18

Fin de una investigación

El comisionado miró con inquietud a Baley.

—¿Qué pretendes? Algo semejante a esto intentaste en el domo de Fastolfe. ¡No lo repitas!

—Me equivoqué la primera vez —acotó Baley.

Pensó con rabia: «También a la segunda; pero no ahora, no en esta ocasión, no…».

El pensamiento se le escurrió, farfullando como un microacumulador bajo un neutralizador positrónico.

—Juzgue por usted mismo, comisionado —insistió—. Concédame que las pruebas en mi contra hayan sido inventadas, forjadas. Acompáñeme por ese camino, y vea hasta dónde lo lleva. Pregúntese quién pudo forjar las pruebas. Es evidente que sólo pudo ser alguien que sabía de mi paso por la planta de Williamsburg ayer por la tarde.

—Muy bien, y ¿quién pudo ser?

—Un grupo de medievalistas me estuvo siguiendo desde la cocina —informó Baley—. Me desembaracé de ellos, o al menos así lo creí; pero, sin duda, alguno de ellos me vio pasar por la planta. Mi único objeto al entrar en ella fue tratar de despistarlos.

El comisionado permaneció pensativo.

—¿Estaba Clousarr con ellos?

Baley respondió que sí con la cabeza. Enderby prosiguió:

—Entonces lo interrogaremos. Si tiene algo que ocultar, ya se lo sacaremos. ¿Qué más puedo hacer, Lije?

—Aguarde un momento. ¿No ve en qué consiste mi punto de vista?

—Veamos. —El comisionado se frotó las manos—. Clousarr te vio penetrar en la planta de energía de Williamsburg, o bien otro le informó a él, que decidió utilizar el hecho para buscarte tropiezos y hacer que te eliminemos de la investigación. ¿No es eso lo que pretendes decirme?

—Bastante aproximado.

—Bien. —El comisionado pareció entusiasmarse con su empeño—. Naturalmente, él sabía que tu esposa era miembro de su organización, con lo que consideraba que no te enfrentarías con una investigación minuciosa de tu vida privada. Se imaginó que renunciarías antes que luchar en contra de testimonios circunstanciales. Y, a propósito, Lije, ¿qué opinas de renunciar si las cosas se ponen mal? De ese modo lo haríamos todo a la chita callando…

—Ni en un millón de años, comisionado.

—Bueno —se encogió de hombros Enderby—, ¿en dónde estaba yo? Ah, sí, entonces consiguió un atomizador alfa, presumiblemente por medio de un cómplice en la planta, y ordenó a otro cómplice que arreglara la destrucción de R. Sammy. —Tamborileó con los dedos sobre el escritorio—. No, eso no cuaja, Lije.

—¿Por qué?

—Muy rebuscado. Demasiados cómplices. Y cuenta con una coartada inatacable para la noche y la mañana del asesinato de Espaciópolis, entre paréntesis. Eso lo comprobamos inmediatamente, aunque yo era el único que sabía la razón para comprobar esa hora especial.

—Nunca he dicho que fuera Clousarr —interpuso Baley—. Usted fue quien lo dijo, comisionado. Pudo haber sido cualquiera de la organización medievalista. Clousarr no es más que el dueño de un rostro que Daneel reconoció. Ni siquiera me imagino que sea muy importante en la organización. Aunque hay una cosa muy extraña en él.

—¿Qué? —preguntó Enderby con suspicacia.

—Sabía que Jessie era miembro de la organización. ¿Sabe usted si conoce a todos? ¿O lo supone usted?

—No lo sé. Sabía que Jessie lo era, de todos modos. Quizá fuese importante porque era la esposa de un detective. Acaso la recordara por esa razón.

—Usted asegura que confesó que Jezabel Baley era miembro, ¿no es así?

—Le repito que eso fue lo que yo oí —afirmó Enderby.

—Pues en eso está lo más curioso, comisionado. Jessie no ha usado su nombre completo desde antes de que naciera Bentley. Se unió a los medievalistas después de abandonar su nombre de pila completo. ¿Cómo sería posible que Clousarr llegase entonces a conocerla como Jezabel?

