ΙΣΧΥΣ ΜΟΥ Η ΑΓΑΠΑ ΤΟΥ ΛΛΟΥ[6]
(Lema de la Casa Real de Grecia)
Suscipere et finire[7]
(Lema de la Casa Real de Hannover)
Se hace un silencio. La reina entra. Traspasa el umbral blanco de la puerta, mirándome. Viene seria, pero enseguida me tiende la mano y sonríe. El saludo no puede ser ni más llano ni más neutro: «Buenas tardes, ¿qué tal?» Tiene la voz fuerte y grave, de contralto, como ahuecada en cuenco de madera.
Es una mujer grande y esbelta, más alta y vigorosa de lo que parece a distancia, o en la televisión. Pienso que es por esa dulzura suave que se adivina al fondo de sus ojos como velada por una celosía, por lo que consigue no resultar imponente.
Sin duda ninguna, en cuanto ella entra, se llena la estancia. Sin duda ninguna, en cuanto ella entra, se enciende la luz.
Conozco bien el aura nobilitas y sus fulgores: la aureola de la fama, el empaque del poder, el magnetismo de la celebridad. Y he experimentado su irresistible atractivo, ante jefes de Estado, líderes políticos, toreros, bailarinas, banqueros, escritores, artistas, cantantes y actores de nombradía mundial… Pero esto de la reina es distinto. Esto que emana de la reina, así sin más, con un simple y despersonalizado «¿qué tal?», debe de ser lo que llamamos realeza, o lo que no nos atrevemos a llamar majestad.
Viste un traje de gasa estampada en tonos dorados, castaños y negros. Un brazalete repujado, en la muñeca derecha. En la otra, el reloj. Alrededor del cuello, cayéndole sobre el pecho, un trenzado de cadenetas de las que cuelgan dos grandes mejillones de oro.
Aunque el día es tórrido, de calor agobiante, la reina lleva medias. Medias oscuras, a juego con el vestido. Me pregunta si me molesta el aire acondicionado y, al decirle yo que no, descuelga un teléfono, marca cuatro dígitos, y pide «que pongan el aire aquí, pero no muy fuerte».
Pasamos a otra sala parecida a la anterior. Sólo registro la impresión de un ambiente sereno y luminoso, en blanco y verde. Renuncio a fijarme en si hay cuadros o figurillas ornamentales, para no distraerme de la reina. Se ha sentado en una de las butacas. Erguida, sin recostarse en el respaldo, con las piernas y las rodillas muy juntas.
Y bien, me he leído con atención cuanto se ha escrito, bueno, malo y peor, acerca de Sofía de Grecia. He frecuentado con frenesí de investigadora profana toda suerte de hebdomadaires, magazines, y revistas-colorín, para conocer a la guapa gente de la realeza: esa jet de sangre azul, que todas las semanas tiene un evento para el que posar: una boda por todo lo alto, o un rastrillo para niños muy huérfanos, o una cacería del zorro, o un funeral solemnísimo por el octogenario tío carnal de un monarca en el exilio… He estudiado, con lápiz y papel para no perderme, esa botánica fósil de los árboles genealógicos, cuyas lianas se entrecruzan cada dos por tres logrando el prodigio de que quienes eran sólo primos lejanos, a partir de la boda del príncipe Tal con la duquesa de Cual, resultan ser a la vez tíos y cuñados y sobrinos-nietos. Ah, y sin rozar ni de lejos el incesto, aunque siempre se anuden las alianzas entre los mismos apellidos de ese depuradísimo Gotha, que, al final, es un ghetto, una tribu cerrada, de alcurnia y endogamia feroz.
He hecho un master, creo, y he navegado río arriba la historia de la monarquía constitucional de Grecia. Pero, llegado este momento, cuando estoy con la reina, dudo: no sé por dónde debo comenzar.
En realidad, no dudo por estupidez, sino porque hay personajes —y de modo singular, los reyes— cuyas biografías no empiezan por el principio: tienen unos preliminares, unos antecedentes que no se pueden obviar. Son historias con prehistoria. Arrancan mucho antes del nacimiento.
En su libro de memorias, Chesterton bromea con la posibilidad de que él no hubiera nacido el 29 de mayo de 1874 en Campden Hill, o de que estuviera falsificada su filiación, «y yo fuese el último heredero perdido del Sacro Imperio Romano Germánico, o un niño abandonado por unos rufianes en cierto portal de Kensington […] incluso algún serio investigador de mis orígenes podría llegar a la conclusión de que yo no nací […] pero acepto la historia de mi nacimiento, como acepta la suya cualquier labriego torpe e ignorante, sólo porque se me ha transmitido por tradición oral»[8].
Sin embargo, en el caso de la princesa Sofía hubo algo más que «tradición oral». Sofía, aquella niña que el 2 de noviembre de 1938 nacía en la planta alta de una casa ubicada en el barrio residencial de Psychico, al norte de Atenas, era sobrina del rey de Grecia, Jorge II, e hija del príncipe Pablo, hermano y heredero del monarca.
Jorge II fue un valeroso soldado en el frente de batalla, pero carecía de carisma popular entre sus conciudadanos griegos. Quizá, por ser un hombre frío, introvertido y distante. Su matrimonio con Isabel, hija de Fernando I de Rumanía, había fracasado. En 1935 se divorciaron. No tuvieron hijos.
