VI

El amor siempre llega cuando tienes

una lágrima a punto,

y no la puedes llorar solo.

LUIS ROSALES, La casa encendida,
quizá pensando en él.

Then come kiss me, sweet and twenty,

Youth’s a stuff will not endure[44].

WILLIAM SHAKESPEARE, Twelfth Night,
quizá pensando en ella.

Viste hoy la reina un traje azul oscuro, entallado, de falda recta y chaqueta corta. Estamos a 9 de octubre, y acaban de almorzar, ella y el rey, con Jacques Chirac, presidente de la república francesa. Esta misma mañana, o tal vez anoche, vio por la CNN un desagradable incidente contra Yassir Arafat. Me lo comenta, visiblemente disgustada: «¡Parece mentira! Estamos en un delicadísimo proceso de paz en Oriente Medio, que es difícil y complejo. Todo cuidado es poco… En éstas, Arafat, como invitado del presidente Clinton, asiste a un concierto en Nueva York. Y cuando la orquesta acomete el tercer movimiento de una sinfonía de Beethoven, entran en la sala unos policías, interrumpen el concierto y, por orden del alcalde de Nueva York, le dicen que abandone el local. Arafat no opuso la menor resistencia. Se levantó y salió, sonriendo, en silencio. Es horrible, ¿no? ¡Es un atropello! Un político civilizado no puede echar más leña al fuego entre Palestina e Israel. A Arafat hay que ayudarle para que se haga la paz. ¿Cómo ha podido mandar tal cosa ese hombre, ese alcalde? ¿Que él es republicano y Clinton demócrata? Bueno, pero es que hay republicanos… y republicanos».

Durante muchos años, como tantos españoles, me he creído la fábula de una reina Sofía germánica: enteriza, compacta y sin cintura; mente cuadrada, un, dos, ¡ar!, un, dos, ¡ar!; tenacidad teutónica; imaginación, cero; improvisación, bajo cero. Poco menos que un Bismarck en envase de mujer. Por eso, cada vez que estoy ante ella, me sorprende su versatilidad: una asombrosa agilidad para volver su atención hacia el tema que le planteo, tenga o no tenga que ver con el asunto que a ella le ronde por dentro ese día. Ahora mismo, del episodio entre Arafat y el alcalde de Nueva York, o de lo que el presidente de Francia les haya contado en la comida, pasa a hablarme de su romance con don Juan Carlos. Sin el menor esfuerzo, recorre el dédalo de su memoria hasta aquellos días de junio de 1961, en Londres, cuando coincidieron en la boda de los duques de Kent.

Le gusta hablarme de esto. Lo noto en su mirada. Irradia luz hacia todo el rostro. Hoy, viendo que ella baja la guardia, que se abandona a la evocación, y que casi me olvida, agarro, voy y escruto sus ojos. Curioseo. Fisgo. Creía que eran verdes, o grises, o violeta, o de color de miel. Pero no. Son azules. Estremecidamente azules. Ojos garzos, de un azul traspasado de muchos azules: Azul Prusia. Azul Sajonia. Azul cobalto. Azul turquesa. Azul zafiro. Azul misterio, jónico y oscuro, como el mar de Corfú. Serenísimo azul de Salónica. Azul celaje gris. Azul celeste. Azul alado y plata. Azul bravío. Azul Picasso. Lapislázuli, añil y malaquita… Azul lo que usted quiera. Todo, menos «azul cobarde», que decía aquél[45].

«La tarde de la llegada, ya fuimos juntos al cine: Tino, Juan Carlos y yo, en un mismo taxi. Vimos Éxodo, con Paul Newman. Volvimos al hotel, nos cambiamos de ropa y, también juntos, acudimos al hotel Savoy: había una recepción con cena de gala. Nos pusimos en la misma mesa. Fue entonces cuando empezamos a sentir el tirón del atractivo, pero sin ningún compromiso. Por ahí andaba, recuerdo, la princesa Irene de Holanda, que estaba soltera.

»En esos días previos a la boda, Juan Carlos y yo salimos juntos, varias tardes y varias noches. Mi hermano Constantino se dio cuenta y, hablando con mis padres por teléfono, se ve que les dijo “preparaos por si hay sorpresa: Juanito, el chico de los Barcelona, está muy asiduo con Sofía, y a ella no parece que le desagrade”.

»No salíamos solos todavía. Íbamos en grupo con otros amigos de nuestra edad. Una de las noches fuimos a un restaurante (todo esto, en Londres) que era también dancing: había orquesta y pista de baile, junto a las mesas. Alguien ha contado no sé qué de un espectáculo de striptease. No es cierto. Lo que pasa es que yo me retiré antes que otros, porque era muy tarde. Y él se brindó a acompañarme. Es natural: estábamos sentados juntos, y nos alojábamos en el Claridge los dos.

»Una de las salidas fue al Dorchester. Nos quedamos en la mesa hablando, sin bailar. Sí, hablamos con profundidad de muchas cosas: de su vida, de la mía, de filosofía, de religión… Ahí empecé a darme cuenta de que era un hombre que tenía mucho más calado de lo que aparentaba. Yo lo había tomado por frívolo, juerguista y superficial».

Sofía se encuentra ahora con un hombre muy distinto de aquel muchacho «atolondrado, divertido, bromista, guasón… y un poco gamberro», con quien había convivido los días del Agamemnon. Este que habla con ella en la penumbra del Dorchester, es un hombre taciturno, con mechas melancólicas, que pasa de la risa aparatosa, de la jarana exultante, del chiste pícaro, del comer sandía vestido de esmoquin dentro de un taxi londinense, a quedarse engolfado en un silencio umbrío. «Umbrío por la pena, y casi bruno, donde yo no me hallo no se halla hombre más apenado que ninguno»[46]. Este del Dorchester tiene, ¿será posible?, como una medusa triste al fondo de su mirada azul.

Ella, porque el amor es el más afilado y agudo de los conocimientos, lo detecta enseguida. Lo caza al vuelo. ¡Milano veloz! Este que la mira a través del cristal de su copa, lleva alojada dentro la extrañeza de ese dolor atroz imaginario, que duele, dicen, donde no hay carne, ni víscera, ni pierna, ni brazo que doler. Ese dolor ausente, pero terrible, dicen, de las amputaciones. Del hermano amputado. Dolor de muñón huérfano de hermano. De hermano rubio como el heno. De harina candeal. De hermano y de jilgueros acribillados, rotos, de repente. Pan de congoja sorda del ya imposible hermano. Dolor de cráneo adentro, seco y mudo. Seco: de lagrimal enjuto, sin derecho a llorar. Mudo: obligado a callar, y a «¡de esto no se habla!». A escuchar en silencio aquel pistoletazo, que retumba por las bóvedas ciegas del alma. Una pena sin culpa. Y un luto, oscuro y macho, que hay que andar escondiendo, como el cojo y el manco esconden su muñón.

Pero, no, en esa conversación del Dorchester él no habla de eso.

«¿En esa conversación del Dorchester? Nos contamos mil cosas. Me pareció encantador, y con una hondura que yo no sospechaba. Incluso me chocó que fuese un hombre profundo: yo creía que era sólo un chico bromista. Vi que tenía una situación difícil, con un futuro muy incierto. Que vivía oficialmente acompañado, y humanamente solo, separado de sus padres y de sus hermanas, en un país bajo un régimen militar, sin monarquía, y donde a su padre (el legítimo heredero del trono) Franco le tenía prohibido entrar. Empecé a admirarle en eso: en la alegría con que llevaba su compleja situación.

»Estábamos muy a gusto allí sentados. Sólo al final, me sacó a bailar. Sería un fox lento. Recuerdo que bailamos despacio y en silencio.

»Ocurrió todo muy rápido. Esto era en junio. Ese mismo verano fuimos toda la familia a Escocia: mi hermano y yo competíamos en las regatas de la Golden Cup. Allí recibo una tarjeta de él… ¡No me la esperaba! O, mejor dicho: la esperaba cada día. Escrita en mal inglés, decía:

Querida Sofi: Pienso muchas veces en ti. ¡Qué bien lo pasamos en la boda! ¿Cuándo volveremos a vernos? ¿Qué haces ahora? Te recuerdo mucho. Besos. Abrazos. Y mucho amor. Juan Carlos.

»Le contesté a Estoril, porque me puso su dirección. Y luego dije a mis padres: “¿Por qué no invitamos este verano a la familia de Juanito[47], a los Barcelona, para que vengan a Corfú?… A mí él me gusta”. Mis padres reaccionaron bien, aunque escépticos. Les parecía un ejemplar rarísimo: nunca habían pensado, para mí, en un español. Y además, católico romano. Yo creo que ellos se vieron venir el lío tremendo de la cuestión religiosa. Sí habían pensado en algún alemán. Yo alternaba con chicos, amigos míos, de varias familias alemanas: los Hesse, los Baden, los Baviera. Los Baviera eran católicos.