El comisionado enrojeció y exclamó con rapidez:

—Ah, bueno, si nos paramos en detalles, probablemente dijo Jessie. Yo me limité de manera automática a completarlo y dije el nombre de pila. En verdad, ahora estoy seguro de ello. Dijo Jessie.

—Hasta ahora estaba usted también seguro de que dijo Jezabel. Se lo pregunté varias veces.

Entonces el comisionado levantó la voz, imperioso:

—No te pondrás a insultarme diciendo que mentí, ¿verdad?

—Me estoy preguntando si tal vez Clousarr no dijo nada en absoluto. Me estoy preguntando si usted forjó toda esa historia. Usted ha conocido a Jessie durante veinte años y, por lo tanto, sabía que su nombre era Jezabel.

—¡Estás desvariando, hombre!

—Quizás. ¿Adónde fue usted hoy, después del almuerzo? Estuvo fuera de su oficina durante dos horas, por lo menos.

—¿Me está usted interrogando?

—Contestaré también por usted. Anduvo por la planta de energía de Williamsburg.

El comisionado se levantó de su asiento. La frente le brillaba, y aparecían burbujas blancas y secas en las comisuras de los labios.

—¿Qué trata usted de insinuar?

—¿No anduvo por ahí?

—Baley, queda usted destituido. Entrégueme sus credenciales.

—No, todavía no. Me tendrá que escuchar primero.

—Pues no lo haré. Es usted culpable, ¡por todos los diablos!, y lo que me enfurece es su pretensión absurda de hacerme aparecer como si conspirase en contra de usted. —Perdió la voz de momento, con un gruñido de indignación. Logró recuperar el resuello, para proseguir—. Además, queda usted arrestado.

—¡No! —vociferó Baley, con voz ronca—, ¡todavía no! Comisionado, le estoy apuntando con un desintegrador. Se lo tengo derecho al corazón y está amartillado. No se ponga a jugar conmigo, porque me hallo al borde de la desesperación, y diré lo que considere conveniente. Después…, después hará lo que le plazca.

Con ojos desorbitados, Julius Enderby contemplaba el maligno orificio en las manos de Baley. Farfulló:

—Veinte años por esto, Baley, en el calabozo más profundo de la ciudad.

R. Daneel se movió con rapidez. Su mano se apoderó como garra del brazo de Baley. Con toda calma expresó:

—No puedo permitir esto, socio Elijah. No puedes causarle ningún daño al comisionado.

Por primera vez desde que R. Daneel llegó a la ciudad, el comisionado le habló directamente:

—¡Detenlo!

A lo que Baley replicó de inmediato:

—No tengo la menor intención de dañarlo, Daneel, si tú le impides que me arreste. Me aseguraste que me ayudarías a esclarecer todo esto. Todavía faltan cuarenta y cinco minutos.

R. Daneel, sin soltarle el puño a Baley, indicó:

—Comisionado, considero que se le debe permitir a Elijah que hable. Estoy en comunicación con el doctor Fastolfe en este preciso momento…

—¿Cómo? ¿Cómo? —preguntó el comisionado con rabia.

—Yo poseo dentro de mí mismo una unidad subetérica sellada —aseguró R. Daneel.

El comisionado se le quedó viendo boquiabierto.

—Estoy en comunicación con el doctor Fastolfe —prosiguió el robot inexorablemente—, y causaría una pésima impresión, comisionado, si se negara usted a escuchar a Elijah. Deducciones muy comprometedoras se pudieran sacar de ello.

El comisionado se echó para atrás en la silla. Enmudeció.

—Afirmo que estuvo usted en la planta de energía de Williamsburg hoy, comisionado —reanudó Baley—, y se apoderó del atomizador alfa para dárselo a R. Sammy. Escogió deliberadamente la planta de Williamsburg con objeto de incriminarme a mí. Hasta echó mano del doctor Gerrigel para invitarle a que viniera al departamento y se tropezara con los restos de R. Sammy. Confiaba en que él pudiera suministrar un diagnóstico definitivo y exacto.

Baley se guardó el desintegrador.

—Si desea arrestarme ahora, no titubee, hágalo; pero Espaciópolis no considerará eso como una respuesta apropiada.

—¿Por qué motivo? —masculló Enderby sin lograr casi respirar. Las lentes aparecían empañadas, y se las quitó. Sin ellas aparecía en una actitud vaga e inofensiva—. ¿Qué motivo pude tener para esto?

