Oh, tierra de Jonia, es a ti a quien aman,
a ti a quien añoran todavía. Cuando sobre ti
surgen las mañanas de agosto, el temblor
de sus pies atraviesa la atmósfera…
CONSTANTINO KAVAFIS. XXVIII, Jónico.
Si el trivium de virtudes laicas que Salem trataba de inculcar —¿o más bien suscitar?— en sus alumnos era «capacidad de calibrar con precisión un estado de cosas», «capacidad de decidir lo que debe hacerse en cada situación» y «capacidad de hacer lo que se considera acertado», hay que concluir que la estadía de Sofía de Grecia en esa escuela había sido un éxito. Un éxito cuya «prueba del nueve» era, precisamente, su decisión «libre, libre, libre» de dejar Salem y volver «a ocuparme de las cosas de mi país, en mi condición de hija del rey». Por lo demás, era razonable, ya que sus hermanos estaban también estudiando fuera de casa: Irene, en Salem. Y Constantino, en Anavrita, otra de las escuelas de élite de Kurt Hahn.
Durante las vacaciones de primavera y de Navidad, en cursos anteriores, Sofía había visto cómo sus padres desarrollaban una intensa, extenuante, actividad de viajes por pueblos y aldeas miserables, siempre en jeep descubierto, aunque lloviera o nevase, para no hurtarse al contacto cuerpo a cuerpo con la gente. No buscaban con ello popularidad —o no la buscaban exclusivamente—, sino llevar a esas poblaciones, hundidas por las guerras y agobiadas por la pobreza, una bocanada de calor humano, una mirada amistosa, una sonrisa franca, un apretón de manos fuerte, una escucha atenta de tales y cuales problemas, una palabra de aliento…
En 1954, un seísmo atroz resquebrajó las islas Jónicas, devastando muchos pueblos y aldeas. La familia real griega se desplazó allá inmediatamente, y permaneció varios días en esa zona. Por su parte, el director de Salem, Jorge Guillermo de Hannover, fue a Kefalonia con un grupo de alumnos voluntarios que quisieron dedicar parte de sus vacaciones a rehabilitar casas, arreglar puentes derruidos por el terremoto, construir barracones que sirvieran de albergue a mujeres y niños…
«Eran muy emprendedores —recuerda ahora la reina—. Les vimos en uno de nuestros desplazamientos. Nosotros, mi familia, dormíamos en el dragaminas Polemistis, y durante la jornada visitábamos los lugares afectados: Zante, Kefalonia… Pateábamos todo aquello. Mis padres hablaban con los hombres y las mujeres del pueblo. Me impresionó tremendamente la llegada a Zante: todo había sido arrasado. No se veía señal de vida. Silencio. Polvo. Humo. Y olor a cadáveres. Sólo quedó el campanario de una iglesia. De pronto, de detrás de un montón de escombros salió un pope anciano, con una barba blanca, muy descuidada, y la sotana sucia y andrajosa. Se echó en brazos de mi padre, llorando, sollozando. Oímos que le decía: “¡No puedo más, majestad, sáqueme de aquí! Llevo todo el día y toda la noche, de pueblo en pueblo, de casa en casa, enterrando muertos… Soy demasiado viejo, no tengo salud, ni fuerzas. ¡Sáqueme de aquí en su barco, señor!” Mi padre le pasó el brazo por la espalda. El pope se veía muy pequeño a su lado, porque el rey Pablo era muy alto (medía 1,93) y ancho de envergadura. Caminaron así, juntos, entre las ruinas, un rato. Mi padre se propuso devolver el ánimo a ese pope, y convencerle de que allí, en Zante, con aquellos supervivientes desquiciados por la pena y el horror, que habían perdido sus casas y sus seres queridos, allí estaba su misión, allí estaba su deber».
Vivencias como ésa pesaron a plomo en la conciencia de Sofía, a la hora de decidir su regreso a Grecia.
La reina lleva hoy un vestido muy elegante, con falda plisada de vuelo, color tierra, rameado de hojarasca parda y oro. Tonos otoñales, como el día: un 28 de septiembre, con su sol de membrillo nimbando el paisaje de dorada quietud.
Acaba de celebrarse la Conferencia de Pekín sobre la Mujer. Ella no ha ido. Estas cosas feministas no acaban de… Me lo ha comentado alguna vez: «No me gustan ni el feminismo ni el machismo. Prefiero la integración normal entre niños y niñas, chicos y chicas, mujeres y hombres. Sinceramente, el feminismo no me interesa. Algunas ya… se pasan. En cambio, sí quiero igualdad de derechos, igualdad de trato, igualdad de oportunidades. Pero ¡nada de “cuotas”! Eso es una trampa»[37]. Dentro de un rato recibirá en audiencia a la primera dama de algún país centroamericano. Antes, estuvo con otras mujeres, feministas activas, supongo, de la «caravana de Pekín». En el telediario del mediodía ha visto a la infanta Elena y a su marido, recibidos en el Vaticano por Juan Pablo II.
Sigue contándome de aquel viaje oficial de 1954 por las destrozadas islas Jónicas: «Estando una de las noches a bordo del Polemistis, hubo otro temblor de tierra. Quizá un maremoto, que removió el ancla. Notamos una sacudida tremenda, como un azote a nosotros y al barco, y un ruido muy fuerte. ¡Qué susto pasé!
»Era mi primer terremoto. Pero no el último… Me tocó vivir otro, treinta años después: el de Los Ángeles, en 1985. Estábamos el rey y yo alojados en un hotel, el Century Hall, que es un edificio muy alto. Nuestra suite estaba en el piso 36. A las ocho de la mañana empezó a moverse todo en la habitación. Lo extraño era que se movía todo a un tiempo. Todo ordenadamente. Todo en la misma dirección. Yo iba en ese momento hacia la bañera, que estaba medio llena de agua, y la vi inclinada: ¡el agua, inclinada! Sentí algo raro alrededor. Como calma. Pensé en una alteración de la atmósfera, o en un huracán… Fui hacia la ventana. Miré al exterior. Pero todo estaba quieto. Como está esto ahora. —Se vuelve hacia el ventanal corrido que da al jardín de La Zarzuela, y alza con la mano uno de los visillos. En efecto, no se mueve ni una hoja, ni una brizna de hierba—. La sensación era rarísima: fuera estaba todo parado, y dentro todo moviéndose. Entonces entendí lo que sucedía.
»El rey se había despertado, claro, con toda esa “movida”. Se puso la bata, y salió al pasillo a ver qué… Uno de los escoltas americanos preguntó, muy atento el hombre: “¿Necesita algo?, ¿podemos hacer algo?” El rey se echó a reír, y, con su sentido del humor, que no lo pierde ni en momentos como ése, les dijo: “Oye, si esto os pasa estando con el presidente Reagan, ¿qué hacéis con él? ¡Pues… lo mismo!”
»La verdad es que tuvimos mucha serenidad los dos. Pero impresionaba saber que estábamos a treinta y seis pisos del suelo, y con no sé cuántos más encima de nosotros. Si ocurría algo, ¡menuda tortilla!»
