I

Antiquam ex quirite matrem.[1]

VIRGILIO, Eneida.

Me lo acaban de advertir abajo, en el control, pero aun así me sorprende. No esperaba encontrármela ahí, de pronto, en una revuelta del camino. Quieta en el arcén. Más que quieta, inmóvil. Piso levemente el freno. Pero llevo el coche muy acelerado, así que meto doble embrague y reduzco a tercera, a segunda… Tan azarada estoy —más que nada, porque vengo viendo varias señales rojas y blancas de prohibición, con un 40 como una casa—, que desearía tragarme en dos bocanadas toda la descarga de reprís del motor. La aguja del velocímetro baja, desplomada, a 70, a 50, a 20… Respiro. Todavía avanzo un tramo más, muy lentamente. Ella no se mueve. Me mira, de lejos, como si estuviese esperándome. ¿Cuánto tiempo llevará ahí? Ahora son las cinco menos diez de la tarde. La luz del sol de julio, cruda, blanca, casi cenital, platea su silueta y me la confunde con la arboleda. Siempre se me olvidan las gafas de sol. Estaremos a unos cien metros. Dudo si hacerle una señal con el claxon o con las luces. Una señal, para que sepa que la he visto. Pero no me atrevo. Me parece que el solo runruneo del motor, rompiendo el silencio de la siesta, es ya una injerencia en casa ajena. Más: como cuando, en mis tiempos de colegiala, hacía incursiones olisconas y temerarias por la zona de clausura de las monjas. También ahora, me siento invasora y forastera en un coto de privacidad improfanable, y sin embargo indefensa. Esta impresión ya la he experimentado alguna otra vez, recorriendo este mismo trayecto de asfalto, por entre el bosque de pinos, de hayas y de encinas que va desde el control de la Guardia Real, abajo, en Somontes, hasta el palacio de La Zarzuela.

La idea de tocar el claxon o de hacerle un guiño de luces largas es más bien para salir del desconcierto. No sé ni qué tengo que hacer yo, ni qué piensa hacer ella. Sigo acercándome despacio, fingiendo naturalidad, sin dejar de observarla. Realmente es alta, esbelta y elegante. Majestuosa. Como una estatua de sí misma.

Cuando llego a donde ella está, detengo el coche. Me llaman la atención sus ojos, grandes y bellísimos. Y su mirada suave, pero altiva. No pestañea. Me mira fijamente. Pienso: «Está claro que, de las dos, es ella la que domina la situación». Apoyada en el volante, le sonrío. Incluso inclino levemente la cabeza, como un saludo. Espero. No hace ademán de nada. Sabiendo que no puede oírme, le digo: «¡Qué! ¿Haciendo autostop por tus dominios? ¿O sólo quieres cruzar al otro lado? Bien… te cedo el paso, pero ¡decídete de una vez!» Y me acuerdo de algo que relata la reina Federica de Grecia en sus Memorias: durante el crucero de las familias reales a bordo del Agamemnon, todo funcionaba de maravilla, según ella lo había previsto. Todo, excepto un pequeño pero irresoluble problema: había tantas reinas a bordo, y eran tan correctas unas con otras, que, si coincidían al llegar ante una puerta, podían estarse allí un largo rato, cediéndose el paso recíprocamente, sin querer cruzar ninguna antes que las demás.