—Usted me causó trastornos, ¿verdad? Con ello puso estorbos a la investigación de Sarton, ¿o no? Y, aparte de todo eso, R. Sammy sabía demasiado.

—¿Acerca de qué?

—Acerca de la manera como asesinaron a un espaciano hace cinco días y medio. Porque usted fue quien asesinó al doctor Sarton en Espaciópolis.

Fue R. Daneel quien tomó ahora la palabra. Enderby lo único que podía hacer era tirarse de los cabellos con furia y menear la cabeza. El robot explicó:

—Socio Elijah, mucho me temo que esta teoría sea insostenible. Como sabes muy bien, resulta imposible que el comisionado Enderby haya asesinado al doctor Sarton.

—Escucha. Enderby me suplicó que me encargara del asunto; no se dirigió a ninguno de los hombres que tienen mayor rango que yo. Lo hizo por diversas razones. La primera, porque somos camaradas de estudios, y se figuró que podía confiar en que nunca se me ocurriría que un antiguo compañero y jefe respetado pudiera ser un criminal. ¡Fíjate!, contaba con mi gran lealtad muy bien conocida. En segundo lugar, sabía que Jessie era miembro de una organización ilegal, y esperaba poder manejarme de modo que se me eliminara de la investigación o amenazarme para que guardara silencio en caso de que me aproximara demasiado a la verdad. Y, por otra parte, eso no le preocupaba mucho. Desde el principio obró de manera que pudiese despertar en mí desconfianza hacia ti, Daneel, asegurándose de que los dos trabajásemos en sentidos contrarios. No ignoraba lo de la desclasificación de mi padre. No le resultó difícil adivinar cómo reaccionaría yo. ¡Fíjate!, es una ventaja para el asesino estar encargado de la investigación de un asesinato que él cometió.

El comisionado logró por fin dar rienda suelta a sus palabras. Comenzó con voz débil.

—¿Cómo podía yo saber nada acerca de Jessie? —Volvióse en dirección del robot—. ¡Escucha! Si estás transmitiendo todo esto a Espaciópolis, ¡diles que es mentira! ¡Una mentira nauseabunda!

Baley le interrumpió, levantando la voz por unos instantes, y luego bajándola con una calma tensa.

—¡Seguro que sabía usted lo de Jessie! Usted es un medievalista, y forma parte de esa organización. ¡Sus gafas pasadas de moda! ¡Sus ventanas! Es evidente que su temperamento le ha conducido por esos caminos. Pero existen pruebas muy superiores a eso.

»¿Cómo supo Jessie que Daneel era un robot? En aquel momento me sumió en la peor de las incertidumbres. Por supuesto, ahora sabemos que lo descubrió mediante su organización de medievalistas, lo cual nos retrotrae a una cuestión anterior: ¿cómo lo supieron allí? Usted, comisionado, lo explicó con una teoría acerca de que a Daneel lo reconocieron como robot durante el incidente de la zapatería. Yo no me creí eso en ningún momento. No, no podía. Yo lo había considerado como un ser humano cuando lo vi por vez primera, y no padezco del menor defecto en la vista.

»Ayer le rogué al doctor Gerrigel que viniera de Washington. Más tarde decidí que lo necesitaba por varias razones; pero cuando lo llamé, mi único objeto era indagar si reconocería a Daneel por lo que es sin que le diera yo el menor indicio.

»Pues no, señor comisionado, ¡no lo reconoció! El doctor Gerrigel, el mejor perito en robots que existe en la Tierra. ¿Pretende usted sugerirnos que unos perturbadores medievalistas podían, en condiciones de confusión y tumulto, percatarse de similitudes de diferencias, y sentirse tan seguros acerca de ellas como para poner en actividad a toda su organización y embarcarla en esta aventura con un simple presentimiento de que Daneel era un robot?

»Resulta claro que desde el principio los medievalistas supieron que Daneel era un robot. El incidente de la zapatería se proyectó deliberadamente para convencer a Daneel y a Espaciópolis del alcance del sentimiento antirrobotista que prevalece en la ciudad. Tuvo por objetivo trastrocar los términos; apartar en lo posible las sospechas de los individuos y dirigirlas al conjunto de la población.