»De todos modos, conociéndole a él, y más como era entonces, si llegamos a lo que llegamos, si salimos todas esas noches, y nos tratamos, y nos conocimos, fue porque a la boda de los Kent no vinieron mis padres. Con ellos, todo hubiese sido más envarado, más formalista, más comprometedor… para él, para mí, para todos. Ni siquiera se me hubiese acercado, salvo lo que el protocolo marcaba para el caballero acompañante. Y no habría habido nada entre los dos. Sí, estoy segura: posiblemente, yo ahora mismo no estaría casada con él. Por lo mismo que casi, casi, se estropea todo, ese mismo verano, en Corfú, en nuestra casa de Mon Repos, por culpa de las presiones de sus padres y de los míos. Las dos familias querían… y presionaban, tratando de imponernos su ritmo, sus previsiones. Y nosotros, ¡uf, uf, uf!»

—¿Las familias lo veían como una buena boda, como un matrimonio de conveniencia?

—¡Ni hablar! Yo no hubiese aceptado un noviazgo impuesto, ni una boda de conveniencia. Nos casamos por amor. Sólo por amor. Yo estaba muy enamorada. ¡Feliz! Y eso que aquel verano, navegando juntos, discutimos fuerte. Cuando le salía el genio, era muy mandón: yo no podía equivocarme; tenía que hacer con el «cabo», o con el timón, el movimiento preciso, exacto, tal como él lo había pensado, y justo en ese instante, ni un segundo después. Ah, y si me equivocaba, se enfurecía y me gritaba como a un marinero. Yo me ponía de morros, y más que de morros. Me enfadaba sin hablarle, sin mirarle para nada. Después se enfadaba él. Y así. Yo, a solas, pensaba: «Si a pesar de estos enfados nos casamos, es que ya estamos vacunados, y podemos pasar todo lo que nos echen».

Me hace gracia la expresión «de morros», tan chunga y tan castiza. Pero la reina atribuye mi expresión divertida a que la cuestión no me ha quedado diáfana como la luz del día. Así que, insiste, con nuevo énfasis:

«Era una boda normal, por amor, entre dos personas que se gustan, que se quieren, que se entienden, que ven que aquello “funciona”, como dicen ahora. El no iba a vivir de mi estatus. Era yo quien iba a vivir del suyo. Durante el noviazgo, hablábamos de él y de mí, nos contábamos nuestras vidas. Realmente, hablábamos casi más del pasado que del futuro. Sí, él era el heredero del trono de España. Pero no tenía mucho sentido, entre nosotros, hacer conjeturas sobre esa remota posibilidad. De derecho, antes que él estaba su padre. Y de hecho, ninguno de los dos: quien estaba era Franco. Para mí, con los pies en la tierra, no era realista pensar que yo iba a vivir en España, y que pasados unos años mi marido reinaría… Eso no estaba en el horizonte. Es como si, ahora, Marie Chantal[48], la mujer de mi sobrino Pablo, el hijo de Constantino, un rey que vive en el exilio, se hiciera las cuentas felices de que Pablo y ella van a volver a Grecia como reyes. Puede suceder; pero no sería realista hacer planes de futuro contando con eso. Pues en nuestro caso era igual. Yo, al menos, lo veía igual. Más aún: ni siquiera estaba claro que pudiésemos vivir solos los dos, con independencia, aquí en España. El plan de don Juan, y de su Consejo Privado, era que nos instalásemos en Estoril. Y tuvimos que hacerlo por un tiempo».

Pregunto a la reina qué le costó más, de todo aquel montón de renuncias. Porque, al casarse, ella dejaba en Grecia su standing de princesa real hija de un monarca reinante, su religión, la compañía tan entreverada de su familia, su tierra y su paisaje, aquella vida en palacio…

Asiente: «Sí, aquella vida donde yo no hacía nada: ni llamar por teléfono; en cambio, ya desde el viaje de novios, tuve que hacerlo todo por mí misma, ¡hasta coser, que es lo que menos me gusta! Pero nunca pensé en aquello a lo que renunciaba. ¡Ni se me pasó por la cabeza! Si queremos mirarlo fríamente, sí, también renuncié a mis derechos al trono de Grecia. Cuando me casé, mi hermano, aunque era el diadokos, estaba soltero. No tenía descendencia. Si a él le ocurría algo, yo era la segunda en el orden sucesorio. Es evidente que renuncié a mis derechos al trono, por casarme con el heredero de la corona de otro país. Sin embargo, no puedo decir “esto me costó más, esto menos…”. Yo me embarqué en una aventura, en una vida incierta. Pero era fascinante… ¡un desafío fantástico!»

En mi libretilla, la página de los deseos, empieza a ser un lugar tan frecuentado como la esquina de Smoke[49]: el salto a la piscina del hotel Mina House, en Alejandría; el internado de Salem; las Olimpiadas de Nápoles. Y ahora, cambiar el estatus de basilópes en el palacio Real de Atenas por el de nuera de don Juan y doña María, dos exiliados sin rentas; y teniendo que vivir de prestado, al son que les marquen los suegros, y en la modesta casa que les deje Ramón Padilla, un leal secretario del conde de Barcelona.

Pero doña Sofía, reviviendo los felices tiempos de su noviazgo, me está contando que todavía los asocia a un perfume de Nina Ricci: L’air du temps; a unas musiquillas de Nana Mouskouri, al Banana Boat y los ritmos afro de Harry Belafonte, al Listen to the Ocean y Sinner Man de Nina & Frédérick… «A mí me gustaba bailarlo todo: chachachás, sambas, tangos, boleros, valses… A él se le daba mejor el pasodoble, o el slow fox, muy quieto, apenas un leve balanceo».

La reina se interna ahora en el relato del noviazgo, pero sorteando la fachada y yendo al pormenor minucioso de los entrebastidores. Desde el 13 de septiembre de 1961, fecha del anuncio oficial, hasta el 14 de mayo de 1962, día de la boda, serán ocho meses atravesados de gestiones, de viajes, de tensiones, de intereses contrapuestos, de preparativos, de negociaciones… ¡Menos mal que, en estos casos, o el amor es ciego, o deslumbra y ciega a los enamorados!

A mediados de septiembre, los reyes de Grecia tenían que presidir la inauguración del Pabellón Griego en la Exposición Internacional de Lausana. Les acompañaban las princesas Sofía e Irene. Don Juan de Borbón, su esposa y su hijo escogieron «casualmente» las mismas fechas para ir a visitar a la reina Victoria Eugenia en su casa de Lausana, Vieille Fontaine. Y, también «casualmente», el príncipe Juan Carlos pasó antes por cierta joyería para retirar una sortija de mujer que había encargado semanas atrás, entregando unas piezas de oro, un par de rubíes y unos brillantes, de una botonadura de gala de su padre. La cosa es que allí y entonces, el 13 de septiembre, se concertó oficializar el compromiso:

«Nos conocíamos, nos queríamos, y ya, sin teatro y sin suspense, queríamos decir en público que aquello iba en serio y que pensábamos casarnos. Como los dos estábamos en el ajo, aprovechamos para ir las dos familias a visitar a la reina Victoria Eugenia. Y así todo transcurrió en un ambiente muy familiar. La petición de mano fue en el hotel Beau Rivage. Él, de pronto, me dijo “¡Sofi, cógelo!”, y me tiró por el aire un paquetito, una cajita. Así, sin más, “¡cógelo!”. Rápido y desenfadado, como es él. —La reina escenifica el gesto (cintura, torso y brazos) y casi me hace ver cómo llega a sus manos la cajita, lanzada con fuerza desde el ángulo opuesto de la habitación—. Dentro había un anillo: dos rubíes redondos y una barrita de diamantes. Yo en ese momento no le regalé nada. No me lo esperaba, y no tenía nada preparado. Ah, tengo que suponer que eso servía ya como declaración, porque lo de “¿te quieres casar conmigo?” no me lo dijo nunca. A mi padre sí, claro, al pedirle mi mano, pero a mí no».

A propósito de este encuentro en Lausana, la reina rememora una conversación con doña Victoria Eugenia, Gangan, como la llamaban con mucha intimidad. Sintonizaron bien. «Me contó cosas muy duras que le había tocado vivir en el exilio. Cómo la trataron de mal los fascistas italianos, tomándola por espía de los ingleses, ¡qué cosa tan absurda! Me animó a la boda. Me dijo que, a pesar de las dificultades que tuvo con las enfermedades de sus hijos, y con la política tan cambiante y tan revuelta, ella había sido muy feliz, very, very happy!, en España. Recuerdo una frase suya, de esas que te las guardas como una lección para el día de mañana: “Con estos reveses, o te haces una amargada o te haces una sabia”. Y ella se hizo sabia. Yo creo que la reina Victoria Eugenia intuía que su hijo, don Juan, no iba a reinar. Ella tenía mucho más claro que todos los demás que la estrategia de Franco era jugar a largo…»

Quienes estaban cerca de doña Victoria Eugenia aquel día pudieron escucharle este comentario: «Esa muchachita tímida es todo un personaje… ¡ya lo veréis! Y si algún día tuviera que ser reina de España, lo haría perfectamente».