Meto la primera y acelero con ímpetu, para salir de una vez de tan estúpido impasse. Y, justo en ese momento, la cierva se arranca en un salto inverosímil: una acrobacia horizontal, atravesando la carretera de lado a lado. Veo su cabeza, sus lomos y sus patas, por los aires, a un palmo de mi parabrisas. Y noto la estridencia metálica cuando me araña todo el capó con sus pezuñas traseras. En efecto, ahí quedará la huella, como una cenefa extraña, de muy difícil comprensión para el tomador de mi seguro de vehículos. Sigo mi ruta, carretera arriba. Tengo audiencia con la reina. Sabe que me gustaría escribir un libro sobre ella y ha accedido a recibirme. Nadie me ha dicho si ésta va a ser la primera de una serie de conversaciones, o si va a ser la única. Quizá ni ellos mismos lo sepan. Su secretario, el coronel José Cabrera, me ha dejado caer una advertencia muy orientadora: «Conociendo a la reina, creo que de este encuentro puede depender que cuentes o no cuentes con su ayuda para tu libro. Es muy celosa de su intimidad. Si pisas un terreno en el que no admite que se inmiscuya nadie, lo notarás enseguida: no te dirá nada, pero cambiará de expresión, o hablará de otra cosa. Si logras que, sin sentirse forzada, se te confíe, entonces ella misma tendrá interés en contarte tal, en aclararte cuál, en abrir sus cajitas y buscar fotos, cartas…»

Me hace gracia lo de «sus cajitas». En realidad, ¿quiero escribir ese libro? No lo sé. La reina, como personaje, me atrae. Provoca mi curiosidad. Me interesa. Y hace años que vengo observándola de lejos.

Empezó a interesarme durante un viaje al País Vasco. Aquel dificilísimo primer viaje, en febrero de 1981. Adolfo Suárez acababa de dimitir. La Presidencia del Gobierno estaba vacante. ETA asesinaba con más ensañamiento que nunca. Y los militares golpistas ultimaban los detalles de su asonada.

Había que echarle arrestos de valor a ese viaje de crónica esquizoide. ¿Esquizoide? Sí, porque mientras en Loyola volteaban jubilosas y magníficas las campanas de todas las iglesias saludando a los reyes, unas agresivas pintadas en las paredes de Vitoria les decían ¡fuera!, ¡largo de aquí!, ¡a la calle! Literalmente, Erregeak, kampora! Esquizoide, sí, porque en la plaza Moyua de Bilbao las muchedumbres les aclamaban ondeando banderitas rojigualdas; pero a continuación, en Azkoitia, desplegaban enormes ikurriñas, gritando feroces Gora Euskadi Ta Askatuta! Gora ETA! Esquizoide, insisto, porque lo presencié: unos vascos, en el valle de Atxondo, demandaban al rey con voces broncas y gestos hostiles «¡Danos las doscientas millas libres!» o «¡Devuélvenos a nuestros presos!»; mientras otros vascos, los proletas obreros de Altos Hornos, mono y casco, en Baracaldo y en Sestao, se arracimaban para fotografiarse con él.

Recuerdo que acababa de aterrizar el DC-8 de los reyes en el aeropuerto de Foronda[2]. Hacía un frío del diablo. Busqué a Sabino Fernández Campo, para darle esta información, en un discreto aparte: «Supongo que estáis al cabo de la calle de las dificultades de este viaje; pero tengo unos datos de hace un cuarto de hora: Mario Onaindía me ha dicho: “Mañana va a haber un follón gordo en Gernika. Y yo le plantearé al rey el tema de los indultos para nuestros presos”. Y Letamendía[3] me lo ha corroborado: “Estaremos presentes, pero en actitud de rechazo. No a la persona del rey: al Estado que él dice que encarna y representa. Ese Estado no nos ha devuelto ni nuestra libertad, ni nuestra democracia, ni nuestra soberanía”. Me permito sugerir que mañana, para el acto en la Casa de Juntas de Gernika, el rey lleve un plus de texto de emergencia, por si se ve obligado a variar en algo su discurso».

Ciertamente, al texto oficial le agregaron un folio con sólo diez líneas mecanografiadas… en el último momento.

Fijo ahora la lente del recuerdo. Han pasado más de catorce años, pero no hay borrosidad. Lo evoco con nitidez: la Casa de Juntas de Gernika es un recinto pequeño. Esa mañana está abarrotada de gente hasta los topes del techo. No cabe un alfiler ni en los bancos de los junteros ni en las tribunas. Yo me he ubicado bien: apretujada como piojo en costura; pero en un alto balconcillo desde el que veo toda la escena y, abajo, justo en mi perpendicular, el estrado presidencial donde están los reyes y las autoridades vascas: Macua, Pujana y Garaikoetxea[4].

