24

UNA ESTRELLA QUE CAE EN LA RED PARA MARIPOSAS

Lo único que impedía que me desmoronara era mi propia ira. Me aferré a la furia hasta con el último nanogramo de fuerza que tenía. Recorrí todo el camino a Greifswald, y luego treinta y cinco kilómetros más al noroeste, a Stralsund.

Visitar a un académico para hablar con él de un proyecto confidencial —particularmente si no se le avisa a la autoridad superior inmediata— representa una violación al protocolo. Pero en ese momento pensé que el protocolo merecía que lo violaran, y en serio. Además me daba la impresión de que la Biblioteca de Europa ya no requería de mis servicios. Tanto ella como el IOZ trabajaron en conjunto para engañarme desde el primer momento en que me involucré en el proyecto. Ahora necesitaba una respuesta honesta respecto al misterio de los diarios porque sospechaba que estos eran las «pruebas irrefutables» a las que se refería Yuka Shihomi.

Tuve suerte. El Doctor Cornelius Beyer estaba trabajando en una excavación en la isla de Rügen, al otro lado del puente de Stralsund. Mientras sus estudiantes mataban el tiempo detrás de nosotros, en las ruinas de una casa y su cochera con artefactos que databan de entre 1935 y 1989, nosotros nos sentamos a una pequeña mesa de madera para beber té condimentado helado. El Doctor Beyer se veía más bajito de lo que lo recordaba. Y un poco mayor de edad —ya casi tenía noventa años. Pero seguía tan agudo como siempre y tenía la memoria de un Elfnt-100gz.

—Sí —me explicó el arqueólogo—, encontramos los diarios en el fondo del Bodden de Saaler. Estaban en un contenedor negro sellado. El contenedor y el mango fueron fabricados con una resina plástica gruesa, sellada a su vez con neopreno. Estaba debajo de una pila de escombros que resultaron ser las partes de un pequeño avión de guerra: un BabySpinoFighter SL-0815, de quinta generación. Es probable que el Spino haya caído en 2056, durante los ataques de la Alianza Escandinava sobre la región báltica de Alemania. Sin embargo… —el arqueólogo cerró los ojos para tratar de recordar—: sí, calculamos que el contenedor estuvo sumergido en la bahía desde algún momento de 2018. El cálculo fue resultado del análisis que hicimos de las capas de sedimento que se encontraron sobre el contenedor mismo. Además, era obvio que fue colocado en ese lugar a propósito.

—¿A propósito?

—Sí. Lo hundieron con bloques muy pesados de acero inoxidable. Cada bloque pesaba unos cinco kilos. Fueron soldados a la tapa del contenedor. Había cuatro bloques en cada esquina, y luego todo estaba acomodado en un interior de hule espuma. Los diarios sobrevivieron gracias a eso. —Me miró—. Un trabajo bastante desafiante su lectura, ¿verdad?

—Sí, bastante. Pero al parecer el desafío no fue tan grande como la construcción del contenedor —dije sonriendo.

El arqueólogo asintió.

—Sí. Se ve que lo pensaron mucho. ¿Valieron la pena los diarios? ¿Tanto trabajo para preservarlos?

—Absolutamente. —Más de lo que él jamás podría entender.

—¿Y ella sobrevivió al Invierno Negro?

—No lo sabemos. —Aún.

—¿Encontró su nombre?

—Sí, Eliana. Eliana Lorenz. —La voz se me quebró cuando mencioné el nombre.

El arqueólogo me observó por un rato, como si acabara de desenterrar un hallazgo particularmente intrigante.

Sentí que me sonrojaba. Aclaré la garganta.

—Estudió Arquitectura —dije, y bebí un sorbo de té.

—Todos esos corazones y caritas sonrientes —dijo Cornelius Beyer, para ignorar mi emoción—. Todas esas tonterías. ¿Quién creería que se convertiría en arquitecta? Entonces, ¿a usted le dieron la misión de decodificar y traducir? Buena elección. Siempre fue un muchacho inteligente. Aún lo es. Espero.

Me encogí de hombros.

—¿Y también sigue siendo modesto?

Volví a encoger los hombros.

El arqueólogo levantó y juntó los dedos frente a sí; me miró como si esperara que yo continuara con las preguntas.

—¿Recuerda usted cuántos diarios eran? —le pregunté.

—Ocho.

Entonces, efectivamente, el diario en el que ahora estaba trabajando era el último de Eliana. Tal vez era la única evidencia que quedaba de su existencia.

—Comenzaron en su cumpleaños número trece —dijo el arqueólogo—. Y terminaron en septiembre de 2011. ¿Ese estúpido de Sriwanichpoom le está entregando los diarios uno por uno? ¿Por eso me pregunta?

—Bueno…

—Qué necio es, siempre apegado a las reglas —interpuso—. Brillante pero de un conservadurismo sofocante. Hay proyectos que exigen ser más flexibles con las reglas. ¿Le está dando problemas ese hombre? ¿Quiere que este arqueólogo hable con él?

—No, no, por supuesto que no. De todas maneras ya casi terminamos la traducción. Es solo que este historiador se preguntaba si habría más material en camino.

—¿Entonces eso es todo? —preguntó, listo para volver a trabajar, y se puso de pie.

Yo también me levanté.

—Una última pregunta, señor. ¿Usted leyó los diarios alguna vez? —le pregunté de la manera más llana posible.

