20

GIRASOLES

Rouge y yo llegamos bien a Berlín, pero, ¿era el lugar correcto?, ¿el Berlín que buscábamos? No estaba seguro pero al menos estaba muy agradecido de haber aterrizado una sola pieza y de que mi cara no hubiera terminado en un charco de orina. Los tenis fueron otro asunto, pero el daño a los zapatos siempre es parte del trabajo que se espera que desempeñen.

Rouge estaba mucho más segura que yo de que estábamos exactamente donde queríamos: en Ludwigkirchplatz, en Berlín-Wilmersdorf, el 2 de agosto de 2011. Si eso era verdad, entonces solo haríamos quince minutos caminando a la casa de dos habitaciones que el IOZ había rentado para nosotros, a la vuelta del departamento de los Lorenz.

—Deja de preocuparte —dijo Rouge, al mismo tiempo que miraba a su espejo y se volvía a aplicar lápiz labial—, estamos en el lugar preciso.

Se me ocurrió, aunque no por vez primera, que Rouge sabía más acerca de lo que sucedería ese día que yo. Todavía no me quedaba claro si el diario de Eliana era parte del plan original del IOZ o no, pero para Rouge ya era muy obvio que, después de la tarde y noche que pasé con Eliana en el viaje cuatro, se había convertido en un elemento central de mi experiencia. Y como mi experiencia de viaje estaba vinculada de alguna manera al doctorado de Rouge, me parecía lógico que hubiera investigado ese aspecto. Habría dejado de ser Rouge si no lo hubiera hecho.

Junio 22 de 2011 era la última fecha en el diario de jacquard de Eliana, y también la última entrada que leí. Tenía veintiún años y estudiaba Arquitectura. Vivía en casa pero ya pensaba mudarse a un departamento con sus amigas Renée y Fritzi. De vez en cuando salía con algún chico pero no surgía ningún apego. Si acaso existía un diario subsecuente, yo aún no lo había visto. Pero, ¿tal vez Rouge sí? Me parecía difícil creer que era el único que leía los documentos del hallazgo del Bodden. Alguien, en algún lugar, estaba un paso adelante de mí, de eso estaba seguro. Así que tal vez Rouge sabía que me encontraría con Eliana ese día.

O quizá no.

En más de una ocasión pensé en preguntarle a Rouge lo que sabía, pero cada vez terminaba pensando que no quería saberlo. Sentía que entre menos supiera, mejor. Cualquier movimiento en falso arruinaría todo. ¿Y quién quiere ser culpable de que la Tierra se subdivida en otra Tierra? Así pues, si Rouge tenía esa información, me parecía que era bastante prudente de su parte no decírmelo.

Los anteriores eran algunos de los pensamientos que todavía me ocupaban cuando llegué al Sanitario de la Ciudad. Luego volví a familiarizarme con nuestra ruta en el mapa que llevaba, mientras Rouge le daba un último retoque a su maquillaje. En cuanto terminó me lo hizo saber con un gesto. Coloqué el pulgar en el botón para «Abrir puerta» —zzsscchht—, y salimos a una calurosa, húmeda y bochornosa media tarde de agosto.

Las voces de los niños llegaron hasta nosotros. Había un jardín de juegos detrás de los WC donde corrían más o menos agitados, para entrar y salir de un rociador; otros sacaban agua para construir castillos de arena, otros saltaban en las barras de ejercicio y gritaban de alegría. Encendimos nuestros celulares. La fecha que tenían indicaba que era agosto 2 de 2011. Todo parecía indicar que estábamos en el lugar correcto.

—Estarás solo —dijo Rouge. Abrió la puerta de una habitación con cama matrimonial. En la cómoda había camisetas y ropa interior, y en el clóset, jeans y un traje de verano.

—¿Y tú? —le pregunté.

Rouge abrió la puerta de una habitación más grande pero con muebles similares, y dijo:

Voilà.

Bebimos té en la cocinita.

—Nos veremos aquí el próximo martes, 9 de agosto, a las 10 a.m. —dijo—. En punto.

