III

… Ces malheureux rois

dont on dit taut de mal

ont du bon quelquefois[19].

FRANÇOIS GUILLAUME J. S. ANDRIEUX,
Le meunier de Sans Souci.

17 de julio de 1995. Han pasado trece días, y he vuelto a La Zarzuela. En tan poco tiempo, los reyes han estado en las academias militares de Talarn y Zaragoza y en la Escuela Naval de Marín, presidiendo la entrega de despachos. Y han viajado, en visita oficial, a Austria y a la República Checa. En palacio hay trajín de «cierre y marcha»: ordenar armarios, cubrir tapicerías, retirar alfombras, hacer equipajes… Y en las oficinas, andan igual de azacanados rematando gestiones, ultimando correspondencia, zanjando asuntos pendientes. De un momento a otro, saldrán todos como disparados hacia Mallorca, para pasar las vacaciones en Marivent.

La reina me ha hecho un hueco en su agenda. Un hueco inverosímil porque, en estas fechas de víspera, ella es ante todo y sobre todo una mujer que cierra una casa y abre otra; una madre de familia que espera a un montón de parientes invitados, y quiere supervisar por sí misma que cada uno de ellos tenga su habitación bien instalada: que no falten bombillas, ni visillos, ni jabones, ni toallas, ni… «Ah, y eso no lo delega en nadie —me comentó una vez la princesa Tatiana Radziwill—: aunque no reciba en su casa, y se trate de alojarse en un hotel, ella va antes para ver qué puede necesitar cada huésped».

Me dicen que va a retrasarse un poco: «Ha almorzado fuera, pero ya está llegando. Nos han avisado del control, que acaba de cruzar por allí».

A las cinco y siete minutos, la reina entra en la salita donde yo la espero. Viene muy risueña —«¡mil perdones, mil perdones, que llego tarde!»— y como más ligera y airosa que la otra vez. Quizá sea el vestido, informal, veraniego, de vuelos: blanco estampado en azules. Lleva collares y pendientes, de cuentas azules, a juego. Trae una carpetilla tamaño folio bajo el brazo. A modo de saludo, me lanza un animoso «¡manos a la obra!». Y enseguida, ya sentadas: «Nos quedamos en el regreso a Grecia, desde Alejandría, después del exilio, ¿no?»

Ella tenía casi ocho años, aquel mediodía de septiembre de 1946[20], cuando, con el corazón apresurado por la emocionante novedad, avistó el puerto de El Pireo desde la cubierta del destructor Nauvarinon: «Era tan pequeña al salir de Grecia, que para mí este regreso fue el verdadero encuentro con mi tierra. Abría muchísimo los ojos. Quería verlo todo, todo, todo. Y cuanto antes. Desde que amaneció, Constantino y yo estábamos, como en una puja, a ver quién era el primero que divisaba la costa. El día era esplendoroso. Me sorprendió que en Grecia, a pleno sol, con una luz tan blanca, tan fuerte que casi cegaba, el mar fuese tan oscuro. Todos iban de gala. Mi padre, de almirante. Irene vomitó sobre el militar que la llevaba en brazos, y le puso perdido. La noche antes hubo marejada, y yo me caí de la cama en el camarote. Mis padres nos decían: “¡Ése es nuestro país, ésa es nuestra tierra…! ¡Ya estamos, gracias a Dios, ya estamos aquí!” Abajo, en el muelle, la música, chimpún, chimpún, chimpún. La gente gritaba y aplaudía. Todo el mundo estaba radiante. Y yo, excitada de alegría. Era una emoción muy nueva que me hacía feliz».