»Ahora bien, si sabían la verdad sobre Daneel desde el principio, ¿quién se la reveló? Yo no lo hice. Se me ocurrió pensar que pudiera haber sido Daneel mismo; pero también es un absurdo. El otro único terrícola que lo sabía era usted, comisionado.

Enderby objetó, con sorprendente energía:

—También pudo haber espías en el departamento. Los medievalistas pudieron habernos inundado con ellos. Tu esposa era una de ellas, y si usted no encuentra imposible el que yo sea uno, ¿por qué no otros más en el departamento?

—No traigamos a colación ningún espía misterioso hasta que veamos adónde nos conduce una solución sencilla y natural. Afirmo y sostengo que usted es el único informante.

»Ahora, cuando lo veo como algo retrospectivo, resulta muy interesante anotar cómo su carácter mejoraba o empeoraba según aparecía yo estar lejos de resolver el problema o muy cerca de terminarlo. Al principio se hallaba usted muy nervioso. Cuando ayer por la mañana manifesté mi deseo de visitar a Espaciópolis sin explicarle para nada la razón, llegó usted hasta el borde de un colapso nervioso. ¿Se figuró que lo había sorprendido, comisionado? ¿Que se trataba de una trampa para entregarlo en manos de ellos? Usted me dijo que los odiaba. Casi llegó a las lágrimas. Por unos instantes me imaginé que se las causaba el recuerdo de la humillación en Espaciópolis, cuando le consideraron sospechoso; pero luego Daneel me indicó que sus suspicacias se habían tenido en cuenta con mucho cuidado. Ni siquiera pudo suponerse que sospechaban de usted. Su pánico se originó en el temor, no en la humillación.

»Después, cuando salí con mi solución totalmente errónea, mientras usted observaba por el circuito tridimensional, da su confianza al ver cuán lejos me hallaba de la verdad. Hasta discutió usted conmigo, defendiendo a los espacianos. Más tarde, ya dueño de sí mismo, me asombró la facilidad con que me perdonó mis acusaciones falsas en contra de los espacianos, cuando antes me había sermoneado tanto respecto a su excesiva sensibilidad.

»Luego establecí contacto con el doctor Gerrigel, y usted se empeñaba en saber la razón, y yo no se la dije. Eso le preocupó porque temía que…

R. Daneel interrumpió de pronto, levantando la mano.

—¡Socio Elijah!

Baley consultó su reloj: ¡las veintitrés cuarenta y dos!

—¿Qué hay? —preguntó.

—Pudo haberse preocupado con el pensamiento de que descubriera sus relaciones medievalistas, si concedemos que existan —sugirió R. Daneel—. No hay nada que lo complique en el asesinato. Acaso no haya tenido nada que ver con ello.

—Estás en un error, Daneel —contradijo Baley—. Enderby no sabía para qué necesitaba yo al doctor Gerrigel; pero puede presumirse con seguridad que se imaginó que se trataba de algo relativo a informes sobre robots. Esto asustó al comisionado, porque un robot estaba ligado muy íntimamente con su crimen mayor. ¿No es así, comisionado?

Enderby meneó la cabeza negando con insistencia.

—Cuando esto haya concluido… —principió; pero se ahogó con las palabras sin articular.

—¿Cómo se cometió el asesinato? —indagó Baley con frenesí apenas reprimido—. ¡C/Fe! Usaré tus propios términos, Daneel. Estás rebosante de los beneficios de una cultura C/Fe y, sin embargo, no ves el modo en que un terrícola pudo haberla usado para su propio beneficio.

»No hay dificultad ninguna para concebir la idea de que un robot cruce a campo traviesa. Aunque sea de noche y aunque vaya solo. El comisionado le puso un desintegrador en las manos a R. Sammy; le ordenó adónde ir, y le explicó cuándo. Él, por su parte, entró en Espaciópolis por el Personal y lo despojaron de su propio desintegrador. Entonces recibió el otro desintegrador de manos de R. Sammy; mató al doctor Sarton; devolvió el arma a R. Sammy, quien regresó con ella a la ciudad de Nueva York a través de los campos. Y hoy desactivó a R. Sammy, cuyo conocimiento se había convertido en muy peligroso.