En cuanto al príncipe Pablo, presumiendo que al ser el tercero de los varones no accedería al trono, siguió su vocación marinera: recibió los galones de cadete en la Academia Naval de Atenas, tras haber cursado estudios en la Germánica de Kiel, capital de Schleswig-Holstein, junto al mar Báltico. Sirvió como suboficial a bordo del crucero Elli, en la guerra contra Turquía. Se relacionaba con tanta soltura en el mundo de habla inglesa como en el de habla alemana, sin ser una mariposa social, y sin preocuparse ni poco ni mucho por buscar novia. En 1935, siendo ya «un maduro», casi un empedernido solterón, se enamoró hasta la chifladura de Frederika, una muchachita alemana —duquesa de Brunswick-Luneburg y princesa de Hannover— temperamental, apasionada, alegre y bulliciosa, que entonces sólo tenía dieciocho años: «Una edad más propia de estar ante el pupitre que ante el altar de las velaciones», había comentado Ernesto Augusto III de Hannover, el padre de la novia, después de imponer a la pareja «un par de años de prudente espera».
Claro que tampoco se podía tener en el zaguán demasiado tiempo a un príncipe heredero, al diadokos, que debía levantar descendencia varonil para el trono de Helade. Pablo tenía tres hermanas: Helen, Irene y Katherine. Y dos hermanos: Jorge y Alejandro. Ambos le habían precedido en el trono. Y ninguno de los dos había tenido hijos varones[9].
En todo caso, como Federica, la novia, era a la vez princesa alemana e inglesa, y figuraba —aunque en el número 34°— dentro del estricto «escalafón» de posibles herederos de la corona británica, fue preciso solicitar la venia al rey de Inglaterra. Jorge VI, siguiendo lo dispuesto en el Acta de Matrimonios Reales de 1722, reunió en Sandringham a su Consejo Privado, y dio luz verde a la petición. El duque de Kent sería su representante en la catedral de Atenas y en los festejos de la boda, celebrada con galas y esplendor el 9 de enero de 1938.
Así pues, aquel 2 de noviembre de 1938, como el niño o la niña que iba a venir al mundo podía llegar a sentarse algún día en el trono griego, se guardaron las formalidades testificales que marcaba el protocolo real para el momento del parto: en la casa de Psychico, aguardando «novedades» en el salón de la planta principal, estuvieron el rey Jorge II, el primer ministro Ioannis Metaxas, Alexander Mercatis, jefe de la Casa del Rey, el alcalde de Atenas, Ambrosio Plitas, y el ministro de Justicia, Agis P. Tabacopoulos, como encargado del Registro Civil. Ellos, junto al propio príncipe Pablo, debían ser los primeros en testificar el nacimiento. Allí estaban también los padres de Federica: Ernesto Augusto III de Hannover, y Victoria Luisa de Prusia.
Por teléfono, desde la casa de Psychico, Metaxas puso en marcha las reales ordenanzas para tal ocasión: una guarnición de artillería, dispuesta en el monte Lycabettos, disparó las veintiuna salvas de homenaje.
«Cuando nació mi hermano Tino, Constantino —me explica la reina—, dispararon ciento una. Yo no las conté, porque tenía menos de dos años —sonríe—; pero se hacía así, si el que nacía era un varón. No sé por qué las disparaban desde el montículo de Lycabettos. Allí no hay ningún destacamento militar. Sólo un monasterio. Y de mi propio nacimiento, ¿qué puedo decir…? Tengo que creerme lo que he oído en casa: que se me ocurrió nacer, ¡uffff!, ¡el día de los muertos!; y que mi madre quería que me llamase Olga, en recuerdo de mi bisabuela, Olga de Rusia, la mujer de Jorge I, el fundador de la dinastía griega. Pero la gente, la gente de la calle, en cuanto oyó las salvas, acudió a la casa de Psychico, gritando «¡Sofíííaaa, Sofíííaaa, Sofíííaaa!», porque en Grecia la costumbre es poner el nombre de los abuelos[10]. No repetir el de los padres, ni irse hasta los bisabuelos. Y… ¡con Sofía me quedé!»
Así habla la reina. Con esa expresividad, con ese gracejo de giros populares. Se nota que no ha aprendido un castellano académico, ni mucho menos cortesano. A medida que transcurra la conversación, iré constatando que ha tomado los modos castizos de decir del rey, su marido, y de sus cuñadas, las infantas Pilar y Margarita. Como cualquier madre de hoy, ha incorporado a su vocabulario buena parte de la jerga coloquial de sus propios hijos. Usa con espontaneidad un batiburrillo de locuciones muy de andar por casa, como «me da corte», «ni fu ni fa», «salí despendolada», «me quedé de un aire», «¡menuda horterada!»…
Desde el primer momento le he pedido que me tutee. Pero ella lo toma como una deferencia amable, musita un «muchas gracias», y sigue usando el «usted». Ahora insisto, con el argumento de que «los reyes de España pueden tutear a todo el mundo». Entonces, bajando la voz y ya en tono más confidencial, me dice: «No creas que a todo el mundo. A mí me resulta muy difícil hablarle de tú a un Lázaro Carreter: me da corte… Y hay gente que piensa que eso del tuteo es cosa de horteras. En cambio, mis hijos, con todos sus amigos, tú para arriba, y tú para abajo…»
Repasamos sus genealogías. Un primer comentario sorprendente y desmitificador: «Me interesa mucho más fijar bien el pedigrí de mis perros que el mío… De todos modos, desde Jorge I, la familia real griega se apellida Grecia. Todo eso de Schleswig Holstein Sondenburg Glücksburg… ¡fuera, fuera! El rey Jorge los abolió. Ya no son apellidos: son sólo lugares de origen, alemanes y daneses. Mi apellido es Grecia. Y punto».
No es una boutade. Es la naturalidad de quien se mueve por esas frondas de los linajes de la púrpura como Pedro por su casa. Y cuando le pregunto si es tataranieta de la reina Victoria de Inglaterra, hace un gesto laxo, un leve encogerse de hombros, como quitándole trascendencia a la cosa: «Bueno, sí, claro: la reina Victoria es tatarabuela de todo el mundo. También lo es de mi marido. Él, por la rama de Beatriz y yo por la de Victoria, las dos hijas de la reina Victoria»[11].
