12

La opinión de un experto

Elijah Baley alzó la mirada cuando el comisionado Julius Enderby entró en la oficina. Le saludó con aire cansado.

El comisionado consultó el reloj y gruñó:

—¡No me salgas con que has estado aquí toda la noche!

—No se me ocurrirá decirlo.

—¿No hubo nada nuevo anoche? —indagó el comisionado en voz baja.

Baley meneó la cabeza. El comisionado prosiguió:

—He estado pensando que quizá minimicé la posibilidad de algún tumulto. Si hubiera algo…

—Comisionado —interrumpió Baley con voz ahogada—, si hay algo ya se lo diré. No hemos tenido ninguna dificultad.

—Muy bien. —El comisionado se retiró al privado que correspondía a su posición superior.

Baley se entregó al trabajo rutinario de redactar el informe que pretendía presentar como sustituto de sus actividades reales de los últimos días; pero las palabras le bailaban ante la vista. Despacio, muy despacio se percató de un objeto que permanecía en pie a un lado de su escritorio. Levantó la cabeza. Era R. Sammy.

—¿Qué deseas?

R. Sammy le dirigió la palabra con sonrisa fatua:

—El comisionado desea verte, Lije. Dice que ahora mismo.

—Me acaba de ver —repuso Baley—. Dile que iré más tarde.

—Ordenó que inmediatamente —insistió R. Sammy.

—Muy bien, muy bien, ¡lárgate!

El robot se echó para atrás, pero repitiendo:

—El comisionado desea verte ahora mismo. Ordenó que inmediatamente.

—Ya voy —gruñó Baley, Y se levantó de su escritorio.

—¡Maldita sea, comisionado! —profirió Baley al entrar—. No me mande esa cosa a buscarme, ¡por favor!

—Siéntate y cálmate —le indicó el comisionado.

Baley se sentó y se le quedó mirando. Quizás había sido injusto con su viejo amigo Julius. Acaso el hombre no había podido dormir. Se le veía destrozado.

El comisionado jugueteaba nerviosamente con un papel.

—Hay anotada una llamada que hiciste a Washington, al doctor Gerrigel.

—Correcto, comisionado.

—Naturalmente, no existen anotaciones de la conversación. ¿De qué se trataba?

—Ando en busca de informes preliminares.

—Es un roboticista, ¿verdad?

—Exactamente.

—Pero ¿de qué se trata? ¿Qué clase de informes andas Buscando?

—No estoy seguro, comisionado. Sólo abrigo la creencia de que, en un caso como éste, cualquier informe sobre robots me puede servir de algo.

—A mí no me parece cuerdo, Lije. Yo no lo haría.

—¿Cuáles son sus objeciones, comisionado?

—Cuantos menos sepamos esto, mucho mejor.

—Como es natural, apenas le diré lo más insignificante.

—Aun así no me parece acertado.

—¿Acaso me ordena que no lo vea?

—No, no. Tú haz lo que te parezca bien. Tú eres el encargado de la investigación. Sólo que… ¿Dónde está? Ya sabes a quién me refiero.

Baley sí lo sabía. Repuso:

—Daneel sigue en los archivos.

—¿Sabes que no progresamos mucho? —masculló tras una pausa.

—Nada, hasta este momento. Sin embargo, las cosas pueden cambiar.

—Muy bien entonces —asintió el comisionado; sin embargo, no pareció como si pensara que efectivamente aquello estuviese bien.

R. Daneel se hallaba en el despacho de Baley cuando éste regresó a su sitio.

—¿Has logrado algo? —preguntó.

—He localizado a dos de los tipos que trataron de seguirnos anoche y que, además, estaban presentes cuando el incidente en la zapatería.

—Veamos.

R. Daneel mostró a Baley las fichas perforadas. El robot presentó también un descifrador portátil, y colocó una de las fichas en la abertura correspondiente. La pantalla situada encima del descifrador se llenó de palabras que sólo podían ser interpretadas por alguien que conociera la clave oficial policíaca.

