21

EL BODDEN

El cielo de Brandenburgo lucía pesado, gris y amenazante en el camino del tren que partió de Berlín hacia Rostock, en el Báltico, donde Robert nos recogería. Las gotas de lluvia salpicaron las ventanas panorámicas del vagón, pero había dejado de llover por el momento. Llevaba dos días en 2011, y entre otras cosas, ya podía hacer bombas con la goma de mascar.

—Esa va a salir grande —dijo Eliana.

Le bombeé aire a la burbuja con la lengua. Creció y creció… y luego estalló.

—Es suficiente —dije. Envolví la goma en el papel y la arrojé al contenedor para basura que estaba debajo de la ventana—. ¡Fuchi! —exclamé. Era una de las palabras nuevas de mi vocabulario.

Eliana se acurrucó junto a mí y cerró los ojos. Estábamos agotados. La mayor parte de los últimos dos días la habíamos pasado en la cama, aunque no durmiendo. Eliana solo se levantó un par de horas el día anterior, miércoles, para ir a trabajar. Y yo fui a la esquina para ver a Rouge, hacer un cambio de ropa y comprar una dotación de goma de mascar. Y condones. Las dos cosas a las que me tendría que acostumbrar.

—Cuéntame algo de ti que no sepa y que sea muy extraño de verdad —dijo Eliana con los ojos cerrados y una voz grave por la fatiga.

—¿Como qué, por ejemplo? —le pregunté.

—¿Cómo quieres que te lo diga si no sé qué es?

—Es cierto. Está bien, déjame pensar.

Se estaba quedando dormida. Su cabeza colgaba con pesadez sobre mi hombro.

—Veamos… —dije en voz baja, casi en un susurro, porque en caso de que realmente estuviera cabeceando, no quería despertarla—, mi hermano y yo solíamos hablar sin usar el pronombre de la primera persona del singular. Ni sus verbos reflexivos o pronominales. No podíamos decir, por ejemplo: yo, mí, mi, mío, he, estoy, estaré, estaría, cansarme, etcétera. —Eliana levantó la cabeza.

—Eso es muy raro. ¿Por qué?

Me reí.

—Pensé que dormías.

Ella se encogió de hombros.

—¿Por qué hacían eso?

—Solo porque sí. Para divertirnos. Lo hacen en la Marina. En los campamentos de entrenamiento. Es una forma de promover la cohesión del grupo.

—¡Ah! El viejo truco para deshacerse de la conciencia individual de todo mundo, ¿eh?

—Exactamente. Por otra parte, tal vez es necesario hacerlo. En una emergencia o en tiempos de guerra, por ejemplo; o si se produjera una catástrofe internacional. La cohesión del grupo sería muy importante en los casos en que la supervivencia de la comunidad se antepone a la del individuo.

—«La supervivencia de la comunidad se antepone a la del individuo» —dijo Eliana entre risitas—. Eso no suena muy norteamericano, ¿verdad? Suena más asiático. Budista. Bueno, en cualquier caso, no me puedo imaginar a toda la gente renunciando a usar el «yo».

—¿Pero y si la supervivencia de todo el mundo dependiera de la cohesión del grupo? —pregunté.

—¿Cómo harías que todos los hablantes de los distintos idiomas del mundo dejaran de usar el pronombre de la primera persona del singular, o los verbos pronominales o reflexivos?

—No tiene que ser en todos los idiomas. Yo me refería al inglés. En cuanto se hiciera en inglés, toda la demás gente querría hacerlo. Podría tomar años, décadas, siglos… Pero si funcionara y ayudara a arreglar una situación, entonces la gente vería el lado positivo. Además, el idioma es excesivamente adaptable a los sucesos de su entorno. Siempre está cambiando. No es difícil deshacerse de las palabras.

—Pero, ¿del «yo»? Es parte de la naturaleza humana. Además, ¿no habría gente usándolo en algún lugar del planeta? No me puedo imaginar un sistema de pensamiento a nivel mundial que no tenga algunos detractores.

—Quizá —dije—. Tal vez habría gente que se quedaría a vivir en los bosques, que se mantendría alejada.

—Sí, que sobreviviría con nueces, bayas, y usando el pronombre de la primera persona del singular.

Le di un codazo.

—Te estás burlando de…

—Sí, ciertamente me estoy burlando —dijo en tono de broma, y enfatizando el «ciertamente» lo más que pudo—. Es solo que me parece una medida demasiado drástica la de cambiar el idioma. Imagínate a todo mundo por ahí sin usar el «yo». Es muy raro. Poco natural.

