IV

Kein schöner Land in dieser Zeit

als hier das unsre weit and breit

wo wir uns finden

wohl unter Linden

zur Abendzeit[26].

Canción popular alemana del siglo XIX.

Aunque ha pasado más de un mes, con vacaciones de verano por medio, la reina entra diciendo: «¡Me acordé enseguida. Nada más irte tú, me vino el nombre de la quinta calle!»

La veo muy contenta con su hallazgo. Pero… me pilla en la ducha. ¿De qué «quinta calle» me habla? No sé… No caigo.

—Aravandinou. De las calles que rodean el Palacio Real de Atenas, ésa era la que me faltaba: Aravandinou.

—Nos habíamos quedado en Salem. Además de la lejanía familiar, el idioma, el rigor de una pedagogía exigente… ¿había alguna razón, más personal, para que a vuestra majestad le costase tanto ir a la Schlol3schule de Salem?

—Más que «razones», yo diría «motivos». Dos motivos. Uno, mi timidez. Yo no era una muchacha triste, sino alegre. Pero no era extravertida con cualquiera. Era muy sensible, muy observadora, y más bien retraída. Me resultaba difícil hacer nuevas amigas, por eso, por mi timidez. Y otro, que lo nuevo me costaba. Y me sigue costando. Soy «animal de costumbres». Cualquier cambio, me supone esfuerzo. No es pereza, no es miedo; sin embargo, me lleva tiempo hacerme a la idea de meter en mi vida una novedad.

—¿Le cuesta, majestad, recibirme y contarme cosas de su vida informal y doméstica?

—Me cuesta hablar de mí: «yo, yo, yo», en primera persona. Casi nunca lo he hecho. Prefiero hablar de los demás. Son mucho más interesantes… ¿Estas «sesiones»? De alguna manera, son como posar… Sí, las novedades se me hacen cuesta arriba (por eso me costaba ir a Salem); pero una vez que he dicho «sí» y he entrado… ¡ya, hasta el final! Soy constante.

—Pues… ¡menudo oficio ha ido a elegir, no gustándole la novedad!

—Es verdad. Aquí no hay un solo día igual al anterior. Una reina no sabe lo que es la rutina. No puedo «coger costumbre» de nada. Los protocolos de viajes, los lugares, los discursos, las personas, los regímenes políticos, los gobiernos de dentro y de fuera… ¡es todo tan cambiante! Los propios hijos, y sus amigos: gente joven que has visto crecer y cambiar de un día para otro. Por eso, sin ser «conservadora», sí me gusta conservar tradiciones, costumbres… Al menos, dentro de mi casa.

A propósito de las novedades, recuerdo ahora una breve anécdota que me contó Carmen Alborch cuando, por ser ministra de Cultura en el gobierno socialista de Felipe González, tenía trato con la reina: «Llegamos un día a cierto lugar. Al descender del helicóptero, el oficial de servicio se cuadró, saludó a la reina, y le dijo lo de “sin novedad, Majestad”. Mientras nos alejábamos del helicóptero, la reina me comentó con guasa: “A veces, he visto cómo el jefe de una unidad militar equis, se nos acercaba, nos decía ‘sin novedad’, y a continuación empezaba a contarnos cosas que les habían ocurrido: que si un soldadito muerto en un accidente, que si se les había caído el techo de un pabellón, que si tenían una avería en los motores del agua… Y yo pensaba: ‘Pues no sé para qué nos dicen antes que no hay novedad. ¡Eso sí que es retórica pura!’”»

Alemania, en 1951, estaba todavía dividida en cuatro zonas, cuya administración —política y militar— correspondía a las potencias aliadas vencedoras de la Segunda Guerra Mundial: Francia, Inglaterra, Estados Unidos y la URSS. El viejo reino de Hannover, tierra natal de la reina Federica, al norte del país, quedó bajo custodia británica. Salem, al sur, en la región de Baden, bajo la supervisión francesa.

El edificio escolar de Salem y la iglesia que alberga en su recinto, y hasta el viejo granero, son de piedra revocada en blanco y de tracería gótica: los nobles restos de un castillo y monasterio cisterciense, a las afueras del pueblo de Mimmenhausen. Asentado, berroqueñamente enclavado, como si desde el principio de la creación del mundo hubiese estado ahí, en un hosco paraje, de una belleza agreste y dura: un lugar de bosques y de prados, umbríos y desolados en invierno, restallantes de color en primavera, junto al lago Constanza, con su negro oleaje. Salem, más que alzarse, se extiende por un territorio recóndito —hay que querer ir, a cosa hecha, para dar con el lugar— que hace bisagra entre Alemania, Austria, Suiza y Liechtenstein. En el centro del centro del viejo corazón de Europa.

Durante el primer curso, 1951-1952, Sofía no vive en régimen de internado: se aloja con sus tíos —Jorge Guillermo de Hannover, el director de la Schlol3schule, y su mujer, la princesa Sofía de Grecia— y sus primos, allí mismo, en Salem, pero en una casa aparte: una mansión con un gran jardín por su ala oriental, el Prinzengarten, propiedad privada de Teodora y Berthold, los príncipes de Baden. El padre de Berthold, el príncipe Max von Baden, había sido fundador y mecenas de la Schlolischule de Salem.

«Teodora —me explica la reina con paciencia, sabiendo que no es fácil moverse con soltura entre tantos y tan requeteamarrados nudos familiares— era tía mía, pero por la parte griega: o sea, princesa de Grecia, prima carnal de mi padre. Era hermana de Margarita, de Cecilia, de Felipe de Edimburgo y de Sofía, la mujer de Jorge Guillermo. Por cierto, en esta Sofía, igual que sucedió con mis padres, se encontraron las dos familias: los Grecia y los Hannover. Teodora y el margrave de Baden eran dueños de esa casa, pero se la prestaban a sus hermanos, Sofía y Jorge Guillermo, porque él era el director del colegio».