—No. Este arqueólogo los revisó superficialmente. Leyó algunos fragmentos aquí y allá, y vio que una persona especializada en el cambio de milenios sería más adecuada para traducirlos. Por eso este arqueólogo se los pasó a Greifswald.

Le creí. No había razón para no hacerlo. ¿Y ahora qué?

El Doctor Beyer me acompañó hasta el sendero que llevaba al camino principal.

—Pero, ¿por qué les tomó tanto tiempo encontrar a alguien que los tradujera? —me preguntó—. ¿Por qué el retraso?

—¿Retraso?

—Los diarios los encontramos hace seis años.

—¿Hace seis años? —El estómago me dio una tremenda voltereta. Si el Doctor Beyer no se hubiera acercado a mí para sostenerme, habría caído en la excavación y habría aterrizado junto al armazón de aquel auto Trabi que acababan de encontrar.

—Sí —dijo el arqueólogo—. Descubrimos los diarios en el verano de 2259. El 17 de agosto. ¿Cuándo empezó usted a traducirlos?

¡Cinco años! La Biblioteca de Europa tuvo los diarios de Eliana en sus manos por cinco años antes de pedirme que me encargara del proyecto. Seguramente alguien decodificó y tradujo el contenido en ese tiempo. ¿Pero quién? ¿Y quién leyó la traducción? Definitivamente el Doc-Doc. ¿Quizá el profesor Grossmann? Incluso Rouge. ¿Y por qué me lo ocultaron? Entre más lo pensaba, más claro se volvía todo: siempre fui parte del plan. Tal vez, incluso, la Biblioteca de Europa me contrató cuatro años antes con un objetivo en mente. ¿Pero cuál? ¿De verdad todo fue para que trajera de vuelta el mal llamado virus del amor conmigo? ¿O había algo más allá? La última opción me parecía más viable. El cuento del virus del amor era un poco endeble. Tal vez sí era subproducto de la misión, pero algo me hizo pensar que todavía había más en riesgo. ¿Qué?

Estas eran algunas de las preguntas que estaba tratando de contestar en el swuttle camino a Berlín, cuando de pronto apareció un parpadeo en mi cuadrícula cerebral. Eran Renko y Gao. Me había olvidado de ellos por completo. Entré al modo de cámara silenciosa.

—¡Hola, hola, hola! —dijeron Renko y Gao.

Lucían impresionantemente felices.

—¡Finnkins! Te tenemos noticias —dijo Gao.

—¡Estamos esperando un bebé! —rugió Renko—.

¡Es un niño! Los felicité sin decirles, por supuesto, que ya lo sabía. Gao me envió un beso.

—Debemos irnos, Finnkins. No queremos hacer esperar al ginecólogo. ¡Celebremos mañana!

—Ya es una cita —dije.

—¿Y adivina qué? —dijo Renko cuando se fue Gao—. ¡Estamos enamorados! —Me guiñó el ojo—. «Increíble pero cierto», para citar a un buen amigo.

—¡Enamorados! —Eso sí que era asombroso. Tal vez el tal virus tenía algo de eficacia.

—Este amigo… Este amigo no pudo dejar de pensar lo que le dijiste acerca de enamorarse. Además… mientras más lo pensó, más claro se hizo que Gao era la Elegida. Y cuando… cuando este hombre tuvo esa idea en su cabeza, en realidad le fue muy fácil entrar en el ambiente del amor y sentirlo de verdad.

—¿Y entonces? ¿Cómo se siente el amor? ¿Se siente en el interior? —le pregunté para molestarlo un poco—. Para citar a un buen amigo…

Renko cerró los ojos. Era obvio que se estaba concentrando. Y entonces, con gran ternura, dijo:

—Imaginar la vida sin ella es imaginar una vida no vivida.

Casi me hizo llorar.

—Bien dicho, Renko, bien dicho. «Imaginar la vida sin ella es imaginar una vida no vivida.»

Renko sonrió e iluminó la pantalla.

—Gracias, amigo. Pero, ¡vaya! No es una frase de este amigo. Es de algún libro. O tal vez de un celuloide. No recuerdo bien. —Renko inclinó la cabeza de esa extraña forma en que siempre lo hacía para revisar su BC. Luego se encogió de hombros—. No lo encuentro. ¿Pero y a ti? ¿Te suena conocida?

—Este amigo no podría decir que la recuerda —dije. Pero sabía que el sentimiento estaba fuertemente incrustado en mi corazón.

—Si te hubiéramos dicho que «obedecer a tu corazón» significaba «enamorarte», ¿qué habrías hecho? —me preguntó Rouge. Pero no contesté. Estaba que echaba humo—. Habrías dicho «no, gracias».

Atravesamos el Jardín Inglés, camino a no sabía yo dónde. Primero nos reunimos en el Rubik, pero me sentí demasiado encerrado. Necesitaba aire, movimiento, espacio.

Era una tarde templada, un tímido día del solsticio de verano. Aunque ya casi eran las 10 p.m., todavía había luz en el cielo. La luz bañaba las nubes de rosa y por un momento me recordó el algodón de azúcar que Mannu y yo compartimos una vez en un carnaval de los Forester. Sin embargo, el recuerdo se desvaneció con la misma velocidad con que el rosado dulce se derretía en nuestras bocas.