El rey va hacia el atril. Apenas ha despegado los labios —«Siempre había sentido el anhelo de que mi primera visita como jefe del Estado a esta entrañable tierra vasca…»—, cuando una veintena de herribatasunos, descamisados y barbados, se alzan en sus asientos del graderío y, puño en alto, inmóviles, mirando al frente como iluminados, se ponen a cantar el Eusko gudariak, de los viejos luchadores vascos. Calla el rey. Un escalofrío de tensión y de temor incierto nos estremece a todos. La reacción es súbita. Unánime. Compacta. Dos, tres centenares de políticos, de todas las «políticas» allí concertadas, rompen a aplaudir. Estalla una ovación caliente y maciza como un pan, incesante y trabada como una cordillera. Dura… y dura… y dura… lo cuento mirando mi reloj: siete, nueve, diez, ¡doce minutos de aplausos y aclamaciones! Cuando rodó en la guillotina la cabeza de Robespierre, Francia se frotó las manos y aplaudió durante cinco minutos. Si aquella ovación marcó un hito en el registro de los delirios populares, ésta de Gernika —pienso yo desde el balconcillo— es de Guiness. Claro que, mientras unos aplauden y vitorean al rey, los otros siguen con su Eusko gudariak, sacando pecho, y roncos ya de tanto repetirlo. Es una batalla de voces y sonidos, un parlamentarismo de manos y gargantas, un ejercicio de retórica sudorosa, jadeante, tremenda.

Pero no se le crispa el rostro al rey. Ni a la reina, sentada a su lado, se le desvanece la sonrisa. Don Juan Carlos, en pie, firme, enhiesto como un mástil, le echa redaños, y domina el encrespado temporal sin mover un músculo. De pronto, se arranca con un gesto de humor borbón: gira la cabeza hacia los bronquistas de HB y, poniéndose una mano detrás de la oreja, como para oír mejor, les dice: «¡Cantad más alto hombre, que con tanto aplauso no se os oye!».

El momento más dramático pasa inadvertido a casi todos. Yo lo capto gracias a mi alto emplazamiento: un ayudante militar del rey, alarmado por la tensión que se está desarrollando, se lleva la mano al cinto, y desabrocha la funda negra de cuero de su pistola reglamentaria. Alguien a su lado, un civil, le agarra la mano con fuerza, y le impide seguir… Me parece entender un apremiante «¡no sea usted loco!». Si ese militar llega a desenfundar y alguien ve la pistola… ¡no quiero ni pensar la que se arma aquí!

La reina, digo, mantiene su sonrisa, sin alterar la serena expresión de su rostro. No sé, quizá porque es griega, ese aguante inmóvil me hace evocar las cariátides. El torso erguido. Estatuaria, como si ni siquiera respirase. Las manos prietamente entrelazadas… La he observado de cuando en cuando, en estos doce intensos minutos. Y siempre está igual: imperturbable, impávida. Llego a pensar si será una reina sin emociones, una mujer de cartón piedra. Miro esas manos otra vez. No son manos laxas, flojas, abandonadas, olvidadas de su dueña… No, no. Son manos fuertes, grandes, recias. Y presentes. Muy presentes. Son manos que tienen mucho que ver con su persona. Y me atrevo a suponer que, pese a su aparente quietud, están trabajando. Es más, intuyo que en este preciso momento son la dinamo que suministra a la reina su carga y recarga de entereza.

Cierto. Así es: cuando, a una orden de Garaikoetxea, entran los ertzainas y sacan a empellones y a rastras a los «chicos cantores» de HB, justo en ese instante la reina desenlaza sus manos. Respira hondo. Se relaja. Y entonces sé que, de cartón piedra, nada. ¿Que por qué lo sé? Pues… porque en ambos dorsos de esas manos veo las marcas profundas que han dejado ahí sus propias uñas. Desde aquí arriba, a plomada vertical, hasta puedo contarlas: junto a las falanges, cinco pequeñas ondas en una mano y cinco en la otra. Diez incisiones que dentro de un rato habrán desaparecido, pero que ahora mismo están ahí, delatando un esfuerzo imponente de autocontrol. Y yo tomo buena nota.