Ese mismo día 13 de septiembre, el príncipe Constantino, que se ha quedado en Atenas, en calidad de regente por la ausencia del rey Pablo, comunica oficialmente el compromiso nupcial. A la vez, don Juan telefonea a Franco. Pero el generalísimo está embarcado en el Azor, y la noticia le llega por radio, a gritos, y entrecortada a causa de las interferencias. Don Juan ha querido marginar a Franco de una decisión tan importante como es el matrimonio en la vida de un hombre. Ciertamente, como me dice la propia doña Sofía: «No se trataba de marginarle: es que nuestra boda era un asunto estrictamente familiar. Y no había nada que consultar a Franco». Sí, la disyuntiva era que, de no ser «un asunto estrictamente familiar», tendría que haber sido «un asunto de Estado». Ello hubiese implicado una consulta formal a las Cortes, de acuerdo con la Ley de Sucesión vigente entonces en España. Y, sobre todo y ante todo: el reconocimiento, por parte de Franco y del mismo don Juan, de que el príncipe Juan Carlos era «la expectativa sucesoria». Pero ni al general Franco ni al conde de Barcelona les interesaba levantar esa liebre tan temprano. Por lo demás, edecanes oficiosos, aristócratas de los que jugaban a dos paños, y diplomáticos diletantes del espionaje de salón, tenían a Franco al cabo de la calle de cuanto se cocía entre Corfú, Estoril y Lausana: ¡hasta la factura de la joyería donde el príncipe encargó la sortija![50]

También «casualmente», y con la facilidad de quien se toma un whisky sin soda, en esa reunión de Vieille Fontaine se decide que las dos familias reales, los Borbón y los Grecia, se desplacen a Atenas, para que los novios hagan su entrada triunfal. Y en un abrir y cerrar de ojos, siempre «casual», toda Atenas es convocada al vitoreo y a la ovación a lo largo de los arcenes que flanquean la carretera del aeropuerto hasta la plaza de Sintagma. La ciudad amanece engalanada con cadenetas festivas, gallardetes, orlas vegetales y banderitas de los dos países.

«Nos alojábamos todos en Tatoi. Y en ese recorrido hacia Atenas, nosotros dos íbamos en un coche descubierto, pero sentados sobre la parte de atrás, donde se pliega la capota. Nos mirábamos incrédulos, pasmados, mientras saludábamos a la gente. Juan Carlos decía: “¡Esto es increíble, esto es fantástico, nunca en mi vida me habían aplaudido ni aclamado así…!” Era la primera vez que recibía un reconocimiento público. Estaba emocionado. Sobre todo, por ver tantísimas banderas españolas en un lugar que no era su país.

»Al poco, al poquísimo, de estar en Tatoi, el rey Pablo nos regaló unos anillos griegos antiguos, del siglo IV antes de Jesucristo. El de Juanito, con una piedra roja, puede que fuera un rubí. Y el mío, con la piedra negra: un azabache. Mis padres mandaron hacer más tarde las alianzas para la boda de unas monedas de oro, de Alejandro Magno. Bueno… ¡si yo me entero entonces de que se han fundido unas monedas de Alejandro Magno para hacer unos anillos, me pongo mala!»

Durante esa estancia de Juan Carlos en Tatoi, Sofía le enseña los escenarios donde ha transcurrido su vida. Le presenta a sus amigos. Le lleva al Club Náutico, a la escuela Mitera, a sus rincones preferidos de la vieja Grecia. Después, acompañados por Irene, aceptan durante unos días la invitación del naviero Stavros Niarchos, que les brinda una isla de su propiedad, la Spetsopoula, en el golfo Argóliko.

«Constantino no tuvo celos, en absoluto —sigue diciendo la reina—. Estaba encantado de tener un hermano más. Y enseguida congeniaron. Tenían muchos temas en común de que hablar. Siempre se han llevado muy bien. Tengo esa suerte… Ah, una cosa que a Juan Carlos le interesaba, y preguntaba mucho, era el tema de la corte: cómo funcionábamos, qué se hacía y qué no. En España, él no tenía corte. Ni había conocido la de su abuelo Alfonso XIII. Su padre no estaba, ni iba a estar con él, para enseñárselo. Y de Franco tampoco podía aprenderlo. Él nos preguntaba, pensando en un futuro que no sabía cuándo llegaría. Yo ahí veía ya que mi marido tenía la preocupación de ir haciéndose su propio background. Sí, el rey Juan Carlos es todo lo contrario del príncipe que pisa donde pisó su padre, o del príncipe que todo lo aprendió en los libros. Él no ha tenido un modelo en que inspirarse. Él se ha hecho a sí mismo».

Los novios, entre ellos, hablaban en inglés. La princesa empezó enseguida a recibir clases de castellano. Dos veces por semana, acudía a Tatoi la profesora: Julia Yatridi Bustinduy, hija de un violinista vasco y de una griega.

«No me resultaba difícil —dice la reina—. La gramática era parecida a la francesa, que ya conocía; y los sonidos, muy similares a los griegos. Pero, sobre todo, yo tenía mucho interés. Y, en seis meses, lo entendía casi todo. Otra cosa es cómo lo hablara, que ya sé que no soy fluida… ¡no soy un Demóstenes, precisamente! ¡Ja, ja, ja! El príncipe me daba también sus “clases particulares”. Me enseñaba a decir lo más elemental: “buenos días”, “¿qué tal?”, “¿cómo estás?”, “mi maleta”, “tu traje”, “nuestro desayuno”… Y nos reíamos como bobos».

Uno de los tramos más arduos e irritantes que tuvo que superar la joven pareja fue la cuestión religiosa. Aunque, al final, esa prueba iba a servir de fragua para templar un amor más ilusionado que firme todavía. La reina Federica, sensitiva y perspicaz, ya dijo desde el primer momento que el rey Pablo y ella estaban «encantados y horrorizados, con la noticia de ese noviazgo». Y explicaba que «encantados, porque Juanito es muy guapo y apuesto, inteligente, con ideas modernas, amable, simpático, y está muy orgulloso de ser español…»; pero «horrorizados, porque es católico, y habrá tremendas discusiones sobre este asunto». Ella misma había recorrido ese camino antes.

A Yanguas Messía, miembro del Consejo Privado de don Juan, se le encomienda una fatigosa negociación a tres bandas, cuando no a cuatro, para conciliar las exigencias formales de la parte católica y de la parte ortodoxa, de la parte española y de la parte griega. Por el gobierno griego negocia M. Pesmazoglou, abogado y asesor jurídico palatino.

El meollo de la cuestión es que, en Grecia, la religión es oficial, y el Estado, confesionalmente ortodoxo. Hasta el límite de identificarse la fe ortodoxa con el sentido de lo patriótico y de lo nacional. Con esa concepción, se entiende que la jerarquía de la Iglesia griega —con monseñor Teoklitos, jefe de la iglesia nacional, a la cabeza— se cerrase en banda a que la basilópes, la hija mayor del rey, contrajera matrimonio católico. De ningún modo iban a consentir que su adscripción a la Iglesia católica romana se efectuase antes de la boda. Ese trámite —que consideraban una deserción, una claudicación— se tendría que realizar cuando la novia hubiese renunciado a sus derechos al trono griego, y se hubiera casado por el rito ortodoxo. Y, en todo caso, fuera del suelo de Grecia.

De otro lado, la exigencia católica —más esencial que formal— estribaba en que sólo podía haber un matrimonio sacramental. Uno y no dos. Y este único, según las prescripciones de la liturgia romana. La novia debía aceptar, pues, la obediencia al romano pontífice antes de la boda. Y obligarse a bautizar y a educar a sus hijos de acuerdo con la fe católica romana. Se admitían, eso sí, ceremonias de rito oriental como tradición diversa y enriquecedora, pero sin «repetir» el sacramento.

Así las cosas, don Juan y don Juan Carlos se desplazan a Roma. El día 15 de ese mes Juan XXIII les recibe en audiencia privada. Hablan con el Papa durante hora y media: piden que el Vaticano flexibilice algo su postura, dada la intransigencia de Chrisóstomos, el arzobispo de Atenas. Juan XXIII, que enarbola precisamente la bandera aperturista del ecumenismo, y tiene experiencia pastoral de las Iglesias orientales, por sus años de nuncio en Bulgaria, se hace cargo de la envergadura del problema, y asegura a los Borbón que se harán filigranas en la forma, siempre que se preserve el fondo. Con un «¡vayan tranquilos!», les despide. Encarga el asunto a un liturgista y a un canonista, bajo la supervisión del cardenal Ottaviani.

Entretanto, la princesa Sofía recibe una especie de catequesis que le imparte el arzobispo católico Benedicto Printesi, acudiendo a Tatoi, durante nueve o diez días. Printesi es ya conocido de la familia, porque antes que sacerdote había sido soldado de la guardia real griega. «Pero —matiza la reina— no me enseñó ni el catecismo ni la doctrina cristiana, ni los dogmas católicos, porque yo ya los conocía y los creía. Lo que Printesi me explicaba eran las diferencias de ritos, de rúbricas, de liturgia, de ornamentos; y las celebraciones, fiestas, santos y costumbres de la religión católica romana, que diferían de las ortodoxas[51].

