Cui dolet, meminit[63].
CICERÓN, Pro L. Murena, sec. XLII.
He dado un largo rodeo para acudir hoy a La Zarzuela. Me he demorado adrede por la Dehesa de la Villa, por Puerta de Hierro, por cerca de La Quinta, un palacete rancio y pretencioso, que Franco hizo repintar para que el príncipe Juan Carlos recibiera allí. Necesitaba yo una sobredosis vegetal. Y el frondor de árboles, en el otoño de este nosecuántos de octubre de mil novecientos noventa y cinco, es como una orgía de adioses de jade, y de oro, y de cobre. Se vuelve una loca de belleza, con un estallido así de hojas verdes y amarillas. Verdes, en un estertor final de verde. Y amarillas, jugando al frenesí y a la indolencia. Amarillas pajizas, y azafranadas, y albarizas, y pálidas casi blancas. Y amustiadas, que no se sabe si lo suyo es verde aceite o si verde moscatel. Y amarillas oscuras, entradas en ocre, aleonadas, como el río Paraná, y tornasoladas entre el ámbar y el coñac. Y el tropel, clamor, gentío de hojarascas rojas, bermellonas, cárdenas. Turbamulta de parravirgen carmesí rampante por las tapias. Y por ahí, otra legión de púrpuras, aborgoñadas, fucsias, como empapadas en los vinos de todas las alegres y tristes borracheras del mundo. Embebidas y ebrias, las hojas, digo, en los mostos del otoño. No de cualquier otoño. De este preciso otoño. De este otoño salvaje en el que yo, por ver, he visto hasta el color de la oropéndola. Y empezaba a pensar que si sería una licencia literaria para escritores maricas de postín. Pero qué va. Existe y yo lo he visto. No la oropéndola, pero sí su color: como un fogonazo de azufre en medio del campo[64]. Era el insólito amarillo de los fresnos, hoy ya, en el verso final de este octubre, que no se quiere disfrazar de noviembre como el coñac de las botellas[65].
Así, otoñal, madura, espléndida en matices, encuentro hoy a la reina. Viste traje de chaqueta gris claro, de lana fría, con camisa también gris. Tiene el aspecto de una ejecutiva.
Entre vez y vez han pasado siempre tantas cosas, tanto viaje, tanto doctorado honoris causa, tanta recepción, tanto evento en su trajín de reina, que hay que hacer cierta ingeniería de empalme para retomar el hilo. Pero enseguida brotan los recuerdos. Es como si encendiese un quinqué en el fanal de su memoria, y fuera graduando la luz a más y a más y a más.
En septiembre de 1962, los recién casados regresan a Estoril. Se alojan en la Carpe Diem, «una casita monísima, aunque pequeñísima», recuerda la reina, y en la que no podían clavar ni una chincheta, porque no la habían comprado ni alquilado: era prestada.
Durante el viaje de novios, Juan Carlos y Sofía han comentado y analizado su situación desde todos los ángulos, a partir de la última conversación con Franco, antes de la boda, el 1 de marzo de 1962: «Franco no suelta prenda —dijo el príncipe por esas fechas—. No ha querido definir políticamente mi estatus en España, y tenía una buena ocasión, con motivo de la boda. No quiere reconocerme el título de príncipe de Asturias, ni me permite usarlo, porque eso supondría aceptar que el rey es mi padre. En cambio, me dice “tiene más posibilidades de ser rey vuestra alteza que vuestro padre”»[66].
La reina evoca aquellos tiempos: «A la vuelta del viaje de novios, nosotros queríamos instalarnos en España. Don Juan le decía a Juanito: “¿Pero qué tienes que hacer allí? ¿De qué forma vas a vivir? Lo normal es que estés aquí conmigo”. Y el príncipe contestaba: “Franco y yo hemos acordado que yo residiría en España. Esa puerta está abierta, papá. ¿Por qué cerrarla? El haberme casado no es razón. Si queremos monarquía para el futuro, es preferible que yo esté allí”. Era una lucha moral y política, pero siempre cordial. Había algo sobrentendido: uno de los dos tenía que reinar, y convenía intentar los dos caminos posibles. La situación era incómoda, era tensa, por la incógnita, porque Franco no decía nada. Pasaba el tiempo, y no decía nada. Y dependían de Franco tanto el padre como el hijo».
Un decidido partidario de jugar las dos bazas era Rafael Calvo Serer. Él mismo les organizó el primer viaje como príncipes a España: a Cataluña. Fueron a Tarragona, a Tortosa, a Hospitalet del Llobregat, y a toda la zona del Vallés damnificada por las inundaciones habidas en ese mes de septiembre.
«Se decidió en Estoril. Lo propusimos nosotros, durante el desayuno. Recuerdo que mi marido dijo: “Estas cosas no esperan: si hay que ir, hay que ir cuanto antes”. Mis suegros estuvieron de acuerdo. Alburquerque, que entonces era jefe de la Casa de don Juan y de la Casa del Príncipe, también lo vio oportuno. Mondéjar habló enseguida con El Pardo. Y Franco dijo que le parecía muy bien. Quien lo movió todo fue Calvo Serer. Era periodista, y del Opus[67]. Esa estancia en Cataluña tiene su importancia, porque ahí se empieza a ver que hay alguien con popularidad que no es Franco. Él tenía su público, su gente entusiasta: “¡Franco, Franco, Francoooo!” Pero nosotros también teníamos la nuestra. Estaba muy reciente la boda, y todo el mundo la había visto por televisión. Nos acogieron con muchos “vivas” y muchos aplausos. A la gente le gustó vernos allí, en persona. Y a Franco no le importaba. Incluso le era cómodo que fuese así, que las cosas progresaran de una forma natural.
»Ésta era la segunda vez que yo veía a Franco. Le vi de lejos, en la iglesia de la Merced, en el funeral por las víctimas. Franco iba bajo palio. Pero él sólo fue a la iglesia. Nosotros fuimos a fábricas, a pueblos que estaban junto a la orilla del río, a poblados industriales. Vimos a una gente muy triste, muy necesitada, muy pobre. No hacía falta decirles nada, bastaba la presencia: cogerles la mano, besar a una niña… estar allí».
Le pregunto qué pensó, viendo al caudillo caminar bajo palio. Me contesta con gran sencillez:
«Yo estaba de nuevas, y casi todo me asombraba. Pero no me extrañó mucho: pensé que sería una costumbre española, y que también tendrían muy incorporado lo religioso a lo político, como nosotros en Grecia, donde había ciertas rúbricas religiosas que eran sólo para el rey. Debo decir que nosotros, Juan Carlos y yo, siendo reyes, también usamos el palio, durante una temporada. Pero luego el rey, poco a poco, fue soltando y dejando cosas… que venían de antes. Entre otras, el palio, y el privilegio de proponer una terna para que el Papa eligiera a los obispos.
»A mí, la verdad, cuando íbamos nosotros bajo palio, lo que me extrañaba era sentirme allí dentro. Sabía que era para los santos, para la custodia del Corpus, para la Macarena… ¡¿qué hacíamos nosotros ahí debajo?!»
Los príncipes pararon poco en Estoril. Ese mismo otoño, viajaban a Grecia. Allí dispusieron de la casa de Psychico, donde nació la princesa Sofía. Iban para asistir a una serie de efemérides nacionales y familiares. El 26 de octubre era la fiesta de San Dimitrius en Salónica, y el 28 se celebraba en Atenas el aniversario de la liberación de Grecia, tras la ocupación italiana en la guerra mundial.
«Para los actos conmemorativos, la familia real estábamos en un barco de guerra, un dragaminas, con los trajes de gala. Y, justo en el momento de salir el cortejo hacia la iglesia, nos dieron la noticia de la invasión americana de la bahía Cochinos por orden de Kennedy. La reacción inmediata fue de alarma, y de temor a otra guerra mundial. Vi a mi padre muy preocupado durante toda la celebración, y pendiente de tener más noticias. Cuando regresamos al barco, se fue directo al mueblecito de la radio, para escuchar la BBC».
Después del almuerzo, la princesa Sofía se sintió indispuesta, y hubo de ser trasladada con urgencia a un hospital de Atenas para someterse a una intervención quirúrgica: «Pensé que algo me habría sentado mal. Pero era apendicitis aguda. Ah, y no me asistieron dos médicos franceses, como se ha escrito en algún libro, sino médicos griegos. Tampoco es cierto que yo estuviese embarazada y perdiera al hijo. Bueno, ¡leo cada cosa por ahí sobre mí! Por ejemplo, he leído que riño y discuto con mis cuñadas Pilar y Margarita. La realidad es que me llevo muy bien con ellas. De siempre. Antes de casarnos ya nos carteábamos mucho, en inglés. A Pilar la conocí en el famoso crucero del Agamemnon, con quince años, y nos hicimos amigas… cuando yo ni soñaba que iba a casarme con su hermano.
»Esto de que otros “se inventen” mi vida es algo que ahora ya… casi me resbala, pero al principio no lo entendía, y me hacía sufrir. El disgustazo más fuerte, porque fue el primero, me lo llevé en marzo del sesenta y tres. Mi marido había estado conmigo, y muy nervioso y asustado, durante la operación de apendicitis. Después, seguimos juntos en Psychico todo noviembre y parte de diciembre. Volvimos a Estoril. Pasamos allí su vigésimo quinto cumpleaños, el 5 de enero. Y otra vez, vuelta a Atenas, porque el día 9 eran las bodas de plata de mis padres… Se nos vio juntos en público en esa celebración. Y antes, en unas regatas Dragón en la bahía de Falerón. Y en la fiesta grande de San Basilius, que es el primero de año. Luego regresamos a Estoril. En febrero tomamos la decisión de vivir en España, y nos metimos en la faena de trasladarnos e instalarnos en La Zarzuela. Los dos juntos, claro. Siempre los dos juntos. En marzo, volví a Atenas para asistir a los actos del centenario de la dinastía griega; pero fui sola, porque el príncipe tenía cosas que hacer en España. Bueno, pues, sin más ni más, saltó a los periódicos la noticia de que nos íbamos a divorciar. Fue mi primer encontronazo, mi primera decepción con la prensa. Me extrañaba. No podía entenderlo. Y me sublevaba: ¿cómo podían poner en tu mente y en tu voluntad algo tan grave como es divorciarte de tu marido, que tú ni lo piensas ni lo sientes; y, porque sí, convertirlo en un deseo, en una realidad…? Durante tiempo y tiempo, mucha gente pudo pensar que era una realidad. ¡Y mi hija Elena ya venía de camino! Cuando, a los pocos meses se dio la noticia oficial de que yo estaba embarazada, el rumor se ahogó.
»Pero ese disgusto nos sirvió, a los dos, para darnos cuenta de que la gente nos miraba, y que nuestros hechos, nuestros actos, tenían un reflejo. El príncipe Juan Carlos se reía. Pero al volver yo de Atenas hablamos muy en serio de que debíamos tener mucho cuidado con lo que hacíamos y decíamos delante de la gente. A partir de ahí, yo tomé conciencia de que, ya para siempre, lo privado en mi vida iba a ser público. Entonces supe de verdad que tenía que vivir en una casa de cristal. Pero esa precaución no podía quitarnos, ni a él ni a mí, algo fundamental en nuestro modo de ser: la naturalidad».
Doña Sofía me explica ahora que fue el rey Pablo quien influyó en don Juan de Borbón, para que les dejase expedita la vía de instalarse en España: «En las Navidades del sesenta y dos o en enero del sesenta y tres, mi padre escribió una carta a don Juan insistiéndole en la conveniencia de hacer nuestra vida solos y en España. Esa carta, si no se ha destruido, debe de estar en el archivo del conde de Barcelona, en la casa de Villa Giralda de aquí, de Puerta de Hierro»[68].
Hubo también un cruce de cartas, más oficiales, entre Franco y don Juan[69]. La propia princesa no disimulaba sus deseos: «¿Qué hacemos aquí? O España, o Grecia. Vivir en Portugal no tiene sentido».
«Franco había arreglado La Zarzuela. Y se construyó un pabellón de nueva planta, para el príncipe. Él se lo dio un poco hecho, como se lo daba todo a Franco. En una de las audiencias que tenían periódicamente en El Pardo, le dijo: “Mi general, hemos decidido que nos venimos a España, y pienso que podríamos alojarnos en La Zarzuela”. “Ah, pues me alegro mucho, me parece muy bien…” Franco quería tenernos aquí, y se alegró.