—Pero solo si aprendiste a hablar con él. Si no, no tienes por qué extrañarlo.

—¿No? Bueno, como sea. Estoy demasiado cansada para seguir discutiendo. Mejor enséñame cómo se oye. Vamos.

—¿Te gustaría escuchar cómo habla la gente sin usar el pronombre personal de la primera persona del singular ni sus verbos pronominales?

Eliana asintió.

—Sí, eso es lo que yo quiero oír. Vamos, hazlo.

—No es tan difícil. En la mayoría de los casos es muy sencillo eludirlo. Incluso en una situación como esta. Digamos que estás en un tren, camino a FischlandDarß, al Báltico, para disfrutar de un fin de semana largo. Y entonces quieres escuchar cómo otra persona evita usar la primera persona del singular.

—Muy bien, ya entendí. Pero vamos, hazlo.

—Y ustedes dos hablan un poco —dije.

—Síííííííí —dijo ella.

—Y comienzas a impacientarte.

—Me estoy impacientando —dijo entre risitas.

—Porque esperas que esa persona por fin te enseñe cómo se evita el pronombre de la primera persona.

—Ay, sí, ya, ya, ya. Estoy esperando, estoy esperando —exclamó Eliana.

—Y ni siquiera te das cuenta de que te ha estado hablando todo este tiempo sin usarlo. Ni una sola vez.

Eliana se me quedó viendo. Entrecerró los ojos.

—¡Ups! ¿En serio no lo usaste?

—Ni una sola vez desde que dije la palabra «inglés». Pero tú sí. Y también verbos reflexivos.

—Bueno, ¿y qué? Además, yo creo que…

—¡Ahí está el «yo»! —interpuse.

Ella se rio.

—Además, hay —dijo, esforzándose mucho por no usar el yo o los verbos pronominales o reflexivos— situaciones en las que definitivamente tienes que usarlos. De otra forma, lo extrañarías.

—¿Como cuáles?

—Como en el caso del amor, por ejemplo. ¿De qué otra forma le puedes decir a alguien que lo amas? «Yo te amo» es «Yo te amo». No habría intimidad si el yo no está ahí, aunque sea implícito en el «amo». Así que, incluso si la gente no supiera que el «yo» existió antes, lo extrañaría. O lo volvería a inventar porque lo necesitaría.

—¿Crees que no es posible expresar amor sin el «yo»? Eliana sacudió la cabeza.

—No.

—Bien, pues uno podría decir… —Me tuve que callar para pensarlo. Era algo complicado. Debo admitir que iba a ser la primera vez que diría que amaba, independientemente de si era en primera o tercera persona. Organicé mis ideas—. Uno podría decir, por ejemplo, «Este hombre te ama como ningún hombre ha amado a una mujer». O, ¿qué tal, «Este hombre te ama como nunca ha amado a nadie»?

Eliana me observó por un momento. Había silencio entre nosotros. Pero entonces se sentó erguida y rompió el encanto.

—¡Nah! —exclamó—. Buen intento, pero no da el ancho. No es tan personal como debería.

Volvimos a acurrucarnos uno junto al otro.

Yo cerré los ojos. Estaba listo para quedarme dormido.

—¿Sabes? Tal vez no lo extrañan —dije—. Tal vez el amor sencillamente no existe donde no usan el pronombre de la primera persona del singular.

—Recuérdame nunca entrar a la Marina.

—Hecho.

—Mmm —dijo adormilada, pero todavía tratando de reflexionar—. Ese sería un lugar muy triste en verdad, ¿no crees? ¿Donde no usaran el «yo».

Volteé a verla y nuestras miradas se encontraron.

—Sí —dije—, sería muy triste. Ciertamente.

Sentí el palpitar de su corazón. Y el del mío. Golpeteaban con fuerza, en sincronía. También sabía lo que decían. Pero, ¿era posible? ¿Podría decirlo?

Nos besamos.

Luego nos quedamos dormidos. El movimiento constante del tren hacia el frente nos meció.

Pero entonces el conductor nos despertó. Estábamos en Rostock.