»Lo realmente distinto, y sobre lo que más preguntaba yo a monseñor Printesi, era lo del primado del Papa y su infalibilidad: que el Papa fuese un primus inter pares, el sucesor personal y directo de Pedro, a través de los siglos. Y que los demás obispos le estuviesen sometidos. En la Iglesia ortodoxa todos, obispos, arzobispos, son iguales, y son autónomos. El patriarca de Alejandría, el de Antioquía, el de Constantinopla, el de Atenas… También había alguna diferencia en los sacramentos, aunque no en la esencia. Por ejemplo, a los niños griegos se les bautiza un poquito mayores, cuando tienen algo más de un año, porque a la vez reciben la confirmación y la comunión. Los tres sacramentos en la misma ceremonia. Otra costumbre diferente es que en Grecia se suele comulgar sólo una vez al año, aunque se puede comulgar más veces. No todos los domingos, ni mucho menos todos los días, como muchos católicos hacen. Lo de la comunión diaria allí no es normal. Y a mí en España me chocó, cuando mi marido y yo íbamos a misa los domingos, ver en cualquier iglesia esas avalanchas de gente comulgando. Al principio pensé: “Estas personas tan católicas, tan practicantes, deben de ser buenísimas…” Luego fui entendiendo que, para algunos, una cosa era el catolicismo dentro del templo; y otra cosa, su conducta moral en la calle, en el trabajo, con su familia. Eso me desconcertó, y me decepcionó».

La reina ha hecho esta reflexión a media voz, con suavidad, como temiendo ofender. Le comento que, por desgracia, hay católicos practicones, de moral esquizoide, sin unidad de vida. Y que esas conductas incoherentes pueden apenar, pero no desorientar.

Ya al hilo de esta agua, pienso —en mi derecho estoy— que doña Sofía sería una magnífica cristiana, si profundizase en el conocimiento de la teología de la gracia. Por la princesa Irene sé que «le apasiona la figura de Jesús: lee muchos libros sobre Cristo». Me pregunto si tendrá alguno de soteriología[52].

«En definitiva —subraya la reina— todo el problema de mi “conversión”, era pasar a la obediencia al Papa de Roma. Eso creó un conflicto religioso, político y monárquico. Fue el gran escollo. Lo más tenso. Consumió horas y horas de negociación entre católicos y ortodoxos, en Atenas, en Estoril, en Roma. Y yo, la más interesada, ¡estaba totalmente conforme! Ah, no es cierto que interviniese mi tía Alicia de Battenberg, la madre de Felipe de Edimburgo, que era monja en un convento ortodoxo. En absoluto: ella ni dijo, ni tenía que decir[53].

»Hubo un momento en que el conde de Barcelona se enfadó. Parecía que todo se venía abajo. Para la familia de mi marido esto era muy importante también: piensa que los reyes españoles, desde los godos, han sido siempre católicos.

»Entonces intervino el rey Pablo, y convenció a los griegos para que flexibilizaran su actitud. Ellos eran los más intransigentes.

»Cuando se casó Simeón de Bulgaria, que era ortodoxo, su esposa, una Gómez-Acebo, católica, tuvo que pasarse a la Iglesia ortodoxa. Con Miguel de Rumanía, su mujer, Ana de Borbón-Parma, no ha querido abandonar el catolicismo romano; y ellos, los ortodoxos, no la dejan comulgar. Pero la intransigencia no es de las Iglesias, sino de las personas que están al frente en cada momento. A mí aquella experiencia me sirvió mucho, para aprender que no se puede ser intolerante. Hay que respetar el fuero de la conciencia: ¡sobre todo en lo religioso!»

Doña Sofía omite referirse a cierta discusión telefónica entre dos reinas: Victoria Eugenia, desde Lausana, y Federica, desde Atenas. Hablaban de aspectos protocolarios de la boda y de problemas que habían surgido, de discriminación hacia los españoles que iban a trasladarse a Grecia… Entre otras cuestiones, había una queja oficial del embajador de Francia, en nombre de todos los embajadores de países católicos, porque al cuerpo diplomático no se le invitaba a la ceremonia católica: sólo a la ortodoxa. Al parecer, en la conversación se irritaron ambas damas, y la anciana reina de España llegó a utilizar palabras de gran dureza, sin importarle un comino que quien estuviera al otro lado del hilo fuese una reina «en activo»[54].

«Al fin —sigue la reina—, cuando no veíamos salida, Juan XXIII zanjó la disputa, autorizando la doble liturgia. Esa fue la solución. La pugna religiosa se resuelve con dos ceremonias. Para los griegos ortodoxos, el intercambio de anillos es un ritual de novios, no de esposos; en cambio, el casamiento, la boda, requiere las coronas. Sin embargo, los católicos no hacen la danza de Isaías con las coronas, y sí el intercambio de anillos. Así que acoplamos las dos ceremonias, con total independencia. Quedó perfecto. Y todos contentos. Gracias a Dios, Juan XXIII conocía muy bien la mentalidad ortodoxa, y nos facilitó las cosas. Fue… el mejor regalo de novios que podía hacernos».

Los Borbón pasan las fiestas de Navidad y Año Nuevo en Atenas. Después, el 24 de enero, los reyes Pablo y Federica, y las princesas Sofía e Irene, viajan a Portugal:

«Fuimos a visitar a mis suegros, en su casa de Estoril. Villa Giralda me gustó. Era una casa de familia normal, pequeña, acogedora. El ambiente humano de alrededor, sencillísimo: pescadores, campesinos, y vecinos amistosos. Cada cual en su casa. Todo muy libre y muy tranquilo. Nadie diría “mira, oye, éstos son los reyes de España en el exilio”. Pero me dio la impresión de que vivían muy aislados, de la gente de Portugal, y del resto del mundo. No tenían relaciones. Sólo trataban con el círculo de monárquicos, que eran como un reducto partidista. Yo, nada más verlo, pensé: “Aquí no voy a vivir”. Esa casa me parecía muy simpática, muy agradable, pero… para ellos. Interiormente, me prometí que nosotros dos no viviríamos allí. Y de hecho, como don Juan estaba empeñado en que, después de la boda, fijásemos nuestra residencia en Portugal, cada día que Juanito y yo salíamos en el coche (era un Porsche gris plata, me acuerdo muy bien), lo que hacíamos era aprovechar las excursiones a Cascais, a Lisboa, a Coimbra, a Setúbal o por el Algarve, para conocer los lugares, pasárnoslo estupendamente, hacer un poquito de turismo, y buscar casa para nosotros solos. Así, como acto oficial, en todos esos días sólo tuvimos que ir una vez al palacio de Belem, a tomar el té con el presidente de Portugal, que era Oliveira Salazar».

Y mientras los novios hacían turismo, la reina Federica intentaba lubricar el chirriante problema ritual de la boda, tranquilizando a los miembros del Consejo Privado del conde de Barcelona. Doña Sofía me lo confirma: «Mi madre sostuvo una conversación, no oficial, sino informal, con varios miembros del Consejo Privado. Creo recordar, no quisiera equivocarme, que estuvieron en Estoril aquellos días Rafael Calvo Serer, Yanguas Messía, Florentino Pérez Embid, Gonzalo Fernández de la Mora, José María Pemán, Antonio Fontán… No puedo asegurar que estuviese también Pedro Sainz Rodríguez».

Le comento que, según informó Pemán —presidente entonces de ese Consejo—, la reina Federica había quitado hierro al asunto, llegando a calificar la ceremonia ortodoxa de «un paripé, por el que no vale la pena calentarse tanto la cabeza». Y que coinciden, el escritor gaditano y el historiador Luis Suárez, en atribuir a la reina griega esta frase terminante: «Señores, mi hija se casará como una catecúmena del catolicismo».

En este punto, doña Sofía mueve la cabeza de izquierda a derecha y de derecha a izquierda, negando con rotundidad 10 que yo estoy diciendo. O sea: lo que digo que dicen que dijo su madre:

«No. En absoluto. La reina Federica no pudo decir eso, porque yo no era una catecúmena del catolicismo. Yo estaba bautizada, desde 1938, con el mismo y único bautismo católico. Sólo estaba aprendiendo una nueva liturgia. También Juan Carlos tuvo que aprender el rito de las coronas y la danza de Isaías. Lo del paripé, no sé… —Se encoge de hombros levemente y frunce los labios—. Dudo que mi madre lo hubiera dicho. Ella era luterana, de familia, de crianza, de educación, y, sin embargo, se pasó a la Iglesia ortodoxa. Con convencimiento. Pero lo otro, lo de “mi hija se casará como una catecúmena”, eso no pudo decirlo así. Ni era real, ni le pegaba a ella decir eso, ni le iba… Lo que pudo decir, quizá, es esto otro: “La hija del rey de Grecia, que es ortodoxo, no puede casarse como católica; todo lo más, como una catecúmena”. Para entender todo este lío, hay que tener en cuenta lo que de mí se escribía entonces en los periódicos españoles, y lo que llegó a decir también algún miembro del Consejo de don Juan, que yo era una hereje. ¡Yo, una hereje! Sí, para muchos católicos lo era. ¡Ah, pero nadie me decía cuál era mi herejía!»

En esa estancia de la familia real griega en Estoril surge, de modo recurrente, como tema de conversación, cuál ha de ser la futura residencia de los príncipes, después de la boda.

«Don Juan quería retirar a su hijo de España, y que nos instalásemos en Portugal. Poco a poco, el rey Pablo, que había congeniado bien con don Juan, le iba hablando, una vez, otra vez, haciéndole ver que lo normal sería que Juanito siguiera su propia vida. Incluso, le escribió una carta, después de la boda, insistiendo en la conveniencia de que Franco nos dejase vivir en España, a nosotros dos, ya como personas adultas, como un matrimonio que va a formar una familia, y con un estatus propio».