Ni en su mirada ni en el tono de su voz percibo el menor alarde. Como si toda esa casta de reyes, zares y emperadores que viaja por sus venas no fuese para ella nada del otro jueves, nada de que ufanarse. Capto esa impresión y tomo nota, porque la humildad es una rara orquídea, y más entre esas personas singulares a quienes desde la cuna se les ha dicho una y mil veces que ellos son distintos, que ellos están por encima del común de los mortales, que ellos son de estirpe regia. En este momento recuerdo una anécdota fuerte, protagonizada por la reina Federica. Sucedió en 1947, durante la boda de Isabel de Inglaterra, entonces princesa, con Felipe[12], príncipe de Grecia. Hablaban Federica y Winston Churchill sobre Alemania, y la tibia ayuda militar de los ingleses a Grecia en la última guerra mundial. De pronto, el premier británico, con tono acusador le espetó a la reina: «¿Acaso no era abuelo suyo el káiser?» Federica, que conocía al pie de la letra su ascendencia Guelph, por la que había nacido tan princesa de Gran Bretaña e Irlanda como de Hannover, contestó sin morderse la lengua, pese a estar invitada en Buckingham: «Depende de cómo se mire, sir. Desde luego, el káiser era abuelo mío. Pero también la reina Victoria era mi tatarabuela. Y si en Inglaterra hubiese habido Ley Sálica, hoy el rey de la Gran Bretaña sería mi padre»[13].
Ciertamente, Federica clavaba su dardo dialéctico justo en la diana de aquel momento histórico en que, por mor de la Ley Sálica, se desmembraron las coronas de Alemania y de Inglaterra.
El suceso me ha venido a la mente por contraste: no creo que tales cuestiones enciendan la sangre de esta reina con la que estoy charlando ahora, a media voz, sin prisas, y sin mirar el reloj. ¿Para qué mirarlo, si no sé de cuánto tiempo dispongo?
Le he preguntado si se siente más germánica, o más danesa, o más inglesa, o más griega, o más española… Y no ha dudado al contestar: «¿La verdad? Yo me siento cien por cien griega. Y, a la vez, cien por cien española… Quizá, porque me siento cien por cien mediterránea. ¡Cien por cien! Y cada día más… Me gusta el aceite de oliva, las lechugas, el sol…» Rompe a reír. Extiende los brazos y, abandonando su postura erguida, se recuesta muellemente en la butaca, como si se imaginara en una playa. «¡Me encanta el sol! Soy mujer de verano: de mayo a octubre, revivo. Y porque tengo la cara ancha, de prusiana-rusa; que si no, iría como va mi hermana Irene: con el pelo estirado y un moño aquí atrás». Con mímica de gestos rápidos y expresivos, coloca las manos a ambos lados de la cabeza, simulando un peinado que acabase, muy prieto, en la nuca. «¡Un buen moño de gitana!»
Han sido unos segundos de formidable espontaneidad. Enseguida, vuelve a entrelazar las manos, como si fueran un cestillo de dedos apretujados, apoyándolas muy quietas sobre uno de sus muslos. Trata de recomponer rápidamente la seriedad anterior, y me mira —es curioso esto— como si se reincorporase al trabajo, después de un breve recreo. Todo en su actitud me indica que está a mi disposición, esperando que yo reanude mis cuestiones. Lo que pasa es que… yo estoy todavía riéndome. No lo esperaba. Y me ha sorprendido con ese arrebato mediterráneo, y su canto al sol, a las lechugas, y a la mujer morena de Julio Romero de Torres.
Vuelve a su nacimiento: «Nací por la tarde, casi de noche. En algún sitio he leído que fue a las ocho y cuarto. En Grecia se pone el sol antes que aquí, y en otoño anochece muy pronto.
»Hasta el día del bautizo pasó bastante tiempo. En Grecia no se hace inmediatamente: el niño tiene que ser un poquito grandecito. Mi madrina fue la reina Elena, princesa de Montenegro, y reina de Italia por su matrimonio con Víctor Manuel III. Y el padrino, mi tío el rey Jorge II. Allí la costumbre es que haya varios padrinos y madrinas, y no recuerdo quiénes eran los otros. Me pusieron una hilera de nombres: Sofía Margarita Victoria Federica. Nosotros aquí, con nuestros hijos, hicimos lo mismo, sólo que al final les poníamos “y de la Santísima Trinidad y de todos los santos”. ¡Así quedábamos bien con todos!»
Los abuelos maternos de doña Sofía fueron una asombrosa y excepcional centella de amor y entendimiento entre dos familias enfrentadas desde hacía muchos años, y que mantenían las espadas en alto. Algo así como los Capuleto y los Montesco en la ficción de Shakespeare. La enemistad entre los Guelph hannoverianos y los Hohenzollern prusianos venía de cuando Prusia, bajo Bismarck, invadió el reino de Hannover, en 1866. Y se mantuvo, pese a la boda entre Ernesto Augusto III, príncipe heredero de Hannover y Victoria Luisa de Hohenzollern, hija del emperador Guillermo II.
«Mi madre —cuenta la reina Federica— iba a visitar a su padre, el káiser, todos los 27 de enero, fiesta de su cumpleaños. Me llevaba a mí porque, al ser yo una niña, la cosa tenía menos importancia política. Pero ni mi padre ni mis hermanos nos acompañaban».