Golo Mann, en su libro de memorias[27], dedica un enjundioso capítulo a Salem, donde también él estuvo interno, aunque treinta años antes que la princesa Sofía, y coincidiendo con el entonces joven alumno Berthold. En cierto pasaje, anota un comentario que sobre el príncipe Berthold le hizo Karl von Schumacher[28], precisamente después de una visita a Salem en los años cincuenta: «Así como hay un tipo de persona que es nazi por naturaleza, y que habría sido nazi por los cuatro costados, aunque no hubiera existido Hitler, así hay también un tipo, mucho menos frecuente, que es príncipe por naturaleza, y lo sería aun sin tener esa categoría y ese rango. Uno de ellos es el margrave de Baden».

«Yo tenía que ir al dentista durante bastante tiempo continuado, para que me pusieran un aparato de metal, de esos de ortodoncia, y me hicieran una corrección de dientes. Allí cerca había un dentista bueno. Así que mis padres pensaron combinarlo todo: la educación en Alemania, la estancia con mis tíos, y la atención del dentista. Lo que pasó fue que este señor trabajaba tan lento, y además era tan anciano, que… ¡uffff!, ¡se murió, el pobre, antes de terminar lo que me tenía que hacer en la boca! En realidad, mi madre lo que quería era que yo saliese a ver otras cosas distintas de Atenas. De algún modo, europeizarme. Como Sheila se había casado con el pastor protestante, me pusieron una especie de institutriz: una condesa austriaca. Por lo visto, creyó que su tarea consistía en pasarse el día vigilando, para responder de mí ante mi padre. ¡Qué cosa más absurda! En casa me habían educado siempre en el uso recto de la libertad. Y, encima, el ideario de Salem se basaba en el sentido de la autoestima, del honor, del deber y de la responsabilidad personal. En Salem te enseñaban a responder cada día ante ti misma, en conciencia, y anotando en una libreta lo positivo y lo negativo. ¿Para qué quería yo una vigilante?»

Esa oposición a la condesa austriaca, cuya identidad cela herméticamente, es quizá el primer brote de rebeldía de una personalidad en ciernes que va a tener ahí, en Salem, su banco de prueba, su palestra de provocación. En efecto: «Me daba envidia —dice— la vida del internado. Y al curso siguiente me planté. Me planté. Dije que quería ir al internado. Y fui.

»Allí no había diferencias sociales: era una verdadera democracia, en la que todos recibíamos el mismo trato. Lo importante era el esfuerzo personal. Valías por lo que hacías. No por quiénes eran tus padres. Durante esos cuatro años yo fui Sofía de Grecia, a secas. Una más entre los demás. Sólo recuerdo a una persona que, por lo visto, no asumía las reglas del juego: cierto profesor impertinente que, cuando me veía pasar por un pasillo, me hacía reverencias, en plan grotesco, como una burla a la monarquía. Yo hubiese querido expresarle mi rechazo, no a su opinión, sino a su forma de expresarla. Pero… me daba tanta vergüenza, que me encogía como una tortuga».

El régimen del internado era riguroso y exigente: tanto en invierno como en verano, se levantaban a las 6.15 de la mañana. «Y en tres minutos tenían que estar las camas hechas. Nos poníamos el chándal, bajábamos al patio, y ahí dábamos vueltas, haciendo footing, de dos en dos. Algunas alumnas bajaban con los bigudíes puestos, porque no les había dado tiempo a quitárselos. Cuando helaba, en los meses de invierno, a veces, ¡plaaasss!, resbalabas, te caías sobre la placa de hielo, y, ¡hala!, ¡a la enfermería! Ir a la enfermería era un alivio. Después de ese tiempo de footing, una ducha fría. En mis tiempos no había agua caliente. El desayuno eran cereales, papilla de avena, con agua. La leche era un lujo escaso, como la carne o los dulces. Y en Alemania se notaban mucho las carestías de la posguerra. A las siete sonaban, muy solemnes, las campanas de la iglesia del monasterio. Cuando yo estudiaba allí, la habían convertido en capilla protestante. A las 7.45 íbamos un cuarto de hora a la iglesia, a hacer los rezos, cantar salmos. Las católicas iban a la iglesia del pueblo. Yo solía ir a esa capilla protestante, la Beetsaal, que estaba en el mismo recinto.

»Todos los desplazamientos colectivos los hacíamos en fila, de dos en dos. Y, por supuesto, llevábamos uniforme: una falda gris y una camisa blanca. Encima, un pullóver azul marino, o un bolero —una “torera” lo llamáis, ¿no?—, o una chaqueta.

»A las ocho empezaban las clases. Las clases de atención intelectual se alternaban con las actividades prácticas. Cada cual elegía una ocupación complementaria: costura, tejer alfombras, trabajos manuales… Yo escogí fotografía y pintura… Puede sorprender, pero ésa fue la primera vez que yo tomé una decisión personal: mi primera elección libre. Sí, el asunto era una bobada, pero fue la primera vez que elegí sin tener que pensar en mi estatus, o en qué sería más conveniente para otros.

»Cada alumno tenía una tarea de tipo comunitario, social, que sirviese a los demás: lavar y secar platos, servir la mesa, atender el comedor, pelar patatas… No se trataba de economizar camareros, sino de un sistema de “corresponsabilidad”, de “cogestión” en el que los alumnos debíamos integrarnos.