La península de Fischland-Darß fue una sorpresa. Yo solo la conocía desde el aire porque los swuttles a Copenhague y Oslo la sobrevolaban. En 2265 era una de las últimas áreas del norte de Europa que se habían vuelto a habitar, por lo que, en general, era como una enorme zona de construcción. Pero aquí, siete años antes del Invierno Negro, en agosto de 2011, era un lugar bullicioso que cada vez prosperaba más porque parecía un imán de turistas. Pintoresco y cómodo.

La casa de los Lorenz era la típica construcción con muros de entramado de madera y techo de paja que se podía encontrar en la región báltica de Alemania. Le perteneció a la abuela de Angelika Lorenz, y cuando esta murió, poco después de la reunificación de Alemania en 1989, Angelika y Gesine, su hermana, la heredaron. Con el paso de los años, las dos familias la fueron renovando gradualmente, y ahora era un refugio vacacional compartido. Se había transformado en el tipo de casa que fotografiaban los turistas a su paso, debido a los marcos verdes y amarillos de las ventanas, el intrincado tallado de la puerta de entrada, la curvada banca de roble pintada de amarillo pálido y verde menta, y al encantador jardín con margaritas, cosmos, hortensias moradas y girasoles que me llegaban a los hombros. La parte trasera de la casa daba al Bodden Saaler: una laguna inmensa. Tenía terraza, césped, una cabañita para las bicicletas de la familia, un cobertizo amplio para herramientas, y muelle con un bote de remos.

La primera noche dormimos bien. Yo estaba cansado, no solo por la falta de sueño, sino porque el desfase temporal ya comenzaba a afectarme. Estábamos a 250 kilómetros de Berlín. Rouge me había advertido que debía tomar la medicina y lo hice porque, ¿quién iba a tener tiempo de estar cansado? Yo, ciertamente, no.

La familia Lorenz ya había planeado, minuto por minuto, los siguientes tres días de mi vida. Rudi Lorenz pidió las primeras actividades. El viernes por la tarde me llevó a elegir una bicicleta a la cabaña detrás de la casa. Las bicicletas de las dos familias formaban ya una colección. Encontramos una adecuada para mí pero cuando estábamos a punto de salir, al fondo de la cabañita vi un contenedor negro bastante sólido, fabricado con algún material sintético. ¿Dónde lo había visto antes? El corazón comenzó a palpitarme con fuerza.

—Excelente equipo —dijo Rudi cuando notó hacia dónde miraba yo—. Es un estuche de explorador. Se usa en expediciones y safaris. Nosotros lo usamos cuando vamos a navegar. En él guardamos cámaras, laptops y cualquier otro artefacto vital. Es a prueba de agua y arena, y se cierra al vacío. Es indestructible. Fue fabricado para durar toda la vida.

Mi corazón palpitaba con más fuerza cada vez porque mucho antes que yo, supo dónde había visto el estuche. Era el que habían sacado del Bodden con los diarios de Eliana. Lo había visto en una imagen que me envió el Doc-Doc.

Era un gran descubrimiento para mí, pero debí haberlo imaginado. Wustrow estaba donde se encontraron los diarios. Claro que, enfrentar la realidad era un asunto completamente distinto. Estaba abatido.

Después de eso todo sucedió muy rápido. Así como un día siguió a otro, las revelaciones surgieron. Al principio de una forma bastante llana y sutil, pero después con una prisa que ya no pude ignorar.

Poco después de ver el estuche negro, Rudi y yo fuimos en bicicleta hacia el sur por el sombreado sendero de los Lorenz. Barnstorfer Weg colindaba a la derecha con el Bodden y a la izquierda con sembradíos de maíz y trigo. Por fin comprendí que estaba en la tierra donde fueron descubiertos los diarios Bodden. Me causaba emoción, pero al mismo tiempo era algo muy espeluznante.

Seguimos el camino hasta llegar a la punta de la península y luego pedaleamos hacia el norte por algunos minutos. Una vez más, el otro lado del Bodden estaba a nuestra derecha. Casi no hablamos. Llegamos a un punto de descanso donde había una banca de madera. Nos asomamos al Bodden, observamos los molinos de viento a lo lejos y nos asoleamos.

Estando sentado ahí, reflexionando sobre el día y la forma en que se había presentado, me embargó una sensación indescifrable. Era como si ya hubiera estado en ese lugar o como si ya hubiera visto aquello. Miré a la derecha. Aquellos árboles, los dos grupos de álamos, me parecían familiares. Detrás de mí, al oeste, vi la villa de Wustrow y el campanario de su iglesia. Entendí que ese bien podría ser el lugar donde encontraron el contenedor. Recordé una imagen tomada desde el agua, en el lugar del hallazgo, y creo que las ruinas de la iglesia se podían ver al fondo.

