Conclusión de un proyecto
Baley consultó su reloj con el mayor desgaire que pudo aparentar. Eran las veintiuna cuarenta y cinco horas. Dentro de dos horas y cuarto sería medianoche. Se había despertado antes de las seis, y se hallaba sujeto a una tensión nerviosa terrible desde hacía dos días y medio. Todo se le presentaba con una vaga sensación de irrealidad.
—¿Y eso a qué se debe, Daneel? —interrogó.
—¿No comprendes? —se asombró R. Daneel—. ¿No te parece evidente?
—No, no comprendo. No resulta evidente —afirmó Baley con una gran dosis de paciencia.
—Estamos aquí —explicó el robot—, y por ese plural busco designar a nuestras gentes de Espaciópolis, con objeto de romper la armadura que rodea a la Tierra, y forzar a sus habitantes a que intenten nuevas expansiones y colonizaciones.
—Eso ya lo sé. ¡Por favor, no insistas en ese punto!
—Debo hacerlo. Resulta indispensable. Comprenderás que si estuviésemos ansiosos de imponer un castigo por el asesinato del doctor Sarton, al hacerlo no buscaríamos ninguna esperanza de devolverle la vida al doctor Sarton; sabemos que al fracasar en nuestro intento obtenemos un fortalecimiento de la posición de nuestros propios políticos planetarios que se oponen a la existencia de Espaciópolis.
—Y ahora —interpuso Baley, con violencia repentina—, me avisas que te dispones a largarte para tu casa por voluntad propia, por propia iniciativa. ¿Por qué? La respuesta al caso Sarton está muy próxima. Tiene que hallarse al alcance de la mano, o de lo contrario no intentarían desembarazarse de mí con tanto empeño. Abrigo la sensación de que poseo todos los hechos necesarios para descubrir la respuesta.
Baley aspiró con fuerte estremecimiento, y se sintió avergonzado. Estaba dando un triste espectáculo, un cobarde espectáculo de sí mismo ante una máquina fría e impasible que sólo atinaba a contemplarlo con fijeza y en silencio. Entonces imprecó con fiereza:
—¡Bueno, no tomes en cuenta esto! Así pues, ¿cuándo van a retirarse los espacianos?
—Nuestros proyectos están terminados —repuso el robot—. Nos hallamos convencidos de que la Tierra colonizará.
—Entonces, ¿te has vuelto optimista?
—Sí. Durante mucho tiempo los espacianos hemos tratado de cambiar la Tierra mediante su economía. Pretendimos introducir nuestra propia cultura C/Fe. Sus gobiernos planetarios y municipales cooperaron con nosotros porque resultaba fácil y cómodo. A pesar de ello, en veinticinco años hemos fracasado. Cuanto mayor empeño ponemos, mayor es la oposición y crece el partido de los medievalistas.
—Todo eso lo sé —convino Baley. Y pensó: «Es inútil. Tiene que explicármelo en sus propias palabras, como un disco».
El robot reanudó su discurso.
—El doctor Sarton fue el primero en sugerir la teoría de que cambiáramos nuestras tácticas. En primer lugar buscamos un grupo de terrícolas afín a nuestros deseos, o al que se le pudiera persuadir en ese sentido. Si se le estimulaba y se le ayudaba, podríamos convertir el movimiento en nativo, en lugar de que fuese extranjero. La dificultad estribaba en hallar el elemento nativo mejor dispuesto para nuestro objeto. Tú, tú mismo, Elijah, te convertiste en un experimento interesante.
—¿Yo? ¡Yo! ¿Qué quieres decir? —gritó Baley.
—Nos satisfizo que tu comisionado te recomendara. Tomando en cuenta tu perfil psíquico, juzgamos que serías un modelo útil. El análisis de tu cerebro vino a confirmar nuestro juicio, análisis que llevé a cabo en ti desde el momento en que nos encontramos. Eres un hombre práctico, Elijah. No te pones a soñar románticamente sobre los tiempos pasados de la Tierra, a pesar de tu saludable interés en ellos. Y tampoco te declaras partidario obcecado de la cultura de la ciudad que hoy día presenta la Tierra. Nos percatamos de que gentes como tú mismo eran las que una vez más podían encabezar a los terrícolas en su ascensión a las estrellas. Era una razón por la que el doctor Fastolfe tenía verdadero ahínco en verte ayer por la mañana.
»Tu naturaleza práctica se impuso con intensidad embarazosa. Te negaste a comprender que el servicio fanático de un ideal, hasta de un ideal equivocado, podía obligar a un hombre a llevar a cabo actos más allá de su capacidad ordinaria como, por ejemplo, cruzar a campo traviesa, por la noche, para ir a destruir a alguien que consideraba como enemigo de su causa. Por lo tanto, no nos causó demasiado asombro que fueras tan cerrado de cabeza y tan suficientemente audaz para intentar demostrar que el asesinato era un fraude. Y hasta cierto punto, nos demostraste que eras el hombre indicado, el que necesitábamos para nuestro experimento.
—¿Qué experimento? —interrumpió Baley dando un fuerte puñetazo sobre la mesa.
—El experimento de llegar a persuadirte que la colonización era la única respuesta a los problemas de la Tierra.
—Pues confieso que me persuadieron.
—Sí, bajo la influencia de una droga apropiada.
—¿Qué había en la aguja hipodérmica? —preguntó, atragantándose.
—Nada que pueda alarmarte, Elijah. Una droga muy débil, sólo para lograr que tu mente se hiciera más accesible.
—Y que creyera cuanto se me dijese, ¿verdad?
—No precisamente. Tú no creerías nada que fuese extraño al patrón básico de tu pensamiento. En realidad, los resultados del experimento fueron desconsoladores. El doctor Fastolfe había esperado que te convirtieras en fanático de ese asunto, y con la mente fija en un solo surco, por decirlo así. En lugar de ello, apenas te mostraste más bien como aprobando a distancia. Tu naturaleza práctica se interpuso en el trayecto de algo más entusiasta. Eso nos hizo comprender que nuestra única esperanza eran, después de todo, los románticos; y los románticos, desdichadamente, son todos los medievalistas de hecho, activos o potenciales.
Baley se sintió orgulloso de sí mismo y contento de su empecinamiento. Feliz por haberlos desilusionado. ¡Que experimenten con otro!
—¿Así que han desistido de su proyecto y regresas a tus dominios? —preguntó con una sonrisita rabiosa.
—No se trata de eso. Dije que confiábamos en que la Tierra podría colonizar. Fuiste tú quien me proporcionó la respuesta.
—¿Yo?
—Le hablaste a Francis Clousarr de las ventajas de la colonización. Le hablaste con empeño y con ahínco. Por lo menos nuestro experimento en ti obtuvo ese resultado. Y las propiedades cerebroanalíticas de Clousarr cambiaron. Sutilmente, pero cambiaron.
—¿Me insinúas que le convencí de que yo tenía razón?
—No, la convicción no llega con esa facilidad. Pero los cambios cerebroanalíticos demostraron que la mente medievalista se halla abierta a esa clase de convicción.
R. Daneel hizo una pausa. Luego prosiguió:
—Lo que designamos con el nombre de medievalismo demuestra una tendencia imperiosa por las colonizaciones. Tengo la certeza de que tal impulso se vuelve hacia la Tierra misma, que está más cercana y cuenta con el antecedente de un gran pasado. Pero la visión de allende los mundos es algo semejante, y los románticos pueden volver a ello con facilidad, del mismo modo que Clousarr sintió la atracción como resultado de una sola conversación contigo.
»Así que, como ves, nosotros los espacianos hemos obtenido éxito sin saberlo. Nosotros mismos, más que cualquier otra cosa que tratásemos de introducir, éramos el factor desasosegante. Nosotros cristalizamos los impulsos románticos en la Tierra hacia el medievalismo, y provocamos una organización de ellos. Después de todo, son los medievalistas quienes desean romper las ligaduras de la costumbre, no los funcionarios de la ciudad, los cuales obtienen la mayor ganancia si conservan el statu quo. Si ahora abandonamos Espaciópolis, si no irritamos a los medievalistas con nuestra presencia continuada hasta que los obligamos a concretarse a la Tierra, y sólo a la Tierra, sin redención alguna posible; si dejamos tras nosotros a individuos oscuros o robots como yo que junto a los terrícolas como tú puedan establecer escuelas de adiestramiento para los emigrantes, a la postre los medievalistas se despegarán de la Tierra. Entonces necesitarán robots, y ni los obtendrán de nosotros ni construirán los suyos propios. Se verán obligados a fomentar una cultura C/Fe a su medida. Te digo todo esto para explicarte por qué es necesario que haga algo que puede perjudicarte.
—Un momento —exigió Baley—. Tú vas a regresar a tus mundos y a informar que un terrícola mató a un espaciano y quedó impune. Los Mundos Exteriores exigirán una indemnización a la Tierra; te prevengo que la Tierra ya no está dispuesta a permitir tales exacciones. Se producirán graves trastornos.
—Estoy seguro de que no sucederá así, Elijah. Los elementos de nuestros planetas con mayor interés en exigir y fomentar el pago de una indemnización serían también los más interesados en poner un término a Espaciópolis. Podemos ofrecer lo último como señuelo para que se abandone la idea de lo primero. De todos modos, precisamente eso es lo que pensábamos hacer.
—¿Y dónde me coloca a mí esa alternativa? Si Espaciópolis lo desea, el comisionado desistirá inmediatamente de la investigación de Sarton; pero el enredo de R. Sammy tendrá que continuar, ya que indica corrupción dentro del departamento. De un momento a otro me anonadará con una montaña de pruebas en mi contra. Lo sé. Lo arreglaron de antemano. Se me desclasificará, Daneel. Está Jessie, a la que mancharán como a una vulgar criminal. Tengo a mi hijo Bentley…
—Comprendo tu posición. Sin embargo, los males menores deben de ser tolerados. El doctor Sarton tiene una esposa que le sobrevive, dos hijos, padres, una hermana, muchos amigos. Todos se conduelen de su muerte, y se apesadumbrarán más con el pensamiento de que su asesino no se ha encontrado ni recibirá el castigo merecido.
—Entonces, ¿por qué no permanecer aquí y hallarlo?
—Porque ya no es necesario.
—¿Por qué no confesar que toda esta investigación no fue más que una excusa para estudiarnos en condiciones apropiadas? —reprochó Baley con amargura—. Nunca les importó un ardite saber quién asesinó al doctor Sarton.
—Sí nos hubiera gustado saberlo —repuso R. Daneel con frialdad—; pero nunca nos engañamos respecto a lo que fuera más importante, si un individuo o la humanidad. El continuar con esta investigación, en estos momentos, significaría perturbar una situación que ahora se nos presenta muy favorable.
—¿Insinúas que el asesino pudiera ser un medievalista prominente, y hoy por hoy los espacianos no desean provocar el antagonismo de sus nuevos amigos?
—Yo no diría eso; sin embargo, hay verdad en tus palabras.
—¿En dónde está tu circuito de la justicia, Daneel? ¿Te parece eso justicia?
—Existen grados de justicia, Elijah. Cuando la menos importante es incompatible con la mayor, la primera debe ceder el paso.
Era como si la mente de Baley estuviese dando vueltas alrededor de la lógica inexpugnable del cerebro positrónico de R. Daneel, buscando una fisura.
—¿No tienes la menor curiosidad personal, Daneel? —intentó Baley—. Te haces llamar un detective. ¿Sabes lo que eso implica? Una investigación es más que una simple tarea, es un reto. Tu mente se halla en lucha con la del criminal. Es un desafío de inteligencias. ¿Puedes abandonar el combate y declararte vencido?
—Si no hay una meta definida, desde luego que sí.
—¿No te sentirías como perdido, sin atractivo de ninguna clase? ¿No te acometería una cierta insatisfacción, algo así como una curiosidad frustrada?
Las esperanzas de Baley se debilitaron. La palabra «curiosidad» le trajo a la memoria sus propias observaciones a Francis Clousarr. Había sabido muy bien entonces las cualidades que señalaban distintamente a un hombre de una máquina. La curiosidad «tenía» que ser una de ellas. Un gatito de seis semanas se sentía curioso; pero ¿cómo podía haber una máquina curiosa, por más humanoide que apareciese?
R. Daneel convirtió en eco estos pensamientos al decir:
—¿Qué tratas de expresar con la palabra curiosidad?
—La curiosidad es el nombre que le aplicamos a un deseo de aumentar nuestros propios conocimientos.
—Ese deseo existe en mí siempre que tal conocimiento resulte necesario para el cumplimiento de la tarea asignada.
—Sí —comentó Baley con sarcasmo—, como cuando te dedicas a preguntar respecto a las lentes de contacto de Bentley, con objeto de aprender más de las costumbres peculiares de la Tierra.
—Precisamente —asintió R. Daneel, sin dar muestras de que percibía el sarcasmo—. Sin embargo, la extensión del conocimiento sin objeto determinado, que me figuro es lo que realmente significa el término curiosidad, se limita a ser ineficaz. A mí se me diseñó con precisión para evitar lo ineficaz.
De esa manera fue como la «frase» que había estado esperando le llegó a Elijah Baley con transparencia luminosa.
Imposible que todo brotara completo y maduro en su mente. Las cosas no sucedían así. En alguna parte de su inconsciencia había edificado un caso con mucho cuidado y gran detalle, quedando inconcluso debido a una inconsistencia que entraba en lo más profundo de su mente.
Pero la frase surgió; la inconsistencia desapareció; la solución del caso ya era suya.
El resplandor de la luz mental pareció estimular a Baley de modo muy poderoso. Por lo menos, supo de pronto cuál habría de ser la debilidad de R. Daneel, la debilidad de cualquier máquina pensadora. «Esta cosa debe de tener una mente literal», pensó.
—Entonces —reanudó—, el proyecto Espaciópolis termina hoy y la investigación Sarton se interrumpe. ¿Es eso?
—Sí, tal es la decisión de nuestras gentes de Espaciópolis —concedió R. Daneel con toda calma.
—Pero el día de hoy no ha terminado. —Baley consultó su reloj. Eran las veintidós treinta—. Falta una hora y media para la medianoche.
R. Daneel no replicó. Parecía reflexionar.
—Hasta la medianoche, pues, el proyecto continúa —insistió Baley—. Tú eres mi socio y la investigación prosigue. Así pues, pongámonos a trabajar y adviérteme si me paso. Una hora y media es todo lo que necesito.
—Lo que me dices es la verdad —asintió R. Daneel—. El día de hoy no ha concluido. No había reparado en ello, socio Elijah.
Ahora volvió a ser «socio» Elijah. Sonrióse con ello y preguntó:
—¿No mencionó el doctor Fastolfe una película de la escena del asesinato cuando estuve en Espaciópolis?
—En efecto. La mencionó —repuso R. Daneel.
—¿Podrías obtener una copia de la película? —instó Baley.
—Sí, socio Elijah.
—Me refiero ahora. Inmediatamente.
—En diez minutos, si puedo usar el transmisor del departamento.
La diligencia requirió menos tiempo del previsto. Baley contemplaba con fijeza el pequeño rollo de aluminio. Dentro de él, las fuerzas sutiles transmitidas desde Espaciópolis había impreso con fuerza cierto dechado atómico.
En este momento entró el comisionado Julius Enderby. Miró a Baley, y cierta ansiedad cruzó su semblante. Amonestó con incertidumbre:
—Oye, Lije, veo que tardas mucho en comer…
—También me encontraba sumamente fatigado, comisionado. Lamento mucho si…
—Será mejor que vengas conmigo a mi oficina.
Baley desvió la mirada en dirección a R. Daneel, mas no halló en su semblante la respuesta alentadora que aguardaba. Entonces los tres salieron del comedor.
Desasosegado, Julius Enderby recorría su oficina de un lado a otro. Baley lo observaba, intranquilo también. De vez en cuando consultaba su reloj.
Eran las veintidós cuarenta y cinco.
El comisionado se subió las gafas hasta la frente y se frotó los ojos con el pulgar y el índice. Dejó manchas rojizas en la carne en torno de ellos, y luego devolvió el adminículo a su lugar, parpadeándole a Baley tras ellos.
—Lije —exclamó de pronto—, ¿cuándo estuviste por última vez en Williamsburg, en la planta de energía?
—Ayer —repuso Baley—, después de salir de la oficina. Serían alrededor de las dieciocho horas.
—¿Por qué no me lo habías informado?
—Lo iba a hacer. No he presentado ningún informe oficial todavía.
—¿Qué andabas haciendo por allá?
—Iba de camino a nuestro alojamiento provisional.
El comisionado se detuvo frente a Baley y le increpó con cierta malicia:
—Tu respuesta no es satisfactoria, Lije. Nadie cruza una planta de energía eléctrica únicamente para dirigirse a otro sitio.
Baley se encogió de hombros. Nada lograría con relatar la historia de los perseguidores medievalistas. En vez de ello, expuso:
—Si pretende insinuar que tuve ocasión de apoderarme del atomizador alfa con el que se desactivó R. Sammy, me permito recordarle que Daneel estaba conmigo y que puede atestiguar que crucé toda la planta sin detenerme, y que no llevaba ningún atomizador alfa al salir de allí.
El comisionado se sentó.
—Lije, no sé qué decir ni qué pensar. Y de nada sirve que tengas a tu…, a tu socio como testigo de coartada. No puede testimoniar —comentó.
—Sigo negando que me haya apoderado de un atomizador alfa.
Los dedos del comisionado se entretejían temblorosos.
—Lije —interrogó—, ¿por qué vino Jessie a verte aquí hoy por la tarde?
—Ya me lo preguntó usted antes, comisionado. Daré la misma respuesta. Asuntos de familia.
—Tengo informes de Francis Clousarr, Lije.
—¿Qué clase de informes?
—Me informa de que una tal Jezabel Baley es miembro de una sociedad medievalista dedicada a ciertas actividades que tienen por objeto derrocar al Gobierno.
—¿Está usted seguro de que se refiere a la misma persona? Hay muchos de apellido Baley.
—No hay muchas Jezabel Baley.
—Usó su nombre de pila, ¿eh?
—Dijo Jezabel. Lo oí bien, Lije. Y no te estoy dando un dato de segunda mano.
—Muy bien. Jessie era miembro de una organización inofensiva, bordeando lo lunático. Nunca hizo nada más que concurrir a asambleas y sentirse un poco culpable por ello.
—No le parecerá así a una junta de revisión, Lije.
—¿Está sugiriendo que se me va a suspender y a arrestar bajo sospecha de destruir propiedad gubernativa en la forma del robot Sammy?
—Confío en que no se llegue hasta ahí, Lije; pero esto se presenta muy serio. Todo el mundo sabe que a ti no te caía bien R. Sammy. A tu esposa se la vio hablando con él esta tarde. Estaba llorando y algunas de sus palabras se escucharon. Resultaban inofensivas por sí mismas; pero dos y dos pueden dar como resultado cuatro, Lije. Tú pudiste imaginarte que era peligroso dejarle hablar. Y tú tuviste oportunidad de obtener el arma.
—Si yo estuviese tratando de borrar todas las pruebas en contra de Jessie —interrumpió Baley—, ¿hubiera arrestado a Francis Clousarr? Al parecer, él sabe muchísimo más acerca de ella que cuanto pudo saber R. Sammy. ¡Y otra cosa! Yo pasé por la planta de energía dieciocho horas antes de que R. Sammy hablara con Jessie. ¿Sabía yo entonces que me sería necesario destruirlo, y entonces, por pura clarividencia, apoderarme de un atomizador alfa?
—Esos son puntos buenos —convino el comisionado—, y haré lo que pueda por ayudarte. No sabes cuánto lo siento, Lije.
—¿Sí? ¿Realmente cree que yo no lo hice, comisionado?
—No sé qué pensar, Lije —replicó Enderby con lentitud.
—Entonces yo le diré lo que debe de pensar: que ésta es una trama pérfida y hábil para comprometerme.
—Aguarda un momento, Lije —comentó el comisionado encabritándose—; no des golpes de ciego. Con esa línea de defensa no obtendrás ninguna simpatía de nadie. Ha sido usada muchas veces, demasiadas, por tipos de baja estofa.
—No ando buscando simpatía. Estoy diciendo la verdad. Se trata de eliminarme para impedirme que descubra los hechos relativos al asesinato de Sarton. Desdichadamente para el autor de toda esta trama, ya es demasiado tarde para esos remedios.
—¿Qué?
Baley consultó su reloj. Eran las veintitrés horas.
—Sé quién me está traicionando —agregó—, y sé quién asesinó al doctor Sarton y cómo lo asesinaron. Sólo cuento con una hora para decírselo a usted, para atrapar al autor y para terminar la investigación.