—Además —continuó Rouge—, estábamos conscientes de que el amor era un fenómeno demasiado frágil. Cualquier cosa que hubiéramos dicho te habría incomodado. Y entonces nuestros planes se habrían desmoronado. Había demasiado en riesgo.

—¿Como qué? ¿Tu tesis? —Fue un comentario espantoso pero Rouge se lo merecía, y estaba consciente de ello. Poco antes me acababa de confesar que sabía lo que decían los diarios, ¡que lo supo incluso antes que yo! ¡Me engañó deliberadamente! ¡Todos lo hicieron!

—Finn, creímos que la supervivencia de Europa dependía del éxito de este proyecto.

—Finn Nordstrom, ¿el salvador de Europa? ¡Eso es ridículo! Más adelante, rodeados de un mar de florecientes azucenas, vi la glorieta cubierta del museo: era un domo de hierro forjado del siglo XX al que todo mundo llamaba la Jaula de Marfil. No había nadie sentado ahí. Subí de dos en dos los escalones y me dejé caer en la banca.

Rouge se sentó a mi lado.

Sacudí la cabeza.

—¡Nada de esto tiene lógica! Si leyeron los diarios, todo mundo sabía que Eliana había conocido a alguien llamado Finn Nordstrom y que se enamoró de él. Ya tenían las «pruebas irrefutables». Sabían lo que iba a pasar. ¿Por qué preocuparse de que «el plan se desmoronara»?

—El multiuniverso es muy sensible. Todavía no entendemos todo al respecto. Nos preocupaba que no te enamoraras y que pudiéramos separarnos y convertirnos en una Tierra divergente. Además, en ninguna parte del diario de Eliana decía: «Hoy Finn me dijo que me ama».

—¿Y quién les tradujo los diarios?

Rouge se encogió de hombros.

—Esta fiscuan no tiene idea. Pero incluso si Eliana hubiera escrito que le dijiste que la amabas, ¿cómo saber si de verdad estaba leyendo la situación de la manera correcta? Teníamos que observarte.

—«Teníamos que observarte» —dije imitándola—. Espécimen de laboratorio A: «Hombre enamorado». —Me levanté y empecé a dar vueltas—. Además, casi tuvieron un Espécimen de laboratorio B: «Hombre muerto enamorado». ¿Por qué demonios nos enviaron a 2009 si era muy claro, por el diario, que nunca llegamos ahí siquiera?

—El profesor pensó que podríamos aterrizar en una increíble y maravillosa Berlín alternativa, y tenía muchos deseos de conseguir un reporte. Es muy ambicioso a pesar de que no se le nota. Además sabíamos que sobrevivirías porque Eliana escribió acerca de tu visita en agosto de 2011.

—El visitante en 2011 pudo ser el clon de Finn Nordstrom. Un memoclón —le dije en tono desafiante.

Rouge puso cara de exasperación.

—Ya es bastante difícil hacer que un ser humano normal se enamore. ¿Para qué meteríamos a un memoclón en el asunto? ¿Podrías dejar de dar vueltas, por favor?

Me sorprendió mucho su petición, por lo que me detuve en ese instante.

—Además —agregó—, jamás haríamos un memoclón tuyo. —Me sostuvo la mirada por un rato y luego sonrió como un gesto irónico—. Al menos no hasta que hayamos solucionado todos los problemas. Y si eso llega a suceder algún día, nos vendría muy bien un ejército de Finn Nordstroms.

La vi ruborizarse y no pude recordar que eso hubiera sucedido antes. Nunca. ¿Estaría jugando con mi buena voluntad? Pensé que sí. Empecé a dar vueltas otra vez. La fragancia de las azucenas me envolvía.

Rouge suspiró.

—Escucha bien: pensaron que aterrizaríamos en una Tierra mejor, pero no fue así. Resultó ser un gran error. Una falla enorme. Con cada viaje aprendemos algo nuevo.

—Y este viajero tiene que cambiar de costillas con cada viaje. Aunque, claro, ya no viajará mucho más.

Llevaba toda la tarde y parte de la noche pensando en eso, pero cuando acabé de decir esa última frase, lo insalvable de mi situación me embargó y me llenó de desesperanza. Jadeé porque me hacía falta el aire. Me estaba ahogando.

Rouge me miró como si me entendiera. Era muy confuso todo. ¿Era mi amiga? ¿Mi enemiga? ¿Había sido muy duro con ella? Vi que se pasó los dedos con nerviosismo por entre los esponjados rizos rojos.

—Finn, no sabíamos que cancelarían el último viaje. Queríamos resolver el asunto. Queríamos que volvieras al pasado.

—¿Y por qué no podemos hacerlo? —pregunté casi gritando. Quienes paseaban por ahí se detuvieron a ver si todo estaba bien. Me senté junto a Rouge y se fueron. Todo resultaba ilógico—. Por favor, Rouge, sé honesta. ¿Solo se trató del asunto del virus? —le pregunté en un tono menos furioso. Casi suplicándole—. Pasaron cinco años planeando esto. Me parece demasiado intrincado, demasiado ingenioso para solo tratarse de una tesis sobre un virus de amor, o un concurso universitario. ¿Hay algo más?

A Rouge le tomó demasiado tiempo contestar.

—Finn —dijo después de un rato, con cuidado y como si ponderara cada sílaba antes de articularla—, nuestro universo contiene una cantidad infinita de enigmas. Algunos se resuelven en una vida misma, y otros no. Es lo único que te puede decir esta fiscuan.