»Al llegar la noche, cada uno hacía una especie de examen, de recuento del día, y lo escribía en un cuaderno. Ahí se reflejaba cómo iba el “plan de entrenamiento”. Era algo muy personal. Los pequeños no lo hacían, sólo los medianos y mayores. Yo recuerdo que apuntaba si había llegado tarde a algún acto de la Schlolßschule, si había sido ordenada, si había comido algo fuera de hora, si me había lavado los dientes después de las comidas, cuántos saltos había dado sobre el potro, en el gimnasio, cuántas flexiones, cuántas horas de estudio había sacado por la tarde… Las anotaciones debían ser veraces. Tú te examinabas. Tú eras tu juez. No podías mentirte a ti misma. Y ése era el código de honor. Una vez a la semana mostrábamos esos exámenes personales. Si tenías, por ejemplo, dos faltas de orden en la habitación, al llegar el sábado, te restaban del tiempo libre tres cuartos de hora, y te estabas en un aula sin hablar, o en la cocina pelando patatas, o caminabas cinco kilómetros en silencio. A mí me tocó hacer estas cosas muchas veces. Sí, era un castigo, pero te lo habías impuesto tú, y eso le daba otro valor y otra calidad moral.

»Existían unos grados, de mérito, de responsabilidad, dentro de Salem, según la conducta o los estudios, con unos distintivos: una tirita blanca, o blanca y lila, o lila, que se llevaba en el pecho —se señala, arriba, a la izquierda—, como los militares llevan sus condecoraciones. Todo esto respondía al ideario del fundador Kurt Hahn. Y el que hubiera “vigilantes”, “encargados responsables”, “auxiliares”, “monitores”, alumnos todos.

»En Salem hubo momentos en los que me lo pasé muy bien, y otros en los que me lo pasé muy mal. La vida era dura, rigurosa, exigente, sin confort de ningún género. Allí no tenías blasis, ni sheilas, ni marías, que te preparasen una merienda, o te limpiaran el calzado, o te hicieran la cama. Todo debías hacértelo tú. Además, estabas sola. No tenías quien te mimara. No podías quejarte ni lloriquearle a nadie. Y eso a mí me ayudó muchísimo. Yo encontré ahí un desafío formidable de libertad y de responsabilidad».

Han vuelto a brillarle los ojos, y toda la cara se le ha iluminado, como aquel día, cuando me contaba la escena del salto a los brazos de su padre en la piscina de un hotel de Alejandría. Por segunda vez, anoto en mi libretilla la palabra talismán: desafío. Y a continuación: También ahora, sabe que la energía es interior: está en ella misma. Y que en ese esfuerzo nadie puede sustituirla. Hay en esta colegiala de Salem una fe bravía, un coraje que le empuja a atreverse, y la hace capaz de traspasar todos los umbrales de la fortaleza.

Semanas más tarde volveré a esa misma página, para escribir un dato de mi observación: Va pareciéndome que esta mujer no es una criatura de salón palaciego. Desde muy pronto se construyó su «segunda vida», su «segunda naturaleza», mucho más rica y más recia que todas esas fruslerías livianas, banales, con que tantos salen airosos en los ambientes cortesanos. Ella, siempre que ha podido escoger, ha elegido deliberadamente el camino más áspero, el menos muelle, el más esforzado. ¿Quizá como una garantía personal de que —por ser el camino que más le costaba— ése era el más auténtico? Asombroso: estoy por decir que, dentro de esta reina, hay una mujer hecha a sí misma, a self-made woman… a pesar de los pesares.

«Tal vez el ambiente —continúa su evocación— era muy cerrado. La Schloßschule era una especie de gueto restringido: sólo para nosotros. No nos relacionábamos con la gente del pueblo o de fuera. Aunque eso es lo normal en todos los internados del mundo. Sin embargo, allí dentro, el régimen era de democracia. Casi todo se decidía votando. Pero no era una democracia de esas rasantes en las que se rebaja un poco a todos, para que nadie destaque. No. En Salem, cada uno se hacía valer, dentro de un sistema muy competitivo. No importaba tanto la opinión que de ti tuvieran los profesores, como tu propia dignidad, tu propia estima, tu fe en ti mismo y las metas que te propusieras conseguir. De ti dependía que progresaras o no. Cada uno era la conciencia de sí mismo».

Dormían cinco alumnas en cada habitación. Una de ellas era la monitora. Las camas, abatibles, debían permanecer recogidas durante la jornada. Cada trimestre, cambiaban de habitación.

«A mí me tocó ser monitora, y responsable de la limpieza, de que todo estuviese en orden, de las luces apagadas a su debida hora…»

Estudiaban humanidades y ciencias. «Al principio, me metieron en la clase de nivel más bajo. Y, como era griega, pues ¡a humanidades! Luego cambié de clase con frecuencia, porque tenía dificultades con el alemán. Iba bien en griego, pero mal en las demás asignaturas. Supongo que sería un problema de adaptación, y que no me fijaba en lo que estudiaba. Durante varios meses, aquel género de vida me costó. Echaba de menos a mi familia. Y a mi profesora Theophanos Arvanitopoulos. No quería aprender alemán, por si se me olvidaba mi griego. Ah, y tuve un “pleito” con un profesor, de griego precisamente. Era alemán y pronunciaba mal los diptongos y las vocales. Por ejemplo, la palabra “rey” se escribe basileus, pero se pronuncia basiles. El profesor decía basileus. Y yo le corregía en voz alta, delante de toda la clase: “No, no: se dice basiles”. Y así, varias veces, hasta llegué a decirle “usted pronuncia el griego como podría pronunciarlo Erasmo de Rotterdam”. Se enfadó mucho, y protestó ante el director, que era mi tío. Y con toda razón: yo había sido una atrevida y una impertinente. El caso es que volvieron a cambiarme de clase. Y sacaba malas notas. Pero bueno… aún me quedaban cuatro años por delante».

