Análisis de un asesinato
Jessie se despidió de ellos. Púsose un abrigo de ceratofibra y manifestó:
—Os dejo. Sé muy bien que tenéis por delante mucho que discutir.
Hizo pasar a su hijo en cuanto abrió la puerta.
—¿A qué hora volverás, Jessie? —preguntó Baley.
—¿A qué hora deseas que regrese?
—Pues…, no hay necesidad de quedarse fuera toda la noche. ¿Por qué no regresas a la hora acostumbrada? Como a medianoche.
Le lanzó una mirada interrogativa a R. Daneel. Este asintió levemente con la cabeza, excusándose:
—Lamento que…
—No tiene importancia. Nadie me exige que me vaya. Además, es mi noche para salir con mis amigas. Ven conmigo, Bentley.
El jovenzuelo se mostró un poco rebelde.
—Caray, ¿por qué diablos debo ir yo también? No los voy a molestar.
—Haz lo que te ordeno.
—Entonces, ¿por qué no he de poder acompañarte a los etéricos?
—Porque yo voy con algunas amigas y, además, tú tienes otras cosas que hacer… —La puerta se cerró tras ellos.
Y ahora había llegado el momento. Baley lo había estado apartando de su mente. Pensaba: «Presentémonos primero con el robot, veamos cómo es». Luego: «Llevémoslo a casa». Y después: «Comamos antes».
Sólo que ahora ya no había lugar para nuevas dilaciones. Por fin se veían enfrentados al asunto del asesinato, con las complicaciones interestelares, los posibles ascensos en la clasificación, o con una probable desgracia. Y carecía de medios de iniciarlo, excepto recurriendo al robot en busca de ayuda.
R. Daneel indagó:
—¿Tan seguros estamos de que no nos pueden oír?
Baley levantó la vista y se le quedó mirando con sorpresa:
—Nadie escucharía lo que sucede en el apartamento de otro.
—¿No existe la costumbre de fisgar?
—Es cosa que no se hace, Daneel. Vaya, sería como suponer que…, no sé…, que metieran el dedo en tu plato mientras estás comiendo.
—¿O que puedan cometer un asesinato?
—¿Qué?
—¿No es también contrario a las costumbres matar, Elijah?
Baley sentía que su cólera iba en aumento.
—Mira, si hemos de ser socios, no tratemos de imitar la arrogancia de los espacianos y sus aires de superioridad. No va contigo, R. Daneel. —Y no pudo menos que poner énfasis en la erre.
—Mucho lamento si te herí en tus sentimientos, Elijah. Mi intención se limitaba a indicar que, supuesto que los seres humanos se sienten, en ocasiones, capaces de cometer un asesinato, a pesar de la costumbre, pudiesen también ser capaces de violar esas mismas costumbres por lo que se refiere al hecho de fisgar.
—El apartamento se encuentra perfectamente aislado —informó Baley, con el ceño fruncido aún—. No has percibido nada de nada que provenga de ninguno de los dos apartamentos que hay a los lados, ¿verdad? Bueno, pues tampoco ellos nos oirán a nosotros. Por otra parte, ¿a quién se le ocurriría, y por qué, figurarse que algo importante sucede aquí?
—No hay que menospreciar al enemigo.
—Dediquémonos a nuestro trabajo —propuso Baley, encogiéndose de hombros—. Mis informes son muy vagos, así que puedo mostrar mi mano sin ninguna dificultad. Sé que un hombre llamado Roj Nemennuh Sarton, ciudadano del planeta Aurora, residente de Espaciópolis, fue asesinado por alguna persona o varias, lo cual se desconoce. Entiendo que la opinión de los espacianos es que no se trata de un acontecimiento aislado. ¿Estoy en lo justo?
—Estás bien informado, Elijah.
—Lo relacionan con una intentona reciente para hacer fracasar un proyecto patrocinado por espacianos para convertirnos en una sociedad integrada por humanos y robots y según los modelos de los Mundos Exteriores. Suponen que el asesinato fue producto de un grupo de terroristas muy bien organizados.
—Exactamente.
—Muy bien, entonces. Para empezar: ¿en qué se basa esta suposición de los espacianos? ¿Por qué el asesinato no podría ser el trabajo de un fanático individual? Existe en la Tierra un sentimiento antirrobotista muy fuerte: pero no hay partidos organizados que preconicen violencias de esta especie.
—Abiertamente, quizá no, desde luego.
—Hasta una organización secreta dedicada a la destrucción de robots y de fábricas de ellos poseería el sentido común suficiente para percatarse de que lo peor de cuanto pudieran hacer sería cometer un asesinato en la persona de un espaciano. Más bien parece haber sido obra de una mente desequilibrada.