Frustrado, me levanté otra vez y observé el cielo. Oscurecía ya. Mis dedos se quedaron pegados al marco ornamental de hierro forjado que nos albergaba. Fue algo más que el virus del amor, ¿pero ya qué importaba? Lo único que yo quería era volver a Eliana. Mi mente se aferró a aquellas palabras: «Queríamos resolver el asunto. Queríamos que volvieras al pasado».

—Si esto necesita resolverse, terminar bien, Rouge, entonces convéncelos de que nos envíen al último viaje.

¿Había todavía una oportunidad de volver a despedirme, o incluso —me daba miedo articular el pensamiento— de que me quedara en el tiempo de Eliana?

Rouge se levantó y se acercó a mí.

—Finn, esta fiscuan sabe lo que estás pensando. No serías el primero en… —y miró en otra dirección.

—¿No sería el primero en qué?

No respondió.

Yo me senté.

—¿Qué, Rouge?

Siguió sin hablar.

Pasaron varios segundos. Escuché el zumbido de varias bicicletas que pasaron, el blop, blop, blop del agua que recorría los tres pisos de la fuente frente a nosotros.

—Sería una locura, Finn —dijo en voz baja—. Sería una locura permanecer allá.

Entonces sí: lo sabía.

—Te necesitamos aquí —dijo.

—¡No, no es así! ¿Para qué? ¿Para propagar el «amor»? Yolanda, Severin y Renko pueden hacerlo ahora. Y el profesor Grossmann: él parece tener un talento especial para ello.

—No podrías viajar. Sufrirías un terrible desfase temporal. Además no eres como ellos. Crees que estás enamorado, pero…

—¿Piensas que es solo una «creencia»? Ese es un insulto colosal.

Rouge trataba de buscar las palabras adecuadas.

—Está bien ahora porque es una situación nueva y fresca, pero… piensa en… piensa en los gritos. Y en el llanto. No estás preparado. Piensa en los azotones de las puertas al cerrarse y en…

—¡Y en todas las puertas que se abran! —dije—. Además, ¿qué sabes tú del amor?

Nos miramos fijamente por un rato.

—Finn, en siete años se acabaría el mundo para ti. Morirías de una forma espantosa.

Me quedé conmocionado.

—¿Tú sabes eso?

—No, no. —Sacudió la cabeza con vehemencia—. Por supuesto que no, en absoluto.

—¿Entonces? ¡Podríamos sobrevivir! La vida continuó en el siglo XXI. El mundo no dejó de girar. Se fabricaron los binoculunares, se exploró el espacio, el hombre se recreó a sí mismo, órgano por órgano. —Sonaba demasiado cínico pero no debería ser así. Eliana, su familia y sus amigos habitaban ese mundo. Eran gente buena—. La gente sobrevivió, Rouge. Prosperó. Construyó hogares. Las personas se reprodujeron, los niños nacieron y se convirtieron en seres humanos amables y decentes que, a su vez, produjeron más seres humanos decentes. El Invierno Negro no trajo solo oscuridad.

Rouge se retorcía las manos. Jamás la había visto tan consternada.

—¡Pero el punto es que podrías no llegar a eso siquiera! No tenemos manera de saberlo. No tenemos pruebas.

—¿Qué quieres decir?

—Los diarios se acabaron, así que no sabemos si llegaste ahí o no. Lo investigamos y no pudimos encontrarte. Tampoco a ella. Enviarte otra vez es demasiado peligroso. El portal a septiembre 8 de 2011 está repleto de perturbaciones atmosféricas. Y son demasiado confusas. Antes era más sencillo porque teníamos fondos y podíamos rastrear a los viajeros extraviados, pero si no hay dinero, no habría manera de que nos rescataran si nos quedáramos atrapados en algún lugar. No volveríamos a casa jamás.

—¿Y si este hombre no quisiera volver?

Rouge se levantó de pronto y se paró frente a mí.

—No estás prestando atención, Finn. Podrías terminar en un lugar que no quieres. El multiuniverso está lleno de enigmas, de mundos extraños. Algunos, o casi todos, son impredecibles.

Entonces comprendí. Al fin. Mi situación era insalvable.

—¿Y qué va a pasar? —aullé como un animal herido, como esas bestias que aparecían en los celuloides que tanto nos gustaban a mí y a Renko. King Kong, Godzilla, el Monstruo de la Laguna Negra. Los ojos me temblaban. Y el sudor me escurría por la nuca. De pronto la fragancia de las azucenas se tornó nauseabunda. Creí que me desmayaría por el hedor.

Volví a dar vueltas. ¿Entonces no había evidencia alguna de que había vuelto con Eliana? Robert cruzó el mar con la caja de ónix. ¿Por qué se la llevó? ¿Y por qué la guardó en un cajón oculto? ¿Qué había tan valioso en ella? La pluma era una pluma. ¿Pero el anillo? ¿Sería algo más que una baratija? ¿Qué había en él? La abeja. ¿Habría algo en la abeja?

Había algo que no vi o que olvidé, ¿pero qué? ¿Qué más sabía yo? Caminé de ida y vuelta en la Jaula. Traté de forzar mi memoria. ¿Qué se me estaba olvidando? ¿Tal vez algo en el diario de Eliana? ¿Algo que dijo? Algo…

Sí.