—¿No te preocupa que este viajero decida no volver a 2265 esta vez? —le dije en tono de broma, pero ella pareció sorprenderse demasiado.

—¿Para qué querrías hacer algo así?

Tenía razón. ¿Para qué querría quedarme ahí, atrapado en un radio de 350 kilómetros de Berlín, y luego, siete años después, ser devorado por la Plaga alemana? Era ilógico.

Tan profesional como siempre, Rouge me entregó las llaves del departamento.

—Estaremos en contacto todos los días por SMS o por llamada a través de los celulares. Y debes saber cuándo es el siguiente viaje —añadió—, en caso de que surja la pregunta.

¿Estaba insinuando que tendría que darle esa información a Eliana? Tal vez.

—Pues dime ya.

—Septiembre 8 de 2011. Era la fecha alternativa en caso de que las perturbaciones atmosféricas fueran demasiado fuertes para esta misión.

Eran buenas noticias. Nunca había podido decirle a Eliana cuándo volvería, y en esta ocasión sería solo un mes después del viaje anterior.

—Y recuerda —añadió Rouge— que entre más te alejes de Berlín, más se incrementan las probabilidades de que tengas dolores de cabeza, fatiga y mareos. Pero ya tienes las pastillas.

—¿Y si hay algún problema fuerte? Como lo que sucedió la última vez. Si este hombre está en problemas, ¿cómo…?

—Finn, viajamos por el tiempo. Volamos a Marte. Prácticamente somos inmortales. ¿De verdad crees que podríamos perderte?

Gracias a su diario sabía que, por lo general, Eliana trabajaba hasta las 2 p.m. en su empleo en Sonntagarchitekten. La oficina estaba en Xantener Straße, a unos cuantos minutos caminando del departamento de los Lorenz. También sabía que estaba sola en casa porque sus padres y Robert se habían ido a sus vacaciones anuales en la costa del Báltico. Ella planeaba alcanzarlos el fin de semana.

El cielo tenía un color gris azulado cuando dejé a Rouge. El sol trataba de atravesar la neblina, pero todo parecía indicar que perdería la batalla. El aire era denso, húmedo y caliente. Los peatones caminaban trabajosamente por la calle como si estuvieran atravesando un pantano. Pero yo estaba alegre cuando di vuelta en Giesebrechtstraße, y circulaba en mi propio exoespacio. En mi hogar era junio de 2265, así que no había visto a Eliana en dos meses, desde finales de marzo. Estaba muy emocionado aunque sabía que para ella habrían pasado casi cuatro años desde la última vez que me vio. Iba a pedir una explicación y yo ya tenía una. Le diría que pensaba que amaba a Sam, que jamás se me habría ocurrido interponerme entre ellos y que esperaba olvidarla, pero que, sin embargo, al estar de visita una semana en la ciudad, no pude resistir la tentación de visitarla.

Está bien. Sabía que sonaba como una de esas historias del Doctor Norden resguardadas en el Archivo Alemán del Departamento de Novelas Económicas de Bolsillo, pero no estaba mintiendo del todo, ¿o sí? Además, la verdad sería mucho más difícil de creer que esta verdad a medias.

Me sentí aliviado cuando vi que la calle de Eliana se encontraba frente a mí tal como la recordaba: apacible, bien cuidada y encantadora. Sin importar adónde volteara, los balcones estaban salpicados de macetas y recipientes de cerámica de los que se desparramaban geranios, acianos y margaritas. El pequeño cine seguía ahí, al igual que la tienda de abarrotes y los cafés. Había una nueva librería. La entrada al edificio de Eliana estaba cerrada con llave. No creí que hubiera llegado todavía a casa, pero de todas formas toqué el timbre. No hubo respuesta. Me senté en una mesa de la terraza del café de al lado. Desde ahí podía ver tanto la calle como la entrada al edificio. Ordené un té y lo pagué en cuanto me lo llevaron a la mesa.

Y esperé.