En verano, hacían excursiones: «Incluso, de cuatro días seguidos. Íbamos en bici, en grupos de ocho. Dormíamos donde podíamos. Una vez, en un granero. Otra, en un establo. Eso era para mí algo novísimo, y además (yo lo sabía) irrepetible. Así que procuraba disfrutar lo más…»

De sus tiempos de interno en Salem, Golo Mann no ha olvidado, a la vuelta de los años, el fascinante atractivo de aquellos paisajes: «El valle de Salem, cruzado por un pequeño río, el Aach, campos de cultivo, prados y árboles frutales, algunas aldeas, caseríos aislados; todo antiguo, y con un estilo peculiar, un paisaje cuidado desde tiempos remotos, obra de monjes que allí gobernaron, trabajaron, rezaron y enseñaron durante siglos […] en el monte de la derecha, una torre blanca, Hohenbodmann, llamada también “torre romana”. En la ladera, bosque. Y abajo, el amplio valle. Con tiempo claro, los Alpes al fondo, elevándose hasta el Sántis. El Aach desemboca en el lago Constanza, una de nuestras metas en las excursiones dominicales; como también lo eran Heiligenberg o Hermannsberg. Había un “camino del prelado”, entre Salem y Birnau, atravesando estanques y bosques, siempre bosques… Un paisaje que invitaba a los más hermosos paseos en todas las direcciones, y que ejercía una fascinación casi peligrosa».

En invierno, iban a esquiar a Falken, una estación de la frontera con Austria: «Suena muy bien, ¿verdad? —sigue contándome la reina—. ¡Pues era odioso, terrible! Llevábamos unas mochilas pesadísimas, los esquíes, los bastones, todo a cuestas, por unos caminos empinados y resbaladizos. Las botas eran de esas de cuero que se atan con cordones, inadecuadas para andar sobre nieve tantos kilómetros, y enseguida se calaban de agua helada. No teníamos buenos anoraks, ni ropa de esquiar. Íbamos cargados como burros. Y había que caminar tres horas, monte arriba, todo cubierto de nieve, y nevando y con viento fuerte mientras marchábamos. Los esquíes en aspa, sobre los hombros —con las manos, dibuja en el aire dos líneas imaginarias, que me hacen “ver” los esquíes, como si vinieran de detrás de su cuello, abiertos en ángulo, y apoyados sobre sus hombros; y ella, sujetándolos por delante, cada uno con una mano, mientras con el torso se balancea, a derecha e izquierda, a derecha e izquierda, imitando la cadencia de un escalador fatigado—, y la mochila pesando en la espalda. Mi anorak cerraba la cremallera aquí arriba del cuello, ya en la barbilla. El hierrecito ese, ¿la pestaña, se puede llamar?, de donde se tira para que corra la cremallera, se había ido helando. Y, como me rozaba, al final se me amorató la parte esta del mentón».

Su relato y sus gestos son divertidos. Me río. Ella también. A partir de aquí, va contando «el drama» entre carcajadas:

«Los esquíes estaban recubiertos de piel de foca, y se escurrían. Ah, y nadie ayudaba a nadie, porque cada uno tenía bastante con su propio fardo. Cuando llegamos al refugio, las habitaciones eran de seis. Todo de madera, y un frío pelón, terrible, que entraba por las rendijas. Sin chimenea ni calefacción. Nos dieron té con menta. Los profesores tomaban café con leche. Pero nosotros teníamos prohibido el café. Yo creo que, desde aquellas excursiones, detesté el esquí y aborrecí el té con menta.

»Cuando me casé, mi marido me dijo que en invierno iríamos a Navacerrada a esquiar. Yo le dije que ¡ni hablar! Y le conté mis odiseas austriacas. Él me aseguró: “No, aquí será completamente distinto: no tendrás que cargar con nada, llevarás un buen equipo, y nos trasladarán a la cumbre en el telesilla…” Le exigí su palabra de honor, antes de ir por vez primera a Navacerrada: no quería más “calvario” con ese dichoso deporte. La diferencia era notable, y he llegado a disfrutar del esquí».

En Salem, tenían prohibido el café, el alcohol y el tabaco.

—Era una prohibición general, para la gente joven, en toda Alemania. A pesar de ello, yo bebía bastante café, que compraba con mis amigos cuando íbamos en bici a Constanza, pasando la frontera suiza cerca de la ciudad.

—¿Ahora fuma?

—Nunca me han fotografiado fumando; pero sí fumo: dos en el almuerzo, y dos en la cena. ¡Y no tendría límite!

Sigue desempolvando recuerdos de los años cincuenta. Lo hace con cuidado, como si desdoblara un tenue pañuelo de seda y allí, envueltos, quietos, dormidos entre los pliegues, estuvieran los recuerdos, pavonados de nostalgia: las muchachitas en flor, con amplias faldas de vuelo; los mozalbetes, masculinamente graves, con pantalones bombachos, y bigotes incipientes. Sonaban las baladas de Pat Boone, Smoke Gets in Your Eyes de The Platters, Party Doll de Buddy Knox, Unforgettable de la reina del blues Dinah Washington, y la orquesta de Glenn Miller, con sus trompetas de plata y sus saxos tabaco y oro: Serenata a la luz de la luna, En forma, Pennsylvania 6500… Los chicos se declaraban. Las chicas decían que no podían contestar sin antes consultarlo con la almohada. Y, a partir de ese momento, ellas y ellos vivían estremecidos, sin poder contener tanta emoción, sin saber abarcar tanta belleza.