Van los reyes, en distintos momentos de ese mismo viaje, a unos cuarteles de Basurto y de Basauri. Uno de policías nacionales, y otro de guardias civiles. No sé en cuál de ellos, la reina quiere ver «el bar o la cafetería o la cantina, si tienen…». Se arma un poco de revuelo, porque no está previsto enseñarlo. Y enseguida se brindan a traerle «café, té, un refresco…». Pero ella no quiere tomar nada: «Sólo me interesa ver cómo está: si hay barajas, dominó, futbolín, televisión…» Después, pide «si es posible conocer las casas de los guardias». Ahí, las mujeres, más audaces y sin remilgos: «Venga usté por aquí, señora Reina, doña Sofía». Y, en éstas, la reina se asoma a un patio de luces, al que dan los traseros de ésas y de otras viviendas de vecindad: balconcillos de hierro oxidado, bombonas naranja de gas butano, cajas, trastos, un inverosímil gallinero, un armario con el espejo de luna roto, una cofradía de escobones y fregonas colgantes, y ropa tendida por todas partes. Observa la reina que, en los tendederos de las casas donde viven guardias civiles, hay muchas sábanas y colchas tendidas. Se extraña. Pregunta. Una de las mujeres levanta con remango la sábana que tiene más a mano, dejando a la vista lo que hay debajo: calcetines, camisas y pantalones verde-caza, del uniforme de faena. Ya saliendo, ella misma, con estupor, nos da la explicación: «¡Tapan los uniformes, para que los vecinos no sepan que ahí vive un guardia civil…!» Y yo sigo tomando buena nota.

Todavía otro apunte de ese mismo viaje. Han sido jornadas muy tensas. Los pescadores arrantxales de Fuenterrabía les han formado un rústico arco de honor con los remos en alto; pero las mujeres de Ondárroa les han abucheado a gritos de Gora ETA! Socialistas republicanos, como Txiki Benegas, Ramón Rubial, Ricardo G. Damborenea, o incluso comunistas como Roberto Lertxundi, han sacado la cara por el rey; pero el abertzalismo joven y radical de EE y de HB ha blandido durísimas pancartas de rechazo al paso del coche azul de los reyes, por las calles de Bilbao. Al atardecer del último día hay un acto religioso en Loyola, la de san Ignacio. Los reyes ocupan un sitial noble dentro del templo. Enfrente, en otro, el obispo José María Setién. Fuera llueve. Las campanas voltean su bronce provocando a los truenos. Dentro, suena en el órgano un fragmento de La Pasión según san Mateo, de Bach. Concluida la ceremonia, todo el mundo se dispone a salir en cortejo con los reyes. Entonces, la reina hace una discreta señal con la mano a monseñor Setién, para que se acerque al sitial de ellos. El obispo, revestido con su púrpura y su sobrepelliz de encaje, va donde la reina. Ella le dice algo al oído. Regresa Setién a su solio. Toma el micrófono: «Me pide su majestad la reina que permanezcamos en nuestros asientos, hasta que termine esta maravillosa partitura de Bach. Hemos vivido momentos de emoción y de tensión nada fáciles; y a todos nos vendrán muy bien unos minutos de serena meditación».

Seguí «tomando nota», seguí observando. Y así, hasta ahora. Tengo un montón de indicios haciéndome señales de que, bajo el empaque de la realeza y los cartonajes y oropeles del protocolo, puede haber alguien de carne y hueso, con un espesor humano importante, con una atractiva identidad. No sabría decir por qué, pero sospecho que la reina, de cerca, gana mucho. Y que vale la pena intentar cierta cercanía.

Ése es el envite: acercarse a la reina y, levantando el velo de lo regio, descubrir a la mujer. Si hay personaje, por fuerza tiene que haber libro.