Aludo a ello, y doña Sofía asiente: «Esa distancia siguió, a pesar de los resultados de las guerras mundiales y de todos los cambios en Europa. Nosotros no tuvimos ningún contacto con la familia prusiana, salvo con la abuela Victoria Luisa. Y no es que hubiera algún motivo personal. Pero no nos visitábamos, no nos escribíamos, no nos tratábamos. De mi abuela Victoria Luisa me acuerdo perfectísimamente, porque ha vivido hasta 1980. Tenía una salud de hierro, y murió a los ochenta y ocho años. Era una mujer muy enérgica, de gran personalidad, y de carácter fuerte. Vivía en Austria, y siempre estaba muy morena, muy bronceada, en verano y en invierno, porque tomaba el sol escalando montañas. Me hacía regalos: no comprados en tiendas, sino cosas que ella tenía: unas perlitas, una sortija con un corazón de rubíes… Pero del resto de la familia, nada. Bueno, cuando yo era un bebé de dos meses, mis padres me llevaron a Holanda, para que me conociera el káiser, el 27 de enero de 1939. Él estaba exiliado en Huis Doorn, y allí se reunieron las familias de todas esas ramas, celebrando su ochenta cumpleaños».
Agrega algo sobre que aquélla sería no sólo la última fiesta del káiser: también el último cotillón de las realezas europeas, porque en ese mismo año 1939 estallaba la Segunda Guerra Mundial.
El 28 de octubre de 1940, al amanecer, las tropas italianas del duce Mussolini invadieron Grecia por la frontera albana. Los soldados griegos repelieron la agresión con tal bravura que llegaron a penetrar en Albania. Hitler dio orden entonces de atacar Grecia por Bulgaria. Pero enseguida, ante la resistencia de las guarniciones griegas, atrincheradas en la llamada «línea Metaxas» —una versión helénica de la «línea Maginot»—, el Estado Mayor alemán mandó abrir una tercera brecha de ataque, por Yugoslavia, que se rindió sin apenas combatir.
Sostener la guerra en tres frentes a un tiempo era demasiado esfuerzo para un pequeño país con un pequeño ejército. Las ayudas británicas llegaron tarde y muy escasas. Vistas las cosas a distancia de años, me atrevería a decir que a Churchill le faltó el instinto militar, que en cambio a Hitler le sobró, para ponderar el valor estratégico de tal enclave y en esa fase crucial de la contienda.
El 11 de abril de 1941 arreciaron los bombardeos nocturnos sobre la ciudad de Atenas. En esos días, Federica escribía a sus padres una larguísima carta, que iba redactando a trozos, con fechas sucesivas, y que, leída ahora, tiene el sabor almendrado de la confidencia amarga entre una mujer alemana y sus padres, alemanes también, y la emoción de una palpitante crónica de guerra.
Arranca con unas palabras bien reveladoras de la incertidumbre del momento: «No sé si algún día recibiréis esta carta». Y enseguida pasa a dar noticias del estado de cosas: «Desde el domingo por la mañana diez divisiones alemanas están atacando en la frontera greco-búlgara […] Los alemanes han invadido Grecia por Yugoslavia: una división yugoslava de 40 000 hombres se entregó sin lucha, permitiéndoles avanzar sobre Salónica […] Quisiera saber si algún oficial alemán sería capaz de mirar a los ojos de un soldado griego sin avergonzarse. ¡Ocho millones de griegos luchando contra ciento ocho millones de alemanes e italianos! […] Nosotros seguiremos en territorio griego todo el tiempo que podamos. Grecia tiene muchas islas. Pero el Rey no puede dejarse capturar, aunque el enemigo le trate con todos los honores. El Rey representa a toda la nación, y si cree en su propia victoria, como nosotros creemos, tiene que marcharse. Tampoco Palo [el príncipe Pablo] puede quedarse aquí, porque está casado con una alemana […] ¿Quién se quedará con nuestro yate? Tal vez Goering. ¡Que le aproveche! […] Anoche volvieron a sonar las sirenas desde las nueve hasta la una y desde las cuatro de la madrugada hasta las seis. Palo y yo estábamos en Lycabettos, y presenciamos el bombardeo. Era algo terriblemente excitante. Los niños [Sofía y Constantino] pasaron la noche en un refugio, húmedo y frío. Pero, envueltos en mantas, dormían plácidamente. La tragedia de la población civil de Grecia es indescriptible. Acabo de llegar del hospital. He visto niños pequeños heridos, cuyos padres perecieron en el bombardeo […] Si la situación empeora, no tendremos otro remedio que marcharnos. Primero, porque ni el Rey ni los herederos directos de la dinastía pueden caer prisioneros. Y luego, porque aunque Palo y yo nos quedásemos, no podríamos ayudar a nadie, pues los alemanes ya se encargarían de impedirlo. Por otro lado, siempre han tratado de indisponer a Palo con Jorge, y es posible que le proclamaran Rey contra su voluntad. Es muy fácil decir cosas en los periódicos. Pero, siendo hecho prisionero, ¿cómo podría defenderse? Durante el resto de su vida sería considerado, aquí, en su patria, y en el extranjero, como un Quisling cualquiera. ¡Que utilicen a otro para ese juego! […] Lleno de desesperación, nuestro primer ministro [Alexander Korizis] se ha suicidado. No hay manera de encontrar a un hombre que acepte la responsabilidad de formar Gobierno, en estas horas de gran peligro. En cuatro días hemos tenido cuatro gobiernos […] El jueves, todos los miembros de la familia real comulgaron[14], llorando. Al ver llorar a Palo, me di cuenta del odio que tengo a Hitler. ¿Qué derecho tiene a crear un Nuevo Orden mundial que nadie quiere? Por ese Nuevo Orden se destruyen las ciudades más bellas y florecientes, y se siegan infinitas vidas humanas… Me iré con los niños y el resto de la familia, excepto Jorge y Palo, que saldrán de Grecia en el último momento».