La verdad es que Franco ya se había adelantado a esas previsiones. ¿Previsiones? Más exacto sería llamarlas «imprevisiones», toda vez que, a tres meses de la boda, y aun después de casados, en pleno viaje de novios, la pareja no puede decir en qué lugar del planeta va a poner su casa, ni de qué presupuesto piensa vivir. Franco, a los dos meses justos del anuncio oficial de la boda, el 13 de noviembre de 1961, durante una cacería en El Alamín[55], la finca del marqués de Comillas, pregunta al príncipe Juan Carlos:

—¿Qué piensa hacer vuestra alteza?

—¿Cuándo?

—Después de su boda.

—Hasta ahora, todo se ha hecho de acuerdo entre usted y mi padre.

—Ya va siendo vuestra alteza mayor de edad…

—Pero tengo jefe…[56]

La reina sigue describiendo las actitudes personales en aquellos momentos. Entiendo que ella conoció del propio Juan Carlos esa escueta, enigmática, pero muy sugerente conversación con Franco: apenas tres frases, en las que el caudillo, gallegueando como solía, y diciendo sin decir, invitaba al príncipe a tomar la iniciativa, a emanciparse de la tutela paterna, a mover ficha por sí mismo. No cabe dudar que, en tales momentos de indecisión, esa sugerencia de Franco gravitó, pesó, contó, en el ánimo de todos:

«Sin rivalidad. Por aquellas fechas, entre padre e hijo todavía no existía rivalidad. Podía haber un poco de diálogo de sordos. Se había llegado a una encrucijada, y tenían que elegir, tomar un camino u otro, salir del cruce. Pedían opinión a don Juan Carlos. Y él decía: “Yo creo que es mejor seguir viviendo en España. Voy a parecer un desagradecido si, después de haber recibido allí toda la formación, ahora voy, me caso, y me vuelvo con mis padres”. Cuando me preguntaban a mí, les decía: “¿Qué hacemos nosotros en Portugal? No tiene ningún sentido retirarse al exilio, sin tener por qué. O vivimos en Grecia o vivimos en España”. Doña María no opinaba, no quería entrometerse. Yo sé que veía lógico que su hijo volviera a España, aunque no lo decía. Mis padres pensaban lo mismo. Sólo don Juan, influido mucho por algunos de sus consejeros políticos, se oponía a que el hijo volviera a España.

»El caso es que mis padres nos ofrecieron la casa de Psychico, en Atenas, donde nací yo. Y llegamos a utilizarla algunas temporadas. Mis suegros nos buscaron, prestada, allí en Estoril y muy cerca de Villa Giralda, la Carpe Diem[57], una casa de Ramón Padilla, el secretario de don Juan. Vivimos en ella varios meses. Pero, bueno, ésa es otra historia. Estábamos en la boda, y fíjate a dónde nos hemos ido…»

Sobre todo, nos hemos ido a casi de noche: en un visto y no visto, se nos ha echado el atardecer encima. Dejamos aquí el relato.

Cuando vuelvo, quince días después, la reina lleva un traje de color albaricoque, o mango maduro, y una chaqueta Chanel, de gran pata de gallo, entremezclando distintos colores: mango, caldera, amarillo limón, verde hierba, caoba y algo de azul. Se ha retrasado unos minutos y entra, muy risueña, tendiéndome la mano y mirándome de frente. Alguna vez me ha contado que la reina Federica le enseñó a saludar así «mirando a las personas a la cara, de modo que cada uno se sienta individualmente saludado».

Espera la llegada de los reyes Hussein y Noor de Jordania. Ella dice «los jordanos». Son invitados del príncipe Felipe, porque vienen a recibir el premio Príncipe de Asturias:

«Vengo un poco pillada, porque he estado echando un ojo al cuarto, a ver cómo ha quedado: los tenemos de huéspedes. Luego iremos en el helicóptero para recibirlos en Barajas».

Se sienta y «¿Vamos ya con la boda?».

Como suponía, doña Sofía —se la ve disfrutar, un rebrillo en los ojos, al recuperar recuerdos— no arranca del cortejo y la carroza. Hay un sinfín de detalles previos: los invitados, las compras, los regalos, el ajuar, los ensayos… Detalles que no quiere despreciar, y que, entre o no entre a ellos, los acaricia con las yemas de sus dedos.

«Estuvimos en París, de compras. También en Londres. No compras importantes: ropa, toallas, manteles, sábanas… En Londres, fuimos a Buckingham, a almorzar con la reina Isabel y con su familia. Ella es prima nuestra, de Juanito y mía, por distintas ramas. Y su marido, Felipe de Edimburgo, es primo de mi padre, tío mío. Yo ya había estado en Buckingham, cuando tenía trece años, en 1952, para la ceremonia de la coronación. Y en Balmoral, durante un picnic, acompañando a mi padre. También la reina Isabel había venido a Grecia. Así que ya la conocía. Es una mujer muy simpática, muy sencilla, con mucho sentido del humor. Y en la intimidad, muy muy llana.

»Te voy a contar una anécdota: pasados bastantes años, en 1986, cuando mi marido y yo estuvimos de viaje oficial en Inglaterra, siendo ya reyes de España, nos alojamos con ellos en Windsor. Por cierto, Buckingham es más pequeño de lo que yo pensaba: es acogedor, como una casa de familia. Comprendo que vivan ahí y no en Windsor.[127]

»El segundo día de la visita teníamos nosotros (sin ellos) una cena de gala que nos ofrecían en la Alcaldía de Londres. Total, que salíamos el rey Juan Carlos y yo, vestidos de tiros largos. Y cuando bajábamos las escaleras aquellas, vimos que pasaba por allí (casi se nos cruzó) una señora mayor con un chubasquero, unas botas cortas de agua y un pañuelo en la cabeza, que iba a lo suyo: a sacar a los perros. De pronto nos dimos cuenta: ¡la reina! Era como un gag absurdo de esos de películas cómicas: nosotros tan elegantes, siendo los huéspedes de su casa; y ella tan sencilla que parecía una mujer de pueblo. Nos entró la risa, claro».

Estábamos en el ajuar. «En las toallas y en la ropa de cama bordaron una jota y una ce, iniciales de Juan Carlos. Enlazando las dos letras, la ese de Sofía. Y arriba, una corona».

En el capítulo de los regalos, tiene que hacer un gran esfuerzo de memoria: «Eran tantas cosas, y muchas casi iguales, que las tres salas donde iban colocándolas parecían, ¡qué sé yo!, un Corte Inglés de lujo. ¡Una maravilla! Había muchas bandejas y muchas pitilleras y petacas, de plata, de oro, de jade… Una era de Kennedy, otra de los Alba, y otra mía, para el novio».

Empieza a desgranar una larga retahíla, minuciosa, como si no quisiera dejar a nadie en el olvido. A pesar de la tinta de agua, mi Harley Davidson no es lo bastante veloz, de modo que selecciono y anoto sólo los más llamativos: el rey Pablo les regaló una carabela de plata dorada inglesa del siglo XVIII, de más de un metro de larga. La reina Federica, una gaveta de caoba, con un servicio de cubertería de plata y la diadema que llevó doña Sofía en la ceremonia nupcial. Y a don Juan Carlos, un anillo del siglo V antes de Cristo, de oro con un camafeo: es el que siempre lleva el rey de España en el dedo meñique. Los príncipes Constantino e Irene, unas pulseras de oro con zafiros, esmeraldas y rubíes. De Gaulle, una vajilla de Sévres. La reina Victoria Eugenia, un brazalete de rubíes y zafiros bellísimo. Chang Kai Shek, el presidente de Formosa, envió un vaso de porcelana china del siglo XVI y brocados orientales. El rey Balduino regaló doce boles de fruta de vermeuil. La familia real británica, un servicio de mesa, de porcelana blanca y dorada. El rey Olav de Noruega, un juego de café en vermeuil. Rainiero y Gracia de Mónaco, una embarcación deportiva. Onassis, unas pieles de martas cibelinas. A diferencia de los reyes —y de los gitanos y de los feos y de los guapos y de los listos y de los tontos—, los ecologistas, no nacen: se hacen. Y alguno, como Onassis, moriría sin el master.

Niarchos obsequió un aderezo de rubíes para la novia, y un centro de mesa que era la maqueta de un petrolero en oro macizo. La reina Juliana de Holanda, tres jarrones de Delft. El sha Reza Pahlevi, de Irán, un gran tapiz persa. Franco, al príncipe, una escribanía de plata antigua; a doña Sofía, una diadema de brillantes transformable en doble broche. O un doble broche transformable en diadema de brillantes… según se quisiera interpretar.

«Además, me concedió y me envió la gran cruz de Carlos III, en plata y diamantes. Yo era la primera mujer que recibía esa gran cruz. No le gustó a la reina Victoria Eugenia, y me dijo que eso era sólo para hombres, y que para las damas estaba la orden de María Luisa. Sí, fue un invento de Franco. Se lo sacó de la manga. Pero, más tarde, mi marido lo ratificó para las infantas de España: sus hijas y sus hermanas. Quiero decir también, porque lo pienso, que me pareció muy importante que Franco enviase para la boda al almirante Abárzuza[58] con el crucero Canarias: el buque insignia de la Armada española».