»Yo mandé traer de Grecia todo lo que tenía en la casa de Psychico: muebles, lámparas, vajillas, cubiertos, jarrones, regalos de boda, cortinas, tapices, cuadros, libros, ropa de la casa… ¡tres containers! Tres contenedores. Porque La Zarzuela estaba casi vacía. Y entre mi marido y yo íbamos desembalando, abriendo cajas, repartiendo las cosas, organizando… Había un mantenedor, y electricista y carpintero, del Patrimonio Nacional, pero la decoradora fui yo. Y él me ayudaba. Nos lo pasábamos muy bien. Muchos de los árboles que ves ahí fuera —extiende el brazo derecho y alza un poco el visillo del ventanal corrido que da al jardín—, abetos, olmos, robles, fresnos, encinas, cedros del Líbano, cedros del Atlas… no estaban cuando vinimos. Aquí nos encontrábamos como dos inquilinos en una casa ajena. Y, además, inventándonos el trabajo cada día. No teníamos un estatus. No sabíamos muy bien quiénes éramos. Oficialmente, cuál era nuestro puesto, cuál era nuestro rango. Incluso en el protocolo… Era todo tan nuevo que no había nada escrito. No podíamos exigir ningún derecho. Teníamos que adivinar, con sentido común y con instinto político, qué nos correspondía hacer, qué no, dónde convenía que estuviéramos y dónde podíamos estorbar. Ah, y Franco no marcaba la tabla. Él no decía nada».
—Pero dependían de Franco, eran sus huéspedes, eran sus príncipes…
—Moralmente, no teníamos esa sensación de depender de Franco. Nos sentíamos con mucha libertad. Pero, materialmente, sí, dependíamos del Patrimonio Nacional.
—Majestad, ¿no hubo algún banquero o algún aristócrata que ayudase en los gastos?
—Yo sé que, cuando la boda, hubo un regalo económico fuerte de la Diputación de la Grandeza de España. Y de esa suma es de lo que vivíamos. Teníamos una vida muy austera. El otro día estuvimos repasando papeles, y vi que en los años sesenta nosotros gastábamos setenta mil pesetas al mes, para todo: comida, vestidos, peluquerías, viajes nuestros, salir por ahí…
—Al personal de servicio, ¿lo seleccionaba vuestra majestad?
—No. Era personal puesto por Patrimonio —la reina pronuncia muy graciosamente patrimoño—. Nosotros sabíamos, notábamos, que a veces algunos estaban ahí vigilando, espiando, para contar después en El Pardo qué hacíamos, quién venía, a dónde salíamos No nos preocupaba, porque no teníamos nada que ocultar ni nada que temer. Sin embargo, nos sentíamos vigilados en nuestra casa. Y eso era incómodo. Pero salíamos mucho, viajábamos mucho. Fueron años de conocer España y de darnos a conocer. Franco se lo decía al príncipe: “Viaje, alteza, salga por ahí a que le conozcan”.
—A Mondéjar y a Armada, ¿quién los eligió, para el staff de don Juan Carlos?
—Franco. Luego, don Juan Carlos buscó y se trajo a Jacobo Cano. Pero se mató en un accidente de coche, saliendo de aquí, de palacio. ¡Fue una pena muy grande! Era valiosísimo.
»Esta casa siempre ha tenido una plantilla muy justita, muy reducida. Trabajan todos como leones, y no hay gente de más. A veces han intentado “cedernos” personal de algunos ministerios, pero no hemos querido. ¿Para qué? ¿Para que estén mano sobre mano? —Y hace un gesto muy característico: entrelaza las manos, pero dejando libres los pulgares y haciéndolos girar uno alrededor del otro, como un molinete. ¿Quién se lo habrá enseñado?)
—Me gustaría volver sobre eso de que «nos sentíamos con mucha libertad». En aquellas circunstancias, resulta extraño…
—Nos sentíamos libres, aunque no lo éramos del todo. Tampoco teníamos obligaciones tasadas, ni nada impuesto. Antes de la jura como sucesor, el ministro Castañón de Mena iba y venía. Era amigo de Mondéjar y de Armada. A lo mejor nos decía: «Al generalísimo le gustaría que vuestra alteza viniese a tal cacería o a tal acto en El Pardo…» Era una especie de transmisor, de enlace.
»La gente pensaba que estábamos padeciendo un humillante sometimiento, que estábamos debajo de la bota de Franco; pero Franco no mandaba sobre el príncipe, ni trataba de tenderle trampas. Mi marido tomaba las iniciativas, y le proponía y le consultaba lo que iba a hacer, lo que él pensaba que debía hacer. Le exponía un programa, pero no le pedía consejo. Y Franco nunca le dijo no a nada. Claro que el príncipe siempre planteaba cosas razonables. Pero Franco le dejaba hacer. Le quería como un hijo, es verdad. Yo notaba, aunque Franco no era expresivo, que se alegraba con la presencia de mi marido. Le gustaba verle. Se le ponían brillantes los ojos. Le quería como al hijo que no había tenido.
»Franco no era brusco, ni hosco. Sí era un hombre muy metido dentro de sí, solitario, silencioso, con poca expresividad, y más bien tímido. En un viaje oficial, iban Franco y el príncipe en el mismo coche. Por lo que fuera, mi marido había dormido poco, y como Franco no era hombre conversador, al cabo de un rato Juanito se le durmió en el hombro. Pero él no le despertó. Le dejó que durmiese ahí encima. Al llegar, dijo: “Alteza, hemos llegado”. Sin inmutarse.
»Por otra parte, el príncipe tenía un gran instinto político, y humano, para moverse con Franco. Más instinto que yo, porque es muy intuitivo. A las personas, las ve una vez y las caza al vuelo. Esa sensibilidad la sacó de su madre. Además, él conocía bien la situación, y los personajes. Estaba aquí desde niño.
»En cuanto a mí, no me humillaba estar bajo Franco. No me sentía dominada por él. Al contrario, siempre me sentí respetada y tratada como quien yo era: siempre me habló como un general habla a una princesa. Y nunca por mi nombre.
»Por mi nombre, sólo la familia… y la gente de la calle, cuando íbamos por ahí: “¡Juan-car-los! ¡So-fí-a!” Y me sonaba muy bien.
»El futuro, de monarquía y de democracia, era ilusionarte. ¡Otro desafío! Y vivíamos aquí para intentar conseguirlo. Eso estaba siempre en la mente de mi marido y en la mía. Ése era el tema de nuestras conversaciones. Era una tarea que valía la pena.
Me explica la reina que «nunca hubo tirantez con la familia de Franco: fueron siempre muy amables y correctos con nosotros».
Ha elegido unos adjetivos fríos, asépticos. Pero tampoco los censura. Ahora hace una pausa. Piensa. Y, por la manera de engallar el torso y alzar el mentón, entiendo que va a entrar en una explicación de más calado:
«En esas relaciones con los Franco, lo embarazoso era el tema de fondo: ¿quién reinaba, el padre o el hijo? Y, si reinaba mi marido, ¿eso iba a ser antes de morir Franco?, ¿o había que esperar a que Franco muriese? Era espinoso, porque les afectaba a ellos, a todos ellos, como familia del hombre que tenía el poder. No entrábamos en conversaciones de hondura. Siempre nos manteníamos flotando en la superficie. El trato con la familia Franco era un poquito banal».
Y agrega, con tono definitivo:
«Hubo una relación cordial con los marqueses de Villaverde, pero no fuimos amigos de ellos. Ni de doña Carmen, ni del propio Franco. Nunca nos tuteamos. Ellos nos llamaban “alteza”. Tuvimos una relación correcta, amable. Y, llegada la hora difícil, cuando ellos tenían que dejar todo el poder que habían disfrutado, la verdad es que lo hicieron con gran discreción y sin crear una sola dificultad.
»Los amigos eran mis hijos y los nietos de Franco. Jugaban juntos, de niños. Y siguen siendo amigos, y se tutean desde siempre. Incluso algunos nietos de Franco aceptan la monarquía. Arántzazu y Jaime, que son los pequeños, son íntimos de mis hijos. Y encantadores. Venían aquí a jugar, o los míos iban a El Pardo. Se acuerdan todos de la Nani, la vieja nurse de los Franco. Y, como a Cristóbal Martínez Bordíu le llamaban por ahí “el yernísimo”, pues ellos a Nani, “la Nanísima”. ¡Aún vive la Nani!»
A partir de 1964, cada primero de abril, Juan Carlos aparecerá presidiendo con el caudillo el Desfile de la Victoria[70].
Junto a Franco, un paso detrás, en la tribuna de la Castellana. Y también con él en el balcón del palacio Real, en la plaza de Oriente. Inquiero de la reina si se daban cuenta de que eso le podía perjudicar tremendamente; que podía ser vitriólico para la figura del príncipe, como futuro rey de todos los españoles, porque el franquismo entintaba todo su entorno:
«Entonces —me responde— eso se veía normal. Él había venido aquí desde niño para educarse en la realidad española. Vivía en el franquismo. No pensábamos que pudiera perjudicarle más estar que no estar. Al contrario, si actuaba con talento y con prudencia, ésa era la puerta, la única puerta abierta, para poder llegar a ser rey. Él iba a todos los desfiles de la Victoria. Incluso había desfilado cuando era cadete. Después fue un oficial de ese mismo ejército, aunque no hizo la guerra civil, porque cuando estalló ni siquiera había nacido.
»Yo, desde que vine, también iba a esos desfiles. Mi puesto era en la tribuna de enfrente, con doña Carmen».
Mientras escribo mis notas, el silencio hace que sigan resonando, tremendas, las últimas palabras de la reina. No suenan como una confesión, sino como una declaración de algo innegable, de algo evidente. Como decir que ayer llovió y fue miércoles. Pero resulta que en este país llevamos veinte años intentando olvidarnos todos de que ayer fue miércoles, disimulando con que mañana es viernes, y sin preguntar a nadie debajo de qué paraguas estuvo cuando caía el chaparrón… No sé si ella lo percibe así. Lo cierto es que agrega:
«No puedo negar que hemos estado aquí, viviendo con Franco durante el franquismo, yendo a los desfiles de la Victoria, o a los jardines de La Granja los 18 de Julio, o apareciendo el príncipe detrás de Franco en la plaza de Oriente… Es la historia. No se puede negar. ¡Sería negar nuestra vida! En cambio, en las cosas partidistas, Franco mismo cuidaba de tenerle apartado. Recuerdo que, en actos solemnes del Movimiento, que Franco presidía porque era el jefe nacional, le decía a mi marido: “No tiene que asistir, eso no es para vuestra alteza”.
»Y voy a añadir algo: mi marido fue tajante, desde el primer momento, diciendo “Delante de mí no se habla mal de Franco”. No quería que La Zarzuela fuese un nido de habladurías, de conspiración contra el régimen de Franco. Nosotros no estábamos aquí para conspirar».
—¿Para qué, entonces?
—Para entrar por la puerta, sin violencia.
—Pero, majestad, tendría que ser enojosa esa coyuntura, larga coyuntura, de legalidad sin legitimidad, en la que los príncipes estaban por detrás de los Franco…
—Es que yo rechazo eso de los Franco: para nosotros contaba únicamente Franco. Doña Carmen era su mujer. Como Hillary es la mujer de Clinton. Pero la mujer de un presidente de república, o de un jefe del Estado, como Pinochet o como Franco, no forma parte de la Jefatura, no es una institución del Estado. En cambio, en una monarquía, la reina y los hijos del rey sí lo son: forman parte de la institución que llamamos «la Corona».
»Doña Carmen Polo era muy amable conmigo. No tuve el menor problema con ella. Era una mujer de su época, por cultura, por formación. Era discreta. No se entrometía en la vida nuestra. Tenía su propio mundo, sus amigas, sus reuniones de señoras mayores. Ah, era muy leal a su marido. Lo adoraba como a un dios. Me atrevería a decir que era su mayor entusiasta.
—¿Se metía en los tejemanejes políticos?