Algo me comenta del terremoto de México, y que ella acudió enseguida. «De todos modos —agrega—, es un tema delicado este de ir o no ir al lugar de una tragedia. Nunca sabes muy bien si vas a ayudar o si vas a estorbar. Si haces falta, o si sobras. Nosotros en Grecia, sólo podíamos dar presencia de ánimo. ¡Poco es! En un pueblo pequeño, puedes abrazar a la gente, estar con ellos, interesarte por lo que han perdido… Pero cuando la desgracia ocurre en una gran ciudad es distinto, porque allí hay de todo, hay remedios, hay Cruz Roja y bomberos y organismos de protección civil trabajando sobre el terreno. La gente damnificada tiene a su alcance lo que necesita. Incluso, puede disgustarles que tú vayas: “¿A qué viene esta señora aquí?, ¿a hacerse fotografías?” En cambio, a la gente sencilla, a la gente de los pueblos, le gusta que los reyes vayan. A mí el cuerpo me pide ir siempre. Me quedo muy mal no yendo. Pero una no decide sola. Y el gobierno, pensando en la coordinación y en la eficacia, es el que al final dice: “conviene que vayan” o “mejor que no vayan”. No sólo cuenta el deseo espontáneo. Puedes ir, y encontrarte sobrando allí. En estos casos, hay que tener mucha mano izquierda…»
Mientras hablaba doña Sofía, me vino a la mente un comentario que le escuché en cierta ocasión a la princesa Irene: «A mi hermana, en cuanto hay un desastre, su instinto le empuja a salir, rápido, rápido, para allá. Lo malo es que enseguida las autoridades lo complican: “Señora, si va, habrá que montar un dispositivo de seguridad… Y ahora todo debe concentrarse en salvar vidas”. Y yo le digo a veces: “Mira lo que hacían papá y mamá: primero iban… y después preguntaban”.»
«Pero en Grecia —sigue la reina— todo era más sencillo, menos protocolario. El mismo verano de 1955, recién salida de Salem, hice varios viajes, sola, sin mis padres, como princesa, como basilópes, para estar en los lugares devastados por el terremoto». En esas visitas le acompañaba la señora Helena Korizi, una dama de la corte griega, corte sin nobles[38], por cierto.
«Recuerdo mi vuelta de Salem a Tatoi, al comenzar aquel verano de 1955. Yo tenía dieciséis años. Llegué en coche, desde la estación. Entonces viajábamos mucho en medios públicos: tren, ferry, barco… Al cruzar la cancela de entrada, me asomé a la ventanilla del coche para respirar, hummm, el olor del campo, el inconfundible olor de Tatoi: una mezcla de jaras y retamas, de romero y hierbabuena, de comino ¡tan aromático!… Y el trigo, y el heno, que también huelen. Y los pinos, los cipreses, los castaños, los eucaliptos… A mí los olores me dicen mucho. Y en aquel momento, me hicieron sentirme “en casa”. Volvía cargada de paquetes y maletas, y me acompañaba la condesa austriaca».
Se ríe, al acordarse de un pequeño suceso: «¡Qué sofocos se llevaba conmigo esta mujer! Una vez, estando yo en Salem, me avisaron que debía acudir a la celebración del ochenta cumpleaños de una pariente de mis padres: era la princesa Margarita de Hesse, hermana del káiser y de mi abuela paterna Sofía de Prusia. Se celebraba en Francfort. La condesa y yo teníamos que tomar el tren desde Salem. En la estación, me puse a pasear por el andén. La condesa subió con el equipaje, se instaló y me esperó sentada. Pero yo me distraje mirando algo, no sé, me despisté. Y el tren arrancó. Entonces, empecé a oír unas voces frenéticas, cada vez más lejanas. Me llamaban, pero el tren iba alejándose por la vía… Tuve que correr con todas mis fuerzas, y jugármela, subiendo en marcha. La condesa, con medio cuerpo fuera del vagón, agitaba los brazos y gritaba. Alguien me tendió la mano, y logré subir. Ella, ¡pobre!, estaba casi al borde del patatús. Y yo, un poquito jadeante, pero más fresca que una lechuga».
«En fin, volvía a donde ya me tenía que quedar. Vivíamos en Tatoi desde que lo pusieron en condiciones en 1949. Al palacio de Atenas íbamos muy a menudo, para actos oficiales. En Semana Santa nos quedábamos allí. Abajo, por indicación de mi padre, montaron una capilla: una sala con un recinto circular, acotado, formado por una especie de biombos. En cada paño del biombo había un icono. Eran los apóstoles y la Virgen, y Jesucristo y varios santos. Esa capilla se llamaba el iconostasio. Allí se celebraban misas y oficios de Semana Santa. Realmente, en la liturgia ortodoxa, después del carnaval viene la Kazari Ebdomada, la Semana Limpia, primera semana de cuaresma, unos días para purificarse, preparando la Pascua de Resurrección. Y como en Grecia la religión ortodoxa es la religión nacional, el rey y su familia y toda la corte y dignatarios asistíamos a los oficios. Dos veces al día, durante toda la semana, y tres cuartos de hora cada vez. Con todo respeto a la tradición, pero… me parecían larguísimos. Se me hacían muy pesados. Mi padre, disfrutaba con aquellos ritos y aquellas salmodias… Él era muy creyente, muy ortodoxo, muy riguroso en la religión. A lo largo de toda la Cuaresma, íbamos a misa los miércoles, los viernes y los domingos».
Al afirmar la reina el alto grado de religiosidad de su padre, le expongo una duda fuerte que tengo desde hace tiempo: el teniente general de aviación, laureado, Emilio García Conde, que estuvo al servicio del príncipe Juan Carlos desde 1955, ha contado[39] que, un día de 1960, Franco le llamó a El Pardo. Sólo quería sondearle acerca de algunas princesas europeas, o jóvenes aristócratas, entre las que encontrar novia para el príncipe que, por esas fechas, vivía su romance con la princesa María Gabriella de Saboya, una de las hijas de Humberto II. En aquel momento había en Europa treinta y ocho princesas casaderas. Pero a Franco no le parecía exigencia sine qua non que don Juan Carlos hubiera de casarse con una princesa de sangre real; y, al parecer, en el decurso de esa conversación, que inusualmente duró dos horas y cuarto, señaló como «posibles novias» a las hermanastras del rey Balduino —hijas del rey Leopoldo de Bélgica con su segunda esposa, Liliana de Rethy— y a cierta joven dama de la familia Medinaceli. Según el propio García Conde: «En un momento dado, y sin ninguna intención, pregunté a Franco su opinión sobre las dos princesas griegas. La reacción de Franco fue fulminante: “Don Juan Carlos —me dijo— no se casará nunca con ninguna princesa griega”. Y a continuación me contó que estando el rey Alfonso XIII en Fontainebleau, en el exilio, recibió la visita del rey Pablo de Grecia, padre de doña Sofía. Éste le dijo a don Alfonso XIII que, si quería recuperar el trono de España, debía hacerse masón. Yo le dije a Franco que esa anécdota era evidentemente falsa, pero él insistió en que “don Juan Carlos no se casará nunca con la hija de un masón”. La conversación acabó en aquel momento. No volví a despachar nunca más con él».