A las 2:20 vi una silueta dorada salir de entre el tráfico de Kurfürstendamm, dar vuelta a la derecha en Giesebrechtstraße y acercarse al café con velocidad. Iba en una bicicleta con una canasta al frente, llena de girasoles. Cuando se acercó más vi que llevaba un vestido color amarillo pálido. Al pasar junto al café alcancé a ver su espalda, completamente desnuda y bronceada, y su cabello: aquellos rizos largos como de seda que atrapaban la luz del sol que ya fenecía. Me levanté de un salto de la silla cuando estuvo en la entrada del edificio. «Eliana», grité.

Pero ella no volteó; no me había escuchado. Tenía las llaves en la mano y estaba abriendo la puerta.

—Eliana —dije con más fuerza, al mismo tiempo que me acercaba.

Todavía no me escuchaba. ¿Por qué?

Se me ocurrió, no sin terror, que tal vez estaba en el mundo equivocado, en una Tierra diferente. Aquella hermosa mujer que estaba a punto de desvanecerse detrás de una pesada puerta de madera en esa pintoresca calle no era mi Eliana en absoluto. Por eso no había volteado. No me conocía, no querría hacerlo, y no podría importarle menos.

Empujó la puerta con la cadera para abrirla, y haló la bicicleta al interior.

La puerta estaba a punto de cerrarse.

—¿Eliana? —grité de nuevo, a unos cuantos metros de distancia.

Pero la puerta se cerró con un golpe seco. Me quedé viendo la madera.

Y entonces volvió a abrirse, acompañada de un crujido.

Ahí estaba ella. Ahí estaba yo.

Me miró. La miré. Sus ojos se abrieron más, sus labios se entreabrieron. Vi una gota de sudor recorrerle la frente. «Volviste», dijo.

Estaba recargado en el alféizar y le daba la espalda a la ventana abierta. Escuchaba voces de chicas abajo, en el patio, y a alguien que practicaba escalas en el piano. La brisa atravesó los árboles y el cielo oscureció. Los truenos retumbaron.

Eliana llenó un jarrón con agua, les recortó unos centímetros a los tallos de los girasoles, y les arrancó algunas hojas. Luego los colocó en el jarrón y los arregló un poco. La observé, la bebí como los girasoles bebían el agua. Me miró, sacudió la cabeza con un gesto de exasperación que decía: «No sé qué hacer contigo», y luego tomó el jarrón y salió de la cocina.

Hubo un relámpago.

Escuché los zapatos de Eliana alejarse con un taconeo sobre la duela, y luego de regreso. Haló una silla que rechinó sobre los mosaicos y se sentó. La tetera silbó. Ella se levantó, vertió agua en la jarrita para el té y volvió a la mesa. Se cruzó de brazos.

Afuera había comenzado a llover. Caían gotas densas.

—¡Pero! —exclamó Eliana de repente. Se inclinó hacia delante. La parte superior de su vestido tenía un escote bajo, como de bustier. Sus senos estaban bronceados y brillaban por el sudor—. Pero pudiste haber llamado. Me pudiste escribir, o buscarme en Facebook. Cualquier cosa. ¿Qué ese día no significó nada para ti? Es decir, ¡mi madre te dio de su guisado de papas dulces! ¡Tan solo eso debió ser importante!

Era cautivadora, fascinante de verdad.

—Sí lo fue —dije—. Fue muy importante. Daría cualquier cosa por volver a comer de aquel guisado.

Eliana suspiró. Fue un suspiro sonoro y dramático. Lo notó, porque miró al techo con exasperación. Su determinación se estaba debilitando. Tal vez yo debía aprovechar el momento para actuar.

Di dos pasos rápidos y me senté frente a ella.

—Te extrañé. Muchísimo.

Fingió no escuchar.

—¿Dices que estarás aquí una semana? Asentí.

Eliana no sabía bien qué hacer con las manos. De pronto las tenía sobre la mesa, y luego en el regazo. Después estaba jugando con su cabello.

—Pues yo no. En dos días me voy al Báltico. El jueves. —Trató de sonar petulante, pero no le salió nada bien.