Este regreso debió de producirse año y medio antes, al caer la Alemania nazi y terminar la guerra mundial; pero Grecia estaba cuarteada por una guerra civil de guerrillas y violencias, azuzada por las «milicias» comunistas, que llegaron a establecer un Comité de Liberación Nacional (PEEA) en las montañas del norte del país. Churchill instaba al rey Jorge para que designase a «un regente neutral: el arzobispo ortodoxo Damaskinos». Sin embargo, Jorge II —que por tres veces había bebido la amarga pócima del exilio— tenía bien aprendida la lección y se mantuvo firme en la decisión democrática de que Grecia no tendría un regente designado «a dedo», sino un rey respaldado por la voluntad mayoritaria del pueblo, «cuando pasen estas tormentas, y los griegos puedan expresarse libremente en las urnas».

Y así fue: el 31 de marzo de 1946, con la supervisión de observadores franceses, ingleses y estadounidenses, se celebraron elecciones generales democráticas en Grecia; y el 1 de septiembre, un referéndum, que dio la mayoría absoluta (el 69 por ciento de los votos populares) a los partidarios de la restauración monárquica.

«El exilio es muy malo —me dice la reina— porque desarraiga a las personas, las saca de su casa, las aleja de su suelo, las hace vivir de nostalgias, y disgrega también a las familias. Pero mucho peor es la guerra. El resultado de la guerra en Grecia fue terrible: sobre una población de ocho millones, más de cuatrocientos mil muertos. Y la guerrilla seguía aterrorizando y matando. No había familia que no tuviera alguna víctima. Además de las bajas de la guerra, los niños más pobres habían perecido de hambre, a millares. En los pueblos, las mujeres iban de negro, por el luto. Casi todo estaba destruido. El país, arruinado. La gente, extenuada, hambrienta, envejecida, triste. No había ropas, ni alimentos, ni medicinas. No había de casi nada.

»Mis padres empezaron enseguida a viajar por todo el territorio: se lo pateaban en un jeep militar; y a veces en mula porque había pueblecitos en barrancos pedregosos, o en montañas muy ¿escarpadas?, sin camino, adonde no se podía llegar de otro modo. A mí me llevaban para que fuese conociendo de cerca el dolor y la pobreza.

»Nuestra casa de Psychico y el palacio del rey, en Tatoi, habían sido saqueados, y maltratados… Los soldados italianos, alemanes, o británicos, se albergaron allí. Habían encendido fuego para guisar, o para calentarse, en medio de cualquier habitación. Y como no tenían leña, arrancaron todo lo que era de madera. Un día fuimos a Tatoi, de picnic, de excursión. Y mi madre nos iba explicando cómo estaba antes…

»Nos establecimos en Psychico. Allí mismo, mis padres fundaron unas escuelitas, Arsakion, dentro de la finca, pero separadas de la casa. Había tres grupos, tres clases, por niveles de edad, con diez niños en cada clase: a una asistía Irene; a otra, Tino; y a otra, yo. El profesorado era muy bueno. La directora de primaria era la señora Orsa, y la de secundaria, la arqueóloga Arvanitopoulos. Después se construyó un colegio de niños, Anavrita, al que fue mi hermano. El director era Jocelyn Winthrop Young. Más tarde, este profesor tuvo una hija, y le pusieron Sofía, porque yo fui su madrina. Nos llevaban también a ver fábricas; o hacíamos excursiones arqueológicas, y luego recomponíamos los restos de vasija o de lo que hubiésemos encontrado.

Todo era nuevo. Todo era apasionante. Cada día nos abrían un universo de intereses. Los pequeños scouts teníamos nuestras reuniones en el sótano de Psychico. A mí me encantaba ir a clase, aunque no era buena estudiante». Con tono declamatorio y abombado, hace la parodia de un imponente tribunal examinador: «Redacción, ¡mal! Sintaxis, ¡peor! Matemáticas… ¡¡cero!!» Y ahora suelta una carcajada, riéndose de su imitación. «Sin embargo, en ortografía era la mejor de la clase». Me confiesa que, como todos los colegiales del mundo, «con tirachinas, de pupitre a pupitre, nos enviábamos papelitos con mensajes; o, toc-toc-toc, con un morse inventado por nosotros mismos». Y también que «en los exámenes, yo llevaba mis chuletas y, si podía, alguna vez, ¡ya lo creo que copiaba!».