Baley se puso a leer en actitud estólida. La primera persona era Francis Cloussar, de treinta y tres años. Entre otros detalles había una referencia a la foto en la galería de sospechosos.

—¿Has comprobado la fotografía? —preguntó Baley.

—Sí, Elijah.

La segunda persona era Gerhard Paul. Baley dirigió un breve vistazo a los informes de la tarjeta, y dijo:

—Esto no sirve para nada.

—Si hay alguna organización de terrícolas capaces del crimen que nos hallamos investigando, éstos son miembros del grupo —repuso R. Daneel—. Deberíamos interrogarlos.

—Te digo que no sacaríamos nada en limpio.

—Ambos estaban en la zapatería y en la cocina.

—Estar ahí no representa ningún delito. Además, pueden afirmar que no se hallaban allí. ¿Cómo podemos demostrar que mienten?

—Yo los vi.

—Eso no es una prueba —refutó Baley frenético—. Ningún tribunal podría creer que eres capaz de recordar dos semblantes en medio de tantísima gente.

—A mí me parece que sí.

—Mira, Daneel —contestó Baley de mala gana—, dentro de media hora llegará el doctor Gerrigel, de Washington. ¿Te molestaría aguardar hasta que yo hable con él?

—Aguardaré —dijo R. Daneel.

Anthony Gerrigel era un hombre preciso y muy cortés, de estatura mediana, que no tenía el aspecto de ser uno de los roboticistas más eruditos de la Tierra. Llegó con veinte minutos de retraso y excusándose por ello. Baley, con una rabia nacida de sus propios temores, pasó por alto tales excusas. Comprobó que le tenían reservado el cuarto de conferencias D; repitió sus instrucciones a efecto de que no se le debería de molestar por ningún concepto durante una hora, y por un corredor condujo al doctor Gerrigel y a R. Daneel a una de las habitaciones protegidas contra los rayos espías.

El doctor Gerrigel se sentó adoptando una postura de rigidez excesiva, como si los repetidos consejos maternales, relativos a lo deseable de un buen comportamiento, le hubiesen vuelto rígida permanentemente la columna vertebral.

Baley dijo:

—Necesito informes relativos a robots que posiblemente sólo usted pueda proporcionarme. Por supuesto, cuanto diga aquí es totalmente confidencial, como secreto profesional, y la ciudad confía en que se olvide también de todo en cuanto salgamos de esta habitación.

—Le explicaré la razón por la cual llegué tarde. —No cabía duda de que el tema le preocupaba—. Decidí no viajar por el aire. Me mareo.

—Lo siento mucho —comentó Baley.

—Quizá no mareo, sino nervios, para ser preciso. Una leve agorafobia. Así que preferí tomar los expresvías.

A Baley le invadió de pronto un interés intensísimo.

—¿Agorafobia?

—Se trata de la sensación que a uno le invade al entrar en un aeroplano, ¿ha estado usted alguna vez en uno, señor Baley?

—Varias veces.

—Entonces sabrá lo que quiero decirle. Me refiero a esa sensación de estar rodeado de nada; de estar separado de…, del espacio vacío por unos centímetros de metal. Para mí es muy incómodo.

—¿Así que tomó el expresvía?

—Sí.

—¿Desde Washington hasta Nueva York?

—¡Oh lo he hecho otras veces! Desde que construyeron el túnel Baltimore-Filadelfia. Resulta muy sencillo.

Baley nunca efectuó el viaje; pero sabía que así era. Washington, Baltimore, Filadelfia y Nueva York habían crecido, en los dos últimos siglos, hasta el punto de que sus arrabales se tocaban. La ciudad de Nueva York, por sí misma, resultaba ya demasiado grande para ser manejada por un Gobierno centralizado. Una ciudad mayor, con más de cincuenta millones de habitantes se resquebrajaría debido a su propio peso.

—La dificultad consistió —proseguía el doctor Gerrigel— en que perdí un transbordo en el sector de Chester, en Filadelfia, y me falló el tiempo. Eso y otra pequeña molestia para conseguir una habitación de transeúnte me retrasaron.