Volvió a poner las manos sobre la mesa. Las miré. Eran adorables. Y esta vez no había cutículas rasgadas ni padrastros.

—Mis padres ya están allá. Robert también. Yo me quedé por el trabajo.

—¿Trabajo?

—Le ayudo a un arquitecto. Es un empleo de medio tiempo. Se trata de un amigo de mis padres. Ya casi terminamos.

—Entonces estás haciendo lo que querías. Eres una arquitecta. Me parece excelente. —Se encogió de hombros.

—Bueno, todavía no. Me falta un año para terminar la carrera, y luego… —Su voz se desvaneció, pero pude darme cuenta de que estaba orgullosa de sí misma. Miró sus manos y luego elevó la mirada de nuevo. ¿Y ahora qué?

No es temporada de papas dulces —dijo. Su comentario salió de la nada, y con él apareció el primer esbozo de sonrisa.

¿Debería tomar su mano ahora?

Se levantó de golpe de la silla.

—El té —dijo, y se dirigió a la barra. Levantó el filtro de la jarrita, lo colocó en el fregadero y volteó a verme—. Terminé con Sam, ¿sabes? Después de que te fuiste.

—¿Ah, sí? —pregunté, pero no me agradó tener que fingir que no lo sabía.

—Fue muy grosero contigo. Además era muy arrogante.

El tirante izquierdo de su vestido se deslizó hacia abajo, y ahora estaba alrededor de su brazo. Pude ver una línea de piel blanca que no había estado expuesta al sol.

Eliana me sorprendió observándola y nuestras miradas se cruzaron. Me moría por tocarla.

El vestido se estrechaba en su cintura, pero luego brotaba con amplitud para formar la falda. Y yo tenía tantas ganas de tomarla de la cintura.

Ella se volteó para servir el té, y se alejó de mí. El cabello le caía sobre el cuello. Era muy grueso, muy denso. Debajo de él seguramente había tanto calor como en un invernadero. Balbuceó algo.

—¿Cómo? —pregunté. Me puse de pie y me acerqué a ella. Me estaba dando la espalda—. No escuché lo que dijiste. —Suavemente hice a un lado su cabello y lo sostuve con la mano. Arrastrada por el viento, la fragancia de Infinitissimo llegó hasta mí. Su cuello resplandecía con suaves perlas de sudor. Me incliné para besarlo y la escuché respirar hondo. Me incliné más sobre ella y mi mano se deslizó. Su cabello se esparcía junto a mi mejilla.

Eliana se rio con nerviosismo.

—¿Azúcar? —preguntó, y volteó hacia mí. Yo no tenía idea de lo que estaba hablando.

—¿Azúcar? —repetí con mis manos sobre su cintura, su adorable cintura.

—Que si quieres azúcar en tu té. Eso fue lo que pregunté.

Besé su hombro desnudo.

—No —le respondí.

—¿Y té? —preguntó de nuevo.

—De hecho —contesté—, no. No quiero, gracias.

Volvió a reírse.

—Yo tampoco.

Tenía las manos sobre sus hombros, luego sobre su espalda. Su piel ardía, pero era suave.

Me parecía de verdad incomprensible estar ahí con Eliana, con esa mujer tan increíblemente encantadora.

Nos besamos. Por un largo rato.

Luego ella se quitó las sandalias, me tomó de la mano, me condujo por la sala y luego por el corredor de atrás. Cuando abrió la puerta de su habitación, las ventanas de dos hojas chocaron entre sí por la corriente de aire. El alféizar seguía mojado por la lluvia. Cerró las ventanas y luego las cortinas.

Volteó hacia mí. Su mirada fue de mi rostro a mis brazos, y luego a mi pecho. Yo me desabroché los jeans.

¿Debería quitarle el vestido? ¿Se lo quitaría ella? ¿Se lo deja puesto? ¿Cuál era la costumbre? Cuando estudié historia cultural de la época anterior al Invierno Negro jamás aprendí sobre esas cosas. Y en todos aquellos meses tampoco se me ocurrió buscar información en el Cíclope. En las ilustraciones que vi del Kama Sutra los cuerpos estaban desnudos. Por un momento traté de recordar lo que hacían en los celuloides, pero no podía pensar con claridad. Ni siquiera podía…

—Tiene un cierre oculto —dijo Eliana—. Aquí, mira.