—En los años sesenta, no creo. No me parece que en esos años fuese una intriganta como decían. No les hacía falta intrigar. Tenían todo el poder. Más tarde, al final, cuando ha muerto Carrero y Franco está muy debilitado, y se nota que empiezan a cambiar las cosas en España, entonces quizá sí, doña Carmen se mueve para que sea Carlos Arias el jefe del Gobierno. Y, por supuesto, estuvo detrás de lo de la boda de su nieta Carmencita con don Alfonso de Borbón[71]. Ahí sí. Pero esa boda no cambió nuestras relaciones con los Franco. Seguimos tratándonos igual.
Hablamos ahora de si le costó mucho o poco españolizarse. Dice que no percibió rechazos por ser extranjera, por ser griega: «Me aceptaron, me aceptasteis, enseguida. Oh, sí, claro, había quienes me miraban despectivamente: “¡Griega, fuera de aquí!” Pero también oía decir: “¡Viva la griega!” Yo notaba enseguida los que me querían. Venía preparada, por mi madre y por la reina Victoria Eugenia, para encajar que me hicieran el vacío por ser extranjera. Pero, gracias a Dios, me sentí aceptada como en mi país, como si hubiese nacido aquí. ¿Te digo una cosa? Nunca, nunca, nunca me he sentido forastera en España».
Me cuenta cómo se iba adaptando a nuestras costumbres. Anoto esta anécdota, que ella relata reviviéndola y riéndose de sí misma: «Esto era en verano. Murió la mujer de un teniente general muy importante. Busqué entre los armarios, porque sabía que tenía un traje negro de luto, y me lo puse. De negro riguroso, de arriba abajo, con medias y todo, porque es como se usa en toda Europa central, y en Grecia. Pensaba que en España también se vestiría así en los duelos. Yo debía de tener veinticinco años. Llegué al velatorio y me quedé más muerta que la muerta: allí había muchísimas señoras mayores, de más de sesenta años, vestidas de colores, con trajes claros de verano, estampados de flores… ¡Yo era la única que iba de negro, como una cucaracha! ¡Ni siquiera la familia! Me había “pasado”: yo allí parecía… la pobre huérfana».
Al principio tuvo una profesora de castellano —«creo que era hermana de José Luis Balbín»—. Pero ese sistema docente duró poco. Prefirió espabilarse, «para aprender —dice— de la vida misma: escuchando a unos y a otros; en el cine, viendo películas en castellano; leyendo los periódicos cada día: que entonces había, por la mañana, ABC, Nuevo Diario, Arriba, Ya, La Vanguardia… Y por la tarde, Pueblo, Informaciones, Madrid, El Alcázar… Y escuchando la radio. Aprendía español y me aprendía España».
Aquí, sin darnos cuenta, nos vamos por una bocacalle lateral de la conversación. Me cuenta que en La Zarzuela ponen cine muy a menudo, «menos los sábados y domingos, para que descanse el peliculero». Suelen ver los estrenos en versión original «aunque sea en japonés, y no entendamos ni patata». El teatro le gusta; pero van muy poco. «Yo, cuando puedo, me escapo». No hace mucho, en Londres, estuvo viendo La casa de Bernarda Alba. Y saludó a Nuria Espert y a la hermana de García Lorca, que estaba allí. «Esa obra la he visto en griego, en inglés y en castellano. Y le ocurre lo que a las buenas obras clásicas, lo que a El Rey Lear, Fausto, Medea, Cyrano: que aguantan bien cualquier idioma».
La reina es cotidianamente trilingüe: con el rey y con sus hijos, habla tanto en inglés como en castellano: «Depende un poco de con quién acabes de estar; sigues con el idioma que traías»; con sus hermanos usa el griego o el inglés, indistintamente. «Aunque yo, mis multiplicaciones y mis cuentas las hago en griego. Rezar, o pensar en Dios, en inglés, que es la lengua en que me crie. Y todo lo demás… ¡como me salga espontáneo! Ah, pero sé enfadarme y sé reírme en castellano, en inglés y en alemán. En esto de los idiomas, el rey y yo nos complementamos: los dos tenemos bien el castellano y el inglés. Él aporta italiano, francés y portugués. Y yo, alemán y griego. ¡Nos podemos ganar el sueldo!»
Al llegar a España se les plantea el tema de las amistades. Para no hacer distinciones ni fomentar «camarillas», son ellos los que van a casa de los otros pero siempre que sea fuera de Madrid. «Si no, hubiésemos estado siempre comiendo en casa de irnos, cenando en casa de otros; y nosotros dos solos, nunca». En esos años suelen asistir a cacerías, o van a esquiar, o a alguna tienta de vaquillas.
«A las cacerías iba sólo para conocer a la gente y charlar: quería estar con amigos. Me gustaban las tertulias en torno al fuego, junto a la chimenea. Pero jamás cogí un arma en mis manos. Ni para ver un magnífico rifle que puede matar a no sé cuantísimos metros. ¡No me interesa! No me gusta matar a los animales. Ni mucho menos, verlos sufrir en una plaza de toros, o en una pelea de gallos, o qué sé yo… Pero no hay más historia detrás. ¿Que por qué no llevo abrigo de pieles? Pues… porque puedo abrigarme de otras maneras».
A propósito de las amistades, doña Sofía me confirma algo que yo intuía: don Juan Carlos ha tenido y sigue teniendo amigos de muy diversos ambientes: antiguos compañeros de estudios de Las Jarillas[72]; de las academias militares, de la universidad, del deporte náutico, amistades de la aristocracia y del mundo financiero… Incluso profesionales que en algún momento pertenecieron al alto staff de la administración pública. Con algunos, el tuteo es recíproco, porque la confianza viene de muy atrás. Sin embargo, ninguno de ellos tutea a la reina: «Conmigo guardan cierta distancia, no sé…»
Yo creo que sí sabe. En realidad, ella no tiene amistades íntimas fuera de su familia Sus más próximas, y de mayor confianza, son su prima, la princesa Tatiana de Radziwill, que vive en París casada con el doctor Jean Fruchaud; y su hermana, la princesa Irene de Grecia, afincada en La Zarzuela: «Vine para cinco días, cuando la muerte de Franco —me dijo un día—, ¡y me quedé cinco años! Luego, poco a poco, cada vez iban siendo más largas mis “temporadas de paso” en España. Y no sé si me he quedado para siempre, pero ¡aquí estoy!»[73]
Como a estas alturas ya sé que la reina de España, por mucha timidez que diga o que digan, tiene soltura, talento y elegancia más que de sobra para, si no le viene bien una pregunta, darme una larga cambiada, sin que se rompa el cristal de las vitrinas, me aventuro a preguntar en directo:
—¿La reina no tiene amigas?
—No.
—¿No?
—No. Amiga es una palabra mayor. Pero sí tengo muchas amistades.
—¿La reina no tiene confidentes?
—Nunca he hecho confidencias a nadie. Nunca he confiado secretos ni desahogos a nadie. No he tenido esa necesidad.
Junto a la cuestión de las amistades, afrontan también el tener o no tener corte:
«Yo decidí no tener damas de compañía. Don Juan y doña María no lo entendían. Incluso, me daban nombres. La reina Victoria Eugenia me presionaba: “Debes tener, no puedes estar desguarnecida”. Mi madre tenía cuatro damas de honor, de servicio. Y a mí me bastó esa experiencia para no tenerlas. No por ellas, que eran encantadoras, y siempre atentas, sino porque te convertías en una inútil. Como todo te lo hacían, y tú tenías que estar disponible sólo para la representación, acababas no sabiendo ni escribir una carta, ni llamar por teléfono, ni qué ropa tenías en el armario. Yo me dije “Quiero valerme por mí misma”. Y decidí hacérmelo yo todo. Conducía mi coche, iba por mi cuenta a la peluquería, pagaba, daba propinas, reservaba una mesa en un restaurante, o las entradas del cine. Yo llevaba a los niños al colegio, seguía sus estudios, cambiaba impresiones con las profesoras… ¿Para qué tener siempre gente revoloteando alrededor? Que hubiese una persona pendiente de mí me resultaba agobiante. ¡Y de otro siglo! De común acuerdo, decidimos los dos no tener corte. Y si, estando en un lugar, yo quería compañía o información de algo concreto, se lo preguntaba a la mujer del gobernador, o a la del alcalde, durante la visita. Y en paz».
Y bien, creo que es momento ya de saber, de labios de la reina, cómo fueron las relaciones entre don Juan y don Juan Carlos:
«Buenísimas, mientras no hablaran de política. Si salía a relucir el tema político, inmediatamente se tensaban y resultaban muy, muy incómodas. Ahora, no hablando de eso, se llevaban muy bien: como un padre y un hijo que se querían. Jugaban al golf, iban en el barco juntos, se comían una paella… ¡todo perfecto! Pero la cuestión de fondo es que… eran rivales.
»Durante bastantes años don Juan trataba a don Juan Carlos como a un niño. No le daba importancia. Y eso no cambió hasta que Franco le nombró sucesor. Entonces se produjo una crisis muy dura entre ellos: el padre no le habló durante meses.
»Ellos se querían. Pero estaban lejos, y había gente por medio que creaba malentendidos: los del Consejo Privado de don Juan. Cuando se malmetían los juanistas, y el padre se enfadaba, o lanzaba un manifiesto, mi marido se ponía muy triste. Salía ahí afuera, y se iba por el jardín a desahogarse andando. Yo me ponía a su lado, y trataba de animarle.
»La contradicción estaba en el propio don Juan. De una parte, él sabía que la presencia del hijo en España, y cerca de Franco, era una marcha hacia el trono. Y de otra parte, él quería que no fuera así, sino que el príncipe preparase el terreno… para el reinado de don Juan. Y eso ni estaba en manos de mi marido, ni en la intención de Franco. (La reina hace una pausa, lo que es una respiración más honda, pero me da la impresión de que por su mente cruza, rápida como una centella, la decisión de decir algo que no traía pensado decir). Cuando nos vinimos a vivir aquí, de casados, Franco ya había más que descartado al padre. Yo lo sé bien. Don Juan Carlos habría sido feliz, de verdad, ¡feliz!, si su padre hubiera podido reinar antes que él. ¡Aunque fuese una hora! El deseo del príncipe era recibir el trono de manos de su padre, no de Franco. Pero padre e hijo jugaban cada uno su carta. Ése era el juego. Y ése era el riesgo. Ahora bien, si Franco se lo ofrecía a Juanito, él tenía que ser libre para poder decir que sí. Y ahí estaba el nudo. —Ahora baja la voz, como si no hablara conmigo—. Y ahí estaba el drama. Es que, si no, ¿qué hacíamos aquí? ¿Para qué había venido de pequeño a prepararse y estudiar? ¿Por qué vivíamos en este palacio?
»Don Juan se hacía la ilusión de que él iba a ser el sucesor. Los juanistas se lo jaleaban continuamente. El mismo hecho de trasladarse a vivir desde Suiza a Portugal fue para estar más cerca de España, con más facilidad de contactos.
»La situación era difícil: el hijo aquí en España, y el padre sabiéndose legítimo heredero del trono pero fuera de España. Los miembros de su Consejo querían que don Juan mantuviera la legitimidad, y ponían barricadas entre el padre y el hijo».
Me asombra la lucidez, tan serena como implacable, con que doña Sofía analiza la historia. Mejor dicho, la Historia. La Historia todavía sin disecar. La Historia que, antes que carne de libro, es carne palpitante de hombre y de mujer. La tantas veces mal contada, maquillada y distorsionada Historia. Anoto en mi libretilla unas palabras recién oídas: eran rivales… ése era el juego y ése era el riesgo… Franco ya tenía descartado al padre… malentendidos… barricadas. Copia de seguridad, por si pasado el tiempo me vinieran dudas de que las dijo la reina. Después le preguntaré por ciertos consejeros de don Juan. Ahora atiendo: su majestad sigue hablando.
«Pero el propio Juan Carlos decía: “Mi padre es antes”. Y sólo dejó de decirlo en 1969, cuando le nombraron sucesor a título de Rey.
»Todo era como por ósmosis. Había que averiguar, adivinar, qué pensaba hacer Franco, cómo y cuándo. Y tratar de saber cuál sería la reacción de don Juan. Todos decían que lo sabían. Pero nadie sabía nada. La alta política era una… ¿conjetura?, ¿sí?, ¡una pura conjetura! Entre el sesenta y tres y el sesenta y nueve, el príncipe y yo vivimos en La Zarzuela como dos personas sin cargo, sin función, sin rango de protocolo, sin tarea que hacer, sin asignación presupuestaria… ¡sin nada! Entre nosotros, para hablar de todos esos años, decimos “entonces, cuando no éramos nadie”. Yo era lo mismo que antes de casarme: princesa de Grecia. Y punto. Y él no podía firmar siquiera como príncipe de Asturias, porque Franco lo había prohibido. Aunque… nos daba igual, y firmábamos así en nuestros viajes por todos los pueblos de España. Puedes ir a verlo, si es que guardan los libros de visitantes, en ayuntamientos, paradores de turismo, diputaciones… Y si firmábamos como príncipes de Asturias, estando prohibido, es porque él pensaba que era su padre quien iba a reinar.