«En la escuela celebrábamos bailes. Y había celillos, porque uno había mirado más a otra. Y enamoramientos. Y romanticismos. Y aquel que se te ponía al lado, en la excursión. O que te pedía una fotografía dedicada, al salir del ensayo del coro. Y carta va y carta viene…»

Esta vez no ha traído el bolígrafo Harley Davidson. Me pide un lápiz y una hoja de mi libreta. Con trazos rápidos, dibuja un plano del colegio de Salem, al tiempo que va explicando:

—A este corredor dan, por un lado, las habitaciones. Ya te dije, vivíamos cinco en cada dormitorio. Puerta, puerta, puerta… Y, en el mismo corredor, enfrente, ventana, ventana, ventana… Los fines de semana, por las tardes, se veían parejitas, aquí, junto a las ventanas: él y ella, él y ella, él y ella… Pero ningún chico entraba en los cuartos nuestros. ¡Ni se nos pasaba por la imaginación! Había otra concepción moral en las relaciones entre los chicos y las chicas.

»Tengo muy buenos recuerdos de Salem. La vida era rígida, con mucha disciplina, y el clima muy duro, muy frío, muy lluvioso; pero fue mi primera experiencia de libertad, de compañerismo, de realce de mis valores individuales. Yo participaba en todo: en los coros, en el teatro, en las danzas, en las competiciones deportivas… Hacía mucho deporte: jugaba al hockey sobre hierba; en atletismo, no era mala como lanzadora de jabalina. Correr, en cambio, no me gustaba. Era muy patosa en las carreras. Además, antes de una competición, me ponía tan nerviosa que tenía que tomar un tranquilizante en la enfermería, con lo cual —con su expresiva mímica, hace la simulación de una muñeca rellena de serrín, que se derrumba— me quedaba como un fardo, y se me quitaba todo el empuje para correr. En cambio, saltaba al potro y hacía barra, una hora al día, preparándome durante todo el año, para competir el 6 de junio, que era la fiesta de final de curso. Pero yo prefería colaborar en equipo que competir.

—¿No le gustaba medirse con otros, y ganar? ¿O temía perder?

—No. No me da miedo perder. Pero no me gusta ganar a otros. Prefiero luchar conmigo y ganar mis propias batallas. Y el trabajo en equipo. Me integré en el coro. Cantaba de contralto. No me perdía un ensayo. ¡Cómo recuerdo los oratorios de Haendel y de Bach, los Réquiem de Mozart y de Haydn, el Gloria de Vivaldi y la Misa Solemnis de Beethoven…! Llegué a aprenderme de memoria el Réquiem de Mozart. Y también hice teatro. Representamos dos obras de Shakespeare: Macbeth y Julio César.

—¿Tuvo un papel importante?

Con expresión de guasa, me contesta:

—Síííí… Era tan importante, que no recuerdo si hacía de dama tercera o de dama cuarta. Ah, y tampoco lo que decía en escena.

—¿Y en Julio César?

—En Julio César, yo era… ¡el pueblo! ¡Ja, ja, ja! Iba vestida de romana, con una sábana blanca, y gritaba «¡Salve, César!».

Le divierte contar todo esto: «Organizábamos cenas secretas de medianoche. Estoy segura de que los profesores lo sabían, y se hacían los longuis. Bueno, también nos dedicábamos a obras sociales: visitar a los pobres, cuidar niños, en el tiempo libre».

Me habla de su tío Jorge Guillermo de Hannover: «Sí, era el director de la Schloßschule, pero eso no me lo hacía más fácil. Casi diría que era peor: para que nadie pudiese pensar que la sobrinita tenía enchufe, él no me pasaba una. En casa, era un hombre muy chistoso, muy divertido. Nos reíamos mucho juntos. Pero, en el colegio, le tenía bastante respeto; no me libraba de un solo castigo. Era estricto y justo, pero no rígido. A veces te corregía por algo que habías hecho mal, pero también alababa lo que hacías bien. Sabía ver lo bueno, y ensalzar el mérito, donde lo hubiera».

Ahora me explica su evolución: «De no querer ir a Salem por nada del mundo, a partírseme el alma cuando tuve que dejarlo. Al principio, tenía una sensación extraña, por estar fuera de mi país, y en un sitio y con unas personas con quienes yo no iba a hacer mi vida, en adelante. Me preocupaba perder lo que había aprendido en Grecia, incluso olvidar el griego. Me costaba el idioma alemán. Y el clima. Suspiraba por volver a ver la luz de mi tierra. Pero, pasado el primer trimestre, de desconcierto, de desajuste, cuando vi que me atraía convivir con todo el mundo en el internado, y ser una más, empecé a integrarme en todo, y a tener amigas y amigos… Por conducta y estudios, obtuve la tirilla blanca y lila. Y un grupo de pequeños a mi cargo.

»Hice muy buenas amigas. Que ahora me acuerde, Helen Wätjen, Karin Osterhage, Brigitte von Waldenfels, Rita Reinhardt, que murió de leucemia siendo alumna de Salem, y en su funeral le cantamos la Misa de Réquiem de Mozart, que teníamos ensayada.