Además, como tantos españoles, creo que esa mujer, puertas adentro de su casa, «callando y tejiendo», desempeña un papel cardinal, de quicio, de rodrigón, de soporte firme en el que se apoya una familia… que no es una familia cualquiera. La Corona, como institución, no es un trono, ni un cetro, ni un rey: es la familia real.

Siempre me sorprende la perfecta ubicación de la reina, asegundada en un plano de fondo, detrás del rey, y ayudándole en su protagonismo. Un segundo plano, sin guión, sin voz, en el que cualquier otra persona quedaría desdibujada, eclipsada, gris. No así la reina. Por mucho que difumine su fuerte personalidad, ella tiene luz propia. No es lo mismo cuando está que cuando no está. Más diría: su sola presencia da realce a la presencia del rey.

En estos tiempos de striptease en papel couché, y mercachifleos de intimidades regias, quizá no sea la menor virtud de doña Sofía haber guardado intacta su carga de enigma. Y ésa es precisamente la almendra de la paradoja: pese a su notoriedad y a su relevancia mundial, la reina sigue siendo una figura inexplorada, incógnita. Intuida y admirada a distancia, pero desconocida. Muy pocos saben qué piensa, qué siente, qué opina. Muy pocos conocen a qué suena su risa, el color de su piel vista de cerca, su sentido del humor, la textura de su carácter, si es una mujer hosca o afable, si mediterránea o germánica. Apenas una docena de enterados serían capaces de escribir sus impronunciables apellidos de origen: Schleswig Holstein Sondenburg Glücksburg… Apellidos sobre los que el rey Juan Carlos, en tono bromista de cuarto de estar, hace una guasona onomatopeya de imitación: «Tú eres una Schweppes… Jofjofjofjofff… Glucgluc… Yo, en cambio, un Borbón y Borbón y Borbón y mil leches».

Tenemos la imagen, sí. Un álbum con cientos de millares de imágenes, en todos los escenarios de la actualidad, con trajes de todos los tonos y colores, saludando a todas las celebridades del mundo… Pero ¿qué sabemos de ella? Aparte de esos cuatro tópicos de la gran profesional, la princesa endurecida en el exilio, la mujer discreta que sufre en silencio, o la guardiana de la Corona, ¿qué noticia fiable tenemos —noticia doméstica, noticia emanada de dentro a fuera, como la luz de los iconos— que nos deletree los rasgos de identidad de esa mujer, nacida griega, que lleva tantos años —desde 1962— tejiendo y anudando por la cara de atrás el tapiz de la historia de España?

Sin embargo, no subo hoy a La Zarzuela porque tenga apalabrado un libro sobre la reina. Los reyes y las reinas no creo yo que apalabren libros con nadie. Subo porque tengo lo único capaz de movilizar al periodista que lo es de veras. Exactamente, tengo una pregunta. Una muy buena pregunta: ¿quién es la reina?

Y voy flechada a buscar la respuesta.

He cruzado un puentecillo de piedra. Al otro lado hay cuatro soldados de la Guardia Real vestidos con traje caqui de faena y tocados con boina azul. Por el walkie-talkie han debido de advertirles de mi llegada. Se cuadran y me dan el paso. A partir de ahí arranca una empinada cuesta, en curva y contracurva muy cerradas, que lleva hasta palacio.

Mientras aparco, echo una ojeada rápida alrededor. Lo conocía, pero se me había olvidado. No sé por qué, estos lugares se olvidan de una vez para otra. Está muy cuidado el césped. Los árboles aquí arriba son abetos, secuoyas, chopos, sauces… El edificio, de ladrillo rojo visto, granito gris y pizarra marengo, sigue las sobrias líneas herrerianas. No hay balaustradas solemnes, ni escalinatas de piedra, ni esculturas de mármol, ni fuentes de aguas nemorosas, ni escudos de armas en la fachada. Nada. Ni un adarme de ostentación del abolengo. Sólo extremando el concepto de palacio, se puede llamar palacio a éste de La Zarzuela.