»La situación era incómoda. No resultaba fácil moverse airosamente, sin saber cuándo uno se salía del terreno de juego. Hasta la designación, nosotros seguimos siendo aquellos dos jóvenes que pasaron la noche sobre un montón de maletas en el aeropuerto de Nueva Delhi».
—No eran «nadie», pero… sabían que iban a reinar.
—¿Reinar? ¡Eso entonces era impensable! Con los pies sobre la tierra, una quimera. Bueno, sí, estaban los gestos de Franco: el hecho de estar aquí, viviendo en La Zarzuela, incluso la tribuna en los desfiles, el «viaje, alteza, y que le conozcan», todo eso era un indicio de que se nos preparaba algo para el futuro. Pero había que adivinar esos gestos de Franco. Todo eran insinuaciones, medias palabras. Durante seis años y medio vivimos dentro de una incógnita. Una incógnita, porque su padre estaba antes, su padre iba por delante. Mi marido no concebía reinar él antes que su padre.
—¿Y por qué cambia de opinión?
—No, no cambia de opinión. Hay un momento en que el príncipe sabe que Franco jamás va a permitir que don Juan le suceda. Y que, o él mismo acepta ser el sucesor, o después de Franco… quién sabe qué. Y ¡adiós monarquía! y ¡adiós democracia!
—Dicho con crudeza, majestad, don Juan Carlos se vio en el brete de que o se jugaba a su padre o se jugaba la corona…
La reina me mira abriendo mucho los ojos. Pienso que mi expresión ha podido parecerle, en efecto, carne cruda. Pero no. Su reacción va por otro registro. Es una réplica con carga. Suenan, bien modulados, graves, enfáticos y acuencados los tonos de su voz de contralto:
—¡Nunca se jugaba la corona! Desde que yo estuve en España, la cuestión de que el sucesor iba a ser él, y no su padre, porque Franco lo había descartado de modo tajante, ya estaba despejada. La única incógnita era el cuándo y el cómo y las reacciones de la designación a título de Rey. No teníamos estatus. No éramos «nadie». Pero su situación era ya muy estable. Y, al margen de las intenciones que tuviera don Alfonso de Borbón, y a pesar de su boda con Carmen-cita, llegaba tarde.
Es una declaración fuerte, que invalida muchos metros de librería de ensayos, memorias y testimonios, escritos sobre la espinosa cuestión. Ahora soy yo quien mira con ojos redondos de asombro. En clave menor, la reina Sofía comenta «la paradoja de que Franco fuera monárquico», a pesar de que impidió que Alfonso XIII volviese a reinar, se saltó a don Juan, y no dio paso a don Juan Carlos hasta después de su muerte:
«Era monárquico. No olvides que el rey Alfonso XIII fue padrino de su boda. Nos lo decía con la mayor naturalidad. De hecho, no abolió la monarquía. Y dejó que España fuera un reino. Pero él pensaba que todavía no era el momento de restablecer la democracia, ni de restaurar la monarquía. Él tenía el reloj. Y él decidía la hora».
Ya que ha sido mencionada la presunta rivalidad de don Alfonso de Borbón, consulto a la reina si es o no cierto que, cuando Franco convocó el referéndum de 1966 sobre la Ley Orgánica del Estado —la Constitución del régimen franquista… con treinta años de retraso—, don Juan le preguntó por teléfono qué pensaban hacer ella y su esposo. Y si doña Sofía respondió: «Vamos a ir a votar. Hay que hacerlo: Alfonso también va a votar». Eso podría ser un indicio de que, ya entonces, las posibilidades sucesorias de don Alfonso sí eran tenidas en cuenta por los inquilinos de La Zarzuela.
Ah, pero la respuesta de la reina no puede ser más sorprendente. Cuando espero un mentís político que meta la cuchilla por el flanco de «lo poco que a ellos les preocupaba don Alfonso», doña Sofía me da una razón doméstica, pero incontestable. Uno de esos argumentos que en castizo se llaman «de cajón»:
«No. Don Juan no hablaba de política con mujeres, y tampoco conmigo. Con doña María, hablaba de lo cotidiano, de la vida, de cosas de la casa. Pero no de política. Doña María era una mujer sensatísima. Muy sensitiva y perspicaz. Estaba especialmente dotada para captar las situaciones y conocer a las personas. Y el rey en eso es igual, igual, igual que su madre. Doña María fue la pacificadora. Fue una figura clave. Su presencia entre el padre y el hijo, fundamental. Nos llevábamos estupendamente. Nunca ejerció de mala suegra. Don Juan era un hombre animoso, fuerte, muy echao pa’lante, influenciable por su alrededor… Una cosa estupenda de él es que siempre sabías en qué plan estaba: era abierto, sin recámara, sin doble fondo, sin segundas intenciones. Para eso… ya tenía a otras personas danzando a su alrededor.
»Pero, a lo que estábamos: nosotros fuimos a votar en 1966, porque en un referéndum la familia real siempre vota. No son votaciones de partido. Son cuestiones que afectan al Estado. Hemos votado en el referéndum de la Ley para la Reforma Política, en el de la Constitución, y en el de la OTAN. Todos.
»Mi padre y la reina Victoria Eugenia sí hablaron en alguna ocasión con don Juan, acerca de nosotros y del futuro de la monarquía. Pero yo no. Nunca toqué el tema político con mis suegros. Era una cuestión muy delicada. Y como necesariamente yo tenía que ponerme de parte de mi marido, preferí mantener intacta y cariñosa la relación familiar».
Antes, comentando la extraña condición socio-política de los príncipes en estos primeros años, «cuando no éramos nadie», la reina ha aludido de refilón a que tenían que «inventarse el trabajo de cada día». Ahora me lo explica:
«A falta de un cometido concreto, mi marido pensó en empezar a conocer la realidad española desde dentro, desde cerca. Se programó unas estadías en la administración pública, ministerio por ministerio. Se lo dijo a Franco. Le pareció muy bien».
El príncipe Juan Carlos empezó a ir a los ministerios de Obras Públicas, de Agricultura, de Justicia, de Industria… Iba todos los días. Se reunía con los ministros, subsecretarios y directores generales. También visitaba las empresas públicas, los polos de desarrollo industrial, hablaba con los agricultores afectados por una concentración parcelaria…
«A partir de entonces —dice la reina—, empezarnos a conocer gente que no eran ni militares ni aristócratas, sino profesionales, funcionarios, técnicos. Los invitábamos a venir aquí, a palacio. Recuerdo a Vicente Mortes, a Juan Vigón, a Cirilo Cánovas, a Antonio María de Oriol, a López Rodó, a Federico Silva, a Marcelino Oreja… Marcelino trabajaba entonces a las órdenes de Castiella. —Doña Sofía ríe pensando en algo que me va a decir—. Castiella estaba obsesionado con el terna de Gibraltar; y, además, parecía como si no hubiese otro asunto relevante de política exterior; y en broma le llamábamos “el ministro del asunto exterior”.
»Fue utilísimo eso de estar tres meses en cada ministerio. Y no digamos los viajes. Mi marido empezó a conocer a la gente desde abajo, a los alcaldes, a los gobernadores civiles, a los directores generales… A los que más tarde serían la clase dirigente. Así conocimos a Suárez. Al era gobernador civil de Segovia. Fuimos a comer a Cándido. Y recuerdo que hablamos de que la monarquía o era democrática o no sería. También a Torcuato Fernández-Miranda le conocimos en esos años, cuando él estaba muy en segunda fila. Fue al primero que le oí decir que desde la Ley Orgánica del Estado, la de 1966, se podría reformar el régimen de Franco, sin necesidad de una revolución, ni de una ruptura legal. Otro fue López Bravo. Otro, Pérez de Bricio. Otro, Villar Mir (que su hija, por cierto, es muy amiga de las mías, de las infantas). Otro, Barrera de Irimo. Gente fantástica, uno por uno. Otro, Fraga. Al principio no quería la monarquía, aunque no era un hombre cerrado. No. En aquellos tiempos Fraga era de lo más abierto y liberal que había. No resultaba fácil de trato, pero sabía mucho y estaba lleno de ideas y proyectos. Todos estos hombres tenían ideas. Y tenían futuro. Era una nueva clase política civil, no militar, y no aristócratas. Además, no habían hecho la guerra. No eran franquistas. No eran ultras. Estaban deseando una democracia».
En ese programa de conocer España sobre el terreno, recorrieron todas las provincias. Hubo sitios donde fueron muy bien recibidos. Y sitios donde les lanzaron patatas o tomates.
«En Medina del Campo, eran carlistas. Y empezaron a gritarnos: “¡¡Fuera, Borbones de Estoril!!” También los falangistas nos mandaban a la porra… y más lejos. Bueno, no todos: éramos y somos muy amigos de Miguel Primo de Rivera, que había estudiado con el príncipe. Y en el castillo de la Mota conocimos a su tía, Pilar Primo de Rivera. Nos quiso siempre mucho esa señora. Los falangistas no, pero ella sí, y era la hermana de José Antonio. La verdad es que oposición antimonárquica tuvimos en casi todos los viajes. Íbamos encontrándonos de todo: aplausos, gritos, abucheos, vivas, pitadas… División de opiniones. Había falangistas, carlistas, comunistas… Ninguno de ellos nos podía ver. Era muy interesante comprobar con nuestros propios ojos cómo estaba el patio. Y el patio estaba… que había que ganárselo. Es bueno tener que estar siempre esforzándose, sin echarse a dormir por creer que ya está todo ganado. ¡Nunca está todo ganado! Muchas veces lo pienso: ¡nunca está todo seguro! Hay que estar ahí, dale que te dale… Fue muy útil aprovechar así ese tiempo como príncipes. De otro modo no habríamos conocido al pueblo. Si nos hubiésemos encerrado cómodamente entre los adictos, habría sido estúpido… y fatal».
—Majestad, ¿por qué dejaron Navarra para el final?
—Sí, fue el último lugar que visitamos como príncipes, porque allí había mucha agitación. Los partidarios de don Javier y los de don Carlos Hugo se movían mucho. Pero también aquí, en Madrid, ibas a un teatro y te salían con gritos, ellos mismos. Eran bastante pesados esos «pretendientes», porque ni estaban dentro de las previsiones sucesorias dinásticas, ni entraban en las expectativas de Franco, que los consideraba extranjeros. Montaron un acto político en Valvanera, y Franco expulsó a toda la familia Borbón-Parma. Hacían ruido pero no inquietaban. En Pamplona estaba todo más removido, por eso fuimos ahí al final.
En ese tiempo el príncipe va recibiendo en La Zarzuela a personalidades del mundo de la cultura, la ciencia, la política, la diplomacia, la economía, que le informan de distintos aspectos de la realidad nacional e internacional. La princesa se apunta a muchas de esas charlas: «Eran por las mañanas, en el despacho de don Juan Carlos. Más que clases, la oportunidad de conocer los campos que esas personas dominaban: lo mismo la energía nuclear que el funcionamiento de las Cortes. Recuerdo a Jesús Pabón, a López Rodó, a Enrique Gutiérrez Ríos, a Otero Navasqüés. ¡Ayyy, qué rabia me da…! ¿Cómo puede ser que se me vayan los nombres de la memoria y esté viéndoles a ellos, con sus caras, como si fuera ahora mismo? Me gustaría no olvidar a ninguno. ¡Fue tan interesante lo que aprendimos entonces!»