Ah, por supuesto. Ahí: el vestido tenía un cierre lateral. Era más delicado que el de mi sudadera y los jeans. Tenía dientes muy finos de color amarillo pálido. Cuando lo bajé, emitió un suave sonido: zzz

—Mmm —susurró, como si la estuviera liberando de un molde de acero.

Cuando pasé el vestido por su cabeza, la crinolina de la falda crujió como las hojas de los árboles y luego se desbordó como una ola amarilla sobre el suelo.

Y ahí estábamos.

El sol iluminaba la habitación de Eliana a través de las diáfanas cortinas: era una luz densa, cálida, entre rojiza y anaranjada. La tarde había refrescado un poco. Todo olía a la lluvia reciente, a esa exuberante humedad y frescura que queda después de que ha llovido y todo lo orgánico —las hojas, las flores, los árboles, la tierra— queda empapado hasta lo más profundo.

Ver a Eliana junto a mí, su densa cabellera desparramada, sus negros ojos sonriéndome, llenó mi corazón con el mayor gozo que jamás conocí. Me apoyé en un codo para besarla y sentí que su pierna me enredaba y me atraía hacia ella. Por el rabillo del ojo vi nuestras piernas entrelazadas. Las suyas, doradas, las mías, aún pálidas por los largos meses de invierno. Me atrajo a ella y nos besamos.

—¿Te acuerdas de hace cuatro años? —preguntó después de un rato—. El primero de octubre de 2007. —Lo dijo como si fuera el título de una canción que le encantaba.

Pensativo, me acerqué un dedo a la barbilla y miré al techo como si estuviera esforzándome mucho por recordar. Finalmente sacudí la cabeza y suspiré.

—¿Hace cuatro años? Lo siento, creo que no. Refréscame la memoria. —Eliana me dio un codazo en las costillas.

—¿Recuerdas que besaste mi mano?

—Ah, te refieres a eso —dije.

Entonces ella también se apoyó en el codo.

—¿Te acuerdas de que me besaste la cutícula rasgada?

—¿Lo hice? —Oh, oh, jamás me lo perdonó. Lo sabía.

—Fue lo más sexy que alguien me hizo jamás. Hasta esta tarde, claro. —Su risita nerviosa era un poco ronca—. Ahora regreso —dijo, y luego se levantó.

La seguí con la mirada mientras ella se dirigía a la puerta. Coloqué la mano en el espacio que había dejado y sentí el calor de su cuerpo. De nuestros cuerpos. Me acurruqué en su lado de la cama y creo que me quedé dormido por un instante, pero uno o dos minutos después regresó y yo me sentí más despierto que nunca.

¿Cuánto tiempo llevábamos en la cama? Seguramente horas. Todavía había luz afuera, pero escuché ruidos vespertinos que provenían del patio: el golpeteo de platos, voces de la televisión. También percibí el aroma de algo que se estaba cocinando. Me levanté y me acerqué a la ventana. Del otro lado del patio, donde las ventanas miraban hacia el norte, había luces encendidas. Miré a la derecha, en diagonal, y vi a Eliana en la cocina. Tenía puesto un kimono y estaba cortando queso.

Eché un vistazo en su habitación. Era un espacio amplio y fresco con colores cálidos, repisas de madera, muchos libros, fotografías de amigos, de la familia, de Madeline, otra vez de Madeline, una foto más de Madeline; un librero lleno de libros infantiles. Y había un póster de una imagen famosa: eran varios hombres almorzando en una viga que se cernía sobre Manhattan. El escritorio de Eliana era una gruesa lámina de madera de pino con un mecanismo que le permitía inclinarse, por lo que la parte central estaba un poco sesgada como las mesas de los dibujantes. Mi padre alguna vez vendió mesas como esa. Sobre el escritorio había largos rollos de bocetos arquitectónicos, lápices, plumas, una computadora portátil, una libreta negra que… ¿tal vez era para hacer bocetos en alguna de sus clases de arquitectura? Posé la mirada en un Cubo de Rubik de tres por tres, sin resolver. Lo tomé y lo llevé a la cama. Estaba a punto de resolverlo pero, pensándolo bien, me pareció que tal vez a ella le agradaba así.