»Esto explica la presencia del comisionado y la ausencia del arma. Y hace totalmente innecesaria la suposición de que cualquier ser humano, cualquier neoyorquino, haya caminado escurriéndose a campo traviesa, a cielo descubierto, de noche.

Mas al terminar Baley su reconstrucción, R. Daneel objetó:

—Lo siento mucho por ti, socio Elijah, aunque me congratulo con el comisionado, que tu explicación no esclarezca absolutamente nada. Ya te he dicho que las propiedades cerebroanalíticas del comisionado son de tal especie que resulta imposible para él cometer un asesinato premeditado. Ignoro cuál es la palabra que se aplica a ese hecho psicológico: cobardía, conciencia o compasión. Conozco el significado que el diccionario les da a todas ellas; pero no puedo juzgar. Sea como fuere, el comisionado no asesinó.

—Gracias —murmuró Enderby. Su voz ganó fuerza y confianza—. Desconozco sus motivos, Baley, o por qué trata de arruinarme de esta manera; pero llegaré hasta el fondo y…

—Aguarden —interpuso Baley—, no he concluido. Tengo esto.

Y golpeó con el cubo de aluminio en el escritorio de Enderby, tratando de sentir la confianza que esperaba le brotara de sí. Durante media hora pretendió ocultar un hecho pequeñísimo; que no sabía lo que la película mostraría. Disponíase a jugar con el destino; mas era todo lo que le quedaba por hacer.

Enderby se retiró de aquel objeto.

—No es una bomba —aseguró Baley con sarcasmo—. No es más que un microproyector ordinario.

—Y bien, ¿qué demostrará?

—Eso es lo que está por ver.

Introdujo la uña en una de las rendijas del cubo, y una esquina del despacho del comisionado se entenebreció, iluminándose después con una escena extraña en tres dimensiones.

Se extendía desde el piso hasta el techo, prolongándose para atrás de las paredes de la habitación.

La escena retratada era el domo del doctor Sarton. El cuerpo muerto del doctor Sarton ocupaba el centro.

Los ojos de Enderby se le saltaban de las órbitas. Baley dijo:

—Sé muy bien que el comisionado no es un matón. No necesito que tú me lo digas, Daneel. Si hubiese podido explicarme ese hecho antes, hubiera llegado a la solución desde mucho antes también. No alcancé a mirar claro el camino hasta hace una hora, cuando te manifesté al descuido que fuiste curioso en una ocasión respecto a las lentes de contacto de Bentley. Eso lo eslabonó todo, comisionado. Entonces se me ocurrió que su miopía y sus gafas eran la clave del asunto. Supongo que en los Mundos Exteriores no existe la miopía, pues de lo contrario habrían llegado a la verdadera solución del asesinato casi inmediatamente. Comisionado, ¿cuándo rompió usted sus gafas?

—¿Qué busca sugerirme? —indagó el comisionado, receloso.

—Cuando lo vi a usted por primera vez para este asunto —explicó Baley—, me dijo que sus gafas se le habían roto en Espaciópolis. Me figuré que las había roto con la perturbación al saber la noticia del asesinato; pero usted no me lo afirmó así, y yo carecía de razones para imaginármelo. Más aún: si usted iba a Espaciópolis con la obsesión de un crimen en la mente, se encontraría ya lo suficientemente perturbado para que se le cayeran las gafas y las rompiera antes del asesinato. ¿No es verdad? ¿Y no le pasó tal cosa en realidad? Dígame.

—No veo yo la consecuencia, socio Elijah —protestó R. Daneel.

Y Baley pensó: «Sigo siendo socio Elijah por diez minutos más: ¡Aprisa, habla aprisa, y piensa aprisa!».

Se encontraba manipulando la imagen del domo de Sarton a medida que hablaba. Con torpeza, la agrandaba, con las uñas indecisas por la enorme tensión que lo dominaba. Muy despacio, con sacudidas, el cadáver sé agrandaba, ensanchándose, alargándose, acercándoseles. Baley casi podía percibir la peste de la carne chamuscada. La cabeza, los hombros y uno de los brazos, en su parte superior, oscilaban con frenesí, unidos con las caderas y con las piernas mediante un trozo ennegrecido de la columna vertebral de la que sobresalían muñones y tiras de costillas carbonizadas.