R. Daneel escuchaba con muchísima atención. Al fin dijo:
—Yo también creo que el peso de las probabilidades está en contra de la teoría de un «fanático». La persona asesinada era muy bien conocida, y el momento del crimen se escogió con gran precisión, de modo que no cabe sino el proyecto deliberado por parte de un grupo organizado al efecto.
—Bueno, en ese caso, tú cuentas con mayores informes de los que han llegado a mi conocimiento. ¡Suéltamelos!
—Tu fraseología me resulta algo oscura; pero supongo que comprendo. Será preciso que te explique algo de los antecedentes del asunto. Sabrás que, vistas desde Espaciópolis, las relaciones que mantenemos con la Tierra no son del todo satisfactorias.
—¡Mala cosa! —masculló Baley.
—Se me ha dicho que, al principio, cuando se estableció Espaciópolis, se aceptó, por parte de nuestros dirigentes y por el pueblo, que la Tierra estaría dispuesta a adoptar la sociedad integrada que ha venido trabajando tan bien en los Mundos Exteriores. Al principio supusimos que sólo se trataba de aguardar a que las gentes de aquí se sobrepusieran al primer sobresalto de la novedad. Pero se ha demostrado que no fue así. Aún con la cooperación del Gobierno terrestre y de la mayoría de los diversos Gobiernos de las ciudades, la resistencia continuó, dificultando el progreso. Como es natural, esto ha preocupado intensamente a nuestra población.
—Por puro altruismo, supongo.
—No del todo —repuso R. Daneel—, aunque sea muy amable de parte tuya el atribuirles motivos tan nobles. Nuestra creencia general y muy firme es que una Tierra saludable y modernizada sería de gran beneficio para toda la galaxia. Por lo menos, tal es el caso respecto a nuestros habitantes de Espaciópolis. Debo confesar que existen elementos muy poderosos que se oponen a ello en los Mundos Exteriores.
—¿Cómo? ¿Desacuerdos entre los espacianos?
—Por supuesto. No faltan quienes se figuran que una Tierra modernizada sería una Tierra imperialista y peligrosa. Esto sucede más particularmente entre los habitantes de los viejos mundos que se encuentran más cercanos a la Tierra, y tienen mayores razones para acordarse de los primeros siglos de viajes interestelares, cuando sus mundos se vieron dominados por la Tierra, política y económicamente.
—Historia antigua —suspiró Baley—. ¿Se preocupan verdaderamente? ¿Continúan quejándose todavía de los acontecimientos que ocurrieron hace mil años?
—Los humanos tienen sus propias peculiaridades —comentó R. Daneel—. No son razonables, en muchos sentidos, como nosotros los robots, ya que sus circuitos no se proyectan de antemano. Asimismo, se me ha dicho que esto tiene sus ventajas.
—Puede que las tenga —convino Baley con acritud.
—Tú estás en mejor posición que yo para saberlo —sugirió R. Daneel—. En todo caso, los fracasos continuos en la Tierra han fortalecido la política de los partidos nacionalistas de los Mundos Exteriores. Proclaman que resulta del todo evidente que los terrícolas son muy diferentes de los espacianos, y que no se pueden amoldar a las mismas tradiciones. Opinan que si impusiéramos robots en la Tierra, desencadenaríamos destrucciones en la galaxia. Algo que no olvidan nunca es el hecho de que la población de la Tierra es de ocho mil millones de habitantes, mientras que la población total de los cincuenta Mundos Exteriores apenas llega a cinco mil quinientos millones. Nuestros conciudadanos aquí, especialmente el doctor Sarton…
—¿Era doctor?
—En sociología, y especializado en robótica. Un individuo sumamente brillante.
—Comprendo. Prosigue.
—Como te decía, el doctor Sarton y los demás se percataron de que Espaciópolis y todo cuanto significa no existiría por mucho tiempo si tales sentimientos en los Mundos Exteriores continuaran aumentando y si nuestros continuos fracasos los atizaban. El doctor Sarton comprendió que había llegado el momento de hacer un esfuerzo supremo por comprender la psicología de los terrícolas. Se puede afirmar que los individuos de la Tierra son conservadores innatos y soltar necedades sobre «la Tierra inmutable» y «la inescrutable mente terrestre», pero de ese modo sólo se consigue evadir el problema.
»Sarton afirmó que hablaba la ignorancia y que no podíamos enfrentarnos al problema de los terrícolas con un proverbio o con un calmante. Preconizó que los espacianos que trataban de rehacer esta Tierra deberían abandonar el aislamiento de Espaciópolis y mezclarse con los terrícolas. Era preciso vivir como ellos, pensar como ellos, ser como ellos.
—¿Los espacianos? —interrumpió Baley—. ¡Imposible!