Le he dicho a doña Sofía que, para llegar a conocer a la mujer que palpita bajo la piel de la reina, he de ir conociendo antes a la niña, a la adolescente, a la jovencita que fue. «El alma —decía yo, y la reina me miraba seria, atenta y en silencio— de Sofía ante el pupitre, de Sofía teenager que sueña, de Sofía novia por casar, de Sofía forastera en España…» Y ello, porque el humano, mientras es ser viviente, es ser viniente. Alguien que va viniendo, de la cuna a la tumba. Alguien que se va haciendo y deshaciendo y resolviendo. Alguien in fieri. Alguien que evoluciona, así o asá, en el durante de su calendario. Alguien que acumula saberes, emociones, escalofríos, dudas, fugas, arrugas, paisajes, sobresaltos, lágrimas, versos, besos, vuelos, amaneceres de cristal y hielo… En buena manera, creo, somos acumulativos: un pan sobado donde ha puesto sus infinitas huellas digitales el vivir.

De ahí, mi interés en rastrear la orografía de sus años niños: porque en aquella princesita tenue, que en la severa cita del deber se hacía hija de rey, ya estaba en ciernes, germinal, en yema, esta esposa de rey, esta reina —reina hacia afuera, y hacia dentro reyna[21]—, esta mujer, esta matrona rubiamente fuerte, adobada en virtudes y talentos, matriz de un príncipe cachorro, bravo clamor rasgando las cortinas que tapan el futuro.

En esos tiempos escolares de Arsakion, Sofía conoce a una mujer que va a dejar una marca importante en el trazado de su aprendizaje cultural: Theofanos Arvanitopoulos, responsable de toda el área de humanidades que entonces la princesa empieza a estudiar: historia, geografía, arte, filosofía, arqueología, griego… El paso del tiempo no ha conseguido mellar su admiración hacia aquella profesora: «Era fantástica. Se entusiasmaba y entusiasmaba a sus alumnos con la arqueología, o la historia… Nos explicaba el arte sobre el terreno, yendo a los lugares. Ella me descubrió las riquezas de Grecia, y me enseñó a disfrutar con la belleza, y a amar mi país. Con ella, aprender era… una fiesta. La quise muchísimo.

»Al volver del exilio, en 1946, yo hablaba inglés y griego. Pero, nacida griega, y siendo hija del diadokos, debía perfeccionar enseguida el idioma de un país. Para relacionarme con la gente del pueblo, tenía que hablar su idioma. Lógico ¿no? Y lo mismo, mis hermanos. El griego que sabía lo aprendí de María, una chica que ayudaba a Sheila MacNair. Ella siempre nos habló en griego durante el exilio. Theofanos nos dio clases a los tres. La ortografía, que era complicadísima, ella nos la hacía muy atractiva. Aprendí las tres lenguas griegas: el idioma común, o koiné; la lengua vulgar, popular, o demotiki, que es la que habla el laikon, el pueblo; y el griego clásico, ático, culto, la kazarevusa, que es la gramática perfecta».

La reina observa que titubeo al intentar transcribir esos nombres. Le explico que no sé griego, porque en la Facultad de Filosofía escogí el árabe. Toma entonces mi libretilla. Saca un voluminoso bolígrafo Harley Davidson, color gris ratón, y me escribe esas palabras con caracteres grecos de su puño y letra. Me he quedado mirando el bolígrafo, con cara de sorpresa: yo tengo uno igual, y sé que, cada vez que lo saco, es una «passsada». Casi, casi, como arrancar con una Harley en tercera, a todo pistón, y rueda en alto.