Así sucede: en la medianoche del 22 al 23 de abril de ese mismo año, 1941, un hidroavión inglés Sunderland amerizado en la bahía de Eleusis, con los motores en marcha y las hélices girando, aguarda para transportar hasta Creta a la familia real: la princesa viuda Aspasia y su hija Alejandra; la princesa Katherine[15], hermana de Jorge II y de Pablo; la princesa Federica con sus hijos Sofía y Tino; el ya anciano tío Jorge —uncle Jacob le llaman en la intimidad— hermano del rey Constantino I, y su esposa María Bonaparte, psicoanalista y discípula de Freud. Inseparable del grupo familiar, miss Sheila MacNair, la niñera escocesa. En el embarcadero están, para la despedida, el rey Jorge y el príncipe Pablo. Ellos no saben en ese momento cuánto tiempo podrán resistir aún en Grecia. Pero tendrán que salir apenas veinticuatro horas después.
El joven piloto aspira una bocanada de aire, antes de meterse en la panza oscura del hidro. Le ha sabido a mar y a petróleo. Cierra de un golpe seco la carlinga. Echa una ojeada al bies a su especial «pasaje». Se ajusta alrededor de la cabeza el elástico de las gafas. Se abrocha maquinalmente el cinturón de seguridad, y empuña la palanca de mando, mientras silba una triste melodía.
«Todo eso —interviene de nuevo la reina— se lo he oído contar a mi madre, a tía Katherine y a Sheila. Yo tenía entonces dos años y medio. Sé que nos bombardearon nada más llegar a Creta. Nos refugiamos en una trinchera, en una zanja en medio del campo. Allí mi madre me tapaba las orejas, para que no oyese el ruido de las bombas, y me cantaba una canción popular: beeee, beeee, black sheep…! Al salir de la casa de Psychico, ella no había pensado para nada en recoger sus cosas personales, o en los objetos de más valor. En absoluto. Nos fuimos con lo puesto y lo imprescindible, porque lo único que le preocupó fue prepararlo todo muy rápido, y ponernos a salvo cuanto antes. Eso siempre me ha parecido admirable: mi madre dejaba en Atenas todo lo que tenía, todo, incluido mi padre, pensando sólo en nuestra seguridad, y sin volverse a mirar atrás…»
En Creta se les unen Jorge II y Pablo. Permanecen todos juntos quince días, refugiados en una cabaña, conviviendo con esas inevitables compañeras de cama de todas las guerras: las chinches y las pulgas.
De Creta pasan a Egipto: Alejandría y El Cairo. Ahí están hasta mediados de junio de 1941, cuando el gobierno del rey Faruk «invita» al rey de Grecia y a su familia a abandonar el país. Volverán más tarde, pero ahora viajan hacia Sudáfrica en un vapor de pabellón holandés, el Nieuw Amsterdam. «A Tino y a mí nos llevaban atados, con correas, con arneses, como a los perritos, para que no nos perdiéramos por el barco».
Desembarcan en Durban, el gran puerto ballenero. Allí les espera otro grupo familiar: la princesa Eugenia —hija de uncle Jacob y tía María— con su marido, el príncipe Dominik Radziwill, y su hija Tatiana, que tiene más o menos la misma edad que Sofía. Luego, en ferrocarril, siguen hasta Ciudad del Cabo: un enclave remoto y seguro, donde los niños no oirán el estremecedor ulular de las sirenas de alarma, ni el estruendo de los bombardeos, y cuyo gobierno —por amistad con Gran Bretaña— se ha brindado a hospedarles. Su anfitrión será el primer ministro, general Smuts, Jean Christian Smuts y, por su delegación, el gobernador general de Sudáfrica, sir Patrick Duncan. Con todo, les aguardan cinco años de exilio sin un claro asentamiento.
«El rey Jorge II —me cuenta la reina— se estableció en Londres. Aspasia y su hija Alejandra se fueron con él. El gobierno griego en el exilio puso su sede en El Cairo. Supongo que por estar más cerca de Creta y mejor comunicados con Londres. Además, desde allí se movían a todos los sitios donde hubiera colonia de griegos, para conseguir ayudas, dinero, voluntariado… Mi padre estaba unas veces en Londres, con el rey, y otras en El Cairo, con el gobierno. Viajaba sin parar de un lugar a otro. Mi madre iba a verle siempre que podía, siempre que le prestaban un medio de transporte. Y luego volvía con nosotros. La pobre, se cruzó África de arriba abajo no sé cuántas veces en aviones de guerra. A mi padre le veíamos poco, pero mi madre nos hablaba de él, nos enseñaba fotos, nos leía sus cartas… Se querían mucho, estaban muy enamorados, muy unidos».
Es curioso, pero la reina, en todas estas evocaciones, no me habla para nada del paisaje. Y el paisaje dominante allí, donde la inmensa África se cae al mar, y se acaba la tierra, no es otro que el sobrecogedor abrazo interminable entre el océano Atlántico y el océano Índico, «el más misterioso de todos los océanos»[16].
Se diría que a los niños, cuando son tan pequeños, el paisaje les excede, o les es del todo natural, no reparan en él. Se fijan más en un aparador, en una silla alta, o en el gong de cobre que un criado hacía sonar parsimoniosamente a la hora de comer.
Entre la correspondencia de esa época, hay una carta, fechada a 22 de enero de 1942, desde Ciudad del Cabo, en la que Federica relata a su marido esta pequeña anécdota: «El otro día enseñé dos fotos mías a Sofía, y le pregunté cuál quería. Señaló una en la que estoy de frente, y dijo: “Quiero ésta, porque aquí mamá mira a Sofía”. Al preguntarle por qué no quería la otra en la que estoy mirando a lo alto, contestó: “No la quiero porque ahí estás mirando a papá”…» Lo comento con la reina. Niega con la cabeza, y dice: «No, no, no… No me acuerdo de haber dicho eso. A mí, el saber que mis padres se querían tanto, no me daba celos. Al contrario: ¡me daba seguridad! Después del regalo de la vida, lo mejor que pueden dar unos padres a sus hijos es eso: que les vean unidos, enamorados… Allí, en Ciudad del Cabo, me pasaba ratos y ratos mirando una fotografía de mi padre… La verdad, de aquellos años yo no conservo malos recuerdos: no tuve una conciencia clara de la guerra; ni sensación de soledad, en las ausencias de mi madre».