Baley le dirigió de soslayo una mirada al comisionado. Enderby había entrecerrado los ojos. Se le veía enfermo, con náuseas. A Baley le sucedía lo mismo; pero debía mirar. Despacio, muy despacio, fue girando la imagen tridimensional mediante las manivelas del transmisor, para escudriñar el cadáver en cuadrantes sucesivos. Los dedos se le escurrieron y la imagen se le inclinó de pronto, de modo que el suelo y el cadáver, al mismo tiempo, se convirtieron en una masa confusa, más allá de las capacidades resolutivas del transmisor. Aminoró el foco de expansión y dejó que el cuerpo se deslizara hacia un lado.

Seguía hablando. Tenía que hacerlo. Imposible detenerse hasta que hallara lo que buscaba; y si no lo conseguía, toda su palabrería resultaría inútil. Peor que inútil. El corazón le palpitaba con fuerza, y la cabeza le latía en las sienes. Entonces volvió a hablar:

—El comisionado no puede cometer un asesinato deliberado. Sin embargo, cualquier hombre puede matar por accidente. El comisionado no penetró en Espaciópolis para matar al doctor Sarton. Entró para matarte a ti, Daneel, ¡a ti! ¿Existe algo en el análisis de su cerebro que diga que es incapaz de aniquilar a una máquina? Eso no es asesinato, sino únicamente sabotaje.

»Es un medievalista convencido. Trabajó con el doctor Sarton y conocía el objeto para el cual te hallabas destinado. Temía que esa meta se lograra; que a los terrícolas se les desterrara de la Tierra. Así que decidió destruirte a ti. Tú eras el único de su tipo que se hubiese construido todavía, y consideraba tener buenas razones para pensar que, al demostrar la extensión y la determinación del medievalismo en la Tierra, descorazonaría a los espacianos. Conocía lo fuerte que es la opinión popular en los Mundos Exteriores para terminar de una vez por todas con el proyecto de Espaciópolis. Con certeza que el doctor Sarton discutió ese punto con él. Y pensó que ello sería el último impulso en la dirección adecuada.

»No digo que hasta el pensamiento de aniquilarte a ti fuese agradable para nada. Hubiera hecho que R. Sammy lo llevase a cabo, me figuro, si no parecieras tan humano que un robot primitivo, de la calidad de Sammy, no pudiese discernir la diferencia o comprenderla siquiera. La primera ley lo hubiera detenido. O el comisionado le habría encargado a otro ser humano la comisión, si no fuera porque él, sólo él, representaba el único que tenía acceso fácil y pronto a Espaciópolis en cualquier momento.

»Permítanme reconstruir lo que pudo haber sido el proyecto del comisionado. Estoy adivinando, lo confieso; pero creo estar en lo justo. Concertó la cita con el doctor Sarton; pero llegó temprano con toda intención; al amanecer, para ser exactos. El doctor Sarton estaría dormido, me imagino; pero tú, Daneel, andarías despierto. Supongo, ya que en ello estamos, que vivías con el doctor Sarton.

El robot asintió con la cabeza, diciendo:

—Tienes razón, socio Elijah.

—Proseguiré entonces —retomó Baley—. Tú saldrías a la puerta del domo, Daneel; recibirías una carga del desintegrador en el pecho o en la cabeza, y todo habría terminado. El comisionado se escaparía a toda velocidad, a través de las calles desiertas del crepúsculo matutino de Espaciópolis, regresando al sitio en donde lo esperaba R. Sammy. Le entregaría el desintegrador y luego se encaminaría muy despacio en dirección al domo del doctor Sarton. De ser necesario, «descubriría» el cuerpo él mismo, aun cuando hubiese preferido que cualquier otro lo hiciera. Si le preguntaran respecto a su llegada tan temprano, podría decir que había venido a informarle al doctor Sarton de ciertos rumores de un ataque medievalista a Espaciópolis, y a urgirle para que se tomaran precauciones encaminadas a impedir todo tumulto externo y al descubierto entre los espacianos y los terrícolas. El robot muerto añadiría fuerza a sus palabras.

