8

Debate acerca de un robot

En ese preciso instante, Baley tenía clara conciencia del golpe de su propio pulso. Le parecía como si el tiempo se hubiese detenido. La expresión de R. Daneel se hallaba, como siempre, vacía de toda emoción. En cuanto a Han Fastolfe, sólo mostraba una moderada sorpresa.

Sin embargo, la reacción del comisionado Julius Enderby era la que más le preocupaba a Baley. El receptor tridimensional del que emergía el rostro asombrado no permitía una reproducción perfecta. Siempre existía aquel débil parpadeo y una resolución que no era la ideal. Debido a esas imperfecciones y también a la distorsión ocasionada por las gafas del comisionado, sus ojos resultaban ilegibles.

«No desfallezcas, Julius. Te necesito con verdadera urgencia», pensó Baley.

No pensaba realmente que Fastolfe obrara con precipitación o impelido por algún impulso emocional. En alguna parte había leído que los espacianos carecían de religión pero que la sustituían con un intelectualismo frío y flemático sublimado que alcanzaba la altura de una filosofía. Creía firmemente en ello, y con ello contaba. Tendrían como norma obrar muy despacio, y siempre sobre la base de la razón.

Si se hubiese hallado solo entre ellos, y hubiera dicho tal cosa, seguro estaba que nunca habría vuelto a la ciudad. Los proyectos de los espacianos les importaban mucho más que la vida de un habitante de la ciudad. Inventarían cualquier excusa que darle a Julius Enderby. Quizás hasta presentarían su cadáver al comisionado, moverían la cabeza y sugerirían algo así como una conspiración llevada a cabo por un terrícola. El comisionado tendría que creerles. Era su idiosincrasia. Aunque odiaba a los espacianos, era un odio fundado en el temor. No se atrevería a mostrar su descrédito.

Por eso necesitaba que fuese testigo presencial de los acontecimientos; un testigo, además, a salvo de las bien calculadas medidas de seguridad de los espacianos.

Se escuchó la voz sofocada del comisionado:

—Lije, estás equivocado. Yo vi con mis propios ojos el cadáver del doctor Sarton.

—Usted vio los restos carbonizados de alguien cuyo cadáver le dijeron que era el del doctor Sarton —replicó Baley con audacia. Recordó, ceñudo, el incidente de las gafas rotas del comisionado incidente que resultó favorable para los espacianos.

—No, Lije, no, de ninguna manera. Observé bien al doctor Sarton, y la cabeza no resultó dañada. ¡Era él! —El comisionado se llevó la mano a los anteojos, intranquilo, como si intentase recordar, y añadió—: Lo miré con todo cuidado, con gran minuciosidad.

—Y, ¿qué me dice de éste, comisionado? —preguntó Baley señalando a R. Daneel de nuevo—. ¿Se parece al doctor Sarton?

—Sí, del mismo modo que se le parecería una estatua.

—Es fácil asumir una actitud sin expresión alguna, comisionado. Supongamos que fue un robot el que vio usted totalmente desintegrado. Me dice que lo observó con detenimiento. ¿Lo hizo con suficiente atención como para ver si la superficie carbonizada al borde de la desintegración era en realidad tejido orgánico descompuesto o una capa de carbonización superpuesta deliberadamente sobre metal fundido?

El comisionado apareció molestísimo. Replicó:

—Te estás poniendo ridículo, Baley.

Éste se volvió al espaciano:

—¿Estaría usted dispuesto a que se exhumara el cuerpo para que lo examinemos, doctor Fastolfe?

—Ordinariamente —empezó el doctor Fastolfe con una sonrisa— no opondría ninguna objeción, señor Baley; pero mucho me temo que nosotros no enterramos a nuestros muertos. Entre nosotros, la cremación es una costumbre universal.

—Muy conveniente.

—Dígame, señor Baley —pidió el doctor Fastolfe—, ¿cómo llegó usted a esta conclusión tan extraordinaria?