Se ha quedado en silencio. Ha entornado los ojos, como si quisiera atisbar algo perdido en el horizonte difuso de un tiempo lejano. Ahora, como haciendo acopio de sinceridad, declara —y me da la impresión de que, igual que a mí, se lo diría al lucero del alba—: «¡Nada de soledad! Para mí, aquellos cinco años de exilio fueron años de felicidad. Años de vida familiar. Años de juegos. Años de libertad. Años sin protocolos: pudiendo hacer lo que hacían los otros niños que íbamos conociendo. Nos cambiábamos de casa o de alojamiento continuamente, y, por lo que yo le oía a mi madre, no creo que fuera para ir a mejor… Llegamos a vivir en veintidós lugares diferentes. ¡Ah, y con todo a cuestas! Pero aquello —ahora lo veo muy claro— tenía dos ventajas: por una parte, con tanto cambio, no nos aburríamos; por otra, no nos apegábamos ni a los muebles, ni a las casas, ni a los barrios; y luego, al estar siempre haciendo maletas —yo hacía también las de mis muñecas—, jugábamos a un juego permanente, un juego que duró los cinco años: “¡Venga, vamos a hacer el equipaje, que nos volvemos a Grecia!” Y eso nos mantenía viva la esperanza de volver. Sabíamos que era una situación de paso. No nos habíamos ido para siempre. La guerra terminaría algún día. Y nosotros podríamos volver a nuestra verdadera casa».
A partir de ahí, y como si devanase la madeja en una rueca, la reina empieza a tirar del hilo de la evocación. Comienzan a surgir imágenes sueltas, inconexas, deslavazadas, con ese tono sepia y ese tornasol huidizo que tienen los recuerdos: Su primera vivencia consciente, su primer registro de memoria, me dice que es de cuando ella tenía tres años: «Fue en Egipto, en un hotel de Alejandría… El hotel Mina House. En el verano de 1941. Mi padre estaba bañándose en la piscina. Yo, en el borde, mirándole. El me decía que me tirase al agua. Extendía sus brazos hacia mí. Yo sentía mucho miedo. El insistía. Era un desafío muy nuevo para mí. No olvidaré nunca aquel salto, aquel tirón… Enseguida, estaba ya en el agua, entre los brazos de mi padre, y todo brillaba bajo el sol. Exactamente ése es mi primer recuerdo vivo: agua fría, los brazos fuertes de mi padre, y una resplandeciente claridad alrededor».
Me he fijado en que, al pronunciar la palabra desafío, la reina cargaba ahí la expresión de su mirada. Incluso enfatizaba la efe y la i, marcando mucho el acento. Más aún: una vez dicha esa frase, alzó el mentón, y se quedó un par de segundos quieta así, como en pose estatuaria. Me gustaría saber por qué. Pero… no voy a preguntárselo a bocajarro. Tendré que dar algún rodeo. O esperar a que salga por sí solo. En una libretilla que he traído apunto esa palabra, desafío, que parece tener la virtud de un talismán. En todo caso, es una pista interesante: Si me decidiera a escribir un libro sobre la reina, debería arrancar de ahí, de esa escena en la piscina de Alejandría, porque ése fue su primer instante de vida personalizada. Con un yo y con un tú. Y con un desafío por medio.
¿El primer miedo? «En El Cairo. Me daban miedo las sirenas nocturnas que sonaban antes de los bombardeos. Era muy estridente, y muy alarmante. Con las luces de la casa apagadas, mirábamos por la ventana los reflejos luminosos de unos focos antiaéreos barriendo el cielo, así —con la mano derecha describe un imaginario arco en el aire—, como unas linternas muy potentes, para detectar la presencia de aviones. Los mayores se ponían nerviosos. Tino y yo corríamos asustados a la cama de mi madre, o a la de Sheila… Ah, otro momento muy inquietante era cuando se ponían todos junto a la radio, quietos, callados, serios, con cara de preocupación, para escuchar las noticias que daba la BBC. Lo recuerdo como si lo estuviera viendo. Y aquella musiquilla, la sintonía, tráááá tatííí tatííí tatííí tatrááá…» Tararea con perfecta entonación la sintonía de la BBC emitiendo para África, en inglés, el boletín informativo Newsreel. Incluso, a medida que rememora íntegro el Imperial Echoes de Arnold Safroni, va imitando el sonido de los instrumentos musicales. Yo nunca había oído cantar a la reina. Ni mucho menos, imitar a una orquesta. Aplaudo, y ella se echa a reír: «¡Qué cosas! Esa música se me quedó dentro como si me hubieran grabado un disco aquí, en el cerebro. Y la percepción de que los adultos, escuchando aquella voz del locutor de la radio, entendían algo que yo no era capaz de entender».
Es muy interesante ese momento, cuando el niño, cualquier niño, toma conciencia de que existe todo un mundo de conocimientos, de fuerzas, de poderes, de convenciones tácitas, en el que los mayores se mueven con soltura, y que a él le sobrepasa. Es también un instante personalizado, y dual: con un yo y con un ellos. A un psicólogo le interesará saber si esa alteridad es admirativa o desconfiada, rebelde o sumisa, cordial o temerosa… Porque, ahí y entonces, se está fraguando en el niño su ser social.