La reina me ha escuchado, seria y en silencio, hasta el final. Ahora me dice con firme contundencia:
—No. Mi padre nunca fue masón. Nunca. Su hermano, mi tío el rey Jorge II, sí lo era. Mi marido, el rey Juan Carlos, ni lo es ni lo ha sido. Y tampoco don Juan. Se ha tenido siempre un extraño interés en decir eso. Pero no es verdad.
—Bueno, en Inglaterra el rey es masón porque se le exige. Del mismo modo que se le exige ser jefe de la Iglesia anglicana y mando supremo del ejército. Quizá un rey en apuros, buscando apoyos de su tradicional madrina, la Gran Bretaña…
—Es posible que en Inglaterra haya esa exigencia; pero en Grecia no la había, y en España tampoco. Aunque, la verdad, sí que hay ciertos proselitismos, ciertos intentos de captación… Por ejemplo, sé que los hubo en el caso de mi padre, y que él se negó siempre.
No agrega nada más. No insisto. Dejo la conversación a su caer. A su buen caer, que eso es conversar.
«Al final, con el paso del tiempo, te vas quedando con lo mejor de lo mejor de tus seres queridos que se fueron. No sé qué pasa con la muerte, que te hace recordar sólo lo bueno».
Ah, sí, pienso: la abeja terca, la empecinada abeja de la memoria exprime el entrañable zumo, sólo el dulce y perfumado zumo, y, afanosa, va llenando el panal, secreto relicario, con el néctar más noble de nuestros amadísimos cadáveres. Ah, sí, vuelvo a pensar: de no ser unos hijos desalmados, con permiso de Jorge Manrique, «cualquiera muerto passado fue mejor»[40]. Y ahora la reina —abeja reina, es claro— ensarta, teje, trenza, borda a realce recuerdos, recuerditos, de su padre, Pablo rey, y de su madre, Federica reina:
«Nadie me ha dado jamás mejores consejos que mi madre: “No tengas rencor, aunque estés bien segura de que alguien te ha hecho mal: déjale, deja pasar el tiempo, dale ocasión de rectificar”; “Por nada del mundo quieras tener enemigos: y si ellos quieren serlo, tú no, Sofía, tú no”. Eran sus experiencias.
»Pero en mí influyó más mi padre, por su forma de ser, por su carácter. El rey Pablo era un hombre templado, mesurado, más apacible y sereno que la reina Federica, que era más dinámica, más activa. El rey Pablo nos leía en griego leyendas mitológicas, historias bizantinas, sentados junto a la chimenea, después de cenar, en su salón privado. Solía haber música clásica de fondo. Nocturnos de Chopin, por ejemplo. En Grecia, mientras yo viví allí, no teníamos televisión. La televisión no entró en mi casa hasta que me vine a España. Y no me gusta tenerla mientras estamos reunidos en familia. La televisión mata la conversación. Si la enchufas, ya sólo habla el señorito ese, o la señorita esa. Y los demás, a callar.
»El rey Pablo tenía una forma de vida muy metódica, muy… ¿regulada?… ¿reglada?…, casi rutinaria: prácticamente, siempre era lo mismo. Bueno, en apariencia, porque la actividad externa de un rey es siempre cambiante. Pero ese orden le daba mucha estabilidad a él, y a la vida de toda la familia con él. Sin dudarlo, mi padre era el soporte familiar. Mi madre ponía la alegría. Él, la seguridad. Dicen que yo me parezco a él. Y también mi hijo Felipe le sale bastante… Es asombroso, ¿verdad? Sin haberle conocido siquiera, el príncipe saca cosas del carácter de su abuelo Pablo: el aplomo, la serenidad, el orden, el ser un poco introvertido, el sentido del humor…
»Con mi padre yo me lo pasaba muy bien, por aquel sentido suyo del humor. Cuando íbamos a los conciertos, todos de gala, y nosotros en el palco real, él, aprovechando la oscuridad del teatro, se ponía a imitar con la boca los instrumentos —la reina frunce los labios en u, infla los mofletes, los desinfla, los vuelve a inflar, mientras con una mano, acercándola o alejándola de su boca, simula el movimiento de un trombón; y todo ello, al tiempo que emite el sonido metálico bajo: “pumba, pumba, pumba, pumba”—, y nos hacía reír. Pero, claro, cuando te entra la risa, y no puedes reírte, porque tu obligación es estar allá arriba, muy seria, muy seria, aún te dan más ganas de reír, te ahogas de aguantarte, lloras de risa floja… ¡te crees morir! Y él seguía, imitando yo qué sé, el violonchelo. Y nosotros, escondiéndonos por los rincones del palco, “¡Papá, por favor, no sigas, no sigas!”.
»¡Era un buen compañero! Y me encantaba estar con él. A los hijos nos trataba exactamente igual, sin distingos. Pero a cada uno nos daba “lo nuestro”. Yo era la mayor, y notaba que mi padre tenía más confianza conmigo. Irene era la más pequeña, y necesitaba más mimo, más atenciones. Además, Irene era un poco trasto, y se pasaba el día imitando a los mayores, la llamábamos copy cat, gato copión, mono de imitación. A mí me traía frita, porque quería hacer todo, todo, todo lo que yo hiciera, vestirse como yo, ir a Salem como yo… Harta ya, a veces le decía: “Anda, rica, ¡déjame un ratito en paz!” Otra cosa de Irene, cuando era niña, es que lo preguntaba todo sobre la marcha. Si venía a una boda o a un funeral nuestra tía Alicia de Battenberg, la madre de Felipe de Edimburgo, la que al enviudar entró en un monasterio, Irene empezaba a preguntar en voz alta: “Si está sorda, ¿por qué tiene orejas?” Y todo el mundo, volado… Constantino era el heredero, el diadokos, y mi padre se volcaba preparándole desde muy pequeño. Había una gran diferencia de edad entre padre e hijo. Supongo que el rey Pablo se daba cuenta de que no tardaría mucho en morir, y Tino tendría que reinar siendo muy joven».
—Una pregunta, majestad: ¿se encaja bien el que un hermano nacido después, por el hecho fisiológico de ser varón, pase a tener los derechos al trono, y la primogénita los pierda?
—Aunque alguien quiera ver ahí una discriminación sexista, es un hecho de tradición aceptado. Y las monarquías se asientan en la tradición. A mí me lo explicaron al morir el rey Jorge y empezar a reinar mi padre. Desde ese momento, mi hermano Tino pasaba a ser el más importante. El tenía seis años, y yo casi ocho. Mi hija Elena, por lo que a ella le afecta, lo fue sabiendo desde antes: desde que tenía cinco añitos, que es cuando nació Felipe.