—Tienes razón —convino R. Daneel—. A pesar de sus puntos de vista, el doctor Sarton mismo no hubiese podido convencerse hasta el extremo de venir a ninguna de estas ciudades, ¡y lo sabía bien! No le habría sido posible soportar la enormidad ni las muchedumbres. Aunque le hubieran obligado a entrar amenazándolo con un desintegrador, lo externo le habría pesado de modo tal que jamás hubiese percibido las verdades interiores en cuya búsqueda trabajaba.
—¿Y qué me dices de su preocupación por las enfermedades? —indagó Baley—. Me imagino que sería motivo suficiente para que nadie se arriesgara a entrar en una ciudad.
—Cierto. El doctor Sarton justipreciaba todos estos detalles; sin embargo, insistía en la necesidad de conocer íntimamente a los terrícolas y sus métodos de vida.
—Pues parece que se metió en un callejón sin salida.
—No del todo. Las objeciones que se refieren a la entrada en las ciudades se refieren únicamente a los humanos del espacio. Los robots espacianos son distintos.
«¡Maldita sea, siempre se me olvida!», pensó Baley.
—¡Ah, sí! —exclamó en voz alta.
—Desde luego —reanudó R. Daneel—, nosotros somos más flexibles, naturalmente. Por lo menos a este respecto. Se nos puede diseñar para adaptarnos a una existencia terrestre. Si se nos construye con una similitud muy particularmente apegada a la parte externa de lo humano, los terrícolas nos podrían aceptar, y se nos facilitaría de ese modo un examen cercanísimo de su vida.
—¿Entonces tú…, tú mismo…? —principió Baley, iluminado por una idea repentina.
—Sí, soy precisamente un robot de esa clase. Durante un año, el doctor Sarton estuvo trabajando en el diseño y construcción de robots semejantes. Yo fui el primero de todos ellos, y el único, hasta este momento. Desgraciadamente, mi educación no quedó completa. Se me apresuró de manera prematura en este papel, en este personaje, como resultado del asesinato.
—Entonces, ¿no todos los robots espacianos son como tú? Algunos se ven más como robots y menos como humanos, ¿no es así?
—Sin duda. Las apariencias exteriores dependen de las funciones del robot. Mi propia función exige una apariencia muy humana, y por eso la poseo. Otros son distintos, aunque sean antropoides. Con toda seguridad son mucho más humanoides que los degradantes modelos primitivos que vi en aquella zapatería. ¿Son así todos los robots de aquí?
—Más o menos —replicó Baley—. ¿No los apruebas?
—Por supuesto que no. Resulta por demás difícil aceptar una burda parodia de la forma humana como al mismo nivel intelectual. ¿No pueden mejorar las fábricas sus productos?
—Estoy seguro de que sí, Daneel. Se me figura que únicamente preferimos saber cuándo nos las habemos con un robot y cuándo no. —Se le quedó mirando fijamente a los ojos, cuando expresó tal cosa. Estaban húmedos y brillantes; a Baley le pareció que su mirada era uniforme.
—Confío que con el tiempo pueda comprender esa perspectiva tuya —expresó R. Daneel.
Por un momento Baley creyó observar cierta ironía en la frase; luego desechó la posibilidad.
—En todo caso —prosiguió R. Daneel—, el doctor Sarton distinguió con claridad que el caso se relacionaba con C/Fe.
—¿Qué es eso?
—Los símbolos químicos de los elementos carbono y hierro. El carbono es la base de la vida humana, y el hierro de la vida del robot. Resulta muy sencillo hablar de C/Fe cuando deseas expresar una cultura que combina lo mejor de las dos sobre una base igual, aunque paralela. C/Fe simboliza una mezcla de ambos elementos, sin prioridad.
—Creo comprender. Así pues, ese doctor Sarton se dedicaba al problema de convertir a la Tierra en C/Fe, desde un ángulo nuevo y prometedor. Nuestros grupos conservadores de medievalistas, como se autodenominan, se sintieron perturbados. Tuvieron miedo de que pudiera tener éxito. Así pues, se decidieron a asesinarlo. De ahí proviene la motivación que lo convierte en un complot perfectamente organizado y no en una simple ofensa aislada. ¿Estoy en lo justo?
—Así me lo imagino yo también, Elijah.
Baley silbó meditabundo, como para sí. Con sus largos dedos tamborileó levemente sobre la mesa. Luego meneó la cabeza.
—No resulta; ¡no, no resulta!
—Perdón, no comprendo.
—Trato de imaginarme la situación. Un terrícola emprende rumbo a Espaciópolis; se dirige al doctor Sarton; lo desintegra y luego se retira. No resulta. Estoy seguro de que la entrada a Espaciópolis está bien guardada.
—Exacto. No existe la menor posibilidad de que algún terrícola haya cruzado ilegalmente la frontera. Todas las salidas de la ciudad fueron sometidas a investigaciones minuciosas. ¿Sabes cuántas hay, Elijah?
