahí hacer los llamamientos a todas las guarniciones para que se levantasen en apoyo al rey y a la Constitución. Se contaba con que los americanos dejarían utilizar sus emisoras de las bases de la OTAN en Grecia. El movimiento por tierra tenía que iniciarlo el general Essermann, jefe de la división acorazada del norte. Su papel era clave.

»Essermann, un griego de origen ruso, había arrestado a su plana mayor, porque estaban con los golpistas; pero ellos le dieron su palabra de honor de que no era así: “Fingíamos apoyar a los coroneles, pero nosotros estamos con la Constitución y con el rey”. Essermann les creyó. Les dio las instrucciones. Y cuando ya iban a ponerse en marcha, esos mismos oficiales lo encerraron dentro de un carro blindado. No le mataron, pero le quitaron de en medio. No pudo cumplir lo que se esperaba de él. Y el “contragolpe” fracasó».

Al amanecer del día siguiente, 14 de diciembre, el rey Constantino y toda su familia salieron hacia Roma.

«Él no podía seguir al frente de una dictadura. Y aunque se le ofrecieron los generales de la aviación y de la marina, del Tercer Cuerpo de Ejército, no quiso abrir una guerra civil.

»Primero fueron a la embajada de Grecia en Roma, porque mi hermano seguía siendo el jefe del Estado griego. Y tanto, que los coroneles necesitaban su firma para sacar un decreto, y se la tenían que pedir cada vez, mientras estuvo en Roma, y después en Londres: Grecia era todavía una monarquía. Y lo fue hasta junio de 1975».

El relato de la princesa Irene me permite completar la secuencia: «Mi madre y yo nos alojamos en casa de unos parientes, príncipes de Hesse. Luego, alquilamos una casa en la vía Apia. Mi hermana Sofía vino a vernos a Roma, enseguida, y a traernos ropa y algo de ayuda: habíamos salido deprisa, en la madrugada, y con lo puesto, para no dar la sensación de que nos íbamos sin ánimo de volver. Nos fuimos todos: no podíamos dejar en manos de los golpistas a ningún posible rehén».

La familia real griega permaneció en Roma cierto tiempo. Recibieron ofrecimientos de ayuda, invitaciones, y signos de amistad del rey Hussein de Jordania y del rey Balduino de Bélgica.

La cantante española Montserrat Caballé me contó que había conocido a la reina Federica durante esa estancia en Roma: «La visité varias veces en una casa que tenían en alquiler, y llegamos a tener buena amistad».

Por su parte, el propio rey Constantino, hablando de las dificultades de todo exilio, me dijo: «No teníamos medios para sobrevivir. Nuestros bienes patrimoniales habían quedado en Grecia. Mi familia tuvo que pasar casi un año en Dinamarca, a expensas de los padres de mi mujer. Y yo me marché a Inglaterra, para buscar una casa y un trabajo con el que ganarme la vida… Cuarenta años antes, durante otro exilio, mi padre había tenido que hacer lo mismo». Ciertamente, éste era el quinto exilio en una dinastía apenas centenaria. En 1924, el entonces príncipe Pablo tuvo que «buscarse la vida» en Inglaterra. Con el nombre falso de Paul Beck trabajó en una fábrica de aviones[90].

He preguntado a la reina Sofía si la lección del exilio adoctrina, escarmienta y resabia a una familia real que la ha sufrido en sus carnes. Y qué «conseja» se saca de esa dura experiencia. Yergue la cabeza con un movimiento lento, largo, adagio, de orgullo antiguo. Alza el mentón. Mira a ninguna parte. Contesta con voz opaca, como si se hubiese distraído de mí, pensando en otras cosas:

—No, eso no sirve de lección para otros, porque cada uno tiene sus circunstancias distintas… Cada uno tropieza en su propia piedra. El consejo del otro no sirve de nada. Cuando nosotros tuvimos el golpe del 23-F, mi hermano Tino telefoneó a mi marido. Le ofreció su experiencia. Pero ¿qué consejo le iba a dar? ¿Qué podía saber él de cómo estaban aquí las cosas y de quién era quién en los regimientos?… Otra cosa es (y eso sí se aprende de la vida, y se pueden intercambiar experiencias) el respeto que un rey constitucional ha de guardar a las reglas del juego, sin salirse jamás de su papel, sin meterse donde no debe. Porque eso se paga. Y se paga muy caro. Como se paga muy caro el escándalo. Los ciudadanos exigen a los reyes y a los príncipes una ejemplaridad. Y están en su derecho: hay que dársela. Es la dignidad regia, y para reinar hay que tenerla. Así de simple.