Baley reflexionó: «No se da por vencido. Se mostrará jactancioso». Replicó con cautela:

—No fue difícil. Para imitar a un robot hace falta algo más que adoptar una expresión y un tono carentes de emoción. Los hombres de los Mundos Exteriores acostumbrados a los robots, los tienen que aceptar casi como seres humanos y se han quedado ciegos a las diferencias que existen. Allí en la Tierra, en cambio, tenemos plena conciencia de lo que es un robot.

»Pues bien, en primer lugar, R. Daneel es un ser humano magnífico para ser un robot. Mi primera impresión de él fue que era un espaciano. Me costó gran esfuerzo aceptar que era un robot. Y, por supuesto, la razón radicaba en que se trata de un espaciano, no de un robot.

R. Daneel lo interrumpió, sin dejar muestra alguna de que fuera él precisamente el tema del debate. Manifestó:

—Como te expliqué, socio Elijah, se me diseñó para ocupar un lugar provisional dentro de una sociedad humana. Mi parecido a la humanidad fue intencional.

—¿Hasta en la duplicación cuidadosa de las partes del cuerpo que están siempre cubiertas con ropas? —interrogó Baley—. ¿Hasta en la duplicación de órganos que en un robot carecen de función?

La voz de Enderby resonó de pronto:

—¿Cómo te percataste de eso?

—No pude impedirlo… —tartamudeó Baley enrojeciendo—, en el…, al estar en el Personal.

Enderby apareció como muy escandalizado.

—Desde luego comprenderán ustedes —interpuso Fastolfe— que un parecido debe ser absoluto para que resulte de utilidad.

—¿Puedo fumar? —indagó Baley repentinamente.

Iba cabalgando en un torrente impetuoso de audacia y necesitaba el alivio del tabaco. Después de todo, se estaba enfrentando a los espacianos. Les haría tragar íntegras sus propias mentiras.

—Mucho lo lamento —repuso Fastolfe—; pero preferiría que usted no lo hiciera.

Tratábase de una «preferencia» con fuerza de orden.

«Por supuesto que no —pensó con amargura—. Enderby no me lo advirtió, porque él no fuma; pero resultó obvio. Es consecuencia natural. No fuman en sus Mundos Exteriores higiénicos, ni beben, ni adquieren ninguno de los vicios humanos. Ya no me extraña que acepten robots en su maldecida sociedad C/Fe. Ni hay por qué asombrarse de que R. Daneel pueda representar el papel de un robot tan bien como lo hace. Aquí los dos son robots».

—El parecido tan exacto es sólo un punto entre otros muchos —siguió Baley—. Lo advertí durante un tumulto en el que nos encontramos, cuando íbamos a mi casa. (Tuvo que señalarlo con el índice. No se podía decidir a llamarlo ni R. Daneel ni doctor Sarton). Fue él quien calmó la trifulca, y lo hizo apuntándoles con un desintegrador, amenazando a los escandalosos en potencia.

—¡Santo Dios! —exclamó Enderby con energía—. ¡El informe indicaba que fuiste tú…!

—Lo sé, comisionado —convino Baley—. El informe se basó en los datos que yo proporcioné. No quise que constara en los registros que un robot había amenazado con desintegrar a un grupo de hombres y mujeres.

—No, no, naturalmente que no. —Resultaba evidente que Enderby se sentía horrorizado. Se inclinó para observar algo que se hallaba fuera del alcance del receptor.

Baley pudo adivinar de lo que se trataba. El comisionado comprobaba que el transmisor no estuviera conectado con otros aparatos.

—¿Toma usted eso como razón válida en su argumentación? —preguntó entonces Fastolfe.

—Con certeza que lo es. La primera ley de la robótica manifiesta que ningún robot puede causar daño a un ser humano.

—¡Pero R. Daneel no dañó a nadie!