—No importa. Y en cuanto a su aversión respecto a los viajes aéreos, ¿qué diría si le propusieran salir a pie de los límites de la ciudad?

—¿Con qué motivo?

Le miró sorprendido y con cierto temor.

—Digamos que es una pregunta retórica. Por otra parte, no le sugiero que lo haga. Sólo deseo saber qué reacción le produce la idea.

—Sumamente desagradable.

—¿Y si tuviera que salir de la ciudad, por la noche, caminando a campo traviesa por espacio de un kilómetro?

—No creo que nadie me convenciera.

—¿Ni en caso de necesidad?

—Si fuese para salvar la vida o las vidas de mis parientes, quizá lo intentara… —Pareció avergonzado—. ¿Me permite que le pregunte el motivo de este interrogatorio, señor Baley?

—Se trata de un crimen sumamente perturbador. No estoy autorizado para explicarle los detalles, sin embargo, existe la teoría de que, con objeto de cometer su crimen, el asesino llevó a cabo exactamente lo que estamos discutiendo: cruzó el campo abierto, en la noche y solo. Me pregunto: ¿qué clase de hombre podría hacer eso?

—Nadie que yo conozca —repuso el doctor Gerrigel estremeciéndose—. Yo no, ciertamente. Aunque supongo que habrá algún individuo audaz, atrevido.

—¿Podemos considerar alguna otra explicación?

El doctor Gerrigel aparecía más incómodo que nunca, sentado allí en posición erguida, con las manos descansando en su regazo, inmóviles.

—¿Tiene usted alguna otra explicación a la vista?

—Sí. Se me ocurre que un robot, por ejemplo, no tendría dificultad alguna en cruzar a campo abierto de un sitio a otro.

El doctor Gerrigel se puso en pie como impresionado.

—¿Insinúa usted que un robot pudo haber cometido el crimen?

—¿Por qué no?

—¿Asesinar a un ser humano?

—Sí, doctor, y le suplico que se siente.

Obedeciendo, el roboticista prosiguió:

—Señor Baley, aquí hay dos actos distintos: caminar a campo traviesa y asesinato. Un ser humano pudiera cometer el último con facilidad; pero le sería casi imposible efectuar el primero. Un robot podría emprender fácilmente la caminata; pero asesinar le resultaría una imposibilidad total. No pretenderá sustituir una teoría improbable por otra imposible…

—¡Imposible es una palabra muy fuerte, doctor!

—¿Sabe usted algo de la primera ley de la robótica, señor Baley?

—Por supuesto. Hasta se la puedo citar de memoria: «Ningún robot causará daño a un ser humano o permitirá, con su inacción, que un ser humano sufra algún mal». —Baley le apuntó bruscamente al roboticista con un dedo, y continuó—: ¿Por qué no se podría construir un robot sin imbuirle la primera ley? ¿Qué hay de sagrado en todo eso?

El doctor Gerrigel tuvo un sobresalto que intentó disimular.

—¡Oh, señor Baley…! —exclamó luego con una sonrisa.

—Bien, ¿cuál es la respuesta?

—Por descontado, señor Baley, si usted supiera algo acerca de la robótica, estaría al tanto de la tarea gigantesca que significa, tanto matemática como electrónicamente, la construcción de un cerebro positrónico.

—Tengo una ligera idea —repuso Baley. En realidad no podía negar que era un trabajo enorme.

—Entonces —reanudó el doctor Gerrigel—, debe saber que el patrón de la teoría básica incluye las tres leyes de la robótica: la primera ley, que acaba usted de citar; la segunda ley, que dice: «Todo robot obedecerá las órdenes recibidas de los seres humanos, excepto cuando esas órdenes puedan entrar en contradicción con la primera ley», y la tercera ley, que se enuncia como sigue: «Todo robot debe proteger su propia existencia, siempre y cuando esta protección no entre en contradicción con la primera o la segunda ley».

—Perdona, Elijah —interpuso R. Daneel—, pero deseo saber si he captado bien lo que ha dicho el doctor Gerrigel. Nos trata usted de explicar que cualquier intento por construir un robot, cuyo mecanismo de cerebro positrónico no esté orientado en el sentido de las tres leyes, exigiría, ante todo, la sustentación de una teoría básica, y que esto, a su vez, resulta imposible a menos que se empleen varios años.