»Lo que sí hay son celillos y envidias de niños. A mí me fastidiaba bastante que, de repente, ¡hala!, todos los regalos le llegasen a él: las bicicletas, las pelotas, las cajas de juegos, los libros, los cuentos, las pinturas, los lapiceros… ¡todo! Y eso que a mí, por ser la mayor, aún me tocaba algo. Pero a Irene, ¡ni las raspas! Recuerdo que en el cortejo de los actos oficiales pasaban primero los reyes; inmediatamente detrás, el diadokos; después iba yo. Y hasta ahí, la gente respetaba. Pero luego, empezaban ya los altos dignatarios, y las personas de la corte, a meterse dentro… y a la pobre Irene, de pronto, la perdíamos de vista, porque se quedaba atrás, atrapada entre la multitud, y había que volverse, para rescatarla.
»Yo tuve celos al principio, cuando pasé a “segunda”. Pero en Salem, al ser tratada como Sofía de Grecia, a secas, empecé a verlo de modo distinto, con normalidad. Sí: en Salem lo encajé.
En 1954, un armador griego, Eugenides, pidió a la reina Federica que amadrinase la botadura de un transatlántico de su propiedad. La reina accedió; pero, mujer lista y calculadora, propuso al naviero: «Y, en lugar del tradicional broche de brillantes que se suele regalar a la madrina, ¿no me proporcionaría usted los medios para organizar un crucero, un crucero por nuestros mares e islas, al que invitaríamos a todas las familias de la realeza europea? No se trata sólo de relacionarnos y pasárnoslo bien nosotros, sino de atraer la atención de la prensa mundial, de la opinión pública mundial, y, en definitiva, del turismo mundial».
Ciertamente, el fin se logró. Durante el mes de agosto de ese año 1954 los periodistas tuvieron «noticias de sangre azul» en cada puerto en que atracaba el Agamemnon, con su selecto pasaje de más de un centenar de reyes, reinas, príncipes, grandes duquesas… Y a partir de ese evento, excitado el deseo de emulación, el propio Eugenides y su mujer, la americana Maxwell, y después otros navieros griegos, montaron cruceros chárter, siguiendo el mismo itinerario que el que la prensa ya había bautizado como Crucero de Reyes.
«Fue un gran éxito —escribe la reina Federica—. Éramos ciento diez personas, de veinte nacionalidades y hablando unos quince idiomas diferentes, a pesar de lo cual no hubo la menor dificultad para el entendimiento y la convivencia durante los diez días que duró el viaje». Y la reina Sofía me subraya la importancia que, para los anfitriones y para sus invitados, tenía el brindar «una ocasión de reunirse las familias reales europeas, porque, después de la guerra mundial, o no se habían visto entre sí, o ni siquiera nos conocíamos».
La familia real griega, a bordo del dragaminas Polemistis, llegó a Nápoles, que era el punto de reunión y de partida. Los únicos que no embarcaron en Nápoles, sino en alta mar, una vez traspasada la línea de aguas territoriales italianas, fueron los depuestos reyes de Italia Humberto II y María José, con sus hijos Víctor Manuel y María Pía: el gobierno de Alcide de Gasperi les expulsó del país, al proclamarse la república en julio de 1946; y seguía en vigor para ellos la prohibición de pisar suelo italiano.
Aunque en las «normas de selección» se había fijado una edad mínima de catorce años, Constantino e Irene fueron admitidos: «Alguna ventaja debíamos tener los sponsors, ¿no?», me comenta la reina riendo.
—De España vinieron los Barcelona: don Juan, doña María de las Mercedes, la infanta Pilar y el príncipe Juan Carlos. Los otros hermanos, Margarita y Alfonso, no tenían la edad. Y también, me parece, al estar ciega Margarita, se pensó que podía ser peligroso para ella andar por un barco, subiendo y bajando cada dos por tres.
Me ha chocado oírle decir «los Barcelona». Pero así los llama, haciéndose eco de cómo se les conocía entonces entre la realeza de Europa. En cambio, cuando en algún momento mencione a doña Victoria Eugenia de Battenberg, dirá «la reina».
—Las listas —continúa—, las invitaciones, el programa, todo, lo organizaron mis padres, muy en contacto con los condes de París, Enrique e Isabel. Estaba también en el ajo Miguel de Grecia, que es primo hermano de mi padre, pero de nuestra generación: de la edad de Tino. Este Miguel es hijo de…
—No se esfuerce, majestad: creo que, al menos esta vez, sé de quién me habla. Un tío del rey Pablo, Christopher, se casó en segundas nupcias con la princesa Françoise de Orleáns, hermana del conde de París. Miguel es el hijo de Christopher y de Françoise. ¿Es así?
—Sí. Es así. Miguel ha vivido muchísimo con nosotros, en casa, en Grecia. Bien. En el Agamemnon el plan era un poco como en familia: ropa informal, sin protocolos… Lo único que se «recomendaba» era no sentarse a la mesa ni bajar a tierra en shorts. Había baile todas las noches, y muchas diversiones de esas de jugar en grupo, en pandilla: las prendas, las adivinanzas… Para evitar que se hicieran grupitos cerrados, o capillitas de «rancho aparte», se ideó un modo de mezclarnos a todos: antes del desayuno, de la comida, y de la cena, ponían dos cubiletes llenos de papelitos. Ellos por un lado, y ellas por otro, todos teníamos que sacar un papelito con un número, y buscar a la pareja que tuviera el número igual. Podía resultar que a la reina Juliana de Holanda le tocase de vecino de mesa un chico de quince años. Bueno… algunos jóvenes hacían cambalaches, bajo cuerda, y cambiaban sus números con otros, para caer al lado de quien les gustaba más. Pero eso, tres veces durante diez días, hizo posible que todos conectásemos con todos. Sin ir más lejos, Juan Carlos, con dieciséis años, se hizo íntimo de mi tío abuelo Jorge, uncle Jacob, que entonces tenía ochenta y cinco. Sí, era una relación extraña, pero hicieron migas. Tío Jorge era gobernador de Creta, y llevaba unos bigotes blanquísimos, de guías muy finas y largas, engominadas hacia arriba. —Se pone los dedos índices sobre el labio, y dibuja en el aire los bigotes del príncipe Jorge—. Parecía una figura del siglo pasado.
—Entre tantos invitados, ¿se fijó ya en el príncipe Juan Carlos?
—Sí, me fijé. Era simpatiquísimo, muy divertido, muy bromista. Un gamberro. Ésa es la impresión que me hizo, porque fue entonces cuando le conocí. Me molestaba, me enfadaba, que a él, con sólo unos meses más que yo, sus padres le dejasen quedarse hasta las tantas, bailando y juergueando; y a mí, en cambio, los míos a las doce me mandaran a la cama. El chico de los Barcelona me pareció muy revolucionario, muy gracioso, muy gamberro. Teníamos los dos quince años; pero diferentes núcleos de relación. Me di cuenta en ese viaje. Él alternaba más con las familias francesas e italianas; y yo iba más con los alemanes y los ingleses. Pero, personalmente, entre Juan Carlos y yo no hubo nada de nada. No me sacó a bailar ni siquiera una vez. Aunque creo que él se lo pasó… en grande. Y yo también.