Pregunto a la reina si le chocó la militarización política que había en la España de los años sesenta que ella conoció. Y me contesta:
«A mí, los uniformes militares, los galones, los entorchados, los sables colgando junto a la pierna… todo eso me era familiar, no me era extraño. Lo había visto desde niña en palacio, siendo rey mi tío Jorge, o siendo rey mi padre. Lo militar era para nosotros… —se pasa la mano derecha por el brazo izquierdo, como recorriéndolo a palpas, de arriba abajo— una segunda piel. ¡También mi marido era militar! Le vi muchísimas veces vestido de uniforme. Y no por eso pensaba yo que nos fuéramos a la guerra. Yo no desconfiaba del ejército. La sorpresa, el shock, me lo llevaría en el sesena y siete, cuando el golpe de los coroneles contra mi hermano Constantino. Y luego aquí, en el ochenta y uno, con el 23-F. Hasta entonces, confianza total. Los militares, en general, siempre me han parecido gente honrada, gente honesta, con virtudes, con disciplina… Ahora bien, mi padre, en Grecia, tenía gobiernos de civiles.
»Pero no hacía falta ser una experta, para entender dos cosas: una, que la gran mayoría de los militares en España eran franquistas, y no iban a ser precisamente ellos los que hicieran el cambio de régimen. Y otra, que los ejércitos se rigen por las órdenes del superior. Hay jerarquía. Hay “ordeno y mando”. No hay democracia.
»Así que, para cambiar de régimen, habría que tener en cuenta a los militares, pero no podrían hacerlo los militares. Esa tarea era civil: de los políticos, de los partidos. Por eso, cuando Gutiérrez Mellado entra en el gobierno de Suárez, deja el uniforme fuera».
—Tengo entendido que disgustó mucho a vuestra majestad el que la reina Margarita de Dinamarca (a pesar del parentesco) pusiera remilgos a venir a España, en 1975, cuando don Juan Carlos accedió al trono, porque en el nuevo rey de España veía al sucesor de un dictador…
—Hay que distinguir: más que la reina de Dinamarca, era el gobierno danés. Y eran los gobiernos de media Europa, que nos pusieron el veto político hasta que vieron que la democracia iba en serio.
—López Rodó me ha contado que por esas fechas vuestra majestad le comentó: «Ya ve usted, la reina de Dinamarca puede ir a un país comunista como la URSS, donde no hay libertades; y en cambio su gobierno le desaconseja venir a España, donde no existe una dictadura de ese tipo».
—Sí, es posible que se lo comentara.
—Para vuestra majestad, ¿la España de Franco no era una dictadura?
—En cuanto que faltaban las libertades de prensa, de expresión, de reunión, de asociación, de manifestación…, era una dictadura. En cuanto que estaban prohibidos los partidos políticos y los sindicatos, era una dictadura. Y en cuanto que se hacía lo que mandaba Franco, y que él tenía todos los poderes, era una dictadura. Pero, cuando yo vine, en el sesenta y tres, no vi purgas, ni represiones brutales, crueles… Excepto, y muy subrayado, las penas de muerte de septiembre del setenta y cuatro. Claro que, ley en mano, aquí había pena de muerte. A mí me parece horrible, inhumana, me repugna. Y mi marido trató de interceder para que no los fusilaran… Pero, insisto, excepto eso, y que faltaban todas las libertades políticas, la España que yo conocí, más que una dictadura, era una dictablanda.
»Franco era un dictador, pero no un tirano. Entre otras cosas, ya no necesitaba serlo. Y no se había producido un cambio político, sino un cambio social y económico: el franquismo favoreció la subida de las clases medias. Ya no había aquellas tremendas diferencias entre la aristocracia y la gente del pueblo. Había mucha clase media, de pequeños empresarios, de profesionales, de funcionarios. Ellos eran los que estaban entonces al frente de la política: eran procuradores, o alcaldes, o gobernadores, o incluso ministros. Y ahí empezaba a haber ideas progresistas. Bueno… así lo veía yo.
El 20 de diciembre de 1963 nace la primogénita de los príncipes, la infanta Elena, en la clínica de Loreto, en Madrid. Atienden a doña Sofía en el parto el doctor Mendizábal, su ayudante, Olmedo, y el médico de cabecera de la familia real griega, Thomas Doxiades. La matrona es Elvira Morera y la enfermera se llamaba Pilar.
Como me extraño porque el rey Pablo hubiese estado una semana en Madrid, pero no en el momento del alumbramiento, ni tampoco en el bautizo, la reina me aclara que no había fantasmas detrás:
«Tiene una explicación sencilla y tonta, de padres novatos: habíamos hecho mal las cuentas. Y como entonces no había ecografías, creíamos que el niño o la niña (no sabíamos tampoco) nacería el 6 o el 7, y aún tardó quince días más. Mi madre y mi hermana vinieron en noviembre. El rey Pablo llegó el 5 de diciembre. Por cierto, de modo excepcional, Franco fue al aeropuerto a recibirle. No lo había hecho, que yo sepa, más que con Eva Perón y con Eisenhower. También, por deferencia de Franco, mi familia se alojó en el palacio de La Moncloa. Lo que pasó es que, en vista de que la niña no nacía, el rey Pablo tuvo que regresar a Atenas, porque el 11 de diciembre debía presidir la apertura del parlamento. Y ya no volvió a Madrid».
Pues, ciertamente, todo eso fue así. Pero había además una razón de dignidad política gravitando en el ánimo del rey Pablo: un año antes, en octubre de 1962, el jefe del Gobierno griego, Constantino Karamanlis, que se oponía a un proyectado viaje oficial de los reyes a Inglaterra, envió al monarca un insólito pliego de cargos, censurándole «seis puntos, en sí mismos insignificantes, pero que podrían dañar la popularidad del monarca». Entre esos seis puntos, reprochaba al rey su «vida de ostentación» y sus «demasiado frecuentes salidas al extranjero». Pablo de Grecia, en una somera pero contundente réplica, recordó a su primer ministro que la monarquía griega era la menos ostentosa del planeta: «Yo no dispongo siquiera de un yate real; y en mis viajes oficiales por las islas y costas de Grecia, utilizo un buque de guerra. Asimismo, para mis desplazamientos por carretera, voy en jeep». También citaba el rey la reciente donación al Estado de una finca privada, de la reina Federica en Polidhendri, al este de Larissa, para que ahí se estableciesen unas granjas-escuelas[74]. Esa finca se la habían regalado a la reina Federica cuando se casó. Pero, con todo y con eso, la celebración de las bodas de plata de Pablo y Federica habían sido deliberadamente «austeras». Y ahora el monarca regresaba de Madrid a Atenas sin estar presente en el nacimiento de su primera nieta, Elena.
«Franco admiraba a mi padre —continúa la reina—. Se entrevistaron en El Pardo, antes del nacimiento de la infanta Elena. Mi madre fue también. La reina Federica llegó a tener una relación fluida y frecuente con Franco. Yo misma la acompañé a El Pardo dos o tres veces.
»En esta ocasión de 1963, hablaron de la guerra mundial, de las guerras civiles en España y en Grecia, de historia, de sociedad… A mis padres les sorprendía que, cuando preguntaban algo al caudillo, él relataba y contaba una larguísima historia, su historia, en una especie de monólogo, como si recitara un discurso… Después se callaba, y ni daba pie al diálogo ni preguntaba nada».
En este momento, me acuerdo del comentario que le escuché a la princesa Irene —en su castellano chapurreado—, como síntesis de la impresión personal que le causó el generalísimo: «Después de estar con él, no sabías más de él que lo que sabías antes. Me pareció muy prudente, muy silencioso… very callao».
«He tenido siempre muy buenos partos —me dice la reina, que pocas veces se distrae de la vereda del relato—. Cuando nació Elena y me la pusieron encima, mi reacción fue un poquito posesiva: “¡Esta niña es mía!” Y luego, una alegría que no sabría expresar: “En el mundo hay un nuevo ser vivo, alguien distinto de todos, alguien distinto de mí, alguien que no me pertenece… ella tiene ya su vida propia, y yo he sido el vehículo para que esté aquí”. Me impresionaba el parecido. Es un misterio: Elena, a la que yo había llevado dentro como si fuese algo mío y sólo mío, ¡se parecía a su abuelo paterno!
»Habíamos contratado a una nurse inglesa. Pero a la niña la lavaba yo, la vestía yo, la dormía yo, y todo yo… bueno, también él, el príncipe, le daba algún biberón, o la cogía si lloraba. La nurse se aburrió de estar de brazos caídos, y se marchó a los pocos meses. Después vino otra, Christine Pople, inglesa también, que estuvo cuatro años con nosotros, hasta que se casó».
—Majestad, ¿por qué «Elena»? ¿Por cuál de tantas reinas elenas?
—Por ninguna reina. Por nadie. Es una historia de mi marido y mía. Es una tontería, pero nunca lo he contado.
—Alguna vez tendrá que ser…
—Era una cosa entre mi marido y yo, que nadie entendía, pero que nos gustaba a nosotros. Toda la familia nos preguntaba, lo mismo que has hecho tú: «¿Y por qué Elena?» Ninguna de las abuelas se llamaba Elena. Y nosotros: «Porque nos gusta». La verdad es que yo, de pequeña, tenía una muñeca, que no era mía sino de mi hermano Tino, y como él no le hacía mucho caso, se la quité. Le puse Helen, Elena. En griego, Eleni. Y me decía a mí misma: «Cuando yo sea mamá tendré una niña que se llamará Eleni, Elena». Un día se lo conté a Juanito, y él me dijo «Pues así será». Y ésa es la historia.
—La infanta se llama Elena María Isabel Dominica de Silos y de Todos los Santos… ¿Por qué «Dominica de Silos»?
—¿Por qué? Porque en España es costumbre poner el nombre «del santo del día», y mi hija nació el día de santo Domingo de Silos. El del monasterio del ciprés…[75]
»Pensamos el príncipe y yo que el bautizo era una buena ocasión para que su padre viniera a España. Hacía más de treinta años que no estaba en Madrid. Mi marido se lo dijo a Franco: “Mi general, quiero que venga usted al bautizo de mi hija, y he pensado invitar también a mis padres”. Como solía hacer, se lo dio hecho. Y Franco asistió, aunque sabía que iba a encontrarse con don Juan. Luego no hubo nada entre ellos: un par de frases corteses y triviales. Pero ni un aparte, ni nada. A Franco no le interesaba hablar con don Juan.
—¿Se impresionó don Juan, cuando volvió a La Zarzuela?
—No. Lo recorrió todo con mucha naturalidad: «Esto antes estaba así, o asá… aquí no había estos árboles… para nosotros, era un simple pabellón de caza…» Don Juan, si era sentimental, lo disimulaba.
»Mi anécdota fue que, en la primera comida, quise esmerarme delante de mis suegros y les hice un souflé de chocolate. Pero, llegado el momento, aparecí con una bandeja preciosa, y arriba un souflé marrón oscuro, oscurísimo… ¡completamente carbonizado! Quedé fatal. Se rieron mucho de mí. Y todos tan contentos.
El 13 de junio de 1965, y también en Madrid, en la clínica de Loreto, nace la segunda hija de los príncipes, que se llamará Cristina Federica Victoria Antonia de la Santísima Trinidad… y de Todos los Santos. El bautizo se celebró en La Zarzuela, y los padrinos fueron la infanta doña Cristina de Borbón y Battenberg, condesa de Marone, y don Alfonso de Borbón Dampierre, tía y primo paternos de don Juan Carlos.
«Mi marido —comenta la reina— se disgustó, porque don Juan no vino al bautizo de Cristina. Había ocurrido un incidente, no recuerdo cuál, pero de ésos en los que el Consejo Privado malmetía…»
Pregunto a doña Sofía cuál era su relación con ese núcleo político, esa oficina de estrategias de don Juan, al que Franco llamaba consejo de rabadanes. Por un instante, se le endurecen las facciones: frunce el entrecejo, tensa los pómulos, la línea de los labios se le adelgaza al apretarlos con fuerza, y su mirada azul se ha puesto de repente anochecida. Voy a hacer ademán de pasar a otra cuestión, pero su majestad ya está contestándome. Su voz me suena a deliberadamente ajenizada:
«Mis relaciones con esos señores fueron las que marcan las normas de la buena educación y del trato social. Realmente, yo tenía muy poco que hablar con ellos. Ni de política, ni del futuro de la Corona española, ni de nada. ¿Para qué? Ellos ya tenían su idea preconcebida sobre la sucesión en el trono. Y su idea preconcebida sobre mí. De mí decían “El príncipe se ha casado con una hereje”. Y eso era muy duro. Funcionaban con los clichés que había en la vieja España de aquellos años. ¡Montañas de prejuicios! Yo tuve que sufrir más de uno y más de dos… Por ejemplo, en una ocasión, uno de estos personajes, en las vísperas de mi boda, un día allí en Atenas le preguntó a mi madre: “Majestad, ¿la princesa Sofía sabrá comportarse y hablar con gente mayor, cuando vaya a España?” Bueno, la reina Federica se echó a reír por quitarle hierro a la impertinencia. Y, encima, le tranquilizó: “Sí, pienso que sí. Mis tres hijos, el príncipe y las princesas, han crecido en la corte, y se han educado en palacio, siempre entre personas mayores que ellos, y desde muy niños saben tratar con personajes de la vida pública griega, etc., etc., etc”. ¡Tenían miedo de que yo fuese una princesa muy rara, de un país perdido, y que no supiera portarme en sociedad!»