El roboticista pareció muy complacido.

—Eso es precisamente lo que pretendo indicar, señor…

—Daneel Olivaw —presentó Baley.

—Encantado, señor Olivaw. —El doctor Gerrigel extendió la mano y estrechó la de Daneel. Continuó—: Requeriría unos cincuenta años desarrollar la teoría básica de un cerebro positrónico no-asenio, es decir, uno en cuyas suposiciones fundamentales se derogaran las tres leyes, y concluirla en el punto preciso en que se pudiesen construir robots semejantes a los modelos modernos.

—¿Y eso no se ha hecho nunca? —interrogó Baley—. Hemos estado construyendo robots durante miles de años. En todo ese tiempo, ¿nadie, ningún grupo ha podido disponer de cincuenta años?

—Por supuesto que si —afirmó el roboticista—; pero no es la clase de trabajo que le interese emprender a nadie. La raza humana, señor Baley, posee un fortísimo complejo frankensteiniano. No se construyen robots desprovistos de la primera ley.

—Y, ¿ni siquiera existe teoría para ello?

—Hasta donde llegan mis conocimientos, no. Y mis conocimientos —añadió con una sonrisita de complacencia— son bastante extensos.

—Y un robot provisto con la primera ley, ¿no podría matar a un hombre?

—¡Nunca! A menos de que esa muerte fuese del todo accidental, o a menos de que fuera necesaria para salvar las vidas de dos hombres o más. En cualquier caso, la potencial positrónica exacerbada echaría a perder el cerebro irremediablemente.

—Muy bien —convino Baley—. Todo esto representa la situación en la Tierra, ¿verdad?

—Efectivamente.

—Pero ¿qué me dice de los Mundos Exteriores?

La certidumbre del doctor Gerrigel se desvaneció.

—No me atrevería a aventurar una opinión, pero estoy casi seguro de que si se delineasen cerebros positrónicos no-asenios o se planteara la teoría matemática, desde luego lo sabríamos.

—¿Lo sabríamos? Bueno, permítame seguir por otro camino. Mi pregunta es: ¿por qué robots humanoides? Se me ocurre que no conozco la razón de su existencia. ¿Por qué ha de tener un robot cabeza y cuatro miembros? ¿Por qué ha de tener aspecto, más o menos, de un hombre? ¿Por qué?

—La idea se fundamenta en base a la economía. La forma humana es la generalizada que tiene mayor éxito en la naturaleza. No somos un animal especializado, señor Baley, excepto por nuestros sistemas nerviosos y algunos otros detalles curiosos. Si desea un modelo capaz de hacer muchísimas y variadas cosas, lo mejor es proceder imitando la forma humana. Por ejemplo, un automóvil tiene sus palancas hechas de modo que puedan asirse y manejarse de manera más fácil con la mano humana y con sus pies, adoptando determinada forma y tamaño, sujetos al cuerpo por miembros de cierta longitud y coyunturas de un tipo especial. Hasta los objetos más sencillos, como las sillas y las mesas, los cuchillos y los tenedores están adaptados para cumplir con las exigencias de las medidas humanas y con su modo de operar. Es más fácil tener robots que imiten la forma humana, y no volver a delinear radicalmente la filosofía misma de nuestros instrumentos.

—Comprendo. Es muy razonable. Ahora bien, doctor, ¿no es cierto que los roboticistas de los Mundos Exteriores fabrican robots mucho más humanoides que los nuestros?

—Creo que sí.

—¿Pudieran manufacturar un robot tan humanoide que pasara por ser humano en condiciones ordinarias?

El doctor Gerrigel frunció el entrecejo y reflexionó.

—Supongo que sí podrían, señor Baley. Saldría terriblemente caro. Dudo que los beneficios fueran proporcionados.

—¿Se imagina usted que pudieran manufacturar un robot que lo engañara, a usted, hasta el punto de pensar que fuese humano? —prosiguió Baley inflexiblemente.