—¿Puedes resolverlo? —preguntó Eliana al mismo tiempo que entraba a la habitación con una charola que colocó sobre la cama. Traía bocadillos y dos tazas de café muy caliente—. Preparé café latte, ¿está bien? Tenemos una cafetera nueva.

—Gracias —dije mientras tomaba un sorbo del latte y miraba con detenimiento el cubo de Rubik. A los niños que les acababan de implantar el BC les daban a resolver el cubo como parte de los ejercicios. Yo jamás había tratado de resolverlo sin el BC, pero estaba seguro de que podría hacerlo—. Creo que sí —respondí—, pero después. —Entonces tomé un trozo de queso y me lo metí a la boca.

—Es el proyecto en que estoy trabajando —me explicó Eliana, y volvió a meterse a la cama. También comió un poco de queso—, con el arquitecto.

Me le quedé viendo.

—¿Proyecto?

—Sí, él va a participar en un concurso. —Se apoyó en los codos—. No vas a creer esto. ¿Recuerdas que el primero de octubre de 2007, el día que no recuerdas, te mostré un albergue juvenil del otro lado de la casa GASAG?

—Sí.

—¿Y recuerdas que te dije que tal vez terminaría construyendo albergues juveniles cuando fuera arquitecta?

Asentí, al tiempo que le arrancaba un trozo a la baguette.

—Bien, pues, aunque no lo creas, este concurso es para construir un albergue juvenil —dijo Eliana, y tomó el cubo de Rubik—. A Jacob Sonntag, el tipo para el que trabajo, lo invitaron a participar. Y entonces a mí se me ocurrió diseñar el albergue como un cubo de Rubik sin resolver. A él le agradó mucho la idea. Por supuesto que vamos a participar bajo su nombre, pero, ¿y qué? Es una experiencia maravillosa y lo puedo incluir en mi CV. —Eliana tomó el cubo de Rubik y jugueteó un rato con él sin prestar mucha atención. Pasó los cubitos de colores de un lado a otro—. Pensé que el cubo de Rubik les gustaría a los adolescentes y a los jóvenes. Por un lado, les puede recordar su infancia porque es lúdico y colorido, como un juguete pero por otra parte también es un objeto intelectual. Algo para adultos. ¿No es cierto? —Señaló el cubo—. Fíjate: estos podrían ser los balcones. Aquí están las ventanas y… —Se detuvo a media oración—. ¿Te sientes bien?

La piel se me puso de gallina. ¿Sería posible que mi hogar, en 2265, hubiera sido diseñado por Eliana? Era una noción extraordinaria.

—¿Y dónde se supone que lo construirían? ¿Aquí? ¿En Berlín? —le pregunté.

—Al norte de Berlín, en Reinickendorf.

¿Reinickendorf? Me sonaba familiar, pero no, mi Rubik estaba en…

—En Märkisches Viertel —dijo, y se levantó.

¡Era increíble! Eliana volvió a su escritorio y comenzó a hurgar entre algunos papeles.

—Märkisches Viertel es un vecindario en Reinickendorf. Aquí hay algunos bocetos. —Volvió con varios borradores. Me extendió uno y lo tomé. Pero antes de siquiera mirar, supe que se trataba del Rubik. Y cuando lo vi, pude comprobarlo.

—¿Estás seguro de que estás bien? —preguntó Eliana—. Parece como si hubieras visto un fantasma.

—No, estoy bien. —Tomé su mano y la besé—. Es una idea espléndida. Vas a ganar, estoy seguro. Y en ese edificio vivirá gente joven por siglos.

Eliana resopló.