«Colecciono plumas estilográficas. Pero me gusta escribir con rotulador de punta fina, o con este boli, que tiene tinta de agua y va fenomenal de rápido. Lo compré en el Ave. ¡Me encanta el Ave! Llegas, subes, zassss, ¡y ya estás en Sevilla! Yo —ahora baja la voz, enarca las cejas y pone cara de ir a revelarme una indiscreción—, lo que peor llevo de todo es el avión: subir al coche, bajar del coche, subir al helicóptero, para ir ahí al lado, a Barajas, bajar del helicóptero, subir a otro coche, volver a bajar a trescientos metros, en la misma pista, subir al avión… Cuando te sientas y te aprietas el cinturón, ves que, con tanto subeybaja, estás ya toda arrugada y agotada, ¡y todavía no hemos despegado de Madrid! Encima, habrá quien piense “¡mira esos dos, qué bien se lo pasan, venga a viajar!”. Aunque leas los periódicos, o un libro, a mí el viajar me produce una sensación muy frustrante de estar mano sobre mano, perdiendo un tiempo precioso que podría gastar haciendo cosas más útiles».

El 1 de abril de 1947, a los seis meses de haber regresado del exilio, el rey Jorge II muere repentinamente de una trombosis coronaria en su gabinete de trabajo. La víspera, empezó a acusar dolores en el pecho, pero no quiso dejar de asistir a la proyección de una película —Enrique V, de Lawrence Olivier— a beneficio de los niños griegos huérfanos de guerra. Y el día de su muerte, por la mañana, trabajó en su despacho del palacio de Atenas con normalidad. Dijo que no quería comer. Se echó a descansar en un sofá, vestido, tal como estaba. Debió de morir sin agonía. Serían las dos de la tarde. Su ayuda de cámara telefoneó a Psychico, al príncipe Pablo, que en ese momento iba a sentarse a la mesa para almorzar. Conduciendo él mismo su automóvil, y llevando a Federica en el asiento de al lado, Pablo salió inmediatamente hacia palacio. Enseguida empezaron a llegar los miembros del gobierno y el Patriarca de Constantinopla.

Pocas horas después, a las ocho de la tarde, con el rey muerto en la capilla ardiente, el Patriarca ortodoxo tomó juramento al diadokos Pablo. Y el primer ministro, en señal de acatamiento de la nueva investidura, gritó «¡Viva el rey!». En Grecia no hay ceremonia de coronación.

«Irene y yo estábamos en clase de ballet, en el Club de Tenis. La gente empezó a hablar en voz baja, con expresiones de alarma, de extrañeza. Pero no nos dijeron qué ocurría. Como el 1 de abril en Grecia se celebra la fiesta de los Santos Inocentes, y se gastan bromas, algunos creían que era mentira… A nosotras nos llevaron a casa. Papá y mamá habían vuelto a Psychico, supongo que para arreglarse y prepararlo todo, porque tenían que estar presidiendo el duelo. La noticia nos la dio mi madre, lo recuerdo muy bien. Nos reunió a los tres niños. Y nos dijo: “A tío Jorge le llegó su hora. Estaba muy cansado. Se echó a dormir la siesta. Y se quedó dormido para siempre. No ha sufrido nada… Cuando se muere el rey, le sucede el heredero. En este caso, el heredero es papá. Esto va a cambiar su vida totalmente. Deberá trabajar mucho, viajar mucho, recibir a mucha gente. Tendremos que vivir en el palacio de Atenas, y dejar esta casa… Y todo eso os va a costar a vosotros, pero también a él le va a costar”.

»Ésa fue la primera vez que tuve una relación de cerca con la muerte, y conociendo al hombre que se había muerto. A los cuatro días fueron los funerales y el entierro. Nos pusieron trajes negros. Las señoras, si estaban casadas, llevaban velos negros por la cara. Mi madre lo llevaba, y todas las parientes que vinieron. En cambio, tía Katherine, como estaba soltera, no llevaba velo. Recuerdo muy bien el cortejo fúnebre, los soldados cubriendo la carrera, con los fusiles hacia abajo, a la ida; y hacia arriba, a la vuelta, después de enterrarle en el mausoleo familiar de Tatoi. En el cortejo iban los evzones de la guardia real. Y, detrás del féretro, mi padre, que llevaba de la mano al nuevo diadokos: mi hermano Constantino.