Pero no expongo esta reflexión en voz alta, porque doña Sofía sigue deshilando recuerdos, dentro de esta secuencia —totalmente inédita— de sensaciones primerizas. Ahora está relatando su primer contacto con la muerte: «Eso fue en Alejandría, en la primavera de 1944. Nos alojábamos en una casa vieja y extraña, que se caía a trozos. Había un árbol de copa redonda (no sabría decirte si era un olivo o una encina o qué); y detrás, una casa pequeña. Mi hermano y yo nos subimos a ese árbol. Desde allí vimos que en la casa de al lado había un muerto: un hombre muerto, inmóvil, en su cama. Y alrededor, unas mujeres vestidas de negro, llorando y gimoteando. ¿Cómo se dice en español the mourners…? ¿Plañidoras? No… ¡plañideras! Al parecer, había una epidemia de peste bubónica. Al día siguiente, mi padre buscó otra casa, y nos mudamos. Pero a mí lo que me impresionó fue ver a aquella gente llorando y un hombre muerto, rígido… Ésa fue mi primera relación con la muerte. No me asustó. Me resultó algo extraño, patético, y yo diría que irreal, porque aquel muerto parecía de cartón piedra.
»Cuando en 1977 fui a visitar a Anwar el-Sadat, en su palacio de Alejandría, quise volver a aquel lugar. No existía ya la casa. Pero el árbol sí. Estaba exactamente igual: bajo y con su copa redonda. Lo reconocí enseguida. Lo hubiese reconocido, puesto en cualquier otro lugar. ¿Sabes por qué? Pues porque, cuando vivíamos en aquella vieja casa, me habían regalado una caja muy grande de lápices de colores (aunque sólo tenía cinco años y medio, dibujaba mucho, ¡me chiflaba dibujar!), y yo había pintado aquel árbol. Quizá por eso lo conservaba, tal cual, en mis retinas, después de tantos años.
»En cambio, mi imaginación infantil había exagerado el palacio de Montaza. Pasábamos allí muchas tardes, cuando vivía el rey Faruk. Me parecía un palacio fastuoso, imponente… Luego comprobé que no era para tanto. Al propio Faruk lo veíamos como a un rey todopoderoso, absoluto, inaccesible. Y esto sí que era así. De la reina Faridah, tenía tres hijas: Ferial, Fawzia y Fadia, con las que jugábamos Tino y yo a lanzar la corneta, o nos metíamos por los establos a ver los caballos. Mientras, nuestras madres hablaban bajo los árboles. Recuerdo una cosa muy curiosa: en esos mismos árboles habían colocado unos teléfonos verdes.
»Siendo ya mayores, Ferial, Fawzia y Fadia vinieron a mi boda, y luego a la de Constantino. Después nos vimos menos.
»Por cierto, en esa visita a Sadat, nos contó —al rey Juan Carlos y a mí— que en 1952 él era un joven militar, colaborador de confianza de Nasser[17]. Y que, antes del golpe de Estado que derrocó a la monarquía egipcia, Nasser le encargó hablar claramente con el rey Faruk, para que dejase el trono, abdicase en su hijo, y no siguiera aferrándose al poder. Así lo hizo Sadat. Y Faruk fue depuesto, sin derramamientos de sangre. Pero me agradó un detalle muy delicado de Sadat: me dijo que sería muy consolador para la anciana reina, la mujer de Faruk, que yo la visitase. Y la verdad es que lo intenté, pero ella no estaba en aquellos días».
Me comenta la reina que, ahora, de repente, le están viniendo todos los recuerdos de aquella época, en tropel, mezclados, como un puzzle revuelto dentro de una caja. Ella dice «sin orden ni concierto». Y que, de pronto, se acuerda del calor y las moscas de El Cairo, «donde yo creo que tuvimos todas las enfermedades que se puedan tener: varicela, tosferina, anginas, los dientes…». O de Pretoria, con su prima Elisabeth, la hija de los príncipes Olga y Pablo de Yugoslavia, «jugando a hacer un monte con los edredones de las camas, que eran de color verde». O de las historias de África que les contaba el general Smuts, su anfitrión en Ciudad del Cabo: «Este general Smuts fue quien elaboró el proyecto de la Carta de los Derechos Humanos. Él inventó el término British Commonwealth of Nations. Y también a él, paseando por las tierras de Muizenderg, en Ciudad del Cabo, se le ocurrió la idea de las Naciones Unidas. Él luchó, cuerpo a cuerpo contra los ingleses, a los que tanto quería, por la independencia de Sudáfrica. Era un hombre magnífico. Cuando vivíamos en su residencia oficial, Tatiana, Tino y yo nos levantábamos a las cuatro de la madrugada, para ir a su cama a que nos contase historias de tigres y leones y monos… Y él (parece que le estoy viendo, con sus bigotes y su perilla blanca) nos atendía como si fuésemos unos personajes muy importantes».
A propósito de su prima, la princesa Tatiana Radziwill, y de Ciudad del Cabo, recuerda: «Tatiana y yo teníamos cada una nuestra muñeca; pero sólo un carricoche para sacarlas de paseo. Nos peleábamos, tirando cada cual por su lado, a ver quién se lo quedaba. Y, claro, por nuestras peleas acababan discutiendo también nuestras madres, como ocurre en todas las familias. Bueno, Tatiana y yo hemos sido siempre muy amigas. Íntimas. Antes de casarnos, después de casarnos… Ella fue dama de honor en mi boda. Vive en París, casada con un médico, el doctor Jean Fruchaud. Nos vemos a menudo. Y todos los veranos vienen a Marivent».
Le he preguntado cuándo detectó por vez primera que su familia y ella misma tenían un rango social por encima del común. Y si, por el hecho de haber nacido princesa, se sentía más exigida que otras niñas de su edad. Me explica que, desde muy pequeña, la educaron «con mucho cariño, pero con mucha disciplina»: «Precisamente en El Cairo tuvieron que sacarme una muela. Me anestesiaron un poco con éter; pero me dolía la boca, a rabiar, y tenía inflamada la mejilla con un flemón. Sin embargo, tuve que ir con mi familia al hipódromo, a las carreras, y estarme allí quietecita, y sin lloriqueos. Entonces aprendí lo que luego les enseñé a mis hijos: ¡aguantoformo!