—Sí, ajá. —Golpeó la almohada que tenía atrás de ella para darle la forma de su cuerpo y se recostó—. Muy bien, es tu turno. No sé absolutamente nada de ti. Excepto que tienes una espantosa obsesión fetichista con los padrastros. —Se rio otra vez con esa risita nerviosa y ronca tan suya.

Sabía que, tarde o temprano, iba a tener que hablar de mí. Así que por fin había llegado: el momento de pensar.

—¿Qué te gustaría saber? —pregunté, y también golpeé un poco mi almohada.

—Bueno, para comenzar, ¿cuántos años tienes?

—Veintiséis. Mi cumpleaños es en agosto.

—¿En serio? ¿Qué día?

—El siete de agosto.

—Es domingo —dijo ella.

—¿Domingo?

Helloooo?

¡Ah, sí! Lo había olvidado. Todavía estaba en el calendario de 2265, en junio.

—Sí, naturalmente. Domingo. El siete de agosto.

—«Sí, ciertamente» —dijo imitándome—. Me encanta tu alemán. Así que el domingo serás seis años mayor que yo.

—Eso parece.

—«Eso parece». —Más risitas—. Está bien, lo siento. Ya no me voy a burlar de tu alemán. Me alegra que hayamos arreglado el asunto de la edad. Pasemos a la siguiente pregunta.

—Sí, por favor.

—Supongo que tienes un empleo.

—Sí. Soy historiador.

—¿Das clases?

—No. Trabajo… para… un instituto. Descifro documentos antiguos escritos a mano y los traduzco al inglés.

—¡Guau! ¿Qué tan antiguos?

Tragué saliva.

—Muy, muy antiguos. De doscientos, doscientos cincuenta años atrás.

—¿En serio? ¿Y puedes leer alemán antiguo? ¿Kurrentschrift?

No quería mentir.

—Bueno, no es sencillo, pero…

—¿Y qué tipo de textos? —Eliana quería saber—. ¿Como cartas de Goethe? ¿De Schiller? ¿De Heinrich Heine?

—Más bien de gente común. Por lo general no hay nadie famoso. Cosas que se encuentran. Documentos. Diarios.

—¿Les los diarios de la gente? —Abrió muy bien los ojos—. ¿Sus pensamientos personales?

—Sí.

—¿Diarios no publicados? ¿Asuntos privados?

Noté que era un tema delicado para Eliana.

—A veces. Sí. También investigo a las otras personas que mencionan. Trato de averiguar cómo vivían. En qué creían. Quiero entender cómo es que le dieron forma al mundo que los rodeaba. —Jamás había pensado mucho en ello, pero sí, eso era exactamente lo que quería saber. ¿Significaron algún cambio? ¿Aunque fuera uno muy pequeño?

—«Entender cómo es que le dieron forma al mundo que los rodeaba» —dijo Eliana. Repitió mis palabras y se quedó escuchando su sonido—. Supongo que eso es lo que le gustaría hacer a toda la gente. Significar un cambio para el mundo. Hacer algo. Cada quien a su manera, aunque sea algo pequeño. —Me sonrió.

—Tienes razón —dije. Y era cierto. También era lo que yo quería.

—Pero es un poco atemorizante —agregó Eliana—. Eres como un observador de gente muerta. Lees sus pensamientos, te metes a su cabeza. Los acosas.

Si tan solo supiera cuán cerca estaba de la verdad.

—Supongo que es una manera de verlo: como acoso.

—Eres un depredador literario que se abalanza sobre escritores inocentes y devoras su… —Se detuvo a media oración. Entrecerró los ojos y tomó mi cabeza entre sus manos—. Ese cabello lacio sigue en tu barbilla. —Me besó, y su lengua encontró el rebelde vello facial—. ¿Cómo lo haces? —¿Con la sombra de barba del mismo día?, quería contestarle.

—¿Es parte del interrogatorio?

—¡Por supuesto!

Aclaré la garganta y me di un golpecito en la mejilla.

—Se llama «sombreado». Fui al barbero, él me untó un menjurje químico. Luego dijo unas palabras mágicas, y a la mañana siguiente desperté así.