—¿La dignidad regia? ¿Eso qué es? ¿Acaso es más digno un rey que cualquier otro hombre?

—No. La dignidad humana es lo principal. Y ésa la tenemos todos. Si uno la pierde, entonces está perdido. Lo mismo da que sea rey que… que sea un pordiosero de la calle. Pero hay una dignidad regia, que no es un esnobismo, sino una responsabilidad. ¿Qué es eso?, me preguntas. Es renunciar, siempre, siempre, siempre, a tu interés propio, por el interés general. Para mí, como reina, lo de los demás tiene que ser mucho más importante que lo mío. A mí nunca me han enseñado a ser princesa. No era necesario. Primero fui la hija del rey; después, la mujer del rey. Pero una moral de reina es muy exigente, y te obliga, ¡ya lo creo! Te obliga al servicio y te obliga al sacrificio. Y si una persona quiere reinar, ha de estar dispuesta a servir y a sacrificarse, y a pensar muy poco en una misma, en uno mismo… Y si no, ¡zas!, llega lo que no puedes evitar. Y ya es tarde…

—¿Vuestra majestad está pensando en Lady Di…?

Lady Di no existe. Dejó de existir en cuanto se casó con el príncipe de Gales. Entonces fue la princesa de Gales. Ahora es la princesa Diana. Creo que se ha hecho un daño terrible a la respetabilidad de una monarquía tan venerable como la británica. Pero, bueno, vamos a dejarlo… ¿En qué estábamos?

Algo en la reacción de la reina me hace dar cuenta de que, en todo este discurso sobre la dignidad regia y sus deberes, ella no estaba pensando precisamente en la princesa Diana. Incluso, al mencionarla yo, se ha sorprendido. Y, enseguida, ha cambiado de conversación.

El rey Constantino, desde Londres, y el ex jefe de Gobierno Constantino Karamanlis, desde París, entran en contacto por teléfono. Los dos están voluntariamente exiliados, y los dos quieren que las cosas cambien. Karamanlis —viejo republicano reciclado al monarquismo con el rey Pablo, que le tuvo como premier de su gobierno— se había marchado de Atenas, enfadado con la reina Federica.

Ahora, y durante cinco años, estará al habla con el joven rey, tratando de avizorar, o incluso de propiciar, la ocasión de su regreso. Karamanlis llega a escribir una «carta abierta» a los coroneles, urgiéndoles a llamar al rey, «como símbolo de la legalidad». Dos periódicos —uno de Atenas y otro de Salónica— se arriesgan y la publican. La carta produce un fuerte impacto en la opinión pública. Sin embargo, la respuesta política de Papadopoulos es completar el golpe militar de abril del sesenta y siete: el 1 de junio de 1973 es depuesto del trono Constantino II, y en Grecia se proclama la república tras un plebiscito amañado: «Suprimieron el párrafo que definía a Grecia como una monarquía democrática —corrobora la reina—. Fue un referéndum tramposo. Fue un fraude de ley».

Pero una sucesión de episodios, en apariencia inconexos[91], empieza a segar de modo imparable la hierba bajo la bota militar: unas protestas estudiantiles, reprimidas con sangrienta brutalidad; una batería de violaciones de derechos humanos, eficazmente denunciadas y aireadas hasta el punto de que Grecia se ve obligada a abandonar el Consejo de Europa; el arresto del presidente del Gobierno, Papadopoulos, por su propio jefe de seguridad, el «duro» brigadier Ioannidis; y, como colofón, el atentado por fuerzas de extrema derecha contra el arzobispo Makarios, presidente de la nueva república de Chipre, poniendo a Grecia y a Turquía en estado de «máxima alerta» y al borde de un conflicto armado. Toda esa secuencia de errores y de horrores socava los cimientos de la Junta Militar, provocando su caída.