»Si le interrogaran respecto al gran intervalo entre su entrada en Espaciópolis y su llegada al domo del doctor Sarton, podría decir que vio a alguien que se escabullía por las calles en dirección al campo abierto. Que lo persiguió un trecho. También eso los conduciría con entusiasmo por una senda falsa. En cuanto a R. Sammy, nadie lo echaría de menos. Un robot más en medio de las granjas circundantes de la ciudad…, pues no sería más que otro robot como muchos. ¿Voy muy equivocado, comisionado?

—No, yo no… —Enderby se movía como un gusano.

—No —explicó Baley—, usted no mató a Daneel. Él está aquí, y en todo el tiempo que ha estado en la ciudad no ha sido usted capaz de mirarlo frente a frente o de dirigirle la palabra por su nombre. Mírelo ahora, comisionado.

Enderby no se atrevió a hacerlo. Cubrióse el rostro con las manos temblorosas.

Las titubeantes manos de Baley por poco dejan caer el microproyector. ¡Lo había hallado!

La imagen se percibía ahora centrada en la puerta principal del domo del doctor Sarton. La puerta se veía abierta; penetró en la pared hueca, a lo largo de las correderas de metal reluciente. Abajo, entre ellas… ¡Allí! ¡Sí, allí!

El fulgor era inequívoco.

—Les explicaré lo que sucedió —continuó Baley—. Se encontraba usted en el domo cuando se le cayeron las gafas. Debe de haber estado nervioso, y lo he visto a usted nervioso. Usted se las quita; las limpia con cuidado. Eso fue lo que hizo; pero las manos le temblaban, y las dejó caer; quizás hasta las haya pisado. De todos modos, estaban rotas, y precisamente en ese instante la puerta se abrió y una figura que parecía Daneel se le puso enfrente.

»Le disparó, recogió los restos de sus gafas y echó a correr. Entonces encontraron el cadáver, pero no a usted, y cuando por fin lo hallaron, se percató de que era al madrugador doctor Sarton a quien había dado muerte. El doctor Sarton diseñó a Daneel a su imagen y semejanza, para gran desgracia suya y, sin sus gafas, en aquel momento de tensión nerviosa no pudo distinguirlos.

»Y si desea la prueba tangible, ¡hela ahí!

La imagen del domo de Sarton se estremeció, y Baley colocó el proyector con mucho cuidado sobre el escritorio, con la mano fuertemente apoyada sobre él.

El rostro del comisionado Enderby se hallaba descompuesto por el terror. R. Daneel aparecía por completo indiferente.

Los dedos de Baley señalaban la imagen.

—Ese reflejo en las correderas de la puerta, ¿qué era eso, Daneel?

—Dos pequeñas partículas de cristal —repuso el robot con frialdad—. No significaban nada para nosotros.

—Pues ahora sí, porque son dos trocitos de lentes cóncavas. Midan sus propiedades ópticas y compárenlas con las de las gafas que Enderby está usando ahora. ¡No las rompa, comisionado!

Precipitóse hacia el comisionado y le arrancó las gafas de las manos. Se las alargó a R. Daneel:

—Aquí hay prueba suficiente de que estuvo en el domo más temprano de lo que pensó que estuviera.

—Estoy del todo convencido —asintió R. Daneel—. Ahora me doy cuenta de que me aparté por completo de la pista por el análisis cerebral del comisionado. Te felicito, socio Elijah.

Baley consultó su reloj. Señalaba las veinticuatro horas. Un nuevo día comenzaba.

Las palabras del comisionado no eran más que gemidos ahogados:

—Un error, un espantoso error. Nunca intenté matarlo.

Sin ningún síntoma precursor, se deslizó de la silla y quedó como un bulto informe en el suelo. R. Daneel se le aproximó con rapidez y dijo:

—Lo has lastimado, Elijah. Eso está muy mal.

—No está muerto, ¿eh?

—No; pero sí inconsciente.

—Ya volverá en sí. Supongo que fue demasiado para él. Tenía que hacerlo. ¡Yo tenía que hacerlo! Mira, Daneel, carecía de cualquier prueba que fuese válida ante un tribunal; sólo deducciones. Preciso era acorralarlo y soltárselo poco a poco, con la esperanza de que se desmoralizara. Así sucedió, Daneel. Tú lo oíste confesar, ¿verdad?

—Sí.

—Ahora bien, yo te prometí que esto sería beneficioso para el proyecto de Espaciópolis, de modo que… ¡Aguarda, está volviendo en sí!