Éste negó con la cabeza, y luego trató de adivinar.
—¿Veinte?
—¡Quinientas dos!
—¿Qué?
—Originalmente, cuando la amurallaron, había muchas más. Ahora sólo quedan funcionando quinientas dos. Aparte de los puntos de entrada para la carga aérea.
—¿Y los puntos de salida?
—Ni la menor esperanza. No los vigilan. Parece como si no existieran. Cualquiera pudo salir en no importa qué instante, y regresar sin que nadie se percatara de ello.
—¿Hay algo más? Me imagino que el arma desapareció.
—¡Oh, sí!
—¿Algún indicio de importancia?
—Ninguno. Hemos examinado los alrededores de Espaciópolis de cabo a rabo. Los robots en las granjas circunvecinas resultaban inútiles como testigos. Apenas significan un poco más que maquinaria agrícola automática, sin llegar a humanoides. Y no había ningún ser humano.
—¿Y bien?
—Habiendo fracasado hasta ahora en Espaciópolis, trabajaremos en el otro extremo, en la ciudad de Nueva York. Nuestro deber consiste en investigar a todos los grupos subversivos posibles, en desmenuzar a todas las organizaciones disidentes…
—¿Cuánto tiempo has decidido emplear? —interrumpió Baley.
—Tan poco como sea posible; tanto como sea necesario.
—Bien —confesó Baley, meditabundo—, desearía que en este embrollo tuvieras a otro socio que no fuera yo.
—Pues yo no lo deseo —replicó R. Daneel—. El comisionado habló en términos muy elogiosos de tu lealtad y de tu capacidad.
—Fue muy amable de su parte —murmuró Baley.
—No confiamos sólo en él —aclaró R. Daneel—: Estudiamos además tu expediente. Tú te has expresado con libertad y frecuencia en contra del uso de robots en su departamento.
—¿Entonces…?
—Sabemos que, si bien te disgustan los robots, trabajarás con uno de ellos si lo consideras como un deber. Posees una aptitud de lealtad en grado extraordinario, y un profundo respeto por las autoridades legítimas. Y eso es exactamente lo que necesitamos. El comisionado Enderby te juzgó con precisión.
—¿No tienes tú ningún resentimiento personal por mis sentimientos contrarios a los robots?
—Si no te impiden trabajar conmigo y ayudarme a llevar a cabo lo que se me exige —arguyó R. Daneel—, ¿cómo me podrán importar?
Baley se sintió cohibido y contrariado. Entonces, con gran beligerancia, preguntó:
—Vaya, pues si yo salí airoso de la prueba, ¿qué hay de ti? ¿Qué te califica como detective?
—No te entiendo.
—Se te diseñó como a una máquina coleccionadora de informes. Una imitación antropoide para registrar los hechos de la vida humana para los espacianos…
—Lo cual significa un magnífico comienzo para una investigación.
—Un principio, quizás. Pero eso no es todo lo que se necesita, ni con mucho.
—Seguro que no; tuvieron que darle un ajuste final a mi sistema completo de circuitos.
—Siento una enorme curiosidad por oír los detalles de lo que afirmas.
—Muy fácil. Se han dotado mis urgencias de motivos con un impulso especialmente fuerte, con un deseo de justicia.
—¡Justicia! —exclamó Baley. De su semblante desapareció la ironía, y en su lugar surgió una mirada indicadora de la más profunda desconfianza.
R. Daneel, volviéndose con rapidez en su sillón, se quedó mirando hacia la puerta.
—Alguien está ahí fuera.
Sí, alguien estaba. La puerta se abrió y Jessie entró, muy pálida y con los labios apretados.
Baley se sobresaltó.
—¿Qué sucede, Jessie? ¿Ocurre algo?
Ella permaneció allí, sin mirarle a los ojos.
—Lo siento mucho. Tenía que… —Y la voz se extinguió.
—¿Dónde está Bentley?
—Pasará la noche en la Residencia de Jóvenes.
—¿Por qué? —protestó Baley.
—Me informaste que tu socio pasaría aquí la noche. Me imaginé que necesitaría la alcoba de Bentley.
—A mí no me hace falta, Jessie —interpuso R. Daneel.
Jessie fijó la vista en el semblante de R. Daneel, con intensidad. Baley tenía la suya clavada en las yemas de los dedos, mohíno respecto a lo que pudiera seguir y, en cierto modo, incapaz de intervenir. El silencio momentáneo pesó en los tímpanos de sus oídos y luego, como desde muy lejos, escuchó a su esposa que decía:
—Sospecho que tú eres un robot, Daneel.
—Sí, lo soy —respondió R. Daneel con un tono tan tranquilo como el de siempre.