Ciertamente, era un gesto significativo. Y en España no faltaron críticas de falangistas y de tradicionalistas. Franco estuvo informado. Dos semanas antes de la boda, hizo este comentario a su primo y secretario Pacón Franco Salgado-Araujo: «El Canarias lo mismo podría ir si la princesa de Grecia se casara con otra persona y su gobierno no fuera español. Claro es que, siendo el novio un príncipe de la dinastía española, se justifica más aún el que se mande un barco de guerra, que ya se había mandado anteriormente a Buenos Aires en la toma de posesión del presidente Frondizi. Los tradicionalistas […] están empeñados en que reine en España un señor extranjero al que nadie conoce y que no tiene el menor ambiente fuera de ellos». Esto último, en clara alusión al príncipe Carlos Hugo de Borbón Parma[59]. Estas palabras dejan ver que, sin alharacas, y midiendo cauteloso los pasos que daba, el caudillo estaba ya muy determinado en cuanto a la línea dinástica, y en cuanto a la persona que había de sucederle. Lo malo es que no era tan explícito ni con el gobierno, ni con el Consejo del Reino, ni menos aún con el propio agraciado sucesor. Y así, durante muchos años, en España la alta política era lo más parecido al estúpido juego de las adivinanzas. Con su gracejo andaluz y su toque senequista, Pemán decía que «a Franco, como no ze le entiende, hay que interpretarle, o por zuz zilencioz o por zuz zalideroz»[60].

Por su parte, el parlamento griego autorizó —no sin un debate en el que la acritud corrió a cargo de los socialistas, liderados por Papandreu— un presupuesto especial de nueve millones de dracmas (diecinueve millones de pesetas de la época) para dote y gastos de los festejos nupciales.

«Mi madre quiso que la boda fuese preciosa y fastuosa —dice la reina—. Y lo fue. Al estilo de las viejas cortes europeas. Intervinimos toda la familia en la organización. La reina Federica y yo nos dedicamos a las flores: treinta mil rosas, porque había que tener kilos y kilos de pétalos, para que los lanzaran al paso de los novios, y durante la “danza de Isaías”: pétalos y arroz. Los españoles, por su parte, inundaron el templo católico de San Dionisio Areopagita con claveles rojos y amarillos. Españoles, vinieron más de cinco mil. Fue apoteósico. Y además, para él y para mí, totalmente inesperado. Ah, Irene y yo misma seleccionamos la música. Para la ceremonia ortodoxa todo estaba muy reglado, no se podía variar apenas nada. Pero en el ceremonial católico sí cabía más riqueza musical. Y decidirnos que el coro (trescientas voces) cantase el Aleluya y el Amén de Haendel. Todo esto lo dirigía el capellán de Tatoi, Hierónimos. Este señor llegó a ser arzobispo de Atenas. Ensayamos la “danza de Isaías”, el cortejo… A mi padre y a mi hermano se les ocurrió incorporar una costumbre inglesa: Constantino iría a caballo, a la derecha de la carroza, dando escolta a la novia.

»Entretanto, durante dos días hubo fiestas, cenas oficiales y baile. De ahí salieron por los menos dos bodas: la de mi hermano, que se enamoró locamente de la princesa Ana María de Dinamarca; y la de Carlos de Borbón Dos Sicilias, duque de Calabria, con Ana de Francia, la hija de los condes de París. O sea… que les di buena suerte a mis damas de honor».

Es posible: allí se vivió la tradición popular de que las amigas de la novia metieran un cabello en el dobladillo del vestido nupcial, con la ilusión de ser cada una de ellas la próxima que protagonizase su marcha hacia el altar. Las damas eran ocho princesas de la realeza europea: Alejandra de Kent, Pilar de Borbón, Irene de Grecia, Ana de Francia, Benedicta de Dinamarca, Irene de Holanda, Tatiana Radziwill, y Ana María de Dinamarca.

Enfrente del palacio Real estaban los hoteles Grande Bretagne y King George, reservados enteramente para los invitados.

«Ahí se alojaron el príncipe Juan Carlos y su familia. El día de la boda, y unos cuantos más después, el pobre estuvo muy incómodo, físicamente, muy dolorido, porque se había partido una clavícula haciendo judo con Tino. Iba rígido: le pusieron un vendaje muy duro. ¡De milagro no me lleva al altar escayolado, como cuando se casó la infanta Elena…!

»Aquel 14 de mayo me desperté varias veces antes de amanecer. Quería vivir conscientemente cada minuto de ese día, y empecé muy temprano. Yo sabía que todo iba a ser preciosísimo, que sonarían las salvas desde el montículo Lycabettos, que voltearían las campanas de todas las iglesias a la vez… Pero lo que a mí me interesaba era vivir mi boda muy bien: enterándome; no aturdida, o creyendo soñar, y que luego tuvieran que contármelo. Decidí ser la protagonista de aquello. Por una vez, era mi fiesta, mi día, mi alegría. Y me propuse “Sofía, ¡fuera nervios! Tú, simplemente, sonríe: vas a ver, desde fuera, cómo se casan esos dos”. Así lo disfruté mucho más. Por cierto, esa táctica “escapista” me dio tan buen resultado que la uso muy a menudo en actos públicos importantes, para no emocionarme, para no ponerme nerviosa, para no sufrir: me salgo de la escena, y la vivo desde fuera. Incluso, he llegado ya a cierto “dominio de la técnica” y, en ocasiones, controlo todas mis emociones y mis actitudes, a base de vivir aquello en lo que estoy como si hubiera ocurrido ayer o anteayer, y yo estuviera recordándolo.

»La boda. Él, como se alojaba enfrente, cruzó y vino a buscarme. Al verme ya vestida de blanco se azaró un poco, y en voz baja me dijo algo muy simple, pero que me pareció muy bonito: “¡Qué guapa estás!” Ah, recuerdo que… le salió en castellano».

Tal como se había acordado, en el templo católico de San Dionisio Areopagita los contrayentes se otorgaron en matrimonio, diciendo él «sí quiero», y ella en griego ne thélo, esposándose con las alianzas, delante del arzobispo Printesi. Después, en la catedral metropolitana ortodoxa de Santa María, se celebró el ritual de las coronas, la «danza de Isaías», en presencia del patriarca Chrisóstomos: entre una nube de sándalo e incienso, y bajo un diluvio de pétalos de flores, las ocho damas de honor evolucionaban con los novios, una, dos y tres veces, en torno al altar. Ocho jóvenes príncipes se turnaban, sosteniendo en alto las coronas reales sobre las cabezas de los novios. Sonaban mientras, en dulce salmodia, los textos de Isaías. En la mesa del altar, los objetos tradicionales de la boda griega: una bandeja de plata con kufeta —almendras cubiertas de azúcar—, la Biblia, y las dos coronas, que suelen ser de flor de azahar; pero esta vez, tratándose de príncipes, eran las de oro de la Casa Real de Grecia.

Para subrayar más en esta ceremonia el carácter de vínculo civil y público que la propia boda religiosa contiene, el rey Pablo —como padre de la novia y como autoridad máxima del Estado— enlazó con una banda blanca las coronas, e hizo tres veces sobre los desposados la señal de la cruz, ayudado por los ocho príncipes: Miguel de Grecia, Amadeo de Aosta, Víctor Manuel de Saboya, Alfonso de Borbón Dampierre, Christian de Hannover, Carlos de Borbón Dos Sicilias, Luis Baden y Constantino, el diadokos.

—En cierto momento de la boda se vio que el príncipe Juan Carlos daba un pañuelo a vuestra majestad: ¿por qué esas lágrimas?

—Como yo tenía derecho al trono, un trámite necesario era pedir permiso a los reyes para casarme. Es un protocolo de respuesta consabida. Pero es una tradición. Y la tradición es el alma de las monarquías. ¿Qué ocurrió? Que se me olvidó. Así de simple. Se me fue… Y me dio mucha pena porque, cuando caí en la cuenta, ya era tarde: ¡ya estaba casada! Por eso me eché a llorar. No tenía importancia, pero me dio rabia. Años más tarde, le ocurrió lo mismo, idéntico, a mi hija Elena. Y ella también lloró…

»Aquella mañana, yo tenía dentro una mezcla tremenda de sentimientos muy nuevos. Estaba radiante. Me sentía feliz. Y, al mismo tiempo, con un nudo que no me bajaba de la garganta… Pensaba: “Me voy de aquí. Algo muy importante se ha acabado. Cuando vuelva otra vez a Grecia, ¿cómo será?” Me miraba el anillo, y decía para mis adentros: “Qué cosa tan extraña, no ser ya la hija de… Y qué cosa tan bonita, a la vez, empezar a ser la mujer de…”

Ahora, juguetea con dos o tres sortijas que lleva en distintos dedos de la mano izquierda. Sin preguntarle yo nada, me explica que, aunque se le estropeó un poco, no se ha quitado el anillo de boda en treinta y cuatro años.

La primera estación de los recién casados fue la isla Spetsopoula: un pequeño bungalow, donde ya habían estado de novios. Como don Juan había ido a la boda en su barco, pasó con doña María a darles un último abrazo. También lo hicieron los reyes de Grecia. Ya el armador Stavros Niarchos había puesto a disposición de la pareja un yate de lujo, el Eros, de casco negro y tres elegantes mástiles. Allí, en la playa de Spetsopoula, Sofía escribe a Franco «dándole las gracias por el broche de diamantes, la Carlos III, la presencia del Canarias… y anunciándole que, después de ir a Roma a agradecer al Papa lo que había facilitado nuestra boda, pasaríamos por Madrid para saludarle, antes de empezar el verdadero viaje de novios, que iba a ser casi una vuelta al mundo».