Lucia.

Eliana dijo que si tuviera una hija la llamaría Lucia. Recordaba a la misteriosa mujer que la buscó en 2009 y que le dijo que me esperara. Eliana no tenía idea de quién era ella, pero sintió un vínculo inmediato. Y yo tenía razones para creer que esa mujer había llegado ahí proveniente de mi mundo.

Y qué tal si…

De pronto, una noción extraordinaria comenzó a formarse en mi mente. La vi desarrollarse hasta que se cernió sobre mí en el aire como un colibrí, como si estuviera levitando en el espacio, como si batiera las alas con un frenesí tal que las hacía prácticamente invisibles. Entonces sentí que se posaba sobre mi hombro y me gorjeaba al oído.

Lucia.

Eso era. Lucia era nuestra hija.

Lucia. En esas sílabas escuché la apertura de un candado. Escuché cómo se abría, vuelta tras vuelta, clink, clank, clunk. Escuché cómo se movía la puerta. Había encontrado la llave.

Lucia hacía nuestro amor real. Y nuestro amor haría a Lucia existir.

Pero si era nuestra hija, ¿cómo llegó a mi mundo?

Los engranajes de mi mente empezaron a rotar.

¿Habría seguido los consejos de Robert en 2018? ¿Puse el genoma de Lucia en un microchip y lo guardé en una abeja falsa para que viajara en el tiempo, por los siglos, en una caja de ónix? Quizá. Tal vez ahí también estaba el genoma de Eliana. Pero qué beneficios me traería eso, o por qué lo haría o, mejor dicho, por qué lo había hecho… no lo sabía. Sin embargo, sonaba lógico y, lo más importante, significaba que sí estuve ahí en 2018. Era la prueba que necesitaba. Porque, ¿quién más sabía que el anillo se tenía que salvar, que debía guardarse en la caja de ónix y esconderse en el cajón de la mesa de nogal excepto yo? Seguramente yo mismo fui quien le dijo a Robert que se llevara esos objetos al otro lado del mar. Planté en su cabeza la idea de que construyera la mesa de nogal con el cajón oculto. Y también fui quien puso los diarios de Eliana en el contenedor para exploradores.

O al menos eso era lo que quería creer porque significaba que volví. Y que me quedé. Era la evidencia. Tenía que creerlo. Tenía que hacerlo.

—¿Finn?

Cuando volteé, vi que ya estaba en los escalones de la Jaula. No sabía cómo llegué ahí. Rouge estaba a mi lado.

—¿Sí?

—¿Estás bien? —me preguntó.

Asentí, aunque aletargado.

—¿Se te acaba de ocurrir algo? ¿Algo a qué aferrarte?

¿Debería decirle?

Sacudí la cabeza.

—No —le contesté, y miré en otra dirección—. No es nada.

La fragancia de las azucenas flotaba alrededor de nosotros. Ahora la percibía dulzona y picante. La oscuridad también se había asentado ya, y dado paso a las estrellas. Era una noche espectacular.

—Rouge —le pregunté en voz baja—. ¿Cuántas crees que sean las probabilidades de encontrar a tu pareja perfecta? ¿De encontrar a esa persona que también te ama?

—¿Quieres una respuesta con precisión matemática?

Sonreí: era tan predecible.

—Con un estimado burdo estará bien.

—Las probabilidades son muy pocas, casi nulas. En especial aquí. Pero allá, en el pasado, también.

—Sí. Es imposible, ¿verdad? —Contemplé el negro cielo—. Es como tratar de atrapar una estrella que cae con una red para mariposas.

Nos quedamos sentados por un un rato en el Jardín Inglés del Museo de Cultura Europea y escuchamos el borboteo de la fuente. Nos envolvía la fragancia de las azucenas. Observamos la coreografía de las estrellas.

—Una en 285 000 —dijo Rouge de repente.

—¿Cómo? —Me tomó por sorpresa.

—Que hay una probabilidad en 285 000 de encontrar a esa persona que es todo para ti y que piensa que tú lo eres todo para ella también. Eso, en el mundo del pasado. Aquí las probabilidades son muchísimo menores.

La miré y me di cuenta de que tenía los ojos llenos de lágrimas. Sus labios temblaban. Los humedeció con la lengua.

—¿Rouge?

Respiró profundamente. Su pecho se elevó y luego descendió.

La tomé de la mano.

—¿Qué sucede?

Había algo que no me quería decir.

—¿Rouge?

—Esta amiga no soportará verte partir —dijo entre sollozos. Miró nuestras manos, todavía entrelazadas. Me apretaba con tanta fuerza, que sus nudillos estaban blancos—. Yo te amo —dijo, como si ella misma no pudiera creerlo—. Siempre te he amado. No sé cómo sucedió pero así es. Ahora lo sabes. Y aquí termina todo.

No supe qué me sorprendía más: su confesión, o el hecho de que hubiera usado la palabra «yo». Pero ciertamente me quedé anonadado.

—¿Siempre? Pero… ¿Cómo? ¿Cómo pudiste…?

—¡Por favor! No volvamos a mencionarlo jamás. ¿Me lo prometes? —Me miró con vehemencia. Estaba confundido pero asentí.

Nos sentamos un largo rato así, tomados de las manos y mirando las estrellas. Y luego finalmente la escuché suspirar. Se sentó derecha, echó los hombros atrás y volteó a verme con una sonrisa de fortaleza.