—¿Qué tan profundo es el Bodden allá? —le pregunté a Rudi.

—Nada profundo —contestó—. Tres metros a lo sumo.

—¿De verdad? ¿Eso es todo? —Me desilusioné. Recordé que Rouge me había dicho que el lugar donde encontraron el contenedor tenía casi seis metros de profundidad.

—Pero allá… —Rudi señaló hacia el este, al otro lado del Bodden— Bueno, algún día te lo enseñaré, en bote. Si no es este fin de semana será otro. Allá hay cinco metros de profundidad.

—Ah —dije, mientras seguía con la mirada hacia donde señalaba Rudi con el brazo.

Entonces, sí, ¡tal vez sí era ahí!

—Además —continuó Rudi—, estas aguas siempre están cambiando. Quién sabe cómo lucirán en unos cien o doscientos años. Seguramente la laguna será más profunda en algunas secciones debido al calentamiento global. Sospecho que en unos doscientos cincuenta años esa parte de allá tendrá unos seis metros por lo menos.

Sentí que se me erizaba el vello de la nuca. ¿Me estaría tratando de decir algo?

—Pero quién sabe —continuó—. Tal vez toda la península se habrá perdido; habrá quedado cubierta por el agua. Fischland-Darß… ¡plof!

—Oh, no —dije—, eso no sucederá.

—¿Qué te hace estar tan seguro? —preguntó al mismo tiempo que me despeinaba un poco con la mano.

—La intuición.

Me miró por un momento. Y yo a él. A sus ojos los iluminaba el sol, por lo que el azul de su iris se veía de un sorprendente color turquesa. No recuerdo haber visto ese tono de turquesa en otros ojos antes, ni siquiera en mi mundo, donde uno podía mandarse a hacer los ojos de cualquier color del arcoíris. Sus pestañas eran gruesas, casi femeninas, pero su rostro poseía un aspecto curtido, muy atractivo; su piel tenía arrugas profundas y un bronceado del sol del Báltico.

Se inclinó hacia mí.

—Eliana nos dijo que perdiste a tu familia hace algunos años. —Su voz sonaba uniforme, pero había cierta calidez en ella—. Deben haber sido tiempos difíciles.

—Lo fueron —le dije, conmovido por su repentina gentileza—. Todavía lo son.

—Finn, quiero que sepas que estás invitado cordialmente a rentarnos cuando gustes. —Me sonrió—. Es decir, si necesitas una familia.

Sentí un nudo en la garganta al escucharlo. Solo pude asentir.

En cuanto Rudi percibió mi emoción, se volteó a contemplar el Bodden.

Nos sentamos en silencio por un rato. Vi a las abejas volar de amapola a amapola, escuché a los álamos mecerse con la brisa y contemplé el paso de los ferries que cruzaban el Bodden.

—Este lugar es especial —le dije—. Puedo sentirlo.

—Pensé que te gustaría. Es uno de nuestros lugares favoritos también. A Madeline le gustaba nadar aquí y ver los molinos de viento. Y a Eliana le encantan las amapolas. Nunca sabes dónde florecerán. A Angelika, por otra parte, le agrada más el mar. También a Robert. Quiere que el próximo verano naveguemos a Inglaterra. ¿Y a ti? ¿Qué te gusta más?

—Ambos. Crecí en ambos. Me gustan igual. Crecí en Fire Island, y ahí hay bahía y mar abierto.

—Lo mejor de dos mundos, ¿eh?

—Sí —dije—. Absolutamente: lo mejor de dos mundos.

Eliana, Angelika y yo planeábamos pasar la tarde junto al mar. Robert se disculpó: «Tengo que entregar un trabajo pronto», dijo en el almuerzo. En el otoño empezaría su maestría en Biogenética, y sentía que esta era la última oportunidad que tendría de dedicarle tiempo a su proyecto consentido. Desde aquel tiempo en que enseñaba a niños pobres a trabajar con madera, el año de su servicio civil, la carpintería se convirtió en una de sus pasiones. Detrás de la casa, en el cobertizo de herramientas, estaba trabajando en una mesa para su departamento nuevo. Sería una sorpresa para Lisa, quien se reuniría con nosotros en el Báltico al día siguiente: la tarde del sábado. Nadie había visto la obra maestra, pero Robert dijo: «Esta noche la revelaré. Será un preestreno».