»Realmente, el Agamemnon era un hotel flotante que nos iba trasladando a diferentes lugares. Hicimos un recorrido por el Peloponeso. Fuimos a ver el monte Olimpo. A Creta, Rodas, Corfú, Thesalónica, Bolos, Mikenas, Knosos… En el teatro de Epidauro asistimos a una representación del Hipólito de Eurípides. El barco navegaba de noche, mientras dormíamos. Nuestra casa era el mar. De día, hacíamos turismo (mi padre era el cicerone, y en varios idiomas): visitábamos lugares de interés artístico o histórico. Después, nos bañábamos. Yo llevaba un cuadernito de autógrafos, y a todos los invitados iba pidiéndoles su firma. ¡Cosas de cría! Todavía estaba interna en Salem.
A su definitivo regreso del internado, Sofía se encara a una vida muy llena, sin márgenes para el aburrimiento: además de las actividades y viajes oficiales, amplía su formación cultural con Theofanos Arvanitopoulos, su querida profesora de saber universal, que les ha acompañado en Psychico y en Tatoi, e incluso alguna temporada en Salem. Realiza estudios arqueológicos, trabajando en unas excavaciones de Decelia. Y se matricula en la escuela de enfermería infantil Mitera: obtiene la diplomatura después de estudiar los dos cursos, desde 1956 hasta 1958, y luego prolonga sus prácticas hasta 1961. También dedica algún tiempo al scoutismo:
«De pequeña me encantaba el scoutismo. Era un movimiento fantástico para la gente joven, y para la gente menuda: te ayudaban a pensar en el prójimo, a hacer salvamento, a ser valiente, a poner en marcha tus propios valores, a aprender las virtudes que los demás tenían y a ti te faltaban. Y todo eso, pasándoselo una muy bien. Lo dejé por ir a Salem. Al volver, me hicieron capitana nacional de la Asociación de Guías Helenas. Pero lo de ser jefa era un honor oficial que no me hacía ninguna gracia: no participabas, no convivías, no corrías riesgos… La verdad, no me divertía nada. Más bien, me aburría mortalmente. Lo que yo quería era hacer acampadas, fuegos de campamento… Desde entonces, tengo guardada la idea de irme por ahí, con una caravana o una roulotte. Me apetece muchísimo. Ah, y no lo doy por perdido: ¡eso está pendiente!»
Las clases de filosofía, literatura, historia y griego clásico, en Tatoi, se completan con excursiones para visitar monumentos y yacimientos arqueológicos. Van Sofía e Irene con la profesora Theofanos. La reina me habla de ella, una vez más, con admiración entusiasta:
«Era una arqueóloga magnífica, culta, amena. La veías disfrutar con su trabajo. Íbamos en coche, de un modo sencillo e informal, a ver cosas de interés. Por supuesto, en la misma Atenas, el Partenón, los Propíleos, el templo de Atenea Niké, el Teseión… Los santuarios de Olimpia, Delos, Eleusis, Delfos… Los teatros de Epidauro, de Dionisios, de Megalópolis. Las esculturas de Mirón, de Fidias, de Policleto, de Praxíteles, de Scopas, de Lisipo… La cerámica negra, y la roja… Con Theofanos era volver a vivir los tiempos de antes de Cristo. Nos lo hacía ver, con todo el esplendor, toda la belleza y toda la grandeza de la Grecia antigua. Y te enamorabas de tu patria. Sin nacionalismo: por amor a tu propia tierra. De algún modo, ella me inculcó, no una conciencia nacionalista, pero sí una identidad nacional griega, que yo hasta entonces no tenía: que si por el exilio, que si por Salem, que si por toda esta mezcla de familias, la cosa es que yo no me sentía de ninguna parte».
Pregunto a la reina si alguna vez se mezclaban, anónimamente, con la gente de la calle. Y me dice que sí: «En esas mismas excursiones, de vez en cuando, íbamos con Theofanos a algún cine, o a merendar en una cafetería de pueblo. Al no haber televisión, nuestras caras no eran demasiado conocidas. Y pasábamos de incógnito con facilidad.
»Recuerdo que una vez, en carnaval, viviendo en el Palacio Real de Atenas, nos disfrazamos de máscaras, con unas túnicas de raso negras, de arriba abajo, y el capuchón con aberturas en los ojos y en la boca. Tino, Irene, el primo Miguel, mi primo Karl de Hesse, que también entonces vivía con nosotros, y yo. Los cinco, de incógnito, salimos de palacio al anochecer. Mis padres lo sabían, pero escapamos como fugitivos, para que no se enterasen los soldados de la guardia. Fuimos a todas las fiestas y verbenas populares que había en Atenas esa noche, entramos en varios night-clubs. Bailamos con todo el mundo que quisimos, sin darnos a conocer, claro. Fue una experiencia única. Inolvidable».
La finca de Tatoi está asentada sobre una ciudad anterior incluso a la fundación de Atenas. Correspondía a un territorio, Decelia, dentro del Ática, la Grecia de la Grecia: «Aunque en los mapas antiguos venía mencionada esa polis, esa ciudad, fue Theofanos quien la localizó. Y allí, en el mismo suelo de Tatoi, nos pusimos a excavar, buscándola, hasta dar con ella. Trabajábamos las tres solas, pidiendo ayuda a veces, de 9.30 de la mañana hasta la hora del almuerzo. Yo allí sudé como nunca en mi vida, pero era apasionante. Por las tardes, limpiábamos, clasificábamos y uníamos los fragmentos en una especie de taller que montamos cerca del yacimiento. Encontramos trozos de utensilios domésticos: jarras, platos, vasijas… Una columna funeraria, y piezas grandes de cerámica. Llegamos a reconstruir unas vasijas de los siglos V, IV y III antes de Cristo».
En 1959 las princesas Sofía e Irene y su profesora Theofanos publicaron un librito, Cerámicas en Decelia, completado pocos meses después con otro opúsculo, Miscelánea arqueológica, en el que daban noticia de «la gran variedad de hallazgos que no se mostraron en la obra anterior».
Para las jovencitas que deseaban «hacer algo más» entre el colegio y la boda, tradicionalmente estaba la tarea de «bordar el ajuar». Pero en los años cincuenta la aguja y el bastidor habían pasado de moda. A las teenagers que no pensaban acudir a la universidad, se les ofrecían «carreras cortas» muy atractivas: figurinismo, decoración de interiores, asistencia social, enfermería, ciencias del hogar, peritaje mercantil, secretariado, idiomas… Sofía decidió matricularse en Mitera[41], Escuela de Enfermería y Psicología Infantil. Y empezó las clases el 16 de noviembre de 1956.
«No me matriculé —me dice— por pasar el rato: quería ser enfermera infantil, y eso soy, y eso me siento».
Ha circulado mucho esta anécdota: un día, en clase de psicología infantil, cierto profesor les explicó: «Conviene saber que los recién nacidos tienen ya sueños y sensaciones eróticas…» Sofía, volviendo levemente la cabeza hacia su compañera de pupitre, musitó por lo bajini: «¿Y qué bebé le habrá ido con ese cuento a nuestro profesor?»