»Estas ceremonias no son ritos vacíos. Tienen una gran fuerza. Significan lo que son. Y son lo que significan. Mi hermano, siendo tan pequeño que apenas le llegaba a mi padre a la cintura, ya se dio cuenta ese día, en ese desfile, de que él era el príncipe heredero: él estaba por delante de nosotras para reinar. Pasados muchos años, cuando aquí en España tuvimos el golpe del 23-F, yo quise que mi hijo, el príncipe Felipe, estuviese con los mayores, en el salón, cerca de su padre que tomaba decisiones. Era importante que eso él lo viviera, sin que nadie se lo contase. Era muy importante… Y allí estuvo, toda la tarde y toda la noche, hasta que se quedó “frito” en un sillón».

Cuando Pablo de Grecia empieza a reinar tiene ya cuarenta y seis años. No es precisamente un hermoso príncipe de las mareas. Por el contrario, ha sufrido en sus carnes el riesgo, el dolor, la carestía, la guerra, la desinstalación, la soledad y la melancolía de la ausencia. Muy temprano, siendo apenas un muchachito de doce, recibió el impacto sobresaltante de la noticia del asesinato de su abuelo, Jorge I, el fundador de la dinastía[22]: un tiro a quemarropa, por la espalda, en Salónica, mientras paseaba junto al mar, contemplando, enfrente y a lo lejos, el monte Olimpo. El homicida no era ningún enemigo búlgaro, turco, albano o yugoslavo: era un tal Alexander Schinas, un quidam griego, loco y alcoholizado. Desde entonces, Pablo siguió muy de cerca los avatares de un pueblo, como el griego, de corazón tan fogoso como tornadizo, y de unos políticos demasiado aficionados a conspirar y a urdir tramas palaciegas para manejar a su arbitrio el cetro del rey, en cada momento.

Con cuarenta y seis años, no es un príncipe de las mareas, tampoco es un viejo, pero tiene ya cicatrices en el alma: ha conocido cuatro reyes de su propia familia y bajo su mismo techo: su abuelo Jorge I, su padre Constantino I, y sus hermanos Alejandro I y Jorge II. Ha vivido tres veces la incierta aventura del exilio[23]. La renuncia forzosa, y después la abdicación, de su padre. La trágica muerte de su hermano Alejandro[24]. El divorcio de su otro hermano, Jorge. Y el zarpazo de la Gran Guerra. Una épica azarosa y caliente de guerras continuas en Asia Menor: guerras en las que los príncipes, con el rey a la cabeza, participaban como un hombre más, afrontando el peligro en los frentes de batalla.

Se ha curtido, sin doseles ni palios, a la intemperie del infortunio, adivinando, detrás de los dramáticos sucesos que golpeaban una y otra vez a su familia, una mano invisible afanada en convertir la dinastía de Grecia en una dinastía maldita.

Sin embargo, Pablo no es un hombre amargado, ni receloso, ni resentido. Antes bien, es un hombre que casi siempre sonríe. Un hombre que tiene paz interior. Un hombre de inteligencia inquieta y de corazón sereno. Cree en lo invisible. Ama lo visible. Busca el bien, la verdad y la belleza. Tiene un sexto sentido, casi instintivo, del deber y del servicio a los demás. Todo lo cual le hace estar especialmente dotado para la felicidad.