—Desde luego. Hasta me indicó después que no hubiese disparado bajo ninguna circunstancia. Con todo, ningún robot hubiese violado el espíritu de la primera ley hasta el grado de amenazar a un hombre.

—Comprendo su razonamiento. ¿Es usted perito en robótica, señor Baley?

—No, señor. Pero seguí un curso de robótica general y de análisis positrónico.

—Magnífico, en verdad —repuso Fastolfe, en tono agradable—; pero, vea, yo sí soy perito en robótica, y le aseguro que la esencia de la mente de un robot se funda en una interpretación completamente literal del universo. No reconoce el espíritu de la primera ley, solamente su letra. Los sencillos modelos que poseen ustedes en la Tierra pueden estar tan imbuidos con garantías adicionales que, con seguridad, sean incapaces de amenazar a un ser humano. Un modelo adelantado del tipo de R. Daneel es algo distinto en cualquier concepto. Si he captado la situación correctamente, la amenaza de Daneel fue necesaria para impedir un motín. Así pues, tenía por objeto evitarles daños a seres humanos. Estaba por lo tanto obedeciendo los postulados de la primera ley, no violándolos.

Aunque intranquilo, Baley mantuvo una aparente calma externa. Todo se presentaba más difícil. Sin embargo, anularía a este espaciano. Insistió:

—Usted podrá refutar uno por uno y por separado cada punto enunciado; pero juntos producen otra impresión. Anoche, durante nuestra discusión relativa al falso asesinato, este robot me aseguró que lo habían preparado para ser detective mediante un nuevo impulso en sus circuitos positrónicos. Un impulso hacia la justicia, para ser exactos.

—Y yo lo confirmo —aseveró Fastolfe—. Así se procedió con él, bajo mi propia vigilancia, hace tres días.

—¿Un impulso hacia la justicia? Justicia, doctor Fastolfe, es una abstracción. Sólo un ser humano es capaz de usar ese término.

—Si usted define el vocablo «justicia» de modo que sea una abstracción, le concedo por completo la razón, señor Baley. Una comprensión humana de lo abstracto no es posible insertársela a un cerebro positrónico, en el estado actual de nuestros conocimientos. Sin embargo, el punto radica en lo que quiso decir R. Daneel con el término «justicia».

—Por el contexto de nuestra conversación, busco expresar lo que cualquier ser humano pudiera comprender, no lo concebible para un robot.

—¿Por qué no le pide a él que nos defina la palabra, señor?

Baley sintió disminuir su confianza.

—¿Cuál es tu definición de la justicia? —preguntó, dirigiéndose al robot.

—Justicia es lo que existe cuando todas las leyes están en vigor y se aplican.

—Estupenda definición para un robot, señor Baley —exclamó Fastolfe—. El deseo de ver que todas las leyes se cumplan quedó insertado dentro de R. Daneel. La justicia es un término muy concreto para él, supuesto que está basada en la aplicación de las leyes. No hay nada abstracto en ello. Lo que un ser humano puede reconocer es que, sobre la base de un código moral abstracto, algunas leyes pueden ser malas y su aplicación resultar injusta. ¿Qué dices tú de eso, R. Daneel?

—Una ley injusta resulta una contradicción en sus términos —repuso R. Daneel con precisión.

—Así es para un robot, señor Baley. ¿Lo ve? No hay por qué confundir su justicia con la de R. Daneel.

Baley se dirigió de nuevo a R. Daneel, con énfasis, para reprocharle:

—Tú saliste anoche de mi apartamento.

—Sí, salí —respondió R. Daneel—. Si mi salida te perturbó el sueño, lo siento mucho.

—¿Adónde fuiste?

—Al Personal de Hombres.

Por un instante Baley quedó como alelado. Se trataba de la respuesta que había decidido que era la verdad; pero no esperaba que fuese la respuesta que R. Daneel le daría. Sintió que un poco más de su certidumbre se le escurría; mas, con todo, prosiguió firme en su propósito. El comisionado lo observaba todo. Baley ya no podía retroceder ahora, por más sofismas que empleasen en contra suya. A toda costa necesitaba mantener su posición.