Ver tanta gente en la playa fue algo nuevo para mí: los hombres y las mujeres que yacían inmóviles sobre la arena rostizándose al sol, una toalla junto a la otra y el ínfimo espacio para caminar entre todo aquello. La escena me recordó los centros de exhibición de androides, en los que colocaban los distintos modelos de robots sobre repisas, hombro con hombro y bajo luces de iluminación intensa.

Angelika insistió en que me pusiera bloqueador.

—También es bueno para el acné de Mallorca —me explicó al tiempo que se lo aplicaba sobre la piel.

—¿Acné de Mallorca?

—¿En Estados Unidos no lo llaman así?

—No estoy seguro —dije.

—Es la alergia al sol. Produce comezón y hace que te salgan ampollas.

Me daban ganas de decirle a Angelika que mi piel, al igual que la de casi toda la gente de mi tiempo, incluso la de los Forester, ya había sido tratada para resistir el daño de los rayos ultravioleta. Pero, por supuesto, no podía hacerlo. Por eso solo apreté el tubo de la loción en forma de gel que ella me pasó y saqué una gotita. Luego fingí que me untaba enormes cantidades. Irónicamente, en cuanto lo apliqué me dio comezón.

Me gustaron bastante las tradicionales sillas de mimbre que había en la playa del mar Báltico. También los doseles a rayas, las mesitas plegables y los banquitos para descansar los pies. Me parecieron útiles, en especial para eludir el viento. Pensé que, más adelante, trataría de mandar a hacer algo similar para la casa de Fire Island.

Ciertamente había mucho con qué entretenerme en la playa, pero lo mejor de la tarde fue el joven con cabello largo y trenzado que se mezclaba con la multitud y luego salía de ella, arrastrando los pies como si estuviera a punto de desmayarse por el calor. Llevaba sandalias y pantalones bombachos estilo turco. Iba jalando un carrito. Su voz casi no se escuchaba, por lo que tuve que esforzarme para entender qué vendía. «Bolas de energía», alcanzó a murmurar cuando pasó. «¿Alguien quiere bolas orgánicas de energía?». Eliana, Angelika y yo nos reímos muchísimo.

Todo mundo estaba ansioso por ver la mesa de Robert. Después de la cena nos condujo por el jardín hasta el cobertizo de herramientas. En cuanto abrió la puerta, y antes de que encendiera la luz, lo primero que llamó mi atención fue el intenso olor a aserrín. Del cobertizo manaba un olor como de moho y humedad. Me recordó a Sternwood Forester y a los Forester; a mi padre y a Mannu. Siempre me pareció un aroma reconfortante, pero ahora, debido a la muerte de mi familia, se tornó en algo melancólico.

Robert encendió las luces. Y ahí estaba: la mesa. Seguramente gemí porque todo mundo volteó a verme.

—La luz —tartamudeé.

Pero no era la luz. Era la mesa. Estaba fabricada con madera de pino, pero fuera de eso, era una réplica exacta de la mesa de nogal que estaba en la parte superior de la casa de mi familia en Fire Island. El parecido era perturbador. Cuando Robert nos mostró el cajón oculto que salía de la parte inferior, mi asombro fue tanto que se me puso la carne de gallina.

—¿Este diseño es común en Alemania en esta época? —pregunté.

Todos se rieron.

—Finn —dijo Eliana, tratando de no reírse mientras hablaba—, tienes que ser muy cuidadoso con lo que dices o Robert podría ofenderse.

—Es un diseño original mío —dijo Robert con orgullo—. Pero no, no estoy ofendido.

Yo habría dado por hecho que la mesa era solo una coincidencia, de no haber sido por todo lo que sucedió el sábado y por la cadena de otras «coincidencias» que me condujeron, al fin, a entender la verdad sobre mi pasado.

El sábado fue un día nublado y fresco. Eliana iba a ir a Rostock en auto con su padre y Robert para recoger a Lisa. Como Eliana no quiso que yo fuera, imaginé que estaba confabulando con Rudi para comprarme un regalo de cumpleaños. Angelika y yo fuimos al norte, a Zingst, donde ella tenía un par de pendientes que atender.