»Y también amigos entre los alumnos: ingleses, franceses, un hindú, un afgano, que era encantador, y se llamaba Asisudin… Y alemanes: Dirk von Haeften, Franz Ludwig, Von Pletenberg, Von Staufenberg… Estos eran los hijos de los que lucharon contra Hitler. Dirk von Haeften había llegado a ser encargado-responsable. Debió de hacerse diplomático. Pasados los años, en 1965, yo ya casada y viviendo en España, un día en el concierto del Teatro Real vi que él estaba sentado en el palco de enfrente. Luego supe que le habían destinado a la embajada de Alemania en Madrid».

—Majestad, ¿ha vuelto a Salem alguna vez?

—Sí, he vuelto.

—¿Y… estaba igual, como el árbol de Alejandría?

—No. He estado en reuniones de antiguos alumnos, pero no de mi promoción. ¡Había cambiado tanto! Había cambiado el sistema educativo, el ideario, el espíritu aquel… Me apenó ver un Salem decadente, acusando una tremenda crisis de valores, un desmoronamiento de cosas valiosas. Los chicos ahora están en los cuartos de las chicas, todos revueltos. No llevan los uniformes. Van desastrados, mal vestidos, despeinados… dejados. Es posible que a estos chicos, y quizá a sus maestros, no les importen ya ciertos valores morales: la formación del carácter, la exigencia personal, la fortaleza, el temple competitivo, las buenas maneras, la entrega de lo mejor de uno mismo a los demás, el servicio y el favor sin pedir retribución en pago, el código de honradez… Quizá hoy todo esté orientado al único interés: el dinero. Dinero para conseguir cosas materiales, coches, casas, barcos de recreo, bienestar, pasarlo bien, divertirse a tope… Cuando al hombre se le mete aquí la maldita obsesión del dinero, ¡malo, malo, muy malo!

Ha apoyado la yema del dedo índice entre ceja y ceja, con fuerte presión. Y ha cerrado los ojos, pensativa. No sé en qué o en quién pensará, pero ese pensamiento, el que sea, le ha ensombrecido el rostro, de repente. Le ha nublado la sonrisa llena de luz que tenía hasta hace un momento. Y ahora veo ante mí a una reina silenciosa y cariacontecida. Aguardo unos segundos, a ver. Quizá me hable de la corrupción en las altas esferas, de la gente guapa que hace negocios feos, de la utilización espuria del poder… Pero no. Inmediatamente es ella otra vez, aplicada al inocente relato que traíamos:

«Cuando llegué a Salem, en 1951, yo era muy ingenua, muy candorosa, muy niña: una adolescente que no decidía por sí misma, porque todo se lo daban resuelto. Y eso fue lo que me resultó más arduo de la vida en la Schloßschule. Más que el frío, más que el rigor: tener que decidir. Usar de mi libertad con responsabilidad, apechando con lo que yo solita decidía. Y, por supuesto, con mis errores si me equivocaba. ¡Y claro que me equivocaba!

»En Salem me encontré a mí misma. Me conocí a mí misma. Supe que podía ser seria y alegre a la vez. Respetuosa y bromista. Reservada para ciertas cosas, y comunicativa para otras. Descubrí la amistad. Y la rebeldía. Esto sí que me pareció un auténtico “privilegio de lujo” que mis compañeros podrían ejercer siempre, cuando salieran de Salem. Y yo no. En el colegio sí, podía rebelarme. Con suavidad, sin montar una guerra, pero podía protestar por un horario, quejarme por un castigo, hacer mal un examen, o criticar cualquier disposición de los profesores. Podía desahogarme con la de al lado, “¡Vaya pelma!, ¡menudo fastidio!”. Pero en Grecia no había escape: las cosas, cuando había que hacerlas, había que hacerlas. No cabían protestas. Yo era bien consciente de mis deberes como princesa, como basilópes. Incluso, de los aburridísimos deberes de protocolo. A donde se me decía que tenía que ir, iba. A donde me decían que no, no iba. Sabía que era la hija del rey. Y a ello me debía, con ganas y sin ganas. Por eso, a pesar de ser un inhóspito internado, Salem fue para mí un oasis de libertad. Yo allí fui, simplemente, una chica griega, rubia, llamada Sofía. Y todo el calor humano que recibí me lo dieron a mí: a Sofía a secas.

En un zigzag de la conversación, y a propósito de Salem, y de estudiar fuera de casa, me habla de cómo el rey y ella decidieron que las infantas Elena y Cristina y el príncipe Felipe salieran pronto de palacio «a conocer la vida de por ahí, a afrontar dificultades, y a hacer su propio mundo de relaciones, de experiencias».

«Es importante —dice— que los hijos salgan fuera. Que no se críen sólo en palacio, y a la sombra de sus padres. A mí, como madre, me apetecía más tenerles conmigo. Pensaba “aquí podemos prepararles la mejor educación del mundo, y sin riesgos”. Pero enseguida me di cuenta de que eso no era bueno para ellos. Y todos, los tres, salieron a formarse fuera, a estar fuera, a… ¿bandearse?, a bandearse fuera. El príncipe, en Canadá, en las academias militares y en Estados Unidos. Cristina, en París y en Barcelona. Elena, también en París y en Londres. Llega un momento en que los padres han de renunciar (yo he renunciado) al egoísmo de tenerlos cerca: para que ellos sean lo que son, lo que de verdad son. Y para que lo sean por sí mismos. ¿Estoy más sola? ¡Pues no! Tenemos menos contactos en cantidad, pero de más calidad. No estamos juntos mucho tiempo; pero, cuando nos reunimos, disfrutamos, tenemos mil cosas que contarnos. Es una gozada.