—Al llegar a nuestra sección insistió en penetrar en el Personal conmigo —siguió Baley—. Durante la noche salió de mi casa para ir de nuevo al Personal, como acaba de admitir. Si se tratara de un hombre, yo diría que es muy lógico. Sin embargo, como robot, esa visita carecía de objeto. Mi conclusión es que se trata de un hombre.

Fastolfe asintió. No parecía preocupado en lo más mínimo, y propuso:

—Supongamos que le preguntemos a Daneel por qué fue a visitar el Personal anoche.

El comisionado Enderby protestó:

—Por favor, doctor Fastolfe —murmuró—, no es propio de…

—No se alarme, comisionado —le tranquilizó Fastolfe—. Estoy seguro que la respuesta de Daneel no ofenderá su sensibilidad ni la del señor Baley. ¿Puedes explicarlo, Daneel?

—Jessie, la esposa de Elijah —comenzó Daneel—, salió anoche del apartamento y se despidió de mí en términos amistosos. Me resultó evidente que no había razón alguna para no creerme un ser humano. Regresó a la casa sabiendo que yo era un robot. La única conclusión que se presenta a la vista es que sus informes sobre ello circulan fuera del apartamento. De ahí se sigue que alguien escuchó la conversación que sostuve anoche con Elijah. Sólo así se pudo desvelar el secreto de mi verdadera naturaleza y de mi identidad.

»Elijah me informó que los departamentos están muy bien aislados. Hablamos juntos en voz muy baja. No cabe pensar en un escucha común y corriente. Y, con todo, conocían que Elijah es un policía. Si dentro de la ciudad se trama una conspiración lo bastante bien organizada como para haber proyectado el asesinato del doctor Sarton, sin duda sabían que Elijah llevaba la investigación del asesinato. Quedaría pues dentro del cuadro de posibilidades, hasta de probabilidades, que en su apartamento hayan establecido un sistema de rayos de espionaje.

»Después de que Elijah y Jessie se fueran a la cama, busqué por todos los recovecos, pero no hallé ningún transmisor. Eso complicó las cosas. Un rayo dual enfocado pudiera surtir efecto, hasta en la ausencia de transmisores; pero tal instalación requiere un equipo muy especializado.

»El análisis de la situación me llevó a la conclusión de que el único lugar en donde un habitante de la ciudad puede hacer casi todo, sin que se le moleste o se le hagan preguntas, es el Personal. Allí incluso lograría colocar un rayo dual. Es costumbre una absoluta discreción en los Personales, y los otros individuos ni siquiera lo verían. La Sección Personal está contigua al apartamento de Elijah, así que el factor distancia no es importante. Sería fácil usar un modelo de maleta de mano. Entonces me dirigí al Personal para investigar el asunto.

—¿Y qué hallaste? —indagó Baley con rapidez.

—Nada, Elijah. Ni señales de un rayo dual.

—Bien, señor Baley —interpuso el doctor Fastolfe—, ¿le parece a usted esto razonable?

La incertidumbre de Baley había desaparecido.

—Razonable hasta cierto punto; pero dista mucho de ser perfecto. Lo que él no sabe es que mi esposa me comunicó dónde obtuvo sus datos y cuándo. Indagó que era un robot poco después de salir de casa. Y aun entonces, el rumor ya andaba circulando desde hacía varias horas. Así pues, el hecho que Daneel es un robot no pudo conocerse espiando, fisgando escuchando la conversación de nosotros dos anoche.

—Sin embargo —recalcó el doctor Fastolfe—, su visita de noche al Personal queda explicada, me imagino.

—Pero surge algo más que no se explica —explotó Baley—. ¿Dónde, cuándo y cómo se difundió la noticia? ¿Cómo se supo que un robot espaciano estaba rondando por la ciudad? Por lo que sé, sólo dos de nosotros sabíamos algo respecto a este arreo, el comisionado y yo, y no se lo confiamos a nadie. Comisionado, ¿pudo saberlo alguien más en el departamento?