Zingst era un concurrido centro turístico con cafés, restaurantes, búngalos vacacionales, tiendas y mucho bullicio. Angelika se encontró a una amiga de Berlín, y yo solo pude sonreír porque parecían gemelas: bronceadas, con gafas oscuras grandes, sandalias negras, vestidos negros de verano y delgados suéteres negros. Mientras ella platicaba con su amiga yo vi varias joyerías con una variedad amplia de ámbar del Báltico. Usualmente no me habría interesado en algo así, pero de pronto vi varios anillos en un aparador, y noté que uno de ellos se parecía mucho al que mi familia guardaba en la caja de ónix negro.

—¿Te gusta el ámbar? —preguntó Angelika cuando me alcanzó.

—Entre los objetos de mi familia hay un antiguo anillo de ámbar y la piedra luce exactamente igual a esa —le expliqué al tiempo que señalaba un anillo con el ámbar muy dorado y traslúcido—. Solo que el nuestro tiene una abeja adentro. Nuestra piedra está rodeada de otras más pequeñas como esas, pero no de ámbar de muchos colores, sino de piedras negras. Obsidiana.

—Qué interesante. Pero esa que estás viendo es de ámbar falso —dijo Angelika—. No es genuino.

—¿En serio?

—Sí. Ya he trabajado con ese material, es bastante fácil fabricarlo. Solo necesitas tintura, masa de silicón y resina, e incluso puedes incrustar algo, como un insecto muerto o lo que sea. Y se ve bastante real. Espera, déjame mostrarte. —Metió la mano a su bolso y sacó un pequeño estuche de plástico. Decía «Hotel Majestic». De él sacó una especie de cepillito—. Una diseñadora de vestuario siempre está preparada. Este es un cepillo para quitar pelusa, de los que regalan en los hoteles. —Angelika desplegó el cepillito, y de él sacó un poco de la pelusa acumulada que luego colocó sobre el mostrador—. El ámbar legítimo produce estática cuando lo frotas con lana, y por eso puede atraer pelusas. —Levantó otro anillo—. Ahora mira, esto sí es ámbar. —Frotó el anillo contra su suéter y lo colocó junto a la pelusa. El anillo la atrajo como si fuera un imán—. ¿Lo ves? —Luego tomó el que yo había visto y también lo talló. No sucedió nada.

—Es intrigante.

—Bueno, ahora ya sabes cómo probar la autenticidad de la herencia de tu familia.

—Lo haré, gracias.

Pero lo que realmente me puso a pensar no fue si el ámbar era genuino o no. Fue el diseño. A mí me parecía que ese anillo había sido fabricado en el mismo taller que el que tenía en casa. Por eso memoricé los rasgos.

Al acercarnos más a la playa, pasamos por una calle donde había una feria de arte y artesanías. Ahí Angelika compró algunas bolsitas de lavanda hechas a mano y un mantel. Estábamos a punto de ir al supermercado cuando de repente un puesto de objetos decorativos captó mi atención. Vi tableros de ajedrez y candeleros; copas, ceniceros y luego, para mi asombro, descubrí un mostrador con cajas de ónix negro. Al acercarme noté que las tapas estaban decoradas con incrustaciones de motivos florales. ¡Una de ellas tenía un girasol! ¡Era la caja que conocía, en la que se guardaba el anillo y la pluma fuente! La recogí, la inspeccioné y abrí la tapa. Sí, era la misma. El girasol era amarillo y las cabezuelas interiores eran de ónix. El tallo era verde.

La coincidencia era sobrenatural. Una cosa era descubrir el contenedor y el lugar donde sería encontrado 250 años después, pero otra muy distinta era encontrar coincidencias respecto a la historia de mi propia familia: la mesa de Robert, el anillo de ámbar, y ahora la caja de ónix.

—Es adorable, ¿verdad? —dijo Angelika.

—Sí. —Traté de mantener la calma, aunque en realidad estaba muy agitado—. Tengo una en casa. —Me sorprendió mucho haberle contestado: estaba demasiado alterado por el descubrimiento.

—¿Ah, sí?

—Era de mis padres.

Angelika me miró.

—A Eliana le encantan los girasoles.

Asentí.

—Creo que se la voy a comprar —dijo—. Seguramente encontrará algo que guardar en ella.

—Sí —asentí—, estoy seguro de que así será.

Al regresar a la casa estuve solo por primera vez en varios días. Me recosté en la cama con la intención de reflexionar acerca del significado de la mesa, el anillo y la caja de ónix, pero de pronto Eliana ya estaba sentada junto a mí, despertándome con besos. Llevaba dos horas dormido.