Hoy la conversación ha sido larga, importante, de alto voltaje. En ciertos tramos, inesperada. Toda ella, inédita y reveladora. Bajo de La Zarzuela con la sensación —y la emoción— que conozco bien por mi oficio, de llevar en mi libreta una gran exclusiva, un bocado sólido, un manojo de verdades «sensibles», que hasta hoy no se habían dicho nunca, que estaban por decir: confidencias de una reina «que nunca hace confidencias». Sí, hoy la reina, echándole raza, le ha levantado la corteza al cartón piedra de la Historia, y me ha dejado ver las cosas tal como eran, no como hasta ahora nos las habían contado.
De todos modos, hay algo que no consigo entender. Tiene que ver con una fotografía. Cuando hoy me hablaba de don Juan de Borbón, yo le he comentado el impacto que produjo en los mass media la toma televisiva de aquella escena del entierro del conde de Barcelona, cuando ella, junto al rey que a duras penas contiene las lágrimas, rompe a llorar sin recato, y de pronto le echa el brazo a él por la espalda, hasta el hombro, y ahí le aprieta… como una reina compañera de su compañero el rey. Y cuando estaba yo diciendo «Con esa foto, vuestra majestad, se metió a medio mundo en el bolsillo, esa foto de la reina llorando…», me ha interrumpido de un modo desconcertante: «¡Esa foto es horrible. No me gusta nada, nada, nada. No entiendo por qué la gente…!»
¿Qué es lo que le disgusta de esa fotografía? ¿Que la hayamos visto llorar? ¿El gesto de arrimarse al rey? ¿O qué? Aprovecho el stop del control de la Guardia Real, ya a la salida de La Zarzuela, para anotar, rápido, que no se me olvide: ¿por qué es «horrible» la fotografía de las lágrimas en el entierro de don Juan?
Cuando vuelvo a palacio ha pasado casi un mes. La última camada de ultras, neofalangistas, neonazis, cabezas rapadas y otros géneros temibles de gamberros urbanos militarizados andan de jarana tiesa, blandiendo banderas, gritando estentóreos sonidos hostiles a no se entiende qué, y haciendo sonar los cláxones de los coches de sus papaítos por todo Madrid: hoy es 20 de noviembre. 20-N, pues. Hace veinte años que murió Franco. Y José Antonio. Y estos cachorros de la ira lo conmemoran a su manera. En tiempos de Franco, tal día como hoy se organizaban unos funerales impresionantes por José Antonio y por todos los muertos de la guerra civil, en el Valle de los Caídos, cerca de El Escorial, con gran aparato de himnos falangistas, banderas rojinegras y rojigualdas, camisas azul mahón y boinas rojas. Franco asistía. Solía llevar capote militar caqui y una boina con las estrellas de capitán general. Una extraña mezcolanza. Pero… él era el jefe.
La reina me ha contado que el príncipe también asistía, y el gobierno en pleno, y los procuradores y los consejeros nacionales, y los presidentes del Tribunal Supremo, del Tribunal de Cuentas, de las Cortes… «Pero una vez, en 1974, cuando mi marido fue a quedar con Franco para ir juntos al funeral, el generalísimo le dijo: “No, alteza, no hace falta que venga”. Y fue el último año que se celebraron. Al siguiente, ese mismo día moría Franco».
Mientras espero, en la salita verde manzana de La Zarzuela, observo que han cambiado de lugar la porcelana blanca del Rapto de Europa, y en la hornacina han puesto una pequeña ánfora griega, rescatada del mar, con guijarros y pechinas y caracolillos adheridos. Hay claveles reventones en un jarrón de cristal.
La reina viste un conjunto cómodo. Lo que entre mujeres decimos «va de estar por casa, pero arreglada». Falda recta negra, y un jersey largo, grueso, gris plata y negro. Luego tendrá una reunión de trabajo con el rey y el príncipe.
No sé cómo ha arrancado hoy nuestra conversación, pero sí que a poco de sentarnos en los sillones blancos de siempre, le he pedido que me indicara los grandes hitos del reinado y de su vida junto a Juan Carlos de Borbón. Con una pasmosa facilidad de síntesis —no de reducción ni de jibarización de la Historia—, y como si lo trajera ensayado, me ha dicho: «Primero, la designación del príncipe como sucesor a título de Rey. Ese hecho fue clave, sine qua non, sin esa decisión de Franco él no habría ni llegado a jurar como rey. Segundo, la transición política: que se pudiera ir de la dictadura a la democracia; que eso se hiciera contando con todos los españoles y sin excluir a nadie ni dejar a nadie fuera de la legalidad; que eso se hiciera “yendo de la ley a la ley”, como decía Torcuato; y sin revanchas ni violencias. Y tercero, que los socialistas pudieran llegar al poder, y gobernar en una monarquía. Para mí, son ésos los tres hitos históricos. Bueno… ahí habría mucho que matizar».
Esta mujer es inteligente, esencialista, profunda. Va al grano. No se pierde en oropeles como la jura del rey ante las Cortes, importantes, pero «oropeles»; ni en accidentes fuera de programa como la intentona golpista del 23-F, graves, traumáticos, pero «accidentes». En cierta ocasión me dijo: «Me apasiona la política; pero no los chismes, sino observarla desde fuera, analizarla, estudiarla». Hoy agrega: «Es curioso, dicen que ahora estoy más presente en la vida pública. Sin embargo, yo actuaba más antes, cuando no había Constitución. Ahora todo está debidamente establecido, reglado, limitado, tasado. Tienes tu baldosa, y ahí te tienes que mover».
Recuerdo que, en aquellos tiempos que ella misma ha calificado de «cuando no éramos nadie», durante el franquismo, se decía de modo barato «la lista es ella». Y sobre Juan Carlos se hacían chistes facilones. López Rodó me ha contado que, estando reunidos una vez en consejo de ministros, uno de ellos comentó «La que es muy inteligente es la princesa». Franco intervino con energía —cosa inusual en él—, le cortó y le dijo: «No caiga usted en la trampa: ¡el príncipe es muy inteligente!»
Han transcurrido muchos años y han ocurrido muchas cosas: todo el mundo sabe hoy que el rey Juan Carlos es un lince, y que tiene una inteligencia rápida, un portentoso disco duro de memoria, una percepción de radar para detectar anomalías y peligros, y una humanidad caliente, con valor y con gracia, para salir al paso de los estados de ánimo o desánimo del cuerpo social. Son otros sus defectos. O más exactamente, sus descuidos. Pero… nadie le pide al rey que sea un santo. Bástele al rey ser rey… en todo momento. La cosa es que ya nadie medianamente ilustrado pone en duda el talento de don Juan Carlos. Y hasta la propia reina puede hoy bromear, pero justo en los antípodas de aquel ministro de Franco, sabiendo que no hace daño.
Así, aunque es muy mala contadora de chistes («Siempre los empieza por el final, se ríe antes de hora, a mitad del chiste se olvida de cómo acababa: los destroza; y toda la familia le toma el pelo por esto», me contó su prima Tatiana de Radziwill), recientemente contaba uno que le hacía desternillarse de risa: «¿Qué hay detrás de una mujer inteligente?… Un hombre asustado. ¿Y detrás de un hombre inteligente? Una mujer… ¡asombrada!» Ella puede al fin desquitarse, sabiendo que no hace daño.
El 30 de enero de 1968 nace en Madrid el tercer hijo de los príncipes, y primer varón.
Le pregunto a la reina si es cierto que, pensando en el nombre del recién nacido, Franco aconsejó a don Juan Carlos: «Mejor un Felipe que un Fernando: los felipes están más lejos que los fernandos». Y me responde:
«A Franco no se le consultó. Lo decidimos entre nosotros. Pero ese comentario de Franco no lo rechazo. Le pega mucho. Pudo haberlo hecho, aunque después. Nosotros dos pensamos llamarle Felipe por Felipe V de Anjou, que fue el primer Borbón. Ningún rey había dado continuidad a ese nombre. Y ahora venía bien afirmar la tradición. También había otros Felipes, de Habsburgo. Y en Grecia el rey Phillipos. Pero nuestro hijo se iba a llamar así por el primer Borbón. No teníamos un especial interés, ni mucho menos inquietud, porque fuese niño. Si no nacía un varón, como en España no hay Ley Sálica, en su día podría reinar una mujer. Además ¿quién me iba a decir a mí, con veintinueve años, que ése iba a ser mi último hijo? Yo esperaba tener más, podía tener más, y quería tener más. Pero… no vinieron. Hemos tenido los que Dios nos mandó. Tres. Mis padres también tuvieron tres: los que Dios les mandó». A la gente sí le interesaba.
Nace también en la clínica de Loreto. El rey brinda con los periodistas que cubren allí la información. Y entre la gente de la calle se «sabe» que el que ha nacido es «el heredero»… aun cuando su padre todavía no ha sido designado sucesor.
«Ese enero del setenta y ocho fue importante para nosotros, porque el príncipe Juan Carlos cumplió los treinta años, edad mínima para poder ser sucesor, según la Ley de Franco, y por el nacimiento del hijo varón. Visto fríamente, ninguno de esos dos hechos tenía por qué influir en Franco. Pero lo cierto es que las dos cosas pesaron, para que él hiciera cuanto antes el nombramiento. Fue al año y medio».
El pequeño príncipe se llamará Felipe Juan Pablo Alfonso y de Todos los Santos. Para el bautizo traen del convento de las dominicas de Madrid la pila bautismal de santo Domingo de Guzmán[76]. Y además de Franco y de don Juan, que es el padrino, asiste como madrina la reina Victoria Eugenia.
La reina vivía exiliada en Lausana, y no había regresado a España desde que, proclamada la II República, «salió por Cartagena» el 15 de abril de 1931 con sus hijos y su esposo, Alfonso XIII.
Procedente de Montecarlo y Niza, llega en avión a Barajas, a las cuatro de la tarde del 7 de febrero de 1968. A pesar de que es en día y hora laborable, y que no hay la menor propaganda, ni avisos, ni ambiente oficial alguno, entre la ciudadanía se produce de modo espontáneo un recibimiento multitudinario de monárquicos fervorosos, que aprovechan la ocasión para exteriorizar su credo político: lanzan vítores, aplauden, agitan banderitas y pañuelos blancos… o lucen en los coches algún affiche de confección casera con un Viva la Reina o un más audaz Viva el Rey Juan III. Franco, temiendo esa exaltación popular, rehúsa acudir al aeropuerto: «Comprended, alteza, que no puedo comprometer al Estado con mi presencia», le ha dicho al príncipe, y éste no ha podido menos que contestarle: «¿Acaso no lo ha comprometido ya con la monarquía?»
«Lo vimos por televisión, en diferido —dice la reina, recordándolo ahora—. Me pareció que era muy poca gente. Sólo monárquicos. Como si el monarquismo fuese un partido. Vi también un poco de excitación, de histerismo… Entiendo que, en tiempos de Franco, había que tener valor para ir a manifestarse y a decir que se estaba con la monarquía. Pero… esa escena del aeropuerto la recordé años después, en 1981, cuando el entierro de mi madre en Grecia, en Tatoi: también había un grupo de gente, un grupo monárquico, con histerismo, con aplausos y gritos que no eran serenos. Y no me gustó. En las dos ocasiones, vi expresiones partidistas, y la monarquía tiene que estar al margen de las ideologías: no puede ser clasista, ni mucho menos sectaria. Ha de ser constitucional, y para todos. Si vale, si sirve al pueblo, permanece. La gente la quiere. La monarquía no pueden defenderla unos cuantos fanáticos monárquicos: es del pueblo, la tiene que defender todo el pueblo, si la aprecian, si saben que está para servirlos a ellos. Pero, si no es así, si no les sirve, si no la quieren, si creen que es clasista y para unos cuantos aristócratas, es lógico que quieran cambiarla por otra cosa».