—¡No! —contestó Enderby, con ansiedad—. Sólo nosotros y el doctor Fastolfe.

—Y él —añadió Baley, señalando al robot.

—¿Yo? —interrogó R. Daneel.

—¿Por qué no?

—Yo estuve contigo todo el tiempo, Elijah.

—¡No es cierto! —exclamó Baley con fiereza—. Yo estuve en el Personal durante más de media hora antes de que nos dirigiéramos a mi apartamento. Entonces fue cuando te pusiste en comunicación con tu grupo de la ciudad.

—¿Qué grupo? —preguntó Fastolfe.

—¿Qué grupo? —vino como eco casi simultáneamente de labios del comisionado Enderby.

Baley se levantó de su asiento y, volviéndose hacia el receptor, advirtió:

—Comisionado, deseo que escuche atentamente y que me diga si algo no concuerda con los hechos. Informan respecto al asesinato y, por una coincidencia curiosa, sucede precisamente cuando llega usted a Espaciópolis para asistir a una cita con el hombre asesinado. Le presentan el cuerpo de algo que se supone humano; sin embargo, se incinera el cadáver y a partir de ese momento ya no se puede proceder a su examen.

»Los espacianos insisten en que un terrícola cometió el asesinato, aun cuando el único modo con que logran fundamentar su acusación es suponer que un habitante de la ciudad abandonó la metrópoli y se encaminó rumbo a Espaciópolis a campo traviesa, solo y de noche. Usted sabe cuán improbable resulta eso.

»Después, envían a un supuesto robot a la ciudad; en realidad, insisten en enviarlo. Lo primero que el robot hace es amenazar a una muchedumbre con un desintegrador. Luego hace circular el rumor de que hay un robot espaciano en la ciudad. El rumor es tan específico que Jessie me avisa que se sabe que está trabajando con la policía. Eso significa que pronto se sabrá que fue el robot quien apuntó con el desintegrador. Es posible que en estos momentos el rumor ya se esté difundiendo en la sección de los toneles de levadura y en las plantas hidropónicas.

—Eso es imposible. ¡Imposible! —gruñó Enderby.

—No, no lo es. Exactamente eso estará sucediendo, comisionado. ¿No lo ve usted? Existe una conspiración en la ciudad, sin duda; pero la manejan desde Espaciópolis. Los espacianos quieren dar publicidad a un asesinato. Desean motines. Están provocando un asalto a Espaciópolis para justificar la aparición de naves espacianas dispuestas a ocupar las ciudades de la Tierra.

Con gran benignidad y calma, Fastolfe insinuó:

—Pudimos hacerlo cuando los Tumultos de la Barrera, hace veinticinco años.

—Entonces no estaban preparados, pero hoy sí lo están. —El corazón de Baley le latía violentamente.

—Este complot que nos atribuye, señor Baley, resulta muy complicado. Si deseáramos ocupar la Tierra, lo podríamos llevar a cabo de una manera mucho más sencilla.

—Tal vez no, doctor Fastolfe. Su fingido robot me informó que las opiniones respecto a la Tierra no se encuentran unificadas en ningún sentido a lo largo de los Mundos Exteriores. Me figuro que, en ese momento, estaba diciendo la verdad. Acaso una ocupación repentina no caería en casa. Acaso un incidente sea una necesidad absoluta. Un buen incidente escandaloso.

—Como un asesinato, ¿eh? ¿Eso pretende usted? Confesará que sería preciso un asesinato fingido. Espero que no querrá insinuar que asesinaríamos a uno de los nuestros con objeto de crear un incidente.

—Construyeron un robot muy parecido al doctor Sarton; lo desintegraron y le mostraron los restos al comisionado Enderby.