«Sí —me corrobora la reina—, yo les tomaba un poco el pelo a esos psicólogos. ¿Cómo iban a saber ellos que un bebé, todavía no parlante, tenía sueños y movimientos eróticos? Por eso preguntaba si es que el bebé les había hecho esa revelación. No me interesa la psicología. Me parece que lo importante es la experiencia de la madre que conoce a cada uno de sus hijos. Cada uno es distinto. Y no hay teorías, ni libros donde vengan reflejados ¡ni de lejos! Y, ante un mismo estímulo, cada niño tiene sus propias y diferentes reacciones. Se equivoca, de cabo a rabo, la madre que pretenda tratar a sus hijos siguiendo un manual: ¡¡cada uno es un mundo distinto del otro!!»
Me dice que le gustan mucho los niños: «Me gusta cuidarlos, no protegerlos».
En Mitera, vivía el horario de sus compañeras: de seis y media de la mañana a dos de la tarde, unos días; otros, de doce a ocho de la tarde. Después se enroló en los turnos de noche. Ella lo cuenta con gran vivacidad: «Me había matriculado para aprender de verdad. Quería hacer lo que hacían todas las demás, sin ser excepción. Para empezar, iba conduciendo yo mi coche, un Volkswagen de color azul celeste. Madrugaba muchísimo, porque tenía que ir desde Tatoi, que está a unos quince kilómetros al norte de Atenas, y estar en clase a las seis y media, con el uniforme puesto, impecable. Iba a recoger mis deberes, a asistir a las clases, o a hacer las prácticas. Luego, cuando me dieron el diploma, me quedé un año más, con alumnas a mi cargo, y un pabellón con doce niños recién nacidos. Hubiese querido vivir allí mismo, pero no me dejó mi familia. Lo intenté de mil modos. Y nada. En cambio, me puse firme cuando llegaron los turnos de noche. Dije que tenía que hacerlos, y que tenía que hacerlos. Durante una semana seguida hacíamos noche, y después nos daban dos días libres, para recuperar sueño y ponernos en forma. En casa, al principio, estaban un poco moscas; pero, al ver que no ocurría nada, ya dejaron de oponerse.
»Yo he pensado muchas veces que, todas esas batallitas de libertad, mis hijas, las infantas, se las han encontrado resueltas… sin ellas saber que, para su madre, aquello fue como poner una pica en Flandes. Y es que, en muy pocos años, la vida ha cambiado mucho. De lo que nos dejaban hacer a nosotras, a lo que ellas pueden hacer… ¡no hay ni color!
»Una cosa graciosa de los tiempos de Mitera fue lo del turno de cocina: teníamos que probar los biberones y las papillas. Como estaban buenísimas, lo que los niños no se tomaban, nos lo comíamos nosotras. La consecuencia práctica, ¡y bien práctica!, se nos puso aquí… ¡ja, ja, ja!» Ríe a carcajadas, mientras coloca ambas manos, como si fueran cataplasmas, sobre sus caderas.
Después, haciendo una transición rápida de la broma a la seriedad, me comenta que, por su gusto, se hubiese dedicado a la puericultura, o al ejercicio de la enfermería, o a la arqueología: «Pero no como aficionada, sino como el quehacer de mi vida». Igual que le apasionaba la música, y las clases de piano que Gina Bachauer les daba a su hermana Irene y a ella, en Tatoi.
«Sí, tuvimos esa suerte, ese privilegio —me contó en otro momento la princesa Irene—. Y también venía mucho por casa Yehudi Menuhin. Gina y él eran viejos amigos de mis padres. A Sofía le ha gustado siempre la música. En Tatoi sonaba música clásica por todas las habitaciones. Mi madre se inventó un sistema, que era una especie casera del “hilo musical”. Cuando Sofía se casó y se vino a España, lo único que pidió de sus cosas personales, así que yo recuerde, para que le enviásemos, fue su piano. Pero luego… ¡la vida misma! Jamás sacaba tiempo para practicar».
«Yo hubiese querido —sigue la reina— dedicarme de verdad a la historia, a la arqueología, a la música, y a alguna actividad concreta en relación con los niños. Como me hubiera gustado seguir en Salem tres años más, ¡ya lo creo! Pero tenía bien claro que mi deber era estar en Grecia, y “disponible” para lo que viniera después. Y vino… esto».
Al decir «esto», ha extendido levemente el brazo derecho y, con la mano abierta y la palma hacia arriba, ha descrito en el espacio un amplio arco gradual, un imaginario horizonte curvo, de izquierda a derecha. Tiene fuerza esa mano de la reina. Es una mano grande, de dedos largos y palma poderosa. Mano faenera. Mano firme. Mano de matrona. En este punto, y aunque percibo que todavía no hay clima para pasar a «palabras mayores», me atrevo, me lanzo, con esta pregunta:
—Majestad, ¿qué cosa es ser reina?
Breve silencio. Ha vuelto a entrelazar las manos, sujetándoselas con vigor.
—No lo sé. Tienes que dejarme pensarlo. Cualquier cosa… menos «una profesional» ¿Dónde está la escuela? ¿Dónde el escalafón? Si por profesional se entiende tener una formación universitaria específica, no soy una profesional. Pero si con eso se habla de una dedicación, de echarle horas, de prepararse los temas, entonces sí me considero una profesional.
En mi libretilla anoto: Volver a preguntarle «¿qué cosa es ser reina?».
La idea de la reina Federica, patrocinada por un naviero privado, pero con las facilidades del gobierno del mariscal Papagos, obtuvo unos interesantes réditos en la cuenta que entonces se habría llamado de información y turismo, y ahora de márketing político. Y tanto que, dos años después, en 1956, los reyes griegos organizaron otro crucero. Esta vez, a bordo del Aquiles. Pero el premier británico sir Anthony Eden ordenó por entonces el cierre del canal de Suez.
—No hicimos el crucero —explica la reina—; pero sí una reunión festiva, de recreo, para jóvenes de las familias reales. No recuerdo cuántos días duró. Fue en verano, y el Aquiles estuvo atracado todo ese tiempo en el muelle de Corfú. Allí mi familia tenía la casa antigua, la que hizo construir Jorge I, el fundador de la dinastía griega. En esa casa, Mon Repos, había nacido mi tío Felipe de Edimburgo. Juan Carlos no asistió. Los demás nos conocíamos del crucero anterior. Habían pasado dos años, y nos reencontrábamos como mayores. Ese mismo verano, y en aquella ocasión, fue mi «puesta de largo», mi baile de debutante. ¡Ufffffff! Yo no quería de ninguna manera. Mi madre se empeñó. Lo odié con toda mi alma. A mí me gustaba pasármelo bien, pero sin concentrar en mí todas las miradas. Lo de siempre: un trasfondo horrible de timidez. Porque yo era muy, muy, muy vergonzosa. El vestido era de mosquitera…
—¿…?