»A Felipe, al príncipe, de pequeño, entre todos lo habíamos malcriado. Le gustaba dormir mucho, y madrugar poco. Tenía tendencia a la comodidad, al capricho, a hacer lo que le daba la gana, a salirse con la suya… Por eso, convenía exigirle. Y nos planteamos enviarle a un internado fuera y lejos. Que pasara por ese “potro”, antes de ir a las academias militares. Piensa que en las academias: ¡tararme!, suena la corneta y, si te quedas en la cama, se te cae el pelo.

»Una vez, los fabricantes de juguetes de Valencia y Alicante, días antes de la Navidad, habían enviado muchos juguetes, para los hijos del personal que trabaja aquí, en palacio. Lo preparamos todo en una sala grande, para repartirlo. En éstas, entra Felipe, que era pequeño. Ve un balón de fútbol, entre los regalos. Y, sin más ni más, lo coge y “¡éste es mío!”. Yo le dije: “No. Nada de ‘éste es mío’. Este se lo tienes que dar tú a otro niño. Y todo lo que ves aquí tenemos que darlo a los demás”. ¡Agarró una pataleta…! Gritaba, lloraba, berreaba… Y yo no podía ablandarme: “¡Felipe, si sigues así, te vas a tu cuarto, y ni regalos, ni nada!” No había modo. Tuve que cogerle del brazo y zarandearle con fuerza, para que viera que eso iba en serio. Al final, razonó.

»El ejército, la disciplina, fue fundamental. Eso es lo que te hace ser libre: someterte a una disciplina, saber dominarte a ti mismo. Si no, estás perdido. También el Lakefield College de Canadá fue muy duro[29]. Estaba lejos, con mucho frío, a veintitantos grados bajo cero, sin amigos, sin familia. “¡Qué frío estará pasando mi niño!”, pensaba yo. Pero volvió hecho un hombre. Su padre, el rey, aún lo pasó más duro: a los nueve años, tuvo que venirse a Madrid, separado de sus padres, y de sus hermanos, y en manos de preceptores mucho mayores que él. Y después, en las academias, como uno más, pero de verdad. Por eso quisimos que nuestro hijo también se formara en los tres ejércitos, como un cadete más, o como un alférez más, o como un guardiamarina más».

Gustavo Suárez Pertierra[30], que a su paso por los ministerios de Defensa y de Educación había tenido datos de primera mano sobre la formación del príncipe Felipe, tanto en el ámbito castrense como en el universitario civil, me habló un día de la visita de la reina a la Academia de Zaragoza, para ver dónde iba a estar alojado su hijo. En su momento, también había ido a conocer por dentro Lakefield College, en Canadá. «He constatado —me dijo Suárez Pertierra— la preocupación, el interés, el seguimiento de la reina, mientras su hijo desarrollaba sus estudios en las academias militares. Las notas le importaban. No se lo tomaba como un trámite que había que pasar. Y en la Universidad Autónoma, bajo la dirección de Aurelio Menéndez[31], que era entonces el preceptor del príncipe Felipe, le diseñaron una carrera universitaria con muy buen criterio, incrustándole otras disciplinas claves para quien ha de ser rey: economía, dada por Enrique Fuentes Quintana[32]. Teoría política, por Francisco Tomás y Valiente[33]. Historia, por Carmen Iglesias[34]. Luego vino el master en Georgetown. Y la reina me preguntaba: “¿Es interesante que vaya allá? ¿Esos estudios le añaden algo, le completan lo que tiene…?” No le interesaba la vitola de “haber pasado por Georgetown”, si eso no tenía contenido.

»En el aspecto militar, el príncipe asciende al ritmo de su promoción. Es lo mismo que hizo su padre. Franco, a don Juan Carlos, al nombrarle sucesor lo ascendió de golpe a general. Pero él con quienes se ve cada equis tiempo es con los de su propia promoción. Y el príncipe Felipe sigue siendo lo que le toca: un capitán. Y no miento —me contó Pertierra en esa misma ocasión— si digo que he visto esfuerzos en la reina para ser considerada como una madre más, a la hora de la jura de bandera del príncipe en Zaragoza[35]. En La Zarzuela querían que la ceremonia fuese castrense y familiar, pero de todas las familias y de todos los que juraban, y que el príncipe fuese uno más, y su familia también una más. Ni tribuna para los reyes, ni discurso del rey. Querían que fuese todo el mundo igual, como años más tarde en la ceremonia de graduación de Georgetown. Pero… estaba en Defensa una persona[36] a quien gustan mucho los montajes espectaculares, la parafernalia, el protocolo a todo gas. Y convenció al jefe de la Casa de Su Majestad de que el príncipe, siendo el heredero del trono, no podía ser en ese acto “un cadete más”; que su familia no era “una familia cualquiera”, sino la Familia Real; y que todo eso tenía que subrayarse y notarse. Pero la idea de fondo del rey y de la reina, en la formación militar de su hijo, era que se le tratase y se le formase como a cualquier otro alumno de su promoción. Y eso se cumplió. Tenía más vigilancia y más escolta, cuando salía del recinto, y algunas ausencias previstas, por razones de protocolo, pero pocas».

Con idéntica insistencia, quiso la reina que la infanta Cristina, en la universidad, fuese «una estudiante normal». Y así se lo indicó a Carmen Iglesias: «Que haga lo mismo que hacen sus compañeros». Eso sí, pidió que además del programa común, a su hija le impartiesen algunas materias, en seminarios o en clases particulares, para que pudiera profundizar.

Almorzando un día con Carmen Iglesias, me hacía ver lo insólito de que una infanta de España haya sido una alumna común, desde el primer curso hasta el último de la carrera, en una universidad pública, y, por tanto, abierta y expuesta a todo: desde un desaire o una burla, o una grosería, hasta un atentado.

«Recuerdo que, en el primer trimestre del curso 1984-1985, cuando acababan de asesinar a Santi Brouard y al senador socialista Enrique Casas, y había un pulso a muerte entre ETA y los GAL, me telefoneó Sabino Fernández Campo:

»—Carmen, ¿podrías venirte a Zarzuela, ahora mismo? La reina quiere verte.

»—¿Ocurre algo?

»—Bueno… Es que, al parecer, los de Seguridad han tenido noticias de algo raro, y están asustados. Quieren retener a la infanta Cristina en palacio, para que no vaya a clase.

»Como yo me encargaba de los estudios de la infanta, fui para allá enseguida. Hubo una reunión con el coronel Blanco, y alguno más de los de Seguridad. Y la reina quiso estar delante. La reina era partidaria de que la infanta siguiese yendo a sus clases. En cierto momento, y con una sangre fría que me dejó pasmada, intervino:

»—Pero vamos a ver, Blanco, ¿qué es lo que teméis?, ¿el tiro?, ¿una bomba?

»Blanco contestó:

»—No, señora. Ni el tiro, ni la bomba, porque eso para ETA sería echarse impopularidad encima.

»—Entonces, ¿qué?

»—Pues, por la información que tenemos, podrían estar planeando un secuestro. El secuestro de una hija de los reyes sería para ETA el mayor impacto jamás logrado…

»La reina le escuchó con gran serenidad. Ni el más mínimo gesto de nerviosismo. Casi impertérrita. Y a partir de ahí, entró a analizar la “hipótesis”, como si no se estuviera hablando de su hija Cristina:

»—¿Cómo van a intentarlo, si la infanta va protegida por nuestra gente?

»—Es que, majestad, nuestra gente, los inspectores, se quedan fuera del aula. Dentro, en la clase, la infanta está sola. Y si ocurre algo ahí, nosotros no podemos hacer nada. Y la inspectora que va con ella es como si no existiera, porque una mujer sola, frente a un comando de ETA en acción, no puede actuar. La neutralizan en dos segundos. Eso es como nada.

»—Pero, en esa aula, la infanta no está sola: están todos sus compañeros, ¿no?

»—Sí…

»—¡Pues ellos la defenderán!»

Esta vez, yo misma miro el reloj: hemos rebasado con creces el tiempo previsto. Pero, ya que estamos en el tema de la educación de los hijos, pido a la reina que me hable del príncipe, tal como ella lo ve, a fecha de hoy:

—El príncipe es ya un hombre que sabe lo que quiere. Y sabe administrarse. En las reuniones que tenemos para la previsión de actos, viajes, protocolos, etc., estudiando las invitaciones que se han recibido, él decide con gran soltura «a esto voy, a esto no voy». Tiene un criterio muy formado. Incluso, a veces, a nosotros nos dice cosas, sobre actuaciones hacia el exterior, que no se nos habían ocurrido.

—El trono se hereda, pero ¿también se hereda la aptitud para ser rey? Ser buen príncipe, ser buen rey, ¿es cosa de casta?

—Yo pienso que un rey nace, y se hace. Las dos cosas. Es intuición. No hay escuela. No puede haberla, porque las circunstancias de uno son diferentes de las que le tocó vivir a su padre, y diferentes también de las que le tocará vivir a su hijo. Por otro lado, el príncipe Felipe tiene una formación impresionante, como no la ha podido tener su padre, como no la tiene casi ningún rey, y que ¡ya quisiera tenerla yo! Pero ¿ser buen príncipe, ser buen rey? Eso tiene que venirle de dentro, tiene que ser innato. Y yo, que soy su madre, ¿qué puedo decir? Pues… que sí, que noto que lo lleva dentro. ¡Me da cada lección a veces!

Volvemos a Salem. En no sé qué momento de esta conversación, yo le había preguntado a la reina por qué no terminó allí sus estudios. Me responde ahora:

«Salí de Salem con mucha pena. Pero la decisión fue mía. Mis padres me plantearon la disyuntiva: o interrumpir los estudios de la Schloßschule ya al terminar ese curso, en 1955, cuando iba a cumplir diecisiete años, y volver a Grecia; o, si continuaba, alcanzar una titulación y permanecer tres años más, hasta los veinte. No era una elección sencilla. No quería perder el contacto con mi país, con la gente de Grecia. No me gustaba estar tanto tiempo, cuatro y tres, siete años, ausente, desligada, como una extraña. Sin embargo, lo pasaba muy bien en Salem, y me daba una pena inmensa dejar a mis amigas, y a mis amigos, y el coro, y la convivencia aquella, y los bailes de fin de semana, y el hockey sobre hierba, y las excursiones en bicicleta, y las celebraciones navideñas, que empezaban en Adviento, con concursos de adornos, con villancicos, con representaciones del Nacimiento… Me costaba irme, pero mi sitio era Grecia. Tenía que volver. Y eso también lo comprendí en Salem. Hubo unos días críticos, de dilema, de dudas, de reflexión, de pesar pros y contras. Yo estaba sola para decidirlo. Y era libre. Pero, por mucho que me costase el tirón de irme, mi futuro no estaba en Alemania, estaba en Grecia. ¿Qué hacía yo en Alemania? A mi edad, siendo la mayor, debía acompañar a mis padres en la vida hacia adentro y en la vida hacia afuera. A los veinte años, me habría sido muy difícil adaptarme de nuevo a la vida de hija del rey, de infanta, de basilópes. Tomé la decisión sintiéndome libre, libre, libre. Pero esa misma libertad me llevaba al sentido del deber. Y resolví volver a mi tierra, con los míos».