El pabellón original es del XVIII, aunque la orden de construirlo fue anterior: la dio el cardenal-infante don Fernando José, hermano de Felipe IV. Los reyes Carlos IV y Fernando VII lo utilizaban como pabellón de caza y recinto de esparcimiento cultural. Aquí —lugar de matorrales y zarzas— se estrenaron las primeras piezas teatrales de un género, típico español, que combina el recitado en prosa y el canto en verso: las zarzuelas. Durante la guerra civil de 1936, el palacete quedó derruido casi por entero. En 1958, Franco mandó reconstruirlo para que, llegado el día, fuese residencia del príncipe Juan Carlos.

Hay personal de servicio en el zaguán de la puerta: algún camarero con guantes y chaquetilla blanca, algún criado de librea, algún policía de paisano, algún encargado de protocolo… Uno de los de librea, muy serio, amagando una inclinación de cabeza entre reverencial y condescendiente —¡ah, el señorío de los mayordomos!— me indica que le siga —«por favor, doña Pilar…»— escaleras arriba.

Me han hecho pasar a la zona de la reina. La antesala donde espero es una pieza pequeña —¿qué tendrá?, ¿tres por tres y medio?—, pero parece amplia y luminosa. Hay tres sofás blancos, bajos y largos, de estilo funcional. Las paredes están tapizadas en tela a rayas finas de tonos verdes tenues, del manzana al turquesa. Los cojines, a juego. Las luces halógenas, indirectas. Y, dando al jardín, un ventanal corrido a todo lo largo del muro. De ahí viene la impresión espaciosa. En una de las paredes hay un óleo en el que la reina, vestida con un traje rojo y blanco de faralaes, como un clavel reventón, avanza de frente, a lomos de una jaca enjaezada a la andaluza, en la romería del Rocío. En una hornacina hay una pareja de danzantes thailandeses en porcelana. En otra, un Rapto de Europa, muy estilizado, también de porcelana, en colores grises y azules. Libros de arte, sobre una mesa baja de metacrilato. Y, distribuidos por varias repisas de cristal, pequeños bibelots, copas de plata de alguna exposición canina, y seis fotografías: en cuatro de ellas, aparecen don Juan Carlos o doña Sofía jugando con sus hijos, todavía pequeños; las otras dos son instantáneas de los reyes con el papa Juan Pablo II. Son fotos de hace veinte años, y empiezan ya a decolorarse.

Supongo que todo en esta salita ha sido elegido, y puesto donde está, por la propia reina. Así pues, si no renueva las fotografías, si no las actualiza, será porque le gustan ésas. Ésas, y de esos años. Pienso también que doña Sofía ha querido ofrecer a sus visitas dos imágenes de su españolización: vestida de sevillana rociera; y ataviada con mantilla blanca, privilegio pontificio exclusivo para las reinas españolas —¿o para las españolas reinas?, ¿o para las reinas católicas?—, cuando acuden a una audiencia en el Vaticano, tra il portone di bronzo.

Sé que la reina acaba de regresar de Londres, de la boda de su sobrino Pablo de Grecia, el hijo de los reyes Constantino y Ana María. En ese ambiente familiar surge espontáneo el tirón de los lazos de sangre, la remembranza de las genealogías… Sin embargo, aquí, en España, queriendo o sin querer, hemos orfanado a doña Sofía de todos sus parentescos de cuna. Se nos antojan historias extranjeras, demasiado a desmano de nuestros intereses inmediatos, agua que no podemos acarrear a nuestro molino. ¡Cuántos españoles, más por catetos que por chovinistas, creen que la historia universal empieza en Viriato y termina en Jesulín de Ubrique! Y así vemos a la reina sólo como consorte del rey, y madre del príncipe de Asturias y de las infantas. Incluso, no faltará quien piense: «Pues, mira tú por dónde, esta mujer hizo una buena boda».

El mismo don Juan de Borbón —cuando surgieron puntillosos problemas de ritos y ceremonias, en vísperas de esa boda— deslizó un comentario burlón, una pizca despectivo, sobre la recental dinastía griega. En efecto, iniciada por el príncipe danés Christian Guillermo Fernando Adolfo Jorge, que reinó con el nombre de Jorge I, apenas si cuenta un siglo.