—¿Cómo se llama en castellano esa telilla que se pone en las cunas de los niños, para quitarles las moscas… y las novias a veces lo usan de velo…?
—¿Tul?
—¡Exacto! ¡Tul!
—¡Oh, oh, oh… «tul ilusión»!
—Bueno, a mí no me hacía especial ilusión. Era un vestido con mucho vuelo, con llores… Muy aparatoso. Hay fotos por ahí…
La reina ha pasado por alto —tal vez se le haya olvidado— que el verano anterior, el de 1956, los condes de Barcelona y la infanta Margarita estuvieron en Corfú, en Mon Repos, invitados por los reyes de Grecia. Esa invitación respondía a un amistoso deseo de ofrecerles un poco de compañía y de consuelo, tras el accidente trágico que había provocado la muerte de su hijo, el infante don Alfonsito. De modo que don Juan Carlos no acudió a Corfú, ni en 1956 ni en 1957, pese a las consecutivas invitaciones.
Cuando vuelvan a encontrarse, aquel «chico de los Barcelona, divertido, gracioso y un poco gamberro», no sólo habrá pegado el estirón de muchacho a hombre, sino que un desgarrón de duelo le habrá mellado el alma de por vida.
«En otoño —prosigue la reina— hacíamos viajes en coche, los cinco de la familia: mis padres, mis hermanos y yo, para conocer Europa: Yugoslavia, Austria, Alemania… Un año, en 1959, fuimos a los países escandinavos, a Dinamarca, Noruega y Suecia. En Dinamarca conocimos a los reyes daneses, Frédérik e Ingrid, y a su hija, la princesa Ana María, que entonces era una adolescente de trece años. Pasado el tiempo, sería la mujer de mi hermano. Ese día se vieron por primera vez.
»Yo iba a cumplir veintiún años. Y no había visto en mi vida al príncipe Harald de Noruega. Pues bien, nada más pisar tierra noruega, nos desayunamos con que los periódicos de Oslo nos daban ya como pareja. ¡Increíble! En primera página, fotografía del príncipe Harald, y fotografía mía. ¡Y no nos conocíamos! Él no había venido al crucero del Agamemnon. ¡Nunca nos habíamos visto!
»Yo sé que hubo mucho interés en casarnos. Se provocaron encuentros, se hicieron cábalas, corrió mucha tinta, etcétera, etcétera, etcétera. El resultado de ese emparejamiento forzado fue nulo».
Le he preguntado —a su caer, siempre a su buen caer— por otros amores incipientes, noviazgos que no llegaron a cuajar…
«Antes de conocer a Juanito, al príncipe Juan Carlos, yo me había enamorado, enamoriscado, muchas veces: los típicos amores juveniles. Había tenido relación de buena amistad, y de enamoramiento, ¿por qué no voy a decirlo?, con algunos compañeros de Salem. Ah, y amor platónico, de pura fantasía, por algún actor de cine: Jeffrey Hunter, Robert Wagner y James Dean. Hunter era el protagonista de una película religiosa que me encantaba, y que la vi no sé cuántas veces: Rey de reyes. El hacía de Jesús. Y yo lloraba como una Magdalena, ¡ja, ja, ja, nunca mejor dicho! A Robert Wagner le vi en Lanza rota, en El príncipe valiente, y en alguna más. De James Dean, me chifló Al este del Edén, y también la última suya, Gigante. Yo era una chica romántica. Pero no tenía romances sentimentales, no tenía novios. Juan Carlos sería el primero. Y el único».
En 1959 se celebra en el castillo de Altshausen, en Stuttgart, la boda de Elisabeth de Württenberg con Antonio de Borbón-Dos Sicilias. Sofía de Grecia y Juan Carlos de Borbón asisten, pero la relación no pasa de un cortés saludo. Sin embargo, la princesa se fija en que «él llevaba el uniforme de gala de marino: estaba en la Escuela Naval de Marín». Asimismo recuerda que «le acompañaba su equipo de ayudantes, militares los tres: Nicolás Cotoner, marqués de Mondéjar, Alfonso Armada Comyn, y Emilio García Conde».
Al año siguiente, el 21 de julio, y también en Altshausen, se casa Karl, el duque de Württenberg, con Diana de Orleáns, hija de los condes de París. Juan Carlos, que por entonces mantenía una relación afectiva con María Gabriella de Saboya, acude a la fiesta. No así Sofía. Le he preguntado por qué, y me ha contestado del modo menos protocolario que me podía imaginar: «No me apetecía. No me interesaba. Podía ir o no ir… Y no me dio la gana».
Pienso que puede decirlo así, con esa soltura, y sin recámara, porque entre los reyes de España y los duques de Württenberg hay una muy buena relación de amistad. Y Juan Carlos es padrino de bautismo de Flor, una de las hijas de Karl y Diana, con quienes, además, coinciden todos los veranos en Mallorca.
Todos los días del año 1959, ya hiciera frío o calor, o llovieran chuzos de punta, Constantino y Sofía, si no tenían alguna actividad oficial, o algún viaje, o las prácticas de ella en Mitera, se levantaban con las luces malvas del amanecer, salían de Tatoi, y marchaban hacia el embarcadero de la bahía de Falerón. Allí estaba atracado el Nereus, un balandro de la categoría Dragón, que la marina de guerra griega había regalado al príncipe heredero, con ocasión de su mayoría de edad. No existía otro barco de ese tipo en toda Grecia, de modo que Constantino no tenía competidores. Tremendo hándicap para un regatista, pues, al no poder medirse con ningún contrincante, no sabe si está bien o mal preparado para afrontar una prueba.
«Sofía y Tino —me contaba la princesa Irene— siempre estuvieron unidísimos, como uña y carne. Incluso cuando bailaban, parecían una sola figura, acompasados en todos sus movimientos. Tenían una profunda amistad de hermanos. Y en el deporte formaban equipo. Eran una piña. Ella estaba dispuesta a todos los sacrificios, y madrugones, por él. Y él era su compañero y su gran protector. Yo me metía con los dos, para hacerles rabiar, usando una palabra, ginekopeda, reflejo de ese machismo griego que cuida y protege a las mujeres como si fuesen niños. ¡Huy, se enfadaban mucho conmigo!»
«Nos entrenábamos durante toda la mañana, hasta la hora del almuerzo —me cuenta la reina—. Mi misión en el equipo era estar pendiente de la cuerda mayor… oh, perdón: ¡del “cabo” mayor! Si mi marido me oyese decir “cuerda”, enseguida diría que “¡en marinería no hay más cuerdas que las de los relojes!”.
»Al principio no pensábamos para nada en los Juegos Olímpicos. Simplemente, nos adiestrábamos. Pero poco a poco fue entrándonos el gusanillo, las ganas de competir, de tener, no sé, un horizonte, una meta ilusionante para todos aquellos esfuerzos.