»¿Darme cuenta de que pertenecía a la familia real? Muy temprano. Ya en Egipto, al ir a la catedral ortodoxa para los oficios religiosos de la Pascua, nos situaban en un lugar preferente y destacado. Pero, sobre todo, fue al final del exilio, en 1946, cuando los griegos votaron la restauración de la monarquía: el gobierno de Atenas envió un destructor a recogernos; los británicos[18] nos ofrecieron tres aviones militares; la Armada egipcia disparó las salvas de ordenanza, cuando zarpábamos del puerto de Alejandría… Yo ya tenía ocho años y me daba cuenta de que mi padre era alguien especial: el diadokos, el heredero de la corona de Grecia».
Han sonado unos golpecitos en la puerta. La reina gira hacia allá la cabeza: «¿Sí?» José Cabrera se asoma y, sin franquear el umbral, avisa: «Señora, son ya las siete y cuarto». Amago el gesto de recoger mi bolso, la pluma y la libretilla de notas; pero veo que la reina no se mueve de la butaca:
«No te he contado que mi hermana Irene nació en Ciudad del Cabo. Mi madre me venía preparando: “¿Sabes, Sofía? Vamos a tener otro niño. Pero no será un muñeco, sino un niño de verdad”. El padrino del bautismo fue el general Smuts. Debo de tener una foto de aquel día, donde estamos todos».
Tomo una nota rápida: fotos: ¡cajitas!
La reina habla ahora un poco más deprisa. Tal vez quiera rematar un programa mental que ella misma se haya trazado para esta conversación. Me han dicho que es una mujer rigurosa y metódica.
«De aquella misma época del exilio —continúa— hay algunas pequeñas historias divertidas. Por ejemplo, cuando nosotros, los niños, descubríamos a los mayores haciendo de Papá Noel. Pasamos una Navidad en el hotel Mina House, en El Cairo, junto a las pirámides. Allí estaban tía Katherine, y su amiga Mary Athinageny, que era una dama de la corte, pero joven. Nos decían todo el rato que Papá Noel iba a venir. Yo me fui con mi hermano a otra habitación y, de vez en cuando, mirábamos por la cerradura de la puerta, y veíamos ¡¡que eran ellas dos!! las que ponían los regalos junto a un abeto. Después tuvimos que disimular, como si hubiese sido una sorpresa… Otra Navidad, al año siguiente creo, en Alejandría, descubrí que en un cuartito que había debajo de una escalera tenían guardados y escondidos los juguetes: un barco para Tino, y el carricoche de la muñeca para mí. También entonces hicimos la comedia… ¡para no desilusionar a los mayores!
»Y no te he hablado de Sheila MacNair… La llamábamos Nursie. Yo la quería con locura. La adoraba. ¡Y la adoro! Era mucho más que una institutriz, mucho más que una niñera: pasó todos los peligros y las incomodidades que le tocó pasar a mi familia, sin tener por qué, sólo por cariño. Y nos lo hacía todo, hasta lavarnos las ropitas. Durante el exilio, no sé yo qué hubiese sido de mí sin Sheila… En África, y después en Grecia, ella ha sido mi segunda madre. No me importa decirlo: mi segunda madre. Es escocesa. Estuvo con nosotros hasta 1950. Se fue para casarse con Harold Embleton, un pastor protestante. Vivíamos en Atenas, y mi padre ya era rey. El día que nos dejó, ohhhhh, fue el primer gran desgarro de mi vida. Lloré sin consuelo. Yo tenía doce años, y jamás había sufrido tanto por una separación. ¡Jamás! Me costó tremendamente. No exagero: fue mi primer drama afectivo, mi primera experiencia de sufrimiento, de dolor moral».
Lo que la reina no me cuenta es que, cuarenta y cinco años después, con ocasión de la boda de la infanta Elena de Borbón y Jaime de Marichalar, Sheila estuvo en Sevilla, «especialísimamente invitada por su majestad». Al bajar del autocar que transportaba de un lugar a otro a los invitados, resbaló y se hizo una herida profunda en una pierna. La llevaron inmediatamente al puesto de socorro. Y de ahí a un hospital, porque se vio necesario intervenir quirúrgicamente. Avisada la reina, canceló al instante todos los compromisos de atención de invitados que tenía como anfitriona —no serían pocos, ni de poca monta, siendo la madre de la novia—, y salió disparada hacia el hospital. Alguien del staff de la Casa Real le previno:
—Vamos a decir que preparen unas salitas, para que vuestra majestad espere allí mientras operan a la señora Embleton.
—¿Salitas? ¡Nada de salitas! Voy a entrar con ella al quirófano.
—Pero, Señora, esa zona es «estéril»… Ahí no puede pasar nadie que no sea personal sanitario…
—Yo puedo. Yo soy personal sanitario: ¿acaso no soy enfermera?
—Bueno… sí… pero… no sé…
—Pues yo sí sé: enfermera ¡y con todas las de la ley!
Pidió una bata aséptica, unos guantes y una mascarilla. Se los puso. Entró en el quirófano. Y estuvo al lado de Sheila hasta que terminó la operación.
Ahora sí, doña Sofía mira su reloj de pulsera.
—¡Uyyy! ¡Se ha hecho tardísimo! Hay que terminar…
—¿Hay que terminar?
La reina se pone de pie. Es extraño: en un momento le ha cambiado el semblante: vuelve a estar seria, como cuando entró hace dos horas y media. Yo diría que, de pronto, se ha levantado un muro de mármol frío entre ella y yo. Pero no. Cuando, desde el amplio rellano de la escalera, me tiende la mano en despedida, está sonriendo. Entonces repito:
—¿Hay que terminar?
—Hay que terminar… por hoy.