—Muy bien. Veremos qué se puede hacer. Estás en lista de espera.

De pronto me pareció que el cielo se inclinaba hasta mí para abrazarme. Tenía un nudo en la garganta.

—Gracias, Rouge, eres una buena amiga.

—¿Una buena amiga? —Se puso de pie—. Baloney! —dijo, y se fue caminando a través de la noche sin voltear atrás. Ni una sola vez.

Fue la última vez que vi a Rouge.

A la mañana siguiente me envió un mensaje diciendo que debía avisarles a mis colegas de la Biblioteca de Europa dónde terminaría de traducir el diario. Jamás se le ocurrió que tal vez ahora yo ya no querría seguir haciendo esa labor para la biblioteca. Me pidió que mantuviera un perfil discreto y que no hablara de mis planes con nadie y bajo ninguna circunstancia. La operación podría funcionar o no, pero tenía que permanecer en secreto de cualquier forma.

Dos días después yo ya estaba en Norteamérica. Dejé mi habitación del Rubik tal como estaba, pero me llevé el estuche de equipo de mamá, los binoculunares de Mannu, el osito de Lulu, la raqueta de slapback de papá y la caja con el anillo. Los llevé a Fire Island, adonde pertenecían. Las réplicas genuinas de los diarios de Eliana, mi cuaderno de trabajo para aprender escritura cursiva y la botella de Infinitissimo encontraron un lugar especial en el cuarto superior de la casa de los Nordstrom. Este libro escrito a mano, la pluma fuente negra con las estrellas de platino y la ampolleta de perfume fueron conmigo a la colonia Sternwald de los Forester, donde yo esperaba terminar de escribir este libro sin interrupciones.

Raoul Aaronson me invitó a quedarme en el estudio de su difunta esposa. Era una pequeña estructura de madera detrás de la casa. Carmine había fallecido unos tres años antes pero su artístico papel hecho a mano estaba aún por todas partes: en libros en tercera dimensión, en grabados y bocetos. Me senté todos los días a su escritorio y terminé de decodificar el octavo diario de Eliana. No para el Doc-Doc, sino para mí. Luego me puse a trabajar en este libro con la pluma que Eliana me dio doscientos cincuenta años atrás: a escribir mi historia, letra por letra, palabra por palabra, oración por oración, en una letra cursiva bastante decente, si se me permite decirlo.

Todas las noches antes de dormir abrí la ampolleta de Infinitissimo, rocié algunas gotas en la almohada e inhalé la fragancia de Eliana: mi sol, mi luz, mi amor. ¿Encontraría el camino hasta ella? ¿Podría Rouge ayudarnos?

Era julio y los bosques canadienses estaban llenos de recuerdos de Mannu, de mi padre y de nuestros viajes anuales a la colonia. A veces, mientras Raoul trabajaba, yo llevaba a pasear al pequeño Colin. Un día cocinamos polenta, otro, nos metimos en capas invisibles y jugamos a las escondidas; una tarde le mostré cómo lanzar piedras al estanque detrás de la casa.

Una mañana fresca y lluviosa hace casi tres semanas, en julio, me visitaron Raoul y Colin.

—Ya están listas las páginas que necesitabas —dijo Raoul, y me entregó un fólder—. Decodificadas y traducidas. Las envié a tu BC. Las tendrás cuando dejes la colonia, pero, ¿quieres este respaldo?

Esas páginas eran las fechas del diario de Eliana que escribió durante y al final de mi última visita. Mis dedos se morían por tomar el fólder, pero me negué. Me pareció que leerlas significaría abusar de su confianza.

—Nah, está bien —dije—. Ya están seguras en mi bandeja de entrada. ¿Alguien quiere una berryola?

—¡Yo!, ¡yo! —dijo Colin. Luego me pidió permiso para jugar con mi pluma. Ya escribía su nombre y podía pasarse horas trazando líneas y letras. Se desparramó sobre el suelo y comenzó a garabatear.

—Hay cosas tremendas escritas aquí —dijo Raoul, y le dio unos golpecitos al fólder.

—¿Tremendas? —pregunté mientras mezclaba la berryola de Colin.

Raoul bajó la voz.

—Ardientes, verdaderamente apasionadas. Puedo decir, oficialmente, que me excité leyendo algunas partes.

—¿En serio?

—Tal vez no debería conversar contigo acerca de temas como estos.

—¿Por qué no?

—Pues porque, obviamente, ustedes los citadinos no se involucran ni practican mucho este asunto. Es decir, sí lo hacen, por supuesto, cuando tienen algo de tiempo, pero es más como una obligación, ¿no?

—No somos rígidos seres automatizados, Raoul.

Se sonrojó.

—Lo siento, no quise decir eso.

Seguí ocupado preparando la berryola de Colin pero sentí la mirada de Raoul todo el tiempo. Cuando le llevé su bebida al pequeño, vi que llevaba un rato llenando una hoja de papel con su nombre: usó letras grandes y gordas. Me miró desde el piso y sonrió con tal alegría que solo pude agacharme y abrazarlo. Él se aferró a mí.

—Hueles bien —me dijo.

Tal vez era el Infinitissimo que esparcí en mi almohada.

—¿A qué huele? —le pregunté.

Pegó su nariz a mi cuello e inhaló.

—Como a… que te podría abrazar por siempre, siempre.