—Ya llegó Lisa —dijo—. Y mi madre horneó un pastel.

—¿Y eso qué significa? —Me estiré un poco y acaricié su brazo con los dedos. Desde la tenue curva de su bronceado hombro hasta la delicada muñeca. La escuché tragar saliva y la miré. Estaba ruborizada y tenía los ojos cerrados. Yo me sentí excitado.

—Significa que, en cuanto acabemos aquí, tenemos que reunirnos con los demás allá abajo.

La halé hasta que estuvo recostada en la cama.

No fue difícil entender por qué Robert estaba enamorado de Lisa. Hablaba con ironía, como su madre. E incluso se le parecía un poco: oscura, delgada y sofisticada. Lisa estudiaba medios y gestión cultural, y trabajaba medio tiempo como guía en el Museo Judío. Tenía una opinión respecto a todo: desde los turistas jubilados norteamericanos con tenis hasta los mejores lugares para asistir a conciertos de rock en Londres. A Robert, quien se parecía más a Rudi no solo en apariencia sino también en temperamento, le agradaba más recargarse en algún lugar, dejar a Lisa hablar y disfrutar del momento.

Angelika cortó más pastel de queso.

—¿Alguien quiere otra rebanada? ¿Finn?

Yo estaba satisfecho.

—No estoy acostumbrado a comer pastel de queso tres días seguidos. Está delicioso, pero creo que fue suficiente. Gracias. De verdad.

—Debo decirte —comentó Robert— que esta familia porta los genes del café y el pastel. —Entonces tomó otra rebanada.

—Oh, pues espero no haberlos heredado —dijo Eliana al mismo tiempo que hacía su plato a un lado.

—Bromeas, ¿no es cierto? —le dijo Angelika a Robert—. ¿O de verdad existe un gen que…?

—¡Mamá! —exclamó Robert, riéndose y sacudiendo la cabeza—. No seas tan crédula.

—Bueno, pues entonces no digas tonterías —respondió ella con un dejo de sarcasmo—. Yo pensé que te referías a un gen que te hacía desear comer cosas dulces o algo así.

Eliana volteó a ver a verme.

—Mi madre cree que es la única de esta familia que tiene permiso para hacer bromas.

—Perdóname —le dijo Robert a su madre— por haber pecado. —Luego dio una palmada para atraer la atención de todos—. Señoras y señores, tengo un anuncio importante que hacer. El gen del café y el pastel no ha sido identificado. Aún.

Nos reímos.

—Aunque se sorprenderían si supieran todo lo que sí se sabe acerca del genoma humano —continuó en un tono un poco más serio—. En un par de años todos caminaremos con un manual donde diga cómo fuimos fabricados, cuáles son nuestras debilidades y fortalezas, de cuáles enfermedades debemos cuidarnos, y qué medicina tomar para evitarlas. —Levantó su vaso y terminó de beber el agua—. Todos vamos a guardar en congeladores la saliva para poder clonarnos. Y antes de morir, les dejaremos nuestro dinero a nuestros clones.

—Ay, por Dios —dijo Angelika—. Nunca se me había ocurrido eso. Es un concepto fascinante. Dejarle tu dinero a tu propio clon.

—Imagínate —agregó Lisa—, si nunca tienes hijos, te puedes clonar y criarte a ti mismo. Vaya narcisismo…

—Es muy intrigante —dijo Angelika, y volteó a ver a Robert—. ¿Podrías congelar una muestra de mi saliva en el instituto de genética donde estudias?

—De hecho, sería mejor una célula de sangre.

Angelika miró a Rudi.

—¿Le quieres dar algo de sangre al muchacho?

—¡Seguro!

—¡Espera un segundo! —le dijo Eliana a su padre—. Pensé que yo y Robert íbamos a heredar tus miles de millones.

Rudi sacudió la cabeza.

—Ah-ah. Ya no. No serán para ustedes.

—Piensa en esto: si te clonaran —dijo Robert—, y, digamos que mamá te diera vida, ¡yo sería más viejo que mi padre, pero mi padre también sería mi hermano!

Todo mundo se rio, incluso yo. Era una idea absurda, por supuesto, aunque no descabellada. A pesar de las estrictas leyes sobre clonación que había en mi mundo, en casi todos los continentes se podía encontrar alguna provincia donde la legislación todavía tenía algunas lagunas. Había rumores ocasionales, y a veces incidentes comprobados de gente que se había clonado y criado a sí misma.