No es, no, un príncipe de las mareas: siempre ha sabido ganarse el pan que se come. Durante el largo exilio de 1924 a 1935, cuando la familia real griega padece en sus carnes la escasez vergonzante, a Pablo no se le caen los anillos por ponerse a trabajar como mecánico —con el nombre falso de Paul Beck— en una fábrica de Coventry dependiente de la empresa Armstrong Whitworth, constructora de motores de avión. A diario, se traslada desde su domicilio en Leamington hasta su puesto de trabajo, conduciendo él mismo un pequeño Morris-Cowley. La experiencia le resultará útil, años más tarde, a la hora de crear en Grecia una verdadera aviación militar.

«Mi padre fue pronto un rey muy popular. Era un hombre tranquilo, dueño de sus nervios, reposado de carácter. Tenía muchas ideas, muy buenas iniciativas para el bienestar social de los griegos. Mi madre, la reina Federica, era activa, dinámica, emprendedora. Y ponía en práctica lo que mi padre ideaba. Formaban un buen tándem: un equipo muy compenetrado. Una vez, mi padre estuvo varias semanas enfermo, con fiebres tifoideas, y ella le sustituyó en todos los actos públicos. Incluso, en los peligrosos: fue al Epiro, a la ciudad de Konitsa, que estaba asediada, cercada, por las milicias comunistas, y tuvo que atravesar las líneas de fuego a lomos de un mulo. ¿Y para qué? Pues, para llevar ánimos a unos soldados y a un albergue de niños huérfanos. En las monarquías democráticas, un rey no tiene poderes materiales. No puede dar dinero, ni ordenar que se construyan casas, o que se ponga un tendido eléctrico. No puede hacer nada, no puede dar nada. Sólo, su presencia. Estar. Estar allí donde algunas personas sufren. Y debe hacerlo.

»Recuerdo que mi madre se inventó una cosa que era “la camiseta del soldado”. Recaudaban dinero, o donativos en especie, y hacían lotes: unas botas, unas camisetas, unas cajetillas de cigarrillos, una tableta de chocolate… Después, había que entregar esos paquetes a los soldados que estaban en el frente combatiendo. Mamá nos llevaba a Irene y a mí al frente de guerra, al norte, en la frontera con Albania, Yugoslavia o Bulgaria. Yo veía a los soldados enemigos al otro lado. Eso atemorizaba un poco, sí. Pero lo que mi madre quería era que nos acostumbrásemos a vivir para los demás, a estar para los demás, ¡a ser para los demás!

»El lema de la dinastía griega, que el rey Pablo vivió casi sin tener que proponérselo, era mi fuerza es el amor de mi pueblo. En cierta ocasión, desde un balcón roto, en una pequeña ciudad que había sido muy destruida durante la guerra, mi padre habló a una muchedumbre silenciosa, triste, que le miraba con los brazos caídos: “Quiero que, desde hoy, grabéis en vuestros corazones otro lema: `Nuestra fuerza es… el amor de nuestro rey.’ “¡Bueno, allí terminaron llorando todos! Pero no eran palabras. Mi padre se empeñó en lograr las ayudas del Plan Marshall para Grecia, y lo consiguió. Y el fin de la guerra de griegos contra griegos, y lo consiguió. Y fundar escuelas-hogares para niños, y talleres para jóvenes… Pero todo tenía que hacerlo con mucho equilibrio, para no pisar un terreno que no fuese del gobierno. Es curioso: mi padre era un demócrata profundo; sin embargo, en Grecia, monarquía y democracia eran conceptos antitéticos. A los griegos no les cabía en la cabeza (y sigue sin caberles) que una monarquía pueda ser democrática y constitucional. Y como esa desconfianza la encuentro en muchos lugares de Europa, a veces me pregunto ¿a ver si va a resultar que es un “invento” excepcional de mi marido, de Juan Carlos, en España?»