En tal situación, 1974, es llamado Karamanlis, como estadista respetuoso de las leyes y alejado de las pugnas internas de esos años: el presidente de la república, general Phaidon Gizikis, le encarga que forme gobierno y que someta a referéndum la opción república o monarquía.

«En esos cinco años, y sobre todo al final —recuerda la reina—, mi hermano Constantino desde Londres y Karamanlis desde París mantuvieron una conversación política casi continua. Por teléfono siempre, sin encontrarse cara a cara nunca… Una vez, se llegó a organizar un encuentro de ambos en Suiza. Al final, no sé por qué, Karamanlis declinó asistir.

»En todas las cancillerías de Europa se sabía que con Karamanlis regresaba también el rey Constantino: el hombre que, según su “carta abierta” era “el símbolo de la legalidad”. Y mi hermano ya tenía las maletas hechas, como quien dice. Habían quedado en eso. Pero, en el último momento, Karamanlis le dijo: “No, Señor, no venga ahora. Aquello está todavía muy confuso. Hay resistencias que vencer. Su presencia podría provocar disturbios… Déjeme que vaya yo por delante y prepare el camino”. ¡Y hasta ahora!»

La expresión del rostro de la reina se endurece. La voz se hace cortante. Deja caer uno tras otro los argumentos como sentencias de plomo, sin vuelta de hoja:

«Karamanlis engañó al rey Constantino. Traicionó su confianza Se presentó en Grecia como el salvador de la legalidad. Usurpó, para él, el papel que correspondía al rey. Se pasó del monarquismo al republicanismo. Dio instrucciones bajo cuerda a todos sus colaboradores, y a los ministros de su gobierno, para que votasen en favor de la república. Utilizó, por tanto, su puesto de privilegio al frente del Gobierno, haciendo valer su influencia de un modo parcial…[92] No jugó limpio. No dejó margen de tiempo para que los monárquicos se organizaran. Él quería ser como De Gaulle, presidente de una república. Y no paró hasta conseguirlo».

«Cuando, pasados los años, Karamanlis vino a España en viaje oficial como presidente de la república —me comentó la princesa Irene con indisimulado regocijo—, mi hermana Sofía le demostró que con nosotros no se juega».

En efecto. Antes de una visita de jefes de Estado, los países suelen intercambiar las respectivas condecoraciones para sus máximos dignatarios. Después, llegada la gala de recepción, los anfitriones lucen las bandas e insignias del huésped. Pero en 1984, con ocasión de la visita de Constantino Karamanlis a España, no sucedió así. Para la cena de gala ofrecida en el palacio Real, la reina Sofía apareció vestida con un deslumbrante traje de lamé de plata, bordado y recamado de pedrería. Ciñendo sus sienes, una tiara real de platino y brillantes, que contadísimas veces usa. Cruzándole el pecho, la banda de moaré azul ultramar y rebordes blancos de la orden de Olga y Sofía, con el lazo de diamantes. Y, prendidas junto al hombro izquierdo, la gran cruz de sus antepasadas reinas, y la placa del centenario de la Casa Real de Grecia.

En el intercambio de saludos, Karamanlis, tratando de congraciarse con la reina, le preguntó en griego: «¿Cómo está su hermano?» La reina no respondió. El rey Juan Carlos, que sabe griego más que suficiente para entender una frase así, salvó el silencio de la reina disparando un proyectil cargado de intención: «Él está ahora… como yo estaba en los tiempos de Franco».

Después, durante la cena, como Karamanlis insistiera en querer justificar su traición de diez años atrás, la reina le cortó en seco: «Señor presidente, yo soy la reina de España: no me hable usted de problemas internos de Grecia».