Raoul y yo nos reímos.

El sol se asomó por una nube y brilló en el rostro del pequeño Colin. Su rostro se iluminó y me sorprendió ver cómo sus ojos se transformaban en un vibrante color turquesa. Ojos color turquesa. Jamás se los había visto. Me recordaron a…

—¡Oye! —exclamó Raoul—, ¿y para mí no hay berryola?

Regresé a la barra y nos preparé dos bebidas también. Mientras las batía, me di cuenta de que Raoul seguía mirándome.

—¿Qué pasa? —le pregunté—. Traes algo entre manos.

—No, nada —Raoul bebió de su vaso. La berryola le dejó un grueso bigote rojo sobre la bronceada piel, pero él lo lamió de inmediato. Me miró y volvió a darle golpecitos al fólder.

—¿Estás seguro de que no quieres leer esto? En verdad es muy interesante. —Abrió el fólder—. Esta chica está enamorada. Con locura. Describe a un tipo, Swen. —Me miró—. Me recuerda a ti.

Tragué saliva.

—¿Cómo?

—Ella lo describe. Su cabello, su piel, sus bíceps, su… Pero bueno, no es solo su apariencia. —Fijó la mirada en mi barbilla, en el vello largo y grueso—. También habla de su forma de ser. De su aura y de las cosas que dice. De cómo las dice.

—Mmm —murmuré en un tono evasivo.

—Escribe sobre temas agradables. Y escribe bien. Dijo algo que me hizo pensar en Carmine y en lo que sentía respecto a ella.

—¿Qué fue?

Raoul pasó varias páginas.

—Es solo una oración. ¿Está bien? ¿Puedo leer solo una oración?

—Adelante.

—Escribió esto, y es exactamente lo que yo sentía respecto a Carmine. —Me miró—. Muy bien, aquí está. —Volvió a mirar el papel—. Esto es lo que escribió: «Imaginar una vida sin él es como imaginar una vida no vivida». —Y volteó a verme—. Lindo, ¿no?

Raoul y Colin me ayudaron a limpiar el desastre que dejé: había berryola y vidrio por todo el piso. Me sentí como un inútil. No solo porque jamás había tenido que limpiar algo que derramé, sino porque las manos no dejaban de temblarme.

¡Renko! ¡Mi mejor amigo! ¡Fue Renko quien tradujo los diarios! Esa frase sobre el amor la leyó ahí, en un diario que probablemente tradujo cinco años atrás.

¿Por qué me habría ocultado que trabajó en los diarios? ¿Me habría traicionado? ¿O tal vez me quiso proteger de algo? ¿Qué papel jugó en todo el plan? Tal vez nunca me enteraría porque ya no me quedaba tiempo para confrontarlo. Tan solo unos minutos después de descubrir el secreto sonó un celular. Raoul metió la mano a su bolsillo y sacó el aparato. Era Rouge.

Fue muy extraño hablar con ella a través de un celular en el año 2265. Yo estaba debajo de un sauce, cerca del estanque en la parte de atrás de la casa. Su voz cada vez se escuchaba menos, y yo estaba enloqueciendo. Cada tres oraciones tuvo que repetirme todo dos veces, pero entendí que al día siguiente, julio 22, tenía que ir a Berlín, al IOZ, por la tarde. Rouge no estaría ahí, pero la doctora Yuka Shihomi conduciría la navegación y descargaría mis recuerdos por última vez.

—Es solo por si acaso —dijo Rouge.

—¿Por si acaso qué?

—En caso de que la máquina del tiempo se vuelva loca, te arroje de vuelta a nosotras y se rompan todos y cada uno de los huesos de tu estúpido cuerpo. Yuka no ha hecho esto nunca antes.

—¿Qué? —grité, a punto de sufrir un ataque—. ¿Hablas en serio?

—Ay, Finn, es una broma. Relájate.

Tuve que admitir que Rouge Marie Moreau se estaba convirtiendo en una fiscuan muy interesante. Incluso maternal: me insistió como una típica madre en que tomara las pastillas para el desfase temporal: para ver si podían hacer algo por mí dondequiera que aterrizara. Me recordó que la casa vacacional, a la vuelta del departamento de los Lorenz, estaba pagada hasta el 30 de septiembre de 2011 (dato que solo me serviría si aterrizaba en el lugar correcto). Me dijo que ahí encontraría ropa, artículos de aseo, un equipo de computación para principiantes con una laptop, una cuenta de Facebook, una cuenta de correo electrónico, la información sobre una cuenta de banco, y un cepillo de dientes eléctrico con tecnología de punta. En mi mochila estaban las pastillas para el desfase temporal, un pasaporte estadounidense que debía renovarse en 2017, euros en efectivo, una tarjeta American Express Oro, un smartphone y goma de mascar.

—¿Ya pensaste cómo vas a justificar no haberle llamado o enviado un correo electrónico entre el 7 de agosto y el 8 de septiembre? —preguntó Rouge.

—Todavía no.

—Más te vale que lo hagas.

Rouge me puso rápidamente al tanto de los sucesos recientes: varios campi de prestigiosas universidades europeas, entre ellas las de Berlín, Bolonia, Praga y Castrup-Rauxel, tuvieron éxito en su petición en contra de que el Triple G cancelara el concurso En busca de la fertilidad. Los fondos no se restablecieron, por desgracia, pero se otorgaron becas a los ganadores. «De aquí a la fertilidad», la presentación que Rouge hizo para el concurso, no ganó el primer premio pero obtuvo una mención honorífica por ser la «Idea más Original». Y, como Rouge dijo… «Se verá bien en el currículum».