«Esa carta la redactó el príncipe, en castellano. Y yo la copié en limpio, con mi letra, y encabezándola con un Mi general, porque mi marido me dijo que él le trataba así, y yo también podía hacerlo. Era mejor que andarse con excelencia o con vuecencia. Luego, desde que nos conocimos, Franco siempre me llamó alteza. No recuerdo haberle oído llamarme jamás por mi nombre. Y yo a él siempre, mi general. Me parecía lo más aséptico y lo más cómodo».

También en esos días, y a bordo del Eros, tuvo lugar el breve trámite jurídico de ingreso en el catolicismo: «Vino el arzobispo Printesi. Desde Atenas, en un avión oficial, al aeropuerto de Kerkira. Allí le esperaba un coche para llevarle hasta el embarcadero de Mon Repos, en la isla de Corfú. Y luego, en una motora, también oficial, al Eros, que estaba atracado bastante lejos del puerto. Quisimos hacerlo discretamente, sin ruido ni publicidad, y no en suelo griego, por no herir sensibilidades de nadie. Pero tenía que ser en Grecia, para que estuviese presente el arzobispo, que era el ordinario de la diócesis. No se trataba de un bautismo, ni de una abjuración de nada, ni siquiera tuve que recitar el credo. Era, sencillamente, firmar el documento de mi adhesión a Roma. Sólo estuvimos el arzobispo, mi marido y yo. Eso fue el 31 de mayo de 1962. Habían pasado ya quince días de la boda».

Desde Corfú, siempre en el Eros, navegaron hasta el puerto italiano de Anzio. En coche, a Roma. Se alojaron en el palacete de los Torlonia —Alessandro, príncipe de Civitella Cesi y Beatriz de Borbón y Battenberg, hija de Alfonso XIII—, que son tíos de don Juan Carlos.

—Ella misma, la tía Beatriz, me prestó la peineta, la mantilla, el atuendo negro de largo… ¡Hasta me vistió! Y me hizo ensayar las tres reverencias que, por lo visto, yo debía hacer antes de llegar al Papa. Me parecía complicadísimo, tanta genuflexión, y que no se me cayera la peineta. Cuando ya estábamos en el Vaticano, en el apartamento pontificio, y me disponía yo a hacer las tres reverencias, de pronto, ¡plas!, se abren las puertas, y ahí mismo, a dos palmos de mí: el Papa en persona. Me tomó de la mano, ¡y se acabaron las genuflexiones!

—¿De quién partió esa idea de ir, como los antiguos romeros, a Roma a ver al Papa, videre Petrum?

—¿De quién iba a partir? ¡De nosotros! Era obvio. Queríamos ir a agradecerle, cara a cara, cuánto había facilitado las cosas. De no ser por él, entre unos y otros nos hubiesen hecho ¡la boda imposible! Yo, además, quería besarle el anillo, como un gesto… Y lo hice.

De Roma, a Madrid, en un DC-4 militar facilitado por Franco, que pilota el coronel Arancibia. En este tramo del viaje acompaña a los recién casados todo el staff del príncipe: el duque de Frías, el marqués de Mondéjar y el teniente coronel Emilio García Conde.

Aterrizaron en Getafe. Eran las cuatro de la tarde del 5 de junio.

«Yo pisaba España por primera vez en mi vida. No había estado nunca, ni en escala técnica. El paisaje, el color de la tierra, de los campos, de los árboles, me recordaba mucho a Grecia. Nos recibieron los marqueses de Villaverde, Cristóbal y Carmen, el ministro del Aire, Lacalle, y el conde de Casa Loja, que era el jefe de la Casa Civil del jefe del Estado. Fue todo bastante correcto. Yo pensaba: “¿Simpatizaremos?, ¿habrá conexión entre su gente y yo?, ¿llegaremos pronto a un acuerdo?” La situación de mi marido en España era muy delicada, muy difícil, muy extraña. Franco y don Juan querían cosas distintas. Eso yo lo tenía muy claro. Y había que nadar entre dos aguas, moviéndose con cuidado.

»De Getafe directo a El Pardo. Me llamaron la atención las enormes medidas de seguridad: todo amurallado, arriba los centinelas en sus garitas, mucha guardia… Sin embargo, encontré a un Franco muy distinto de la idea que yo me había hecho, por la prensa, y por las opiniones que oía: un caudillo, un generalísimo soberbio, un dictador… Me lo imaginaba duro, seco, antipático. Y encontré a un hombre sencillo, con ganas de agradar, y muy tímido.

»Al día siguiente nos invitaron a almorzar. Estuvimos con Franco, doña Carmen, y los marqueses de Villaverde. Entonces me pareció normal que esta segunda vez también viniesen la hija y el yerno. Después, ya establecidos en España, fui viendo que Franco había extendido la Jefatura del Estado, la institución, a toda su familia, como si se tratara de la familia real en una monarquía. Ah, y todo el mundo lo aceptaba.

»Aunque fue un viaje relámpago, porque ese mismo día del almuerzo nos volvimos a Italia, para recoger el Eros que habíamos dejado en Anzio, Juanito quiso traerme a conocer La Zarzuela. Es donde él vivía en los últimos tiempos. “Cuando nos vengamos a España —me dijo—, probablemente viviremos aquí”. Estaba vacía y los pocos muebles que había eran muy austeros, como de convento».

—Majestad, esa visita a Franco, ¿se hizo de espaldas a don Juan, sin contar con él? Al parecer, él se oponía con rotundidad…

—Ni de espaldas ni de frente: se hizo. No contamos con el parecer de don Juan porque no era necesaria esa consulta. No sé si se opuso con rotundidad o sin rotundidad. Sólo sé que se lo dijimos, pero no le consultamos.

—Y la destitución del duque de Frías como jefe de la Casa del Príncipe, ¿no fue por haber organizado ese encuentro?

—Yo no creo que don Juan le cesara por ese motivo.

—Franco comentó, poco después de esa visita: «La princesa es muy agradable, y parece inteligente y muy culta». Y agregó con cara de satisfacción: «Dicen que fue la reina doña Victoria Eugenia la que aconsejó este viaje»[61].

—Bueno… a mí me dio la impresión de que yo a Franco le caía bien. Fue un almuerzo privado, pero oficial, entre el protocolo, la buena educación y la cordialidad. En cuanto a lo otro, sí, lo hablamos con la reina Victoria Eugenia, y también con mis padres, pero no hubo ningún consejo expreso por parte de nadie. La idea, buena o mala, fue de Juanito y mía.

De nuevo en el Eros, van a Montecarlo, invitados por los príncipes monegascos que les ofrecen un brillantísimo sarao en el Sporting Club. A falta de realeza, allí están los grandes astros de Hollywood: Frank Sinatra, Yul Brynner, Glenn Ford, Hope Lange… y Robert Wagner, uno de los «amores platónicos» de la princesa Sofía en sus años teen.

Pregunto a la reina de dónde arranca esa amistad con los Grimaldi y con Grace Kelly:

—Ya la reina Victoria Eugenia tenía amistad con Grace Kelly: recién casada con Rainiero, como ella procedía de Estados Unidos, donde no hay usos de corte, ni protocolos a la vieja usanza europea, le contó a la reina que se sentía confusa y despistada. Y la reina le ayudó. La reina Victoria Eugenia era estupenda aconsejando. Tenía gran experiencia. Hay cosas pequeñas, prácticas, que yo se las he escuchado, y que no se me olvidan nunca. Por ejemplo, se me ocurre ahora mismo: como en sus tiempos no había aire acondicionado, y además llevaban unos trajes con cuellos cerrados hasta casi las orejas ¡como monjas!, y sombreros, y plumas, y pieles, pues ella lo que hacía era no beber agua ni antes ni durante un acto, para evitar el sudor. ¡Ja, ja, ja, si viera el aire acondicionado de bolsillo que me he organizado yo con mi abaniquito! Bueno, antes, una reina, sacar el abanico, y dale que te dale, dale que te dale… ¡Inimaginable, supongo!

De vuelta a Italia, en Portofino, dejan el yate de Niarchos, para empezar lo que habían imaginado como una luna de miel «sin escoltas, sin secretarios, sin embajadores… sin ayuda de cámara él, y, sin doncella, yo: poniéndome los rulos un rato cada día, para estar presentable; yendo a bailar, o a un cine, o a cenar donde nos diera la gana; arreglándonos la vida solos, a nuestro aire, como cualquier pareja de recién casados». Y que, sin embargo, poco a poco se fue llenando de actividades oficiales, y adquiriendo un claro significado político. En algún momento, durante la fase cumbre de Estados Unidos, ante la intensidad de la agenda de visitas y actos públicos, don Juan Carlos le dirá al eficiente Rafael Calvo Serer: «Rafael, tú organiza lo que creas de interés. Pero, hombre, ¡avísanos un poco antes!»