Son palabras valientes, y suenan bravas en boca de una reina. Pero no son sino el corolario del lema mi fuerza es el amor de mi pueblo, que es lo que ella vio vivir a su padre.
Volvemos al bautizo del príncipe Felipe, y a las mil interpretaciones que se hicieron sobre la presencia conjunta de la reina Victoria, don Juan, don Juan Carlos, Franco… Analistas e historiadores han querido leer las entrañas del ánade, queriendo ver un oráculo en tales o en cuales palabras de la anciana reina de España, un gesto de preferencia que inclinase la balanza decisoria de Franco. Pero doña Sofía es tremendamente realista y tozuda en mantener aquello que tiene bien comprobado. En este caso, ella sabe que no era la reina Victoria Eugenia quien iba a designar al sucesor. Esa prerrogativa, que Franco se había dado a sí mismo, no la cedía a nadie. Además, él ya tenía elegido a su delfín. Y ni la codicia familiar ni las descaradas presiones de ultimísima hora le harían modificar su designio.
La reina mira a su alrededor, y exclama:
«¡Si estas paredes pudieran hablar! Franco se emocionó viendo a la reina Victoria Eugenia: era un sentimental. Yo estaba muy cerca de él y vi cómo le brillaban los ojos. Esa tarde aquí él se encontraba más suelto, menos envarado, que cuando el bautizo de Elena. Les facilitamos una salita para que estuviesen los dos solos. Y como Franco no era tonto, debió de entender la escena. Sobraban las palabras».
Le comento a doña Sofía la versión que con más éxito ha circulado sobre ese mano a mano entre la reina y el caudillo. Carlos Seco Serrano aseguró que Jesús Pabón, miembro del Consejo Privado de don Juan, presente en el bautizo, le contó que la reina dijo a Franco: «Ahí tiene usted a los tres, general: escoja». Después, Luis Suárez, Paul Preston, Federico Silva, Ricardo de la Cierva, y cuantos han analizado este pasaje de la Historia española han dado por buena esa frase de Victoria Eugenia. Curiosamente, esa frase en sí ni prejuzgaba nada ni predesignaba a nadie. De ser cierta, todo lo más habría sido como un apremio regio a Franco para que él escogiera, sólo que —y aquí estaría el quid absurdum— ampliando el abanico de los candidatos… y dilatando aún más en el tiempo la elección. Eso mismo la hace increíble. López Rodó, incapacitado para fabular, como buen catalán, me ha contado: «La versión que yo tuve fue la de Camilo Alonso Vega, que estaba en el bautizo. Él me dijo: “En esa conversación con Franco, la reina Victoria Eugenia se inclinó por su nieto”. Pero Alonso Vega no estuvo dentro de la salita. Claro que, año y medio después, en el consejo de ministros del 21 de julio de 1969, en el que sancionamos la propuesta a las Cortes del nombramiento de Juan Carlos como sucesor a título de Rey, el propio Franco nos dijo más o menos lo mismo: “El año pasado, cuando estuvo en Madrid la reina Victoria, y tuve una conversación con ella, me dio a entender claramente que sus preferencias estaban del lado del príncipe don Juan Carlos”. Que se lo diera a entender o no, yo no puedo asegurarlo. Pero sí que Franco dijo eso, porque en ese consejo de ministros estaba yo, y tomé buena nota».
Por su parte, Pacón Franco Salgado-Araujo dejó constancia escrita de que, despachando con su primo, el caudillo, el 3 mayo de 1969, le comentó: «Estoy de acuerdo con su manera de pensar [de la reina Victoria] en relación con la monarquía española. Ella defiende constantemente la institución, sin hacer hincapié en determinada persona de los herederos de su marido. Jamás ha sido hostil a la idea de que el heredero fuese Don Juan Carlos. De estos asuntos hablé con ella cuando estuvo recientemente en Madrid»[77].
Luis María Anson[78] niega —y no sin razón— el valor de los testimonios de Pabón y de Alonso Vega, porque no estuvieron delante. Y pone más que en cuarentena la afirmación de Franco, reclinándose en un supuesto refrendo moral de la reina Victoria, toda vez que cuando se lo dice a su primo y secretario, el 3 de mayo, y cuando lo asevera ante sus ministros, el 21 de julio, ya nadie puede desmentirle: Victoria Eugenia había muerto en su casa de Lausana, Vieille Fontaine, el 15 de abril.
Sin embargo, el mismo Anson relata estupendamente una conversación que sostuvo con la anciana reina en Vieille Fontaine —por cierto, también ante un testigo ya enmudecido por la muerte: Luis Fitz-James, duque de Alba— en la que doña Victoria Eugenia negaba haber propuesto a Franco que eligiera entre los tres: «Hubiera escogido al baby». Pero dice de qué habló con el general: «Sí, ya sabes, como todo el mundo habla de mi predilección entre mis nietos por Alfonso, le dije que encontraba a Juanito cada vez más maduro y preparado. Maduro y preparado, eso fue todo»[79]. Pues bien pudo ser «eso todo». ¡Y no era poco: un señalamiento en toda regla!
La reina Sofía me ha escuchado hasta el final, más que con paciencia, con interés: como si oyese todo esto por primera vez. Ahora va a hablar:
«Imaginaciones, conjeturas… Lo que yo recuerdo de aquella tarde es que la reina Victoria Eugenia dijo: “He venido para el bautizo de mi bisnieto. Estoy muy emocionada de ver a toda la familia junta. Y de saludarle a usted”. Esto último, mirando a Franco. Pero sobre la elección sucesoria, sinceramente, no creo que Victoria Eugenia se metiese… donde no le llamaban. Siempre he pensado que no conversaron de nada trascendente. Lo importante, lo trascendente, era la propia situación. La elocuencia estaba en el hecho mismo, en el gran suceso de que la reina de España volvía a su país. Y ¿qué es lo que hacía posible que volviera? Sobraban las palabras. Hablar era superfluo. ¡El hecho bastaba!»
Y, por si no lo he entendido bien, explica:
«Franco podía haber dicho que no viniese la reina Victoria Eugenia. Pero le convenía, para que la sucesión fuese en mi marido. La venida de la reina lo hacía más fácil, porque era una muestra clara de que ella, estando en el exilio, aceptaba que Juan Carlos estuviera en España, y junto a Franco».
Repasando la galería del generalato de esos años, donde los había bien monárquicos —García Valiño, Castañón de Mena, Lacalle Larraga, Martín Alonso, Abárzuza, Rodrigo, Barroso…—, comenta la reina, como si pensara en voz alta: «No, sí… Carrero era partidario de que don Juan Carlos fuese el sucesor. Otro destacado general era Muñoz Grandes. Franco le había ascendido a capitán general, y eso era el no va más. Yo me llevaba bien con él… Sí, cierto: coincidimos en algunas cacerías. Agustín se llamaba: era un viejecito agradable, aunque tenía fama de poco hablador, de ensimismado… Pero a mí me trataba con simpatía. Me decía: “Señora, voy a fumarme un pitillo, ahora que no me ven. ¡No se lo diga a mi mujer!” Tenía estas complicidades conmigo. A mí me divertía, y eso a él le gustaba». En torno a él sí que se organizó cierto movimiento con algo de entidad: los regentistas.
El episodio de Muñoz Grandes, y la nonada de prestarse a esas «complicidades» inocentes del cigarrillo a escondidas, me han traído a la mente un par de anécdotas triviales, pero que retratan con fidelidad esa condición, más que pacifista, pacificadora y tiendepuentes de la mujer Sofía de Grecia.
Una sucedió en Praga, en mayo de 1991, y me la contó la princesa Tatiana de Radziwill, que acompañaba a la reina en aquel viaje: «Fuimos a visitar un orfanato, llamado Olga Havel por la mujer del presidente checoslovaco, que también vino con nosotras. Unos niños le enseñaron a la reina, con mucho orgullo, a “su compañero”: un ratón blanco. Entonces, otros chiquitos del orfanato dijeron que ellos tenían “también un compañero, y más grande, y más fuerte”: y trajeron en brazos un gato blanco y negro, que debía de tener pocos meses. La reina se puso a acariciar al ratón, y luego al gato. De pronto les dijo: “¿Por qué no los juntáis?” Y los pequeños gritaban: “¡No, no, no! ¡El gato se comerá al ratón!” Ella insistía: “Siempre nos han contado que son enemigos… Pero no todos los ratones y los gatos tienen por qué ser enemigos. Si a estos dos, que son pequeñitos, y nadie les ha venido con cuentos todavía, los juntáis… ¡a lo mejor se hacen amigos! ¿Lo intentamos?” Los críos recelaban. Sofía se sentó, tomó a los animalitos, los puso en su regazo, y dejó sencillamente que se vieran, que se olisquearan… Los niños estaban embobados, contemplando una escena única, increíble: ¡el gato y el ratón blanco se besaban en los hocicos, como auténticos amigos!»
La otra anécdota me la relató Montserrat Caballé: «Esto era en 1985. Tuve que subir a La Zarzuela para tratar con su majestad de algo relacionado con la música, no recuerdo qué, porque he estado en palacio muchas veces para cosas diferentes. Aquel día yo estaba bajo el shock emocional de que en Nueva York acababan de detectarme un tumor… maligno. La verdad es que no me sentía capaz de sentarme a trabajar en ningún proyecto. Estaba bastante afectada, trastornada por la noticia. Y se lo conté a la reina. ¡Qué inyección de ánimo, la que me puso con sus palabras! “No te preocupes. No hagas caso. Vive tu vida como si nada. No te obsesiones. Mira, mi suegro está muy mal desde hace años; pero está hecho un valiente, y eso le ayuda a vencer su mal. Tú igual, Montserrat. Tú tienes que ser muy valiente. No te acobardes. Ese tumor no puede vencerte a ti. Está ahí, sí, eso es real. Trátalo como a un huésped, como a algo que forma parte de ti. Aprende a llevarlo contigo… ¡Hazlo tu amigo!” Y eso hice. Lo asimilé como a un compañero, como a un huésped. Y bueno, han pasado once años, y el “huésped amigo” no da la lata: ha debido de quedárseme dormido… por ahí dentro».
Así que no me sorprende que, en vez de atrincherarse en son de guerra, prefiriese buscar el pequeño rasgo amable de un capitán general que aspiraba a ser regente.
«Un hijo suyo, que se llama también Agustín Muñoz Grandes —sigue diciendo la reina—, ha estado al frente de la División Acorazada Brunete, y ahora es el jefe de la Segunda Región Militar Sur, creo. Pero lo más curioso es que antes estuvo aquí, en palacio, sirviendo como ayudante del rey Juan Carlos. Nos dio pena cuando se marchó. Eso sucede con todos, cuando abandonan la Casa. Pero entendemos que su profesión les obliga a cambiar de destino».
El 15 de abril de 1968 muere la reina Victoria Eugenia. En el último octubre había celebrado en Vieille Fontaine, con toda su familia, su octogésimo cumpleaños. «Mi marido la quería con locura. Yo muchísimo también. Era Gangan. Era una abuela. Íbamos mucho a Lausana, a estar con ella en el tramo último de su enfermedad. Tardó tres semanas en morir. Entró en coma tres veces. Y asombrosamente se recuperaba. Hasta se levantó para asistir a la misa del domingo, la última semana».
Insólitamente, Franco decretó tres días de luto oficial. Y en muchas ventanas y balcones aparecieron banderas españolas y colgaduras con crespones negros.
«El príncipe Juan Carlos y yo lo comentábamos con asombro: “Es impresionante: algo está cambiando… ¿Es un gesto político? ¿Es un gesto popular, porque tomó buena nota de la reacción de la gente, cuando vino para el bautizo?… Tres días de luto, banderas a media asta, funerales solemnes, ¡es insólito en este régimen! Franco está reconociendo, con hechos, que la que ha muerto es la reina de España… parece que al fin la cosa va en serio”.»