El comisionado se quejó. Los ojos le temblaron y se entreabrieron. Quedóseles mirando sin pronunciar palabra.

—¡Comisionado! —llamó Baley—, ¿me escucha usted?

El comisionado afirmó con la cabeza, indiferente.

—Muy bien, entonces. En estos momentos los espacianos tienen otras cosas que les preocupan más que su culpabilidad. Si coopera usted con ellos en…

—¿Qué?

Un fugitivo rayo de esperanza apareció en los ojos del comisionado.

—De seguro que usted es alguien importante en la organización medievalista de Nueva York, tal vez hasta en el proyecto planetario. Encáucelos en la dirección de la colonización del espacio. Puede ver las líneas generales, ¿verdad? Tenemos que volver a la tierra, al surco…, sí, pero en otros planetas.

—No comprendo —murmuró el comisionado.

—Eso es lo que buscan los espacianos. Y también lo que busco yo, después de la conversación que tuve con el doctor Fastolfe. Eso es lo que desean más que nada. Arriesgan la muerte cada vez que vienen a la Tierra, y permanecen aquí con ese solo objeto. Si el asesinato del doctor Sarton lo capacita a usted para que obtenga que el medievalismo se dirija a reanudar la colonización galáctica, probablemente lo consideren como un sacrificio muy justificado. ¿Me comprende ahora?

—Elijah tiene razón —interpuso R. Daneel—. Ayúdenos, comisionado, y olvidaremos lo pasado. Estoy hablando en nombre del doctor Fastolfe y de nuestro pueblo. Por supuesto, si usted conviniera en ayudarnos y después nos traicionara, siempre tendríamos el hecho de su culpabilidad para mantenerlo a raya, lamento decirlo.

—¿No se presentará acusación contra mí? —preguntó el comisionado.

—No, si nos ayuda usted.

—Pues sí lo haré —murmuró mientras los ojos se le llenaban de lágrimas—. Fue un accidente. Expliqué eso. Un accidente desdichado. Yo hice lo que creía más conveniente.

—Si nos ayuda —añadió Baley—, entonces sí estará haciendo lo más conveniente. La colonización del espacio es la única salvación posible para la Tierra. Se percatará de ello si olvida los prejuicios. Y ahora, la mejor manera de ayudarnos es echarle tierra a ese asunto de R. Sammy. Clasifíquelo como un accidente o algo por el estilo. ¡Póngale fin! —Púsose en pie—. Y recuerde, comisionado, que no soy la única persona que conoce la verdad. Desembarazarse de mí no conduce a nada, sino a su propia ruina. Toda Espaciópolis está enterada de esto. Lo entiende bien, ¿verdad?

—Resulta innecesario añadir una palabra más, Elijah —amonestó R. Daneel—. El comisionado nos ayudará. Para mí está muy claro, de acuerdo con el análisis de su cerebro.

—Perfectamente bien; entonces, me voy a casa. Deseo ver a Jessie y a Bentley y recomenzar mi existencia natural. Además, necesito dormir. Oye, Daneel, ¿permanecerás en la Tierra después de que se vayan los espacianos?

—No se me ha informado —repuso R. Daneel—. ¿Por qué me lo preguntas?

Baley se mordió los labios, y luego murmuró:

—Nunca creí que se me ocurriría decirle esto a nadie como tú, Daneel; pero confío en ti. Hasta…, ¡hasta te admiro! Yo ya estoy muy viejo para abandonar la Tierra; pero cuando por fin se establezcan las escuelas para emigrantes, allí estará Bentley.

El robot se volvió a Julius Enderby, quien los observaba con el semblante fláccido, ahora comenzaba a recuperar su vitalidad. Le dijo:

—He tratado de comprender ciertas observaciones que me hizo Elijah: que la destrucción de lo que ustedes llaman el mal resulta menos justa y deseable que la conversión de este mal en lo que designan con el nombre de bien.

Hizo una pequeña pausa, como titubeando, y luego, casi sorprendido de sus propias palabras, aconsejó bíblicamente.

—Vete y no peques más.

Baley, sonriendo de repente, tomó a R. Daneel del brazo, y salieron por la puerta apoyados uno en el otro.