»Cuando dijimos en casa que nos queríamos presentar, enseguida intervino el gobierno, por tratarse del príncipe heredero, y de unos Juegos Olímpicos que habían nacido en Grecia: “El diadokos griego no puede correr el riesgo de perder. Si se presenta, tiene que ganar. Cualquier otra cosa, una medalla de bronce, sería un desastre”. ¡Así de tremendo se lo tomaron! El primer ministro era Constantino Karamanlis (muy monárquico, por entonces). Había sido un excelente ministro de Obras Públicas: en siete años rehízo Grecia, que estaba destrozada por las guerras. Y era una gran promesa de futuro. Fue mi padre quien lo eligió para presidir el gobierno[42].
»Bueno, para nosotros dos lo importante era competir, y “servir a la Victoria, la obtenga quien la obtenga”. Pero, tal como nos lo ponían, o todo o nada, “o se gana, o no se compite”, aquello era un desafío. Un gran desafío: se trataba de romper moldes. ¿Por qué un príncipe tiene que ser el mejor balandrista de la categoría Dragón? ¿Por qué un príncipe no puede competir sin ganar ninguna medalla? Había que afrontar el riesgo de la derrota».
Una vez más, a la reina se le anima el rostro, y hay un no sé qué de pujanza en su mirada garza, cuando dice la palabra desafío. No falla: y ya llevo apuntadas tres.
«Hicimos regatas en Francia y en Italia —continúa la reina su relato, muy animada, y algo en el tono de su voz, y algún gesto de sus manos, como abreviando tramos, quemando etapas, me hace entender que todo esto de las olimpiadas conduce a algún vericueto desconocido para mí—. Íbamos quedando bien. Con Tino y conmigo venían dos del equipo, Zaimis, que era el suplente, y Odiseas Eskitzoglou, oficial de marina, para el entrenamiento diario desde Tourkolimano[43] hasta la bahía de Falerón.
»Navegando por el puerto de Génova, un día de febrero del mismo año 1960, antes de los Juegos, tuvimos un accidente. Estaba nevando, y hacía un frío espantoso. Íbamos a todo meter. El barco giró bruscamente, y me golpeé la cabeza con el sotavento. Salí despedida y caí al mar. El agua estaba helada. Y yo me hundía en el hielo porque, al caerme vestida, el pullóver y el anorak no me dejaban bracear. Tuvieron que tirarse al agua Constantino y Eskitzoglou. Entre los dos me sacaron. Poco antes de ir a la olimpiada, después de una regata en Nápoles, en mayo de 1960, le dije a mi hermano: “Tino, lo voy a dejar. Lo he pensado bien. Un percance así puede volver a ocurrir en plenas competiciones, y yo no me perdonaría nunca que perdieses por mi culpa”.
»Los Juegos se celebraban en Nápoles, entre el 29 de agosto y el 7 de septiembre. Fuimos toda la familia. Yo ya como suplente del equipo. Nosotros veíamos las pruebas de balandro desde el yate de unos amigos italianos. Duraron cuatro días. Teníamos encima toda la atención de la prensa y de las televisiones del mundo entero, porque era el único príncipe heredero que competía. ¡Qué nervios…! El primer día, Constantino, tripulando el Nereus, llegó el décimo. Y todos, esa noche, de capa caída. Al día siguiente, llegó el tercero. Eso ya se ponía bien. Al otro, llegó el segundo. Y el último día, el definitivo, nuestro Nereus llegó ¡el primero! De las emociones que yo había vivido hasta ese momento, ésa fue la más excitante. Mis padres se abrazaron, riendo y llorando. Yo exultaba. Mi primo Karl de Hesse, que era muy amigo de mi hermano, se arrojó al agua con la botella de champán y las copas. Fuimos enseguida a tierra, para recibirle como olympionikis. Cogí una manguera y empecé a bañarles con agua. Bueno, fue una apoteosis. Oír el himno nacional de Grecia, con todo el estadio en silencio, y mi hermano en el podio con su medalla de oro… Para Grecia era importantísimo. No olvidaré la llegada a Atenas: había cinco filas de personas en cada arcén, desde el aeropuerto hasta el monumento al soldado desconocido, en el centro de la ciudad. Toda Atenas llena de gente. Se habían echado a la calle. Había un orgullo nacional colectivo maravilloso y emocionante. Era la primera medalla de oro que se ganaba en las Olimpiadas, desde antes de la Primera Guerra Mundial. Y el pueblo valoraba que el vencedor fuese un príncipe griego, y trajese el oro para la patria olímpica.
»Pero vuelvo a Nápoles. Aquella noche hubo una fiesta en el hotel donde nos alojábamos. Los Barcelona habían asistido a los Juegos, y, aunque no les vimos en el baile, les invitamos a cenar al barco nuestro, al Polemistis.
»Con don Juan y doña María, vino también Juan Carlos. Llevaba bigote. Yo le dije: “No me gustas nada con ese horrible bigote”. “Ah, ¿no? Pues… ahora no sé cómo lo voy a poder arreglar”. “¿No sabes cómo? Yo sí se cómo. Ven conmigo”. Le llevé a un cuarto de baño del barco. Le hice sentarse. Le puse una toalla por encima, como en las barberías. Cogí una maquinilla. Le levanté la nariz. Y se lo afeité. Él… se dejó».
Diez meses después de ese curioso episodio, que me sugiere demasiado fácilmente aquel otro, también de tonsura capilar, entre Sansón y Dalila, Sofía y Juan Carlos van a reencontrarse en territorio neutral: en la británica York, y al socaire festivo de la boda de Edward, duque de Kent, y Katherine Worsley.
—La boda era en York el 8 de junio de 1961. Los invitados llegamos a Londres unos días antes. Yo, sinceramente, no tenía interés en ir. Luego supe que a Juanito tampoco le apetecía. Él acudió con su padre. Yo, con mi hermano. Mejor así, porque todo pudo desarrollarse con más naturalidad, con más informalidad, con más libertad. Muchas veces he pensado que, si hubiesen estado allí mis padres, quizá no habría llegado a producirse el encuentro personal entre Juan Carlos y yo. Casi seguro: no habría pasado nada entre él y yo.
—¿Es cierta esa frase que se atribuye a vuestra majestad de que «por una vez el protocolo ha hecho bien las cosas», refiriéndose a que le habían designado a Juan Carlos como caballero acompañante? Porque, de ser verdad, esa frase es muy delatora.
—Es verdad. Yo lo dije. Pero… porque antes habían ocurrido ya unas cuantas cosas.
Me cuenta la reina que, en el momento mismo de llegar al hotel Claridge de Londres, mientras el conserje entregaba al príncipe Constantino las llaves de las habitaciones, ella —curiosa como cualquier mujer— pidió el libro de huéspedes, para saber quiénes se alojaban en el mismo hotel.
Apoyada sobre el pupitre de recepción, estaba leyendo la lista de quiénes habían llegado y quiénes estaban por llegar. «Los conocía a casi todos». Lógico. El gueto del Gotha: del Gotha jurásico y del Gotha veinteañero.
«Pero, de pronto, leí Duque de Gerona. Y dije: “Y este Duque de Gerona, ¿quién es?” Entonces, a mi espalda oí: “Soy yo”.
»¿Esa voz? Me volví. Y era él».