—Y entonces —concluyó el doctor Fastolfe—, habiendo utilizado a R. Daneel en la falsa investigación del asesinato fingido, tuvimos que utilizar al doctor Sarton para personificar a R. Daneel en la falsa investigación del asesinato falso.

—Exactamente. Y le estoy diciendo a usted esto en presencia de un testigo que no se encuentra aquí en carne y hueso, y a quien no le pueden desintegrar la existencia, y lo bastante importante como para que le crean tanto el Gobierno de la ciudad como el de Washington. Estaremos advertidos contra ustedes. Nuestro Gobierno informará de ello directamente al pueblo de aquí; le expondrá la situación tal como se presenta. ¡Dudo mucho de que se tolere tal violación interestelar!

Fastolfe meneó la cabeza con impaciencia.

—Por favor, señor Baley, sea razonable. Supongamos ahora que R. Daneel es efectivamente R. Daneel. Suponga usted que en realidad es un robot. ¿No se seguiría de ahí que el cadáver que vio el comisionado Enderby era en efecto el del doctor Sarton? No sería lógico considerar que el cadáver era todavía otro robot. El comisionado Enderby conoció a R. Daneel en vías de ser construido, y puede atestiguar el hecho de que no existía más que uno.

—El comisionado no es perito en robótica —insistió Baley—. Ustedes pudieron poseer una docena de esos robots.

—Ciñámonos al tema, señor Baley. ¿No vendría a tierra toda la estructura de sus razonamientos si R. Daneel resulta efectivamente R. Daneel? ¿Seguiría en la creencia de este complot interestelar descabellado que ha estado construyendo?

—¡No es un robot! Yo digo que es un ser humano.

—Con todo, señor Baley, usted no ha investigado el problema —rebatió Fastolfe—. Para diferenciar a un robot de un ser humano no hace falta llegar a deducciones complicadas e inestables por cosas que dice o hace. Por ejemplo, ¿intentó clavar un alfiler a R. Daneel?

—¿Qué? —exclamó Baley boquiabierto.

—Es una prueba muy sencilla. Su piel y su cabello parecen reales; pero ¿trató usted de examinarlos con una lente de aumento adecuada? Además, ¿ha observado usted que su respiración es irregular y que pueden pasar minutos durante los cuales no respira para nada? Usted pudo hasta recoger un poco de aire expelido para medir el contenido de dióxido de carbono. Quizás hasta intentar extraerle una muestra de su sangre. Comprobar el pulso en la muñeca, o palpitaciones del corazón…

—Sin duda pude haber recurrido a cualquiera de esos experimentos; sin embargo, ¿cree que este pretendido robot habría permitido que me acercara con una aguja hipodérmica, un estetoscopio o un microscopio?

—Comprendo —convino Fastolfe. Se volvió hacia R. Daneel y le hizo una seña.

R. Daneel se tocó el puño de la manga derecha de su camisa. La costura diamagnética se entreabrió a todo lo largo de su brazo, dejando expuesto un miembro liso, musculoso y, al parecer, enteramente humano. Su vello corto y bronceado, era exactamente lo que uno hubiese esperado de un ser humano.

—¿Y bien? —exclamó Baley.

R. Daneel se apretó la yema del dedo corazón derecho con el pulgar y el índice de la mano izquierda. Baley no tuvo fuerzas para observar con exactitud y detalle las manipulaciones que siguieron.

Al igual que la tela de la manga se abrió cuando el campo diamagnético de la costura quedó interrumpido, del mismo modo el brazo se separó en dos.

Allí apareció, bajo una delgadísima capa de material carnoso, el gris azulado de las varillas de acero inmaculado, de los alambres y de las articulaciones.

—¿Le interesaría examinar con mayor minuciosidad la manufactura de Daneel, señor Baley? —preguntó el doctor Fastolfe con suma cortesía.

Baley ni siquiera pudo escuchar esas palabras, debido al zumbar de los oídos y por el sobresalto que le causó la histérica risotada en tono agudo que lanzó el comisionado.