Estuvieron en la India, con el pandit Nehru. «Él me había regalado un sari muy bonito. Fuimos a su residencia. Allí conocimos a su hija Indira Gandhi, que entonces no ejercía la política: era una hija de familia, que estaba en las cosas de la casa. Ah, los portugueses acababan de perder Goa. Muchos amigos no nos quisieron hablar a la vuelta. Preguntándoles a dónde fueron en sus viajes de novios, algunos nos dijeron que a Gibraltar. “Pues… ¡estamos empatados!”»

En Nepal, visitaron al rey Birhandra. En Thailandia se iniciaría una amistad no interrumpida con los reyes Bhumibol y Sirikit. En Filipinas les recibió y agasajó mucho el presidente Diosdado Macapagal. En Hong-Kong, el gobernador de la colonia.

«Fuimos también a Japón, y estuvimos con el príncipe Aki Hito, porque estaba ausente Hiro Hito, el emperador. Y, por nuestra cuenta, fuimos a ver a los buceadores de perlas. Compramos perlas, muy baratas. Y ostras en conserva, con las que regalaban una perla. En cada sitio comprábamos algo. En Hawai, un chubasquero precioso. Estaba yo feliz con mi chubasquero hawaiano cuando, al llegar al hotel, vi que en la etiqueta ponía… Made in Spain.

»Compramos en Macao un biombo con incrustaciones de marfil y de nácar, muy bonito. Para animarnos, al cargar con él a cuestas, decíamos “¡es para nuestra casa…!” y nos mirábamos con sorna, porque aún no sabíamos dónde estaría esa casa. En Bangkok me forré de jerséis con pedrerías, telas de fantasía, foulards de seda… Yo disfrutaba como una loca, comprando. Y él no protestaba.

»En los distintos puntos del viaje, los embajadores de España no acudían a los aeropuertos a recibirnos. Y no porque Franco les hubiese dado ninguna orden, sino porque nuestro viaje (excepto Roma y Madrid) era privado: de dos particulares. Luego se complicó, se oficializó, en San Francisco, Los Ángeles, Nueva York y Washington. Pero, para que se entienda cuál era el plan: cuando llegamos a la India, tuvimos que pasar casi una noche entera en el aeropuerto de Bombay, sentados los dos sobre una montaña de maletas. Porque la policía estaba extrañadísima. No entendían nada. Dos jóvenes extranjeros, que decían ser casados en luna de miel, y que mostraban un pasaporte español y otro griego, llenos de nombres y de títulos: Su Alteza Real Don Juan Carlos de Borbón y Borbón, duque de Gerona. Y el mío: Su Alteza Real Doña Sofía, princesa de Grecia, princesa de Asturias. Seguro que creían que éramos dos estafadores. Además, entonces se viajaba con muchas maletas: iban a ser tres meses, y por países de climas muy diferentes. Necesitábamos llevar trajes largos, de vestir, trajes de calle, de tarde, de noche, de deporte; él, lo mismo: ropa informal, y frac y esmoquin y chaqué… Más calzados, abrigos, complementos… Ahora con unos blue-jeans y una camiseta lo arreglan enseguida.

»Me parecía un tormento tener que andar haciendo maletas en cada nuevo lugar. Pero Juanito era muy bueno, y me las hacía él. Sí, ¡era, y es, un manitas haciendo maletas! Durante el viaje de novios él se encargó también de mi equipaje. Pero después… ¡ya nunca más! ¡¡Lógico!!»

En Estados Unidos permanecieron un mes. Visitaron la fábrica de aviones MacDonald Douglas, uno de cuyos clientes era Iberia. En Hollywood, estuvieron en los estudios de la Metro mientras John Wayne rodaba un western, y Anthony Quinn, otro. La víspera, el muy afamado pianista español, José Iturbi, les ofreció una cena de gala a la que asistieron los grandes del cine. «Me hizo ilusión —recuerda la reina— conocer a María, la hija de Gary Cooper, y a Anthony Quinn, o bailar con un Henry Fonda de verdad, y no de película, que me tuteaba y me llamaba por mi nombre. ¡Ah, yo encantada!»

Al llegar a Nueva York se alojaron en un apartamento de la Quinta Avenida, que les cedió la señora Goulandris, una compatriota griega. «El padre de esa señora —me explica la reina— se llamaba Evangelos Nómikos, era un naviero muy amigo del rey Pablo. Se habían conocido en Sudáfrica, durante el exilio».

En Newport, los príncipes asistieron a las regatas de la American Cup: lo más que se da, para los entendidos, en regatas de balandros. Hubo tiempo para todo: la Academia Militar de West Point, Cabo Cañaveral, el Metropolitan Museum, la National Gallery… Les organizaron algún que otro party interesante, al modo neoyorquino, con la crema de la vida pública de Manhattan, incluyendo senadores, banqueros, damas jet con apellidos sajones, algún jefe del Pentágono, y un par de parientes del clan Kennedy para dar el toque de caché.

Por fin, después de intensas y tenaces gestiones, el embajador Antonio Garrigues y Díaz-Cañabate consiguió que el presidente Kennedy les recibiera en su despacho oficial… con fotos. Esto era el 30 de agosto.

¿Cuál había sido la dificultad? Un simple «silencio administrativo» del ministro español de Asuntos Exteriores, Fernando María Castiella. La Casa Blanca exigía, para tramitar una audiencia presidencial, la petición formal de la embajada. Y cuando el embajador Garrigues consultaba al ministro, la respuesta de Madrid era… oídos sordos.

Pregunto a la reina por qué se oponía Castiella, o si es que Franco intentaba boicotear el éxito del viaje de los príncipes. Y me sorprende su reacción: casi le molestan mis dudas.

«Castiella no se opuso —me asegura con firmeza—. Pero tampoco se lo preguntó a Franco. Por eso, ni autorizó ni desautorizó la gestión. Hay que tener en cuenta que todo aquello ocurría en pleno verano. Y Franco y sus ministros, después de celebrar el 18 de Julio en La Granja, se iban de Madrid, y no volvían hasta septiembre. Lo que yo sé es que Castiella informó a Franco, a toro pasao, de lo que Garrigues había conseguido. Y la respuesta de Franco, con pocas palabras, como hablaba él, fue bastante expresiva: “¡Bien hecho!”, dijo. Pero insisto: Franco, así como a don Juan le hizo la vida muy difícil, jamás boicoteó nada que pudiera favorecer al príncipe, o a mí. Nunca entró en el juego de los partidarios de tal o cual “pretendiente”. Él tenía muy decidido y muy claro que el sucesor sería mi marido. A lo único que jugaba era a no decir esta boca es mía. Y eso era lo desconcertante. Y, a veces, lo desesperante».

El embajador británico en Grecia, Ralph Murray, informó al Foreign Office que, cuando los príncipes regresaron a Atenas, en noviembre de 1962, había encontrado a don Juan Carlos, tras sus comparecencias y contactos públicos durante el viaje de novios, «infinitamente más contento, casi eufórico»[62]. Ciertamente, el viaje no había sido un tiempo lúdico de dolce fare niente, tiempo de amor y besos, tiempo de vino y flores, sino «tiempo de arar y tiempo de sembrar», que diría enfáticamente el Eclesiastés. Y la reina me lo reconoce: «Tuvimos muy buena acogida de las autoridades oficiales, en todos los países que visitamos. ¿Quizá porque éramos quienes éramos, pero no íbamos representando a Franco? La gente nos veía como el futuro. Y notábamos lo que pensaban: “Esto es nuevo. Algo empieza a cambiar en España”.»

Siempre que termino de hablar con la reina, indefectiblemente le pregunto si, de lo que me ha contado, hay fotografías. También invariablemente, ella anota un par de palabras rápidas en sus folios, mientras musita «a ver cuándo saco un hueco, un rato, y busco en esas cajas, que están allá arriba…» Pero hoy me ha dicho que los dos llevaron sus cámaras fotográficas, y además don Juan Carlos filmó sin parar:

«Él hacía cine, no vídeo, con una cámara grandota, que la llevaba siempre a cuestas. Y tenemos dos horas de película filmada. Recuerdo una tarde en San Francisco… Estábamos los dos solos en el hotel, el Hilton Beverly Hills. Miré hacia la ventana. Había una puesta de sol espléndida, preciosa. Sobrecogía. Todo se había puesto rojo. Parecía que se iba a incendiar el mar… Era la perfección aquí en la Tierra. Yo le dije: “¡Juanito, corre, hazla, hazla!” Y él, que es muy bueno, durante cinco minutos estuvo en el ventanal, cargado con el armatoste aquel, callado, quieto… filmando para mí esa puesta de sol».

Ella sabe que aquel sol deslumbrante, incendiario, se puso para siempre. Como sabe que el celuloide, rancio ya por el paso del tiempo, debe de andar ajando y mustiando los colores. Sabe también, ¡cómo no va a saberlo!, que cualquier enamorado es capaz de hacer que el sol se ponga, desgarrador y esplendoroso, tan sólo con cerrar los ojos; o que vuelva a salir, trémulo y tibio, entre las sábanas de la media noche. Ella lo sabe.

Ella lo sabe y, sin embargo, guarda la película. Pero no es la puesta de sol de San Francisco lo que guarda en su caja, en su cajita redonda de hojalata: son aquellos cinco minutos que «él estuvo cargado con el armatoste, callado, quieto… filmando para mí esa puesta de sol».