Le he preguntado cómo le afectó el cambio de estatus: el ser hija del rey. Y me dice:

«No me impresionaba nada. Mi vida en casa era muy normal, nada extraña, nada sofisticada. Grecia era pobre, y sus reyes también eran bastante pobres. No dábamos grandes fiestas, ni vivíamos con lujos. Mis ropas, mis juegos, mi standing de vida, no era más regalado que el de la hija de un marino, que eso hubiese sido mi padre de no ser rey. Quizá lo más costoso fue irnos de la casa de Psychico, que para nosotros era el súmmum de felicidad y de libertad… Como regalo de cumpleaños (no sé ahora de cuál de los tres) mis padres encargaron que, mientras dormíamos, pintaran en la habitación de jugar todos los muñecos de Walt Disney: Bambi, Pinocho, Blancanieves, Mickey Mouse, Pluto… Y tener que dejar eso allí, en las paredes, nos costaba muchísimo.

»Al principio, vivimos en el palacio de Atenas. Pero en cuanto pudimos nos fuimos a Tatoi. Tengo maravillosos recuerdos de nuestra vida familiar en Tatoi… Me parece estar oliendo aquellas brisas, entre los eucaliptos, los pinos, los castaños, ah, y un árbol que a mí me encanta, y que aquí sólo lo ponéis en los cementerios, para los muertos: el ciprés. En Tatoi había zarzamoras, junto a la cerca. Me gustaba irme sola a coger moras.

»Nos reuníamos al atardecer los cinco en el cuarto de mi padre, que era una mezcla de despacho y de cuarto de estar. Allí, en unas butacas cómodas, junto a la chimenea, cenábamos de un modo informal, oíamos música, hablábamos de mil cosas… Desde 1947 hasta 1955, mientras no tuvimos Mon Repos, en la isla de Corfú, pasábamos los veranos en la casa que nos cedían unos navieros, en la isla de Petalí, en la zona del Ática. Allí iban primero mis padres solos, los fines de semana. Después fuimos siempre todos juntos. Era una casa muy rústica. Estaba vacía. Casi no tenía muebles. Las camas eran de soldado. Tenía la ventaja de que podíamos ir siempre en traje de baño, también dentro de la casa, porque no estropeábamos el suelo, que era de piedra.

»Alternábamos las estancias en Tatoi y en Atenas, según la actividad de mis padres. El palacio de Atenas forma una especie de pentágono con el jardín. Está en plena ciudad, y lo bordean cinco calles: Herodes Áticus, Basileos Georgiou, y otras más estrechas… ¡a ver si me acuerdo!… Meleagrou, Issiodou, y ¿cuál es la otra? ¡Ha pasado tanto tiempo…! Desde mi habitación, que tenía dos ventanales grandes, en ángulo, yo disfrutaba de unas vistas maravillosas. Imagínate que la cama está aquí. Ahí, a mi izquierda, veía la Acrópolis. Y allá, por el ventanal de enfrente, el famoso Likabettos».

Es una mujer tenaz: está rastreando su memoria, intentando atrapar el nombre, el dichoso nombre de la quinta calle. «¡Mira que no acordarme yo ahora!» Abre la carpetilla. Con el Harley gris ratón anota algo rápido en un folio. Arriba.

Me habla ahora de sus entretenimientos en aquellos años: «El mundo de la fantasía lo cultivaba, a la fuerza, porque es que… casi no veíamos gente, ni íbamos al cine, ni había televisión. Teníamos que inventarnos nosotros los juegos, y el modo de estar divertidos. Jugábamos a toda hora. Como todos los niños, íbamos mucho a la cocina, porque Blasi, el cocinero, era griego y nos contaba historias de griegos y de turcos. Blasi era nuestro amigo. Luego fue ayuda de cámara, con mi padre, en palacio. También estaban allí Sheila y María. Con Sheila hablábamos en inglés. Con María, en griego. Y así ahora los tres somos bilingües. Mis hijos también son bilingües desde pequeñitos, pero ellos, en inglés y en castellano.

»Ah, teníamos una gramola de aquellas de manivela, y Tino y yo bailábamos juntos. Siempre me gustó bailar. Ahora, en las bodas y en las fiestas se ha suprimido el baile. ¡Es una lástima!»