Rouge me siguió contando; me dijo que el Instituto Olga Zhukova le daría un doctorado honorario al Doctor Doctor Rirkrit Sriwanichpoom por su trabajo en el proyecto. A partir de entonces sería llamado Doctor Doctor Doctor h.c. Rirkrit Sriwanichpoom. Rouge creía que el profesor Grossmann había sido fundamental en obtener el título honorario para el Doc-Doc-Doc porque estaba tratando de congraciarse con él por haber embarazado a su esposa, la Doctora Doctora Gwyneth Elwyn.

Por otra parte, todos los fetos se estaban desarrollando bien: el de Gwyneth, el de Gao, el de Yolanda y el de la señora Grossmann. Asimismo, poco más de diez PA en Märkisches Quarter ya también estaban en camino de tener familia. Seis de ellas vivían en el Rubik: el epicentro del contagio viral.

Al virus del amor le cambiaron el nombre, dijo Rouge, y de ahora en adelante se le conocería como Amorivirus grossmanni. Me sentí aliviado de que sacaran mi nombre del asunto.

—Así que se terminó el lío, Finn —dijo Rouge—. Eso fue todo.

Me resultaba difícil despedirme de Rouge. Siempre fue y seguirá siendo un misterio para mí. ¿Quién era? ¿Qué tanto poder tenía que encontró la manera de sacarme a escondidas de este mundo? Mientras más lo pienso, más me convenzo de que no era lo que parecía. ¿Alguna vez sabré quién era en verdad?

Había empezado a lloviznar otra vez, y yo no estaba seguro de si las gotas en mi rostro eran de lluvia o eran lágrimas.

—¿Estás bien? —me preguntó.

—Triste. Y…

—¿Y?

—Tengo miedo, mucho miedo.

—Era de esperarse. Esta fiscuan también teme por ti. ¿Estás seguro de que quieres seguir adelante con esto?

Entonces pensé que Eliana me estaba esperando.

—Sí.

Estoy escribiendo las últimas páginas de mi libro ahora. En cuanto termine le rociaré un poco de Infinitissimo como Eliana hacía con los suyos. Luego lo envolveré en papel, lo sellaré y se lo daré a Raoul. Le pediré que le lleve el paquete a Rouge a Berlín, y que le diga que me gustaría que lo leyera. Si mis instintos no se equivocan, ella criará al clon de Lucia y le dará este libro para que también lo lea cuando tenga edad suficiente.

Los dos Aaronson me acompañarán por el sendero hasta el autobús eléctrico. Raoul y yo nos abrazaremos de una manera ligeramente extraña, como lo hacen los hombres. Nos daremos palmadas en las espaldas y luego nos tomaremos de los hombros al mismo tiempo que diremos «Cuídate».

Sin siquiera preguntar, el pequeño Colin entenderá que me voy por mucho tiempo. «¿Cuándo volverás?», me preguntará preocupado, con la frente arrugadita como cachorro de bulldog, y entonces sus ojos se tornarán de color turquesa bajo la luz del sol.

—No lo sé —le contestaré.

—Pero volveré a verte, ¿no es cierto?

Y yo lo abrazaré con fuerza.

—Eso espero, Colin. No sabes cuánto deseo volver a verte.

Tomaré el autobús eléctrico a Toronto, de ahí, el swuttle a Manhattan, y luego un planeador a Fire Island. Magda, la mujer del aseo, se alborotará mucho al verme y el chef Carlo Canelli preparará algo de pasta con langosta.

En el cuarto superior limpiaré y puliré la pluma fuente, luego la colocaré junto al anillo sobre la cama de terciopelo, cerraré la caja de ónix negro con el girasol incrustado, y la guardaré en el cajón oculto de la mesa de nogal.

Más tarde me sentaré en la playa. La arena todavía estará tibia por el calor de la tarde; el aire se sentirá pesado por la sal, y la brisa traerá consigo la fragancia del jazmín del jardín contiguo. Observaré cómo se iluminan de rosa las crestas de las olas con la luz del sol que se pone para luego tornarse plateadas a la luz de la luna. Contemplaré por última vez las estrellas que brillan sobre esta isla, luego me lanzaré al mar, nadaré hasta la boya y volveré a la orilla.

Rondaré por la casa para despedirme de esta vida, de mi familia, de mi pasado. Acicalaré al osito de Lulu porque tal vez Lucia algún día lo encuentre y lo reclame como suyo. Luego me recostaré en la que fue mi cama de adolescente, donde la ampolleta de Infinitissimo se oculta debajo de la almohada, y reflexionaré sobre los enigmas infinitos de la vida. Me preguntaré, tal como dijo Rouge, por qué algunos los resolvemos en esta vida y otros permanecen sin respuesta: como el engaño de Renko y el amor de Rouge.

Volaré a Berlín al amanecer. Caminaré por las calles del DPA BAD, llegaré al Instituto Olga Zhukova de Física Aplicada a la una, y me pondré a disposición de la doctora Yuka Shihomi, quien me dirá lo mucho que le entristece verme partir. Y entonces, querido lector, mi vida y mi amor quedarán en manos del tiempo…