Durante el entierro, en la intimidad de la familia, en el cementerio de Bois de Vaux, en Lausana hubo algún momento de tensión entre don Juan y don Jaime. Este último, se empeñó en presidir el duelo, esgrimiendo el argumento de edad, cuando en las familias reales la prelación es la de los derechos sucesorios y la jefatura de la Casa, cuyo titular había dejado de ser Jaime desde hacía muchos años: tantos como los de su renuncia.
«Sí —admite doña Sofía, chasqueando levemente la lengua con gesto de contrariedad—, en un momento tan entrañable, tan sentido, tan lleno de cariño y de respeto, hubo esa estúpida crispación. Estaba allí la mujer aquella que volvió loco a don Jaime…[80] Se empeñó en reabrir el pleito de sus derechos, cuando el jefe de la Casa Real era don Juan. Las infantas Beatriz y Cristina, los Torlonia y los Marone, le convencieron de que debía presidir don Juan. Fue montar allí un problema innecesario, sin consideración al dolor y al luto».
Hablarnos ahora de las algaradas estudiantiles en Francia y en España, al socaire del mayo francés y de la gran huelga general en el país vecino, el aplastamiento soviético de la primavera de Praga, el cierre del diario Madrid de Calvo Serer, a propósito de un artículo «metáfora» en el que se daba un cachete admonitorio al general Franco… en la mejilla del general De Gaulle[81], la declaración de «Estado de excepción»…
«Daniel Barenboim —dice la reina— dirigía un concierto en Londres a beneficio de la gente de Praga. Yo asistí. Y estuve con él y con su primera mujer, la violoncelista Jacqueline du Pré, que todavía vivía. Éramos muy amigos. Ah, de las “movidas” de los estudiantes, aquí en España, recuerdo que una vez quise ver de cerca la manifestación… ¡y menuda la que se armó! Habíamos ido a los toros en las Ventas, mi marido, la prima Inmaculada de Borbón y yo. Al terminar los toros, el príncipe se fue en el coche de escolta a Barcelona, porque tenía que arreglar allí un asunto de un velero tipo Dragón. Inmaculada y yo volvíamos aquí, a casa, en el coche Mercedes negro oficial, matrícula PMM. O sea, todo clarísimo. Al llegar al Arco del Triunfo, ahí en la plaza de la Moncloa, vimos mucho jaleo que venía de allá al fondo, de la universidad. Yo no había visto de cerca una manifestación. Y como esos días no se hablaba de otra cosa en la prensa y en la televisión, le dije al chófer que se quitase la gorra y que fuese despacio, para que pudiéramos verla, oír qué gritaban, leer las pancartas… En la carretera habían hecho barricadas con maderas, y tiraban piedras a los coches que venían por el otro lado de la carretera. Eran cientos y cientos, muchísimos. Avanzaban gritando. Me parece que en cierto momento me reconocieron y me mandaron a… ¡lejos, lejos! Y ¡abajo los Borbones! ¡Fuera de aquí! La prima y yo estuvimos allí quietas, aguantando el chaparrón. Pero unos cuantos rodearon nuestro coche y empezaron a dar golpes fuertes sobre la carrocería y los cristales. Y lo hacían balancearse, como si fueran a volcarlo. Yo pensaba: “Nos está bien empleado, por meternos donde nadie nos llama”. Entonces, los ocupantes de los otros vehículos salieron a defendernos: “¡No hay derecho, son unas señoras que no van a haceros nada malo, no seáis burros!” Y de pronto, toda esa masa de estudiantes, que realmente imponía por ir tantos juntos, ¡zas, zas, zas!, comenzaron a correr, a dispersarse por mil sitios, y desaparecieron. Miramos a ver qué cosa podía haberles asustado así: y eran los grises, que venían a caballo, con las porras aquellas. Huían despavoridos».
—Según mis noticias, esto de «ver las cosas de cerca» es una afición arraigada en vuestra majestad… ¿no bajó una vez de incógnito al metro, para ver los grafitti contestatarios?
—No, al metro no. Cuando asesinaron a Carrero, en diciembre del 73, me fui a la calle, un poco camuflada. Concretamente, paseé por algunas calles del barrio de Salamanca[82]: Serrano, Velázquez, Goya, General Mola… Quería ver por mí misma las pintadas de las paredes. Era cierto lo que me habían contado: ponían «Tarancón al paredón, Tarancón culpable, Traidores, ¡Viva el 18 de julio!, ¡Fuera obispos rojos!…» Eran los ultras franquistas y falangistas… Pero gritaban más contra el cardenal que contra el príncipe.
Volvemos a ese tracto final 68/69 de incertidumbre, a la espera de que Franco designe al príncipe como sucesor.
La relación entre La Zarzuela y Estoril es delicada e incómoda. La reina cree que fue en Lausana donde don Juan Carlos había dicho a su padre «tú juegas a una carta; y yo estoy jugando otra, pero porque tú quisiste enviarme a estudiar a Madrid, cerca de Franco, y no a Salamanca». Y después, ya en Estoril —los príncipes pasaron allí seis días, desde el 17 al 23 de junio—, don Juan dijo a su hijo que no creía que Franco fuera a nombrarle sucesor: «Me apuesto cinco mil pesetas a que no hay tal designación de sucesor».
El príncipe quería arrancar a su padre una palabra clara de consentimiento, si se producía la propuesta. Pero don Juan se enrocaba en la actitud resistente del escepticismo. Lo cierto es que Franco había insinuado algo ya a don Juan Carlos, antes de su partida para Estoril. El propio rey lo ha contado:
«Antes de irme de Madrid fui a El Pardo a despedirme del General.
»—¿Cuándo tenéis pensado regresar, alteza? —me preguntó.
»—El 12 o 13, mi general. En todo caso, estaré de vuelta para el desfile militar del 18 de Julio.
»—Muy bien. Pero venid a verme en cuanto regreséis, porque tengo algo importante que deciros.
»Estas últimas palabras del General me intrigaron, pero me olvidé enseguida»[83].
Me confirma doña Sofía que, en aquellos días de jimio transcurridos en Villa Giralda, entre el hijo y el padre se produjo esta conversación:[84]
—Papá, si tú me prohíbes que acepte, hago las maletas, tomo a Sofi y a los niños, y me voy. No puedo seguir en La Zarzuela si en el momento decisivo se me llama y no acepto. Yo no he intrigado para que la designación recaiga en mí. Estoy de acuerdo en que sería mejor que el rey fueras tú; pero si la decisión está tomada, ¡qué le vamos a hacer!
—Puedes hacer mucho: lograr que ahora no se haga nada, que todo se aplace.
—Eso no está en mi mano. Y si, como yo creo, se me invita a aceptar, ¿qué harás tú? ¿Es que hay otra solución posible, distinta de la que Franco decida? ¿Eres capaz tú de traer la monarquía? «Como él y yo éramos jóvenes —evoca la reina—, salíamos por ahí a almorzar, a bailar, a cenar… Yo trataba de distraerle. Pero a él le pesaba esa tensión, y esa rivalidad política entre los dos. La relación con su padre era difícil, pero no desafiante. La propia dificultad lo hacía todo interesante. Nada de lo que vivíamos ni de lo que íbamos a vivir estaba en los libros. No teníamos maestro ni modelo. Todo había que hacerlo de nuevas, por intuición, manejándonos con un sexto sentido. Pero él estaba más inquieto y más afectado que yo. Lógico: él era el protagonista».
López Rodó, que en ese tiempo es hombre de confianza de Carrero y del príncipe, y muy asiduo de La Zarzuela, recuerda a la vuelta de los años: «Sí, estaba él más nervioso y más preocupado que ella. Un día, estando en palacio con don Juan Carlos, me comentó: “Las mujeres se ponen a veces muy pesadas por una cosa a la que tú no le das importancia ninguna. Y hay momentos en que ya estás frito por otros mil temas, y pierdes la calma, y le pegas un grito… Chico, ¡te quedas tan a gusto! Pero luego va y, cuando tú ya ni te acuerdas de aquello, la ves llorar… Entonces caes en la cuenta: lo has hecho mal, la has dejado dolida. ¡Jo, y te sientes torpón, y… sin saber qué hacer para arreglarlo!”»
La reina me explica que el príncipe no ocultó nada a su padre, durante aquellos seis días de junio en Estoril: «Franco no le había dicho nada a Juanito Se lo comunicó al volver. Rumores sí le habían llegado, por Marcelino Oreja, que trabajaba con Castiella, y por Miguel Primo de Rivera. Había muchísimo rumoreo. Pero eso no era un dato cierto. Al regresar de Portugal, pero aún pasaron más de dos semanas, fue a El Pardo un día de julio[85], después de comer. La audiencia con Franco era a las cuatro. Ahí es cuando el caudillo se lo dice. Y también que le ascenderá a general de los tres ejércitos. Mi marido le contestó: “Si tiene que ser así, lo acepto como un servicio a España”. Y en cierto momento le preguntó: “Mi general, ¿por qué no me dijo nada, antes de irme a Estoril con mi padre? Él va a creer que yo se lo he ocultado”. Franco le dio esta explicación: “No quería que vuestra alteza estuviese allí todos esos días con ese peso encima. ¿Para qué crearle una dificultad más?” Ahí Franco estuvo sabio y humano, porque comprendió que ponía al príncipe en un brete: o disimular y fingir ante su padre, o decirle lo que había. Y prefirió esperar unos días. No quiso forzarle a guardar un secreto de tanto peso. Bueno… ésa es mi opinión.
»Don Juan Carlos regresó muy pronto a La Zarzuela, y enseguida me lo dijo: “Sofi, ya está: Franco acaba de decirme que si acepto ser el sucesor. Como para lo que estoy aquí es para eso, le he dicho que sí”.»
Le pregunto si venía satisfecho.
«Venía preocupado. Su temor era la reacción de su padre, y del núcleo de los de Estoril. Yo le pregunté: “¿Cómo crees que se lo va a tomar tu padre? ¿Cómo se lo vas a decir?” Aparte de escribirle la carta, para que constara de un modo más oficial por escrito, la verdad es que se lo dijo de tú a tú, por teléfono. Yo no estuve delante. Se metió en su despacho, y le llamó. La reacción de don Juan, que había tenido noticia por el embajador de España en Lisboa, fue de tirantez. Muy, muy, muy de tirantez. Se disgustó. Se enfadó. A partir de ese momento, no se hablaron durante algunos meses. Fue entonces cuando más vi sufrir a mi marido. La alegría de la designación tenía el lado oscuro de esa pena, de esa sombra… Porque la verdad es que a don Juan le costó muchísimo ceder, aceptar que él no iba a reinar».
Cuando escucho a la reina diciendo «vi sufrir a mi marido» y «a don Juan le costó muchísimo ceder, aceptar…», mi memoria hace un fuelle rápido de asociación de voces: oigo esas mismas palabras, casi idénticas, pronunciadas por la princesa Irene, conversando conmigo: «A don Juan le costó mucho entregar el trono a su hijo, o… que Franco no se lo diera a él sino a Juan Carlos. Años después tendría la compensación del agradecimiento y la admiración de los españoles; pero entonces, aquellos días, aquellos meses, su actitud fue de gran enfado: no quiso hablar a su hijo. Era una situación muy embarazosa. Yo a mi cuñado le vi sufrir como nunca. Y mi hermana sufría por él, con él. Sinceramente, las relaciones entre doña Sofía y don Juan en aquel momento cambiaron. Durante algún tiempo, estuvieron muy distantes».
Es entonces cuando entiendo un poco mejor por qué a la reina, no le gustaba la fotografía de las lágrimas en el entierro del conde de Barcelona. Ahí, la enlutada y desalhajada reina, ¿es sólo una nuera que llora por su suegro? ¿Llora, compañera, y mano en el hombro, la pena del rey? ¿O es la mujer que llora sola, acumulativamente, como suelen ser las torrenteras del llanto, por lo que padre e hijo tuvieron que sufrir, uno del otro, uno frente al otro, uno con el otro?
El 21 de julio, Franco comunicó en consejo de ministros su decisión largamente incubada.
«Esa noche del 21 al 22 de julio —concluye la reina— era justo cuando los astronautas Armstrong, Collins y Aldrin llegaban a la Luna por primera vez. Yo creo que nadie en España durmió. No por lo nuestro, sino por ver el alunizaje… Nosotros tampoco. Estuvimos viéndolo en la televisión. Contentos, porque era algo que esperábamos desde hacía años. Con el disgusto de lo del padre, sí, pero… muy unidos nosotros dos, y con mucha serenidad».