No obstante, nunca escuché sobre algún clon al que le hubieran heredado algo. Dada la alta tasa de enfermedades mentales severas entre los memoclones, iba a pasar bastante tiempo antes de que algún donador se sintiera seguro al dejarle su fortuna a alguno de ellos. ¿Y por qué querría alguien dejarle sus ahorros a un basiclón si evidentemente eran una especie en extinción con serios problemas de autoestima? La cultura de Eliana se dirigía al Invierno Negro, pero el Complejo Clon era algo que, afortunadamente, ni ella ni sus nietos alcanzarían a conocer.

Todo mundo hablaba al mismo tiempo. Eliana golpeó la taza con su cucharita para captar la atención.

—A ver, tengo una pregunta. Digamos que congelan algunas de sus células y hacen arreglos para que los clonen al morir. El clon tendría su cuerpo y apariencia, pero no sería uno de ustedes, ¿verdad? El clon no tendría sus recuerdos. ¿No es cierto?

—Es verdad —contestó Robert—. Tomará algún tiempo solucionar la cuestión de la memoria, pero ya estamos trabajando en ello. Y sucederá.

—¿Pero esos lugares de almacenaje son indestructibles? —preguntó Lisa—. ¿Qué pasaría si hay una guerra nuclear?

—Mira lo que pasó en Japón —agregó Eliana—. Después del terremoto no hubo electricidad en Fukushima durante semanas. Eso podría suceder en un centro de almacenaje de genes, ¿no? Y entonces todas esas células congeladas, nuestro futuro, solo se derretirían y morirían.

Ninguno de ellos sabía que eso fue exactamente lo que sucedió en el Invierno Negro. O que sucedería, dependiendo del punto de vista.

—Pero puedes hacer un respaldo de tu ADN —dijo Robert, camino al refrigerador—. Puedes poner toda la información en un microchip y almacenarla en algún lugar seguro para la posteridad. En un microchip chiquititito. Del tamaño de una uva pasa. Incluso más pequeño. Como una lenteja. —Sacó una botella de agua mineral del refrigerador y se sirvió un poco—. Solo ponlo en un lugar protegido y asegúrate de que alguien sepa dónde está para que pueda volverte a la vida. Ahora lo único que tenemos que hacer es encontrar la manera de descargar y cargar recuerdos, y ya estaremos en el camino al futuro. Bienvenida, inmortalidad.

Las palabras de Robert resonaron en mis oídos como si llevaran en ellas un mensaje importante que tenía que ser descifrado. Estaba a punto de reflexionarlo cuando Lisa dijo algo que me distrajo. Fue algo que, en un instante, destruyó casi todo lo que yo sabía sobre mi pasado.

Esto fue lo que sucedió:

Robert volvió a poner el agua en el refrigerador y estaba a punto de cerrar la puerta cuando Lisa levantó el recipiente de la crema.

—Espera un poco, Flo —dijo—, ¿puedes darme un poco más de crema?

Robert llenó el recipiente.

¿Flo? El nombre retumbó en mis oídos.

—¿Flo? —pregunté.

Robert puso los ojos en blanco y le entregó la crema a Lisa.

—Es mi segundo nombre. Florian. Robert Florian Lorenz.

—Es un nombre hermoso —dijo Angelika mientras se secaba los labios con una servilleta.

Lisa le dio a Robert un beso en la mejilla y me miró.

—Yo lo llamo Flo porque mi hermano también se llama Robert, ¿y quién quiere tener un novio con el mismo nombre que el de su hermano? Será Flo, y punto.

Yo casi no escuchaba. No tenía fuerza. Estaba utilizando toda mi energía para no desmayarme por la conmoción.

La mesa, la caja de ónix, el anillo, la navegación. Flo. Lorenz —Lawrence.

¿Sería posible que Robert Lorenz fuera Florian Lawrence?

Sí, pensé, era posible.

¿Y Lisa? ¿Podría su nombre completo ser Alisa?

Probablemente.

Al comienzo del Invierno Negro, Robert se iría de Alemania con la caja de ónix; navegaría por el mar con Alisa pero la perdería. Años después, en Estados Unidos, americanizaría su nombre: Florian Lawrence. Construiría la mesa de nogal, se casaría, se establecería y comenzaría una familia. Mi familia.

Robert Lorenz era mi ancestro.