Pero era una broma fútil. Don Juan conocía perfectamente el regio pedigrí de quien iba a ser su nuera. Los ocho bisabuelos de doña Sofía eran de origen germano. Por el costado paterno: Jorge Schleswig Hosltein Sondenburg Glücksburg Hessen Kassel, príncipe de Dinamarca y primer rey de los helenos, y su esposa Olga Constantinowna Holstein Gottorp Romanow, gran princesa de Rusia, sobrina del zar Alejandro II. Federico III, de Hohenzollern, rey de Prusia y emperador de Alemania, y su esposa la princesa de la Gran Bretaña Victoria de Sajonia Coburgo Gotha, hija de la reina Victoria de Inglaterra. Por el costado materno, Ernesto Augusto II de Brunswick, duque de Braunschweig y de Luneburg, duque de Cumberland y de Tiviotdale, príncipe heredero (kronprinz) de Hannover, y su esposa Thyra de Schleswig Holstein Sondenburg Glücksburg, princesa de Dinamarca. Guillermo II, emperador de Alemania, y su esposa Augusta Victoria de Schleswig Holstein.

Sus abuelos, por la rama paterna, fueron: Constantino I, rey de Grecia, y Sofía de Hohenzollern, princesa de Prusia, hija del emperador Federico III y hermana del káiser Guillermo II. Por la rama materna, Ernesto-Augusto III, duque de Brunswick, príncipe heredero (kronprinz) de Hannover, y Victoria Luisa, princesa de Prusia, hija del káiser Guillermo II.

Lo cual que Sofía, hija mayor de Pablo y Federica, reyes de Grecia, aparte otros vínculos familiares de afinidad, está emparentada de modo directo, por consanguinidad, con los jefes de las casas reales de Bélgica, Bulgaria, Inglaterra, Rumanía, Yugoslavia, Rusia, España, Luxemburgo, Suecia, Alemania, Dinamarca, Noruega y Holanda.

Ciertamente, el árbol genealógico de don Juan Carlos, más que frondoso, resulta inextricable, si no se tiene socio experto que ayude a rastrear las treinta y una generaciones de rigurosa y legítima agnación varonil[5] por las que la Casa de Borbón llega hasta el actual rey de España: es una magnífica incursión por la trama de un milenio, a partir de Hugo Capeto, que en el año 987 ocupó el trono de Francia. No tiene vuelta de hoja que la Casa de Borbón es la más ilustre y antigua de Europa. Aunque transitando por estas frondas, una se lleve la sorpresa de que, mucha agnación varonil, y mucho trono macho, pero la Casa de Borbón tiene… nombre de mujer, que de Beatriz de Borgoña lo tomó en 1589.

Pero, sin tantas averiguaciones, descendiendo desde los Reyes Católicos, Isabel I de Castilla (1451-1504) y Fernando V de Aragón (1452-1516), por las Casas de Borbón y de Austria hasta hoy, al rey Juan Carlos le salen diecisiete antepasados que fueron reyes de España. Y ahí no cuento a los luises de Francia. Esto lo ha tenido que decir alguna vez el rey. «Hombre, sí, yo sucedo a Franco, pero de quien soy heredero es de diecisiete reyes de mi familia».

Pues bien: el árbol de ancestros varones de doña Sofía —en ese mismo tramo de tiempo, en línea directa, y sólo por la rama de su padre— no le va a la zaga: diecisiete testas coronadas, a partir de Christian III de Dinamarca (1503-1559).

Absorta en estas vainicas de dinastías y de tronos me encuentro, a punto de asomarme a la compleja historia de los Hannover y de los Hohenzollern, los antepasados maternos de la reina, cuando suenan unos golpes suaves en la puerta.

Entra un teniente coronel del Ejército del Aire. Sobre la guerrera azul plomo destacan los cordones dorados de la ayudantía. Da un leve taconazo y, más que anunciar, me advierte a media voz: «Viene la reina».