Eliana puso los ojos en blanco.

Besé su oreja, la mordí con suavidad, percibí su olor. Era una mezcla especial de sudor e Infinitissimo. La besé en la boca, sabía a Camembert. Tal vez así se olvidaría de aquel pelo.

—Yo te estuve investigando, por cierto —dijo, y se alejó un poco—. Te busqué en Google, pero no encontré nada. Solo la tienda departamental de Estados Unidos, Nordstrom. Tampoco estás en Facebook.

Me encogí de hombros.

—¿Entonces eres uno de esos sabiondos arrogantes que no creen en Facebook? —preguntó. ¿Y Facebook era algo en lo que se creía o no?—. No crees que deberíamos perder el tiempo en eso, ¿verdad? —dijo, y se recogió el cabello. Luego lo aseguró con un broche que sacó de su bolsillo—. Estoy sudando.

—Bueno… —empecé a decir.

—Tal vez tengas razón. —Eliana se tumbó sobre la cama y el kimono se le levantó. Vi su trasero. Acaricié su muslo por atrás y vi que la piel se le ponía de gallina. Se dio la vuelta y me dio un manotazo—. Todavía no se acaba el interrogatorio. Entonces, ¿por qué tu interés en el alemán? En mi opinión, es una lengua que se está muriendo.

—Creo que tienes razón.

—Yo tal vez aprenda chino.

—Buena elección —dije.

—Entonces, ¿solamente se te ocurrió alemán y ya? ¿Esta lengua que fenece?

—Mi madre hablaba alemán y nos leía en ese idioma. Y teníamos amigos en Canadá que también lo hablaban. Los visitábamos una vez al año y conversábamos con ellos.

—¿Entonces tu mamá es alemana?

—Nuestros… ancestros eran de Alemania, sí.

—¿Ancestros? ¿Te refieres a tus abuelos? ¿Se fueron antes de la Segunda Guerra Mundial? ¿Tuvieron que emigrar?

—Bueno…

Eliana se sentó.

—¿Eran judíos?

—No, eran…

Abrió bien los ojos.

—¿Comunistas?

Me reí.

—No, no, solo eran de Alemania.

—Oh. —comió otro trozo de queso—. ¿Y qué hacen?, ¿tus padres?

También sabía que esa pregunta era inevitable, pero no sabía bien cómo responderla.

—Mi madre restauraba libros antiguos y mi padre tenía una tienda de muebles. También antiguos.

Me miró. Entrecerró los ojos. Seguramente se preguntaba por qué yo hablaba en pasado, pero tenía demasiado tacto para preguntar.

—Se han ido —dije, de la manera más llana posible—. Murieron en un… accidente aéreo.

La sonrisa se le borró de los labios.

—Fue unos meses antes de que tú y yo nos conociéramos aquel día en Dusenhuber.

—Oh, qué terrible. —Me abrazó y apretó su cabeza contra mi hombro—. Qué espantoso. Recuerdo que mi madre dijo que lucías triste. Nostálgico. Con razón. Acababas de perder a tus padres.

La garganta empezó a dolerme, como si una pelota de slapback se me hubiera atorado en ella.

—Yo tenía trece —dijo—. O sea que tú tenías diecinueve. Eras muy joven cuando perdiste a tus padres.

Tenía veintiséis, para ser precisos. Y fue menos de un año atrás.

Se alejó un poco y me miró. Quería preguntar algo, pero me di cuenta de que titubeaba. Había algo en mi rostro que la hacía dudar.

—Pero… —habló despacio—. No estás solo, ¿verdad? Dijiste que tu madre les leía…

—Sí, nos leía. Eso dije, «… hablaba alemán y nos leía».

Volvió a entrecerrar los ojos.

—¿Tienes… hermanos?

—Murieron con mis padres. Mi hermano, Mannu, que era dos años mayor que yo, y mi hermana Lulu. Ella era diez años menor que yo. Todos se han ido.

Eliana me abrazó. Me meció. Hacia atrás y hacia delante. Atrás y adelante. Pude haberme quedado ahí para siempre.