En el otoño de 1951, cuando Sofía va a cumplir trece años, sus padres la matriculan en la Schlol3schule Salem, las entonces muy prestigiosas escuelas de élite fundadas por un judío alemán, diplomático y pedagogo: Kurt Hahn. Esta de Salem, junto al lago Constanza, en el estado alemán de Baden-Wurtenberg, creada bajo el mecenazgo del margrave Max von Baden, ha encomendado su dirección al príncipe Jorge Guillermo de Hannover, uno de los hermanos de la reina Federica. A Sofía le entristece profundamente la idea de dejar su casa y la compañía, tan intimista, de su familia. Le atemoriza convivir con gente nueva y desconocida; someterse a una disciplina rígida como la de la Schlol3schule, en un país muy alejado de Grecia; y tener que entenderse en un idioma que apenas chapurrea. Pero lo que su madre quiere es, precisamente, que se suelte de las faldas caseras, que salga del pauperismo griego, que adquiera una educación más europea, y que afronte por sí sola todos esos obstáculos de la soledad, de la lejanía, de la timidez, de la comunicación, del idioma, o de la severidad de horarios.

«Yo iba como cordera al matadero. Primero fuimos a Alemania, en un DC-3. No había reactores en Grecia. Tardamos un día entero en llegar: Atenas-Roma-Lyon-ParísHannover. Y de ahí, al castillo de Marienburg, para asistir a la boda de mi tío Ernesto Augusto IV[25], el hermano mayor de mi madre.

»Me parecía que yo no pegaba nada en aquella boda. Eran todos mayores. Y yo aún no tenía ni trece años. Ésa fue mi primera fiesta de noche, mi primera “aparición en sociedad”. Con un problema de dientes —que entonces me acomplejaba, porque estaba en la edad del pavo y de los complejos—; un traje corto blanco de piqué, demasiado aniñado; y sin conocer a nadie. Me sentía… ni fu, ni fa, ni niña, ni mujer. Desplazada. Mis primas, como eran mayores que yo, llevaban trajes largos. ¡Qué ansiedad tenía yo por llegar a esa edad! Entonces, mi tío Christian, hermano también de mi madre, que era un solterón alegre y guapo (luego se casó con Mireille Dutry), me sacó a bailar, muy galante. Y yo ¡vi el cielo abierto!

»En cuanto al castillo de Marienburg, me horrorizó: era tétrico, oscuro, con armaduras, con cuadros enormes, techos altísimos y escaleras muy empinadas. Muy medieval. No me gustó nada. Era inhóspito. Fatal. No me gustan los castillos, ni los palacios grandes. Son lo que quieras, pero no son casas. A mí me gustaba Tatoi, porque era pequeño, recogido, y la gente se encontraba como en cualquier casa de familia. La Zarzuela está bien. Más grande, tampoco la quiero. Y ¡qué bien hicimos no yéndonos a vivir al Palacio Real de la plaza de Oriente! La reina Victoria Eugenia me contó una vez que, cuando Alfonso XIII y ella y sus hijos vivían allí, podía pasarse todo el día entero sin ver a su marido.

»Desde Marienburg, yo me fui en un Volkswagen escarabajo con la princesa Sofía —hermana de Felipe de Edimburgo— al volante, y con su marido Jorge Guillermo de Hannover, que era el director de la Schloßschule de Salem. Detrás íbamos mi primo Rainer, hijo de ellos, y yo».

—¿Y dónde fue la llorera de la despedida?

—Ahí, ahí. Yo estaba ya sentada dentro del coche. Mis padres fuera, diciéndome adiós. No pude más de pena: abrí la portezuela, salí a todo correr, y me abracé a mi madre con todas mis fuerzas, llorando a lágrima viva. Aquello sí que fue un desgarro. Pero… ¡valió la pena!