—Vamos, señor Baley —sonrió el roboticista—, permítame que lo dude. Cierto que en un robot hay algo más de lo que aparece a simple vista…

El doctor Gerrigel se quedó petrificado en mitad de su frase.

Despacio, muy despacio se volvió a R. Daneel, y su semblante sonrosado fue palideciendo.

—Oh, señor —murmuró—, ¡oh, señor!

Con una mano tocó tímidamente a R. Daneel en la mejilla. R. Daneel no se retiró, sino que contempló al roboticista con gran tranquilidad.

—Oh, señor —susurró como en un sollozo el doctor Gerrigel—. ¡Usted es un robot!

—Tiempo le costó a usted percatarse de ello —comentó Baley con acritud.

—No me lo esperaba. Nunca vi uno así. ¿Fabricación de los Mundos Exteriores?

—Sí —replicó Baley.

—Ahora resulta obvio. Su comportamiento. Su modo de hablar. No es una imitación perfecta, señor Baley.

—Pero buena, ¿no?

—¡Maravillosa! Dudo mucho de que a primera vista alguien la pueda reconocer como impostura. Le agradezco muchísimo que me lo haya enseñado. ¿Lo puedo examinar?

El roboticista se puso en pie con muestras de gran deseo. Baley le detuvo con un ademán de la mano.

—Un momento, doctor. ¡Por favor! Ante todo está el asunto del asesinato. ¿Comprende?

—Entonces, ¿fue verídico? —El doctor Gerrigel se mostró desilusionado, dejándolo traslucir—. Pensé que era sólo una argucia para mantener distraído mi cerebro y ver por cuánto tiempo se me podía mantener en el engaño…

—No es argucia, doctor Gerrigel. Dígame: al construir un robot tan humanoide como éste, con el propósito deliberado de hacerlo pasar por ser humano, ¿no resulta necesario proveerle de un cerebro con propiedades semejantes a las humanas?

—Sin duda alguna.

—Bien; y tal cerebro humanoide, ¿no pudiera muy bien carecer de la primera ley? Quizá quedó eliminada por casualidad. Los constructores pudieron conformar un cerebro sin la primera ley.

El doctor Gerrigel meneó vigorosamente la cabeza.

—No, no, ¡imposible!

—¿Está usted seguro? Podemos comprobar la segunda ley. Daneel, permíteme tu desintegrador.

—Aquí está, Elijah —asintió R. Daneel con tranquilidad, y se lo entregó, con la culata por delante.

—Ningún detective debe desprenderse de su desintegrador —anunció Baley—: Pero un robot no tiene otra alternativa que obedecer a un ser humano.

—Excepto cuando su obediencia implica violar la primera ley —contradijo el doctor Gerrigel.

—¿Sabe usted, doctor, que Daneel desenfundó su desintegrador para amenazar a un grupo de hombres y mujeres, advirtiendo que iba a disparar?

—Pero no disparé.

—Concedido; pero la amenaza en sí resulta inusitada.

El doctor Gerrigel se mordió los labios, meditabundo.

—Debería conocer con exactitud las circunstancias de los hechos. Sólo así podría juzgar. De todos modos, me suena algo inesperado.

—R. Daneel se hallaba en la escena del asesinato cuando éste se cometió; y si usted omite la posibilidad de que un terrícola se desplace a campo traviesa, llevando un arma consigo, sólo Daneel pudo haber ocultado el arma.

—¿Ocultado el arma? —preguntó el doctor Gerrigel.

—Permítame que se lo explique. No se halló en ningún sitio el desintegrador causante de la muerte. La escena del crimen se escudriñó de arriba abajo, y tampoco allí se halló. Sin embargo, no pudo desvanecerse como el humo. Sólo existe un sitio que no registraron.

—¿En dónde, Elijah? —preguntó R. Daneel.

Baley sacó su desintegrador y, manteniendo el cañón apuntando con firmeza en dirección al pecho del robot, explicó:

—¡En tu